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Artículo | 13/02/2001

Psicofármacos y tratamiento de base del paciente violento

  • Autor/autores: F. López-Muñoz, C. Álamo, B. Martín, E. Cuenca.

    ,Artículo,


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Las conductas agresivas y violentas, desde la perspectiva socio-sanitaria, constituyen un problema de gran envergadura en la sociedad actual. Kavoussi y cols. (1997) estiman que la prevalencia de conductas violentas en la población general se sitúa en torno al 25%. Además, el paciente agresivo suele estar, muchas veces, incapacitado para mantener unas adecuadas relaciones sociales, laborales o familiares. Por otro lado, desde la perspectiva clínica, las conductas agresivas representan un gran desafío terapéutico a la hora de integrar las manifestaciones clínicas de los diferentes cuadros patológicos y la filosofía de actuación subsiguiente.



Varios autores (Mulvey, 1994; Hiday, 1995; Swanson y cols., 1997) han puesto de manifiesto que los principales factores de riesgo de las conductas violentas y agresivas son los trastornos mentales, el abuso de sustancias o la coexistencia de ambos, aunque las circunstancias íntimas de estas relaciones aun no han sido correctamente establecidas. Aunque, como destaca Monahan (1992), la relación entre actos violentos cometidos en la sociedad y enfermedad mental puede ser minoritaria, en ciertos tipos de patologías psiquiátricas, la agresividad juega un papel importante. De hecho, una serie de estudios epidemiológicos han constatado unos elevados índices de violencia en pacientes con trastornos mentales (Swanson y cols., 1990; Steuve y Link, 1997), especialmente en aquellos sometidos a tratamiento psiquiátrico desde la adolescencia (Kjelsberg y Dahl, 1998) y en pacientes psicóticos, en dependientes de sustancias y en malos cumplimentadores del tratamiento (Tardiff y cols., 1997).

Por otro lado, hay que destacar que la naturaleza íntima de las conductas agresivas es bastante desconocida. Es evidente que el desarrollo de conductas violentas posee una génesis multifactorial, donde tienen cabida factores ambientales, factores de predisposición hereditaria y factores neurobiológicos. Circunstancias ambientales pueden recrear una sociedad violenta, donde las conductas agresivas se manifiesten con más frecuencia; aspectos de infracultura, abuso de sustancias, deficiencias económicas, accesibilidad a las armas, etc., han sido propuestos como factores predisponentes para el desarrollo de conductas agresivas (Tardiff, 1994). Sin embargo, los estudios experimentales, sobre todo en relación con modelos animales, han podido constatar fehacientemente el papel de ciertas anormalidades neurobiológicas en estos tipos de conductas (Gómez-Jarabo y cols., 1999; López-Muñoz y cols., 1999; 2000). De hecho, las teorías más recientes proponen como fundamento neuroquímico base de la agresividad una reducción del funcionalismo serotoninérgico, junto a una hiperactividad de los sistemas centrales de neurotransmisión noradrenérgico y dopaminérgico. Además, otros sistemas neuroquímicos, como el gabérgico, el opioidérgico, el colinérgico o el glutamatérgico, podrían estar implicados en este tipo de conductas, al menos en modelos animales (Siegel y Schubert, 1995; López-Muñoz y cols., 2000) (Tabla I).

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Los planteamientos científicos más actuales postulan que la agresividad no es en si misma una entidad patológica, sino que forma parte del cortejo sintomatológico de numerosos trastornos, tanto mentales como somáticos, siendo definida por la cuarta edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-IV) como “una conducta intencionadamente dirigida a provocar un daño físico a otros”. En este sentido, Barrat (1993) señala que, en la revisión de la tercera edición del DSM (DSM-III-R), existen 19 trastornos psiquiátricos en los que la conducta violenta aparece como criterio clínico.



La esquizofrenia es una de las patologías psiquiátricas donde las conductas de agresividad son más evidentes, asociándose, bien a agitación psicomotriz o a ideas paranoides (Kennedy, 1993). Los estados maníacos también pueden llevar aparejadas determinadas conductas de enfado, en mayor o menor medida, condicionadas por la ideación paranoide. Las depresiones con rasgos psicóticos pueden, por su parte, inducir al sujeto a actos violentos contra sí mismo y contra los demás, siendo esto más infrecuente en las depresiones sin estos rasgos psicóticos. En el síndrome por estrés post-traumático pueden existir, asimismo, conductas agresivas, debido a la hiperactividad autonómica. En muchos casos, este trastorno está causado por una conducta violenta, que puede provocar en la víctima reacciones semejantes ante situaciones que le recuerden el acontecimiento traumático. El síndrome por déficit de atención e hiperactividad incluye problemas relacionados con el control de los impulsos en adultos y niños, y puede, a veces, estar asociado a conductas agresivas. El retraso mental y el trastorno infantil caracterizado por conductas desafiantes y oposicionistas pueden incluir también conductas violentas, así como las demencias. Por último, los trastornos de la personalidad, especialmente el trastorno antisocial y el límite, incluyen conductas agresivas entre los criterios diagnósticos, presentando ambos, además, una elevada comorbilidad con los trastornos por abuso de sustancias.



Frente a estos diagnósticos, donde las conductas agresivas son síntomas, en el trastorno explosivo intermitente de la personalidad, por el contrario, la agresividad es casi una condición. Esta categoría se define como la existencia de pérdida de control en las conductas agresivas, apareciendo ataques violentos desproporcionados para la situación desencadenante. Precisamente, el alcohol suele ser uno de estos factores, aunque deben de distinguirse estas conductas de las que aparecen en ocasiones tras la intoxicación etílica. La diferenciación entre el trastorno explosivo intermitente y el trastorno antisocial de la personalidad radica en que, en el primero, los sujetos no suelen mostrarse agresivos entre episodios, mientras que en el segundo caso, los sujetos mantienen un patrón conductual agresivo más constante. Con respecto al trastorno límite de la personalidad, los pacientes no suelen presentar alteraciones emocionales entre episodios, al contrario que estos últimos.



Los trastornos por abuso de sustancias constituyen otro gran conjunto de patologías donde las conductas agresivas y violentas son una constante. Casi todas las drogas de abuso pueden ocasionar conductas violentas, aunque por diferentes mecanismos (Sinha y Easton, 1999), pero la más contrastada, en este sentido, es el alcohol. Así, se sabe que el alcohol disminuye la inhibición relacionada con la conducta violenta antisocial y disminuye la capacidad de percepción de la realidad. Durante el síndrome de abstinencia al alcohol, los individuos pueden estar irritables y con cierto grado de agitación y agresividad. El alcoholismo crónico puede producir, asimismo, cambios en la personalidad, en los que la tendencia a agredir a otros individuos puede hacerse más prevalente. Estos cambios, más la serie de dificultades que inevitablemente surgen en el alcoholismo crónico, suelen conducir a la agresividad verbal y/o física (Lau y cols., 1995). De igual manera, en la psicosis de Korsakoff suelen aparecer conflictos con el entorno y conductas violentas. De todas formas, la asociación más estable entre alcohol y violencia ocurre durante la intoxicación.

El desarrollo de conductas agresivas también se ha puesto de manifiesto con otras muchas drogas de abuso, como las anfetaminas, la cocaína o los alucinógenos (Nurco y cols., 1985). Estos agentes psicoestimulantes pueden llevar a conductas agresivas, bien por la propia intoxicación, o bien por los episodios de psicosis paranoide subsiguientes. Los psicoestimulantes también pueden provocar agresividad en el contexto de cuadros confusionales o de delirium. Aunque algunos delitos son cometidos bajo los efectos de los estimulantes, paradójicamente, el metilfenidato disminuye la agresividad en los trastornos por déficit de atención e hiperactividad (Casat y cols., 1995). Otras drogas, como el PCP, los alucinógenos y los esteroides anabolizantes también pueden provocar agresividad. Los opiáceos no son causa primaria de violencia, salvo cuando el sujeto está atravesando el síndrome de abstinencia, en cuyo caso, la irritabilidad y los hábitos delictivos pueden generarla (Blumstein, 1995). Del mismo modo, también se han descrito este tipo de conductas violentas en consumidores de cannabis (Arseneault y cols., 2000).



Las principales categorías diagnósticas DSM-IV en las que pueden presentarse conductas agresivas quedan recogidas en la Tabla II.

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Con objeto de identificar los síntomas agresivos asociados a trastornos somáticos, Silver y colaboradores propusieron, en 1987, el término “síndrome de agresividad orgánico”. Este síndrome se observa en ciertos trastornos neurológicos del SNC y en algunas patologías sistémicas que afectan, secundariamente, al sistema nervioso (hipertiroidismo, síndrome de Cushing, infección por el virus del SIDA, tumores cerebrales, accidentes cerebrovasculares, enfermedad de Alzheimer, enfermedad de Wilson, esclerosis múltiple, enfermedad de Parkinson, alteraciones hidroelectrolíticas, hipoxia, uremia, déficit de vitamina B12, lupus eritematoso sitémico, intoxicación por plomo, hipoglucemia y síndrome premenstrual) (Tabla II). De todas estas patologías, las más frecuentes en la actualidad son las de tipo traumático, sobre todo las ocasionadas por accidentes de tráfico, que afectan, en mayor medida, a individuos jóvenes. Los datos aportados por Elliot (1982) son muy ilustrativos al respecto; en un estudio retrospectivo de pacientes con antecedentes de agresividad, un 51% tenían historia de accidentes craneoencefálicos. Por su parte, en nuestro medio, Delgado (1995) observa, en un análisis prospectivo, que hasta un 70% de pacientes que han sufrido un accidente craneoencefálico experimentan conductas agresivas durante el año siguiente. Estos datos dan una idea fiel de la magnitud del problema.

Un primer problema clínico que se plantea al enfrentarse, desde la perspectiva farmacoterapéutica, a un paciente agresivo es la dificultad de encontrar un método idóneo de evaluación de la conducta agresiva y su variación tras la administración de un determinado fármaco (López-Muñoz y cols., 1999). Por un lado, los tests autoaplicados que se han diseñado (Buss-Durkee Hostility Inventory, subescala del Brief Psychiatric Rating Scale, etc.) suelen ofrecer información errónea o sesgada, ya que el paciente no reconoce su conducta antisocial, pero, por otro, las herramientas aplicadas por terceros, como la Nurses’ Observation Scale for Inpatient Evaluation (NOSIE) o la Overt Aggression Scale (OAS), aunque pueden ser más interesantes, sólo tienen una verdadera utilidad en pacientes ingresados.



En segundo lugar, nos encontramos con una carencia de fármacos específicos para el manejo de estas conductas, habiéndose de recurrir a un amplio abanico de agentes psicofarmacológicos, inicialmente diseñados para el tratamiento de otros trastornos (López-Muñoz y cols., 1999). Prueba evidente de la inespecificidad del arsenal farmacológico en esta materia es que la Food and Drug Administration (FDA) no ha autorizado nunca ningún fármaco para el tratamiento específico de la agresividad. Sin embargo, algunos autores, como Fava (1997) se cuestionan si este hecho se debe realmente a una falta de avance científico en el conocimiento de estas conductas o a la falta de interés de la Industria Farmacéutica en el desarrollo de agentes específicos, ante los riesgos médico-legales de completar un plan de ensayos clínicos con individuos agresivos y violentos.



Teniendo en cuenta la inexistencia de fármacos antiagresivos, las herramientas más utilizadas en el manejo de las conductas agresivas son los antipsicóticos, los hipnóticos del tipo barbitúrico y las benzodiazepinas, debido, sobre todo, a sus propiedades sedantes. En casos especiales, también se ha recurrido a anticomiciales y antagonistas b-adrenérgicos. Por último, y más recientemente, el uso de fármacos antidepresivos de tipo serotoninérgico se está implementando en aquellos casos de conductas agresivas impulsivas. No obstante, ninguna de estas herramientas parece ser la solución definitiva del problema, ya que su eficacia es bastante limitada y, algunas de ellas, están dotadas de efectos adversos importantes. Es más, los efectos de un mismo fármaco pueden ser distintos según el modelo animal empleado o, en clínica, según la patología de base que ocasiona el comportamiento violento. A título de ejemplo, baste comentar el caso del metilfenidato, un psicoestimulante que muestra efectos antiagresivos en adolescentes con trastornos por déficit de atención e hiperactividad, y, sin embargo, desencadena respuestas agresivas en individuos con trastorno bipolar (Fava, 1997), o de las benzodiazepinas, utilizadas ampliamente en el manejo a corto plazo de las conductas violentas y que pueden ocasionar, dado su efecto desinhibidor, episodios de agresividad paradójica en algunos pacientes (Dietch y Jennings, 1988).



Estos hechos motivaron la búsqueda de nuevas alternativas terapéuticas específicas para el tratamiento de las conductas agresivas y que no ocasionaran relevantes problemas de seguridad. De esta forma, a mediados de la década de los 80 se comenzó a estudiar una nueva clase de psicofármacos, diseñados específicamente para el tratamiento de la agresividad, que se denominaron “serenoides” (Olivier y cols., 1986). Se trataba de agentes bicíclicos, derivados de las arilpiperazinas, caracterizados por su actividad agonista de los receptores 5-HT1A/1B, y máximo exponente fue la eltoprazina. Desgraciadamente, el desarrollo de este fármaco fue discontinuado, posiblemente por ocasionar un fenómeno de tolerancia a sus efectos terapéuticos (Olivier y cols., 1994; Tuinier y cols., 1995) y por sus efectos sedantes a dosis altas (Kravitz y Fawcett, 1994). Sin embargo, esta vía, como apuntan Ratey y Chandler (1995), puede abrir el camino para, en un próximo futuro, obtener la solución farmacoterapéutica al problema de la agresividad.



El recurso al medicamento para el control de individuos con comportamiento agresivo o violento debe contemplar dos aspectos diferenciales; el tratamiento de base, a medio-largo plazo, de las conductas agresivas, que debe contemplar, además de la minimización de estas conductas, el intento de la resolución del problema psiquiátrico u orgánico que las origina, y el tratamiento agudo, a corto plazo, del individuo violento peligroso.

Tratamiento farmacológico del paciente violento en urgencias

En urgencias es fundamental tomar, de forma rápida, una determinación sobre la organicidad o no de la conducta violenta, para establecer el adecuado tratamiento. Recurrir a un psicofármaco y/o dialogar con el paciente durante un largo periodo de tiempo, hasta que se tranquilice, son las estrategias más apropiadas en este primer momento. Los pacientes con trastornos mentales orgánicos pueden requerir aislamiento, pero el clínico debe llevar a cabo una rápida exploración antes de pautar un sedante, ya que éste puede dificultar el resto de exploraciones diagnósticas.



En el caso de episodios agudos de violencia, sobre todo en pacientes con un trastorno psicótico, los fármacos más empleados han sido los neurolépticos, recurriéndose clásicamente a lo que algunos autores han denominado como “tranquilización rápida”. Para ello se ha empleado haloperidol o clorpromazina. Una ventaja sobreañadida de estos neurolépticos de alta potencia es su disponibilidad para administrarlos vía parenteral. También se han utilizado en estos abordajes la flufenazina y el zuclopentixol. En el análisis beneficio-riesgo, estos agentes parecen ser útiles en estos casos (pacientes esquizofrénicos agitados y maníacos no controlados), a pesar de sus numerosos efectos adversos, como la sedación, los efectos anticolinérgicos, la hipotensión ortostática o los extrapiramidalismos. No obstante, hay que evitar el uso de estos fármacos en pacientes con trastorno mental orgánico, pues pueden agravar los cuadros delirantes, y en intoxicaciones etílicas o por otras drogas, por el efecto sedante sinérgico y por el agravamiento, en su caso, del delirium. Una alternativa muy interesante para estos pacientes es la utilización de antipsicóticos atípicos del tipo risperidona u olanzapina, ya que estos fármacos actúan sobre mecanismos dopaminérgicos y serotoninérgicos, sin potenciar el aumento del deseo de consumir drogas. Los pacientes que no tienen trastornos psicóticos ni orgánicos pueden beneficiarse también de estos psicofármacos. A pesar de lo comentado, se les debe ofrecer esta posibilidad a los pacientes como una estrategia para controlar de forma más adecuada su situación de agresividad y/o violencia.



Otras alternativas a los neurolépticos son ciertas benzodiazepinas, como el diazepam y el lorazepam, administradas también parenteralmente (Kerr y Taylor, 1997). Un estudio publicado por Salzman y cols. (1991) constató que el lorazepam intramuscular (2 mg) era tan eficaz como el haloperidol intramuscular (5 mg) en el control de las conductas agresivas agudas, aunque respondían más pacientes a la benzodiazepina que al neuroléptico, y el porcentaje de extrapiramidalismos en las primeras 24 horas tras la inyección era significativamente menor. Las benzodiazepinas parecen ser el fármaco de elección en los casos agresividad que acompañan al síndrome de abstinencia por alcohol. Su uso también se ha estimado satisfactoriamente en administración conjunta con los neurolépticos, con objeto de reducir la dosis de éstos y minimizar sus posibles efectos secundarios (Simpson y Anderson, 1996). Entre sus inconvenientes se encontrarían una hipersedación y el riesgo de depresión respiratoria.



Cuando las herramientas comentadas fracasan, se suele recurrir a los barbitúricos, como el amobarbital sódico o el fenobarbital, por su capacidad sedante, aunque sus inconvenientes y riesgos de depresión respiratoria irreversible son mayores (Kerr y Taylor, 1997). Además, se ha descrito que estos fármacos, a dosis bajas, pueden exacerbar las conductas agresivas (Miczek, 1987). Otros fármacos empleados en el manejo de los cuadros violentos agudos son las sales de litio, la carbamazepina (sobre todo cuando se asocian a crisis comiciales) y el propranolol. Este último ha sido recomendado por Silver y Yudofsky (1985) en pacientes con trastornos mentales orgánicos, como los traumatismos craneales. Sin embargo, el efecto antiagresivo de estos fármacos no es inmediato y precisan de varios días de administración, por lo que se deberían utilizar en casos de agresividad menos severa.

Tratamiento farmacológico a largo plazo de las conductas agresivas

A continuación se exponen las alternativas psicofarmacológicas empleadas a nivel clínico en el manejo de base de la agresividad. La Tabla III recoge los principales grupos de fármacos, así como los agentes específicos, que han demostrado su eficacia en el tratamiento de la agresividad asociada a distintas patologías.

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Antipsicóticos



En el manejo de la conducta violenta y el comportamiento agresivo que acompañan en muchas ocasiones al paciente esquizofrénico se han venido empleando la mayor parte de las familias de los clásicos neurolépticos, desde las fenotiazinas y butirofenonas hasta el pimozide, pasando por los tiotixenos y dibenzoxazepinas. El motivo tradicional del uso de neurolépticos en pacientes agresivos es su efecto tranquilizante, ya que las evidencias de una disfunción dopaminérgica en estos pacientes son mucho menos claras que la implicación de otros sistemas de neurotransmisión. Pero a pesar de su amplia utilización, algunos autores, como Yudofsky y cols. (1987), reconocen que cientos de pacientes agresivos tratados con antipsicóticos no respondieron a la medicación. Además, los efectos adversos de estos fármacos son muy importantes; empeoran el funcionalismo social, la función cognitiva y la capacidad de concentración, inducen afasia y trastornos del pensamiento y pueden dar lugar a una serie de efectos extrapiramidales (Miczek, 1987).



A pesar de ser los fármacos más utilizados en pacientes agresivos con lesión cerebral, sobre todo en individuos con retraso mental (Rothman y cols., 1979), los neurolépticos clásicos presentan una serie de inconvenientes que deben motivar un replanteamiento de su amplio uso en estos pacientes: su actividad anticolinérgica puede potenciar las alteraciones de la memoria; su efecto sedante puede reducir aun más los niveles de conciencia; son capaces de reducir el umbral convulsivo y desencadenar crisis epilépticas; ocasionan un elevado índice de extrapiramidalismos y siempre pueden desarrollar un síndrome neuroléptico maligno, hasta tres veces más frecuente en este tipo de pacientes (Lazarus, 1992).



La introducción clínica de los antipsicóticos atípicos ha supuesto considerables ventajas en el manejo de base de los pacientes agresivos. Gerlach y Peacock (1994) compararon los efectos del tratamiento con clozapina en 100 pacientes esquizofrénicos con los efectos de los clásicos neurolépticos en una muestra similar de pacientes. Los resultados evidenciaron que el grupo tratado con clozapina mostró, significativamente, menos indiferencia emocional, menos disfunciones afectivas, menos índices de acatisia y menos efectos adversos de la esfera sexual. También se ha mostrado superior a flufenazina y placebo, en un estudio con 48 pacientes hospitalizados diagnosticados de esquizofrenia crónica (Su y cols., 1994). Por su parte, Volavka y colaboradores comunicaron, en 1993, la mejoría observada en la reducción de la agresividad en 331 pacientes esquizofrénicos, tras la administración de clozapina, mediante el Brief Psychiatric Rating Scale, de forma que, mientras al inicio del estudio, un 31,4% de pacientes exhibía conductas de agresividad física, al cabo de 47 semanas de tratamiento con clozapina esta cifra se redujo al 1,1%. La eficacia de clozapina en pacientes esquizofrénicos agresivos resistentes a otros tratamientos también ha sido constatada (Glazer y Dickson, 1998), así como en la reducción de los niveles de agresión y de conductas autolíticas en individuos con retraso mental (Cohen y Underwood, 1994). Algunos autores han postulado incluso que los efectos antiagresivos de la clozapina son independientes de sus efectos sedantes y antipsicóticos (Volavka y cols., 1993; Rabinowitz y cols., 1996; Volavka, 1999), aunque esta hipótesis habría que confirmarla mediante estudios específicos.



En relación con otros antipsicóticos atípicos, Czobor y cols. (1995) realizaron un estudio multicéntrico, prospectivo, randomizado y controlado con placebo, en el que constataron la eficacia de risperidona en la reducción de las conductas hostiles en pacientes psicóticos y su superioridad frente a haloperidol. Un meta-análisis de ensayos multicéntricos también ha constatado la eficacia de la olanzapina en la minimización de conductas agresivas en pacientes psicóticos, tanto a corto como a largo plazo, según recoge Fava (1997). La afinidad de estos nuevos fármacos por los receptores serotoninérgicos 5-HT2 podría explicar su mayor eficacia en el control de la agresividad versus los clásicos neurolépticos.

Ansiolíticos

Como ya se ha comentado, las benzodiazepinas parecen ser útiles en el control agudo de la ansiedad que acompaña a ciertas conductas agresivas (diazepam, lorazepam, oxazepam, clordiazepóxido), aunque su eficacia en estos pacientes solo es parcial, y tal vez justificada por el aumento de la actividad gabérgica central que ocasionan estas sustancias. Las benzodiazepinas también pueden ser útiles en el manejo de las conductas agresivas asociadas al abuso de distintas drogas, como la fenciclidina, o incluso el propio alcohol, ya que se ha descrito un fenómeno de tolerancia cruzada con él, que bloquea sus efectos agresivogénicos en individuos violentos (Maiuro y Avery, 1996). Sin embargo, las benzodiazepinas ocasionan una serie de secundarismos que pueden ser muy relevantes y que desaconsejan su utilización a largo plazo; defectos cognitivos y mnésicos, disminución de la capacidad de atención y concentración, síndromes de retirada, fenómenos de dependencia, etc.



Una alternativa muy interesante a las benzodiazepinas y con mejor perfil para su uso a medio-largo plazo es la buspirona, un agente ansiolítico serotoninérgico no benzodiazepínico, que se ha mostrado útil en el manejo de la agresividad en pacientes con retraso mental, a dosis de 45 mg/día (Ratey y cols., 1991), y de la conducta hostil y antisocial que acompaña al síndrome premenstrual (Colella y cols., 1992). Esta azaspirodecanodiona también se perfila como de mayor utilidad en el tratamiento crónico de pacientes con trastornos mentales orgánicos (Stanislav y cols., 1994), ya que ocasiona menos deterioro cognitivo y menos retraso psicomotor que las benzodiazepinas, aún a las dosis elevadas en que se viene empleando en los pacientes agresivos con lesión cerebral.



Antidepresivos



Los antidepresivos de la familia de los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) han demostrado poseer una acción antiagresiva en diferentes tipos de pacientes, y no sólo en individuos depresivos, pero, al contrario de lo que sucede con los antipsicóticos y los ansiolíticos, la acción antiagresiva de los ISRS no es achacable a los efectos sedantes, ya que estos fármacos no están dotados de esta actividad. Entre las manifestaciones sintomatológicas de la depresión se encuentra la agresividad, llegando ésta, en un grado de moderado a severo, a alcanzar casi el 40% de los pacientes que necesitan ser hospitalizados (Snaith y Taylor, 1985). La fluoxetina, prototipo de los agentes ISRS, ha mostrado una gran eficacia en el manejo de estos pacientes. En un estudio de 8 semanas de duración, con pacientes diagnosticados de depresión mayor, dosis de 20 mg/día de fluoxetina redujeron, con respecto a mediciones basales, un 71% de las manifestaciones coléricas, irritativas y agresivas de estos pacientes (Fava y cols., 1993). Reducciones ligeramente inferiores (53%) se han reportado con 200 mg/día de sertralina (Fava y cols., 1997).



En relación con otros trastornos, la fluoxetina (20-40 mg/día) ocasionó una mejoría clínica, clasificada como moderada a intensa, en 17 de 21 pacientes con retraso mental y conductas agresivas y autolíticas (Markowitz, 1992). También ha resultado eficaz en el tratamiento de la agresividad que exhiben los pacientes con trastorno por estrés post-traumático (Van der Kolk y cols., 1994). Heiligenstein y cols. (1992) constataron que las manifestaciones de hostilidad y las reacciones antisociales tenían cuatro veces más probabilidad de suceder en sujetos tratados con placebo que en aquellos tratados con fluoxetina. Por su parte, la fluvoxamina se mostró más eficaz que placebo en la reducción de la agresividad, en un estudio doble-ciego, con 30 adultos autistas, al igual que el citalopram (20-60 mg/día) en otro estudio doble-ciego, con 19 pacientes esquizofrénicos violentos (Vartiainen y cols., 1995). Todos los ISRS parecen ser también eficaces en el manejo de las manifestaciones agresivas que acompañan a los trastornos límite de la personalidad (Markowitz y cols., 1991; Kavoussi y cols., 1994), eficacia extensible también a la venlafaxina (Markowitz y Wagner., 1995). Por último, comentar que la fluoxetina se ha mostrado eficaz en el control de los pacientes que han sufrido lesiones cerebrales y muestran un comportamiento agresivo de tipo impulsivo (Markowitz, 1992; Ricketts y cols., 1993). Más recientemente, Kant y cols. (1998), en un estudio abierto de 8 semanas de duración, con 13 pacientes agresivos con lesión cerebral, observaron que sertralina ocasionaba una significativa reducción de la agresividad en el 77% de los mismos.



La eficacia antiagresiva de los clásicos antidepresivos es menos manifiesta. Los ADT (Davidson y cols., 1991) y los IMAO (Shetatsky y cols., 1988) parecen ser más eficaces que placebo en el control de los comportamientos agresivos de individuos con trastorno por estrés post-traumático, como se ha observado en estudios doble-ciego. Por su parte, la fenelzina (Soloff y cols., 1993) y la tranilcipromina (Cowdry y Gardner, 1988), dos IMAO, también han demostrado su eficacia en estudios controlados con pacientes diagnosticados de trastorno límite de la personalidad.

Sales de litio



Las sales de litio constituyen el fármaco de primera elección en pacientes bipolares con conductas agresivas, dada su gran eficacia (Corrigan y cols., 1993). Además, se han propuesto como alternativa en los fracasos de la terapéutica anticonvulsiva en el manejo del paciente epiléptico agresivo (Klingman y Goldberg, 1975). No obstante, su hueco más importante en el tratamiento de este tipo de conductas se encuentra en pacientes con retraso mental. Varios ensayos controlados han puesto de manifiesto la eficacia de las sales de litio en estos pacientes. Worrall y cols. (1975), mediante un ensayo doble-ciego con 8 mujeres afectas de retraso mental con conductas agresivas, mostró la eficacia del litio, a concentraciones plasmáticas de 0,6-1,4 mEq/l, en el 50% de las mismas. Por su parte, Craft y cols. (1987), en otro ensayo doble-ciego, comparativo con placebo (n=42), encontraron una reducción significativa de la agresividad en el 73% de los pacientes, frente a un 30% en el grupo placebo. Por último, también se ha evidenciado la superioridad del litio (niveles séricos entre 0,6 y 1 mEq/l) sobre placebo en un estudio doble-ciego con reclusos carcelarios afectos de trastorno antisocial de la personalidad (Sheard y cols., 1976). El principal inconveniente de este fármaco es que precisa una estrecha monitorización para evitar aumentos tóxicos de la litemia.



La disminución de la actividad noradrenérgica central por parte del litio, así como el aumento de la actividad serotoninérgica que ejerce este fármaco podría justificar, desde la perspectiva de la racionalidad, su empleo en el tratamiento de pacientes agresivos (Caley, 1996).



Anticonvulsivantes



Los fármacos anticomiciales se han mostrado eficaces en el tratamiento de los brotes de agresividad en pacientes epilépticos, tanto en su número como en su intensidad, posiblemente al actuar como agentes anti-kindling (Bear, 1991). Dentro de esta familia, se han utilizado la carbamazepina y el ácido valproico, entre cuyas indicaciones se encuentra la agresividad secundaria a daño neurológico causado por la epilepsia. La carbamazepina ha sido propuesta como fármaco de elección en el tratamiento de pacientes agresivos con alteraciones en el electroencefalograma (EEG), especialmente en aquellos casos de focos epilépticos del lóbulo temporal (Fava, 1997). En este sentido, se han realizado una serie de estudios clínicos que reflejan la eficacia de la carbamazepina en el manejo de la agresividad en pacientes esquizofrénicos con anormalidades EEG inespecíficas (Neppe, 1982). En otro estudio, con pacientes psicóticos crónicos hospitalizados, el valproato fue incluso superior a la carbamazepina en la reducción de actos violentos (Alam y cols., 1995). Ambos agentes también se han mostrado eficaces en pacientes con trastorno límite de la personalidad (Gardner y Cowdry, 1986; Stein y cols., 1995).



La carbamazepina también resulta eficaz en el control de la agresividad en pacientes sin anormalidades del EEG. Este hecho es justificado por Post (1988) en otras acciones de este fármaco a nivel de los sistemas de neurotransmisión gabérgico, noradrenérgico, colinérgico y dopaminérgico, todos los cuales han sido implicados en las bases etiopatogénicas de la agresividad (López-Muñoz y cols., 2000).



Los anticonvulsivantes también son especialmente útiles cuando coexiste el riesgo de crisis epilépticas en pacientes violentos con trastornos mentales orgánicos. Así, la carbamazepina ha demostrado que mejora el funcionalismo general de estos pacientes, incluido el componente afectivo (Smith y cols., 1994). El valproato podría ser una alternativa en casos de intolerancia a la carbamazepina.

Antagonistas b-adrenérgicos

Antagonistas b-adrenérgicos



Ciertos casos de agresividad pueden estar causados por un estado de disfuncionalidad noradrenérgica, en el que predomina una gran excitabilidad, como sucede en pacientes con daño cerebral. En estos casos, los antagonistas b-adrenérgicos se han mostrado realmente útiles. Estos agentes aliviarían, inicialmente, las manifestaciones somáticas de la ansiedad y reducirían el componente motor, y, secundariamente, por un mecanismo feedback neuroendocrino, disminuirían la hiperexcitabilidad central, minimizando los impulsos agresivos (Volavka, 1988). Otros autores, por el contrario, postulan un efecto central directo, reduciendo una situación de hiperexcitación que perpetua las manifestaciones periféricas de la agresividad (Lang y Remington, 1994). Así pues, en la actualidad, aún se continúa discutiendo si el efecto de estos fármacos es de tipo central o periférico, ya que algunos antagonistas b-adrenérgicos de carácter hidrofílico, como el nadolol y el atenolol, que no atraviesan la barrera hematoencefálica, también poseen actividad antiagresiva (Caley, 1996).



Entre los trastornos en los que se han ensayado estos fármacos se encuentra el retraso mental. El propranolol, a dosis medias de 120 mg/día fue útil en un estudio abierto con una muestra de 19 pacientes con retraso mental severo (Ratey y cols., 1986). Los pacientes psicóticos también parecen beneficiarse de la administración de antagonistas b-adrenérgicos, como el propranolol y el nadolol. En relación con este último, Ratey y cols. (1992) realizaron un estudio controlado con placebo, de 17 semanas de duración y con una muestra de 41 pacientes esquizofrénicos crónicos, y demostraron que dosis de 40-120 mg/día de nadolol eran superiores a placebo en la reducción de la frecuencia de las conductas agresivas y de las reacciones coléricas. Otras situaciones en las que se ha constatado la eficacia de estos agentes son los trastornos por déficit de atención, las demencias, los trastornos de la personalidad, los trastornos por estrés post-traumático, las psicosis de Korsakoff, el autismo y las lesiones cerebrales (Haspel, 1995). La agresividad resistente al tratamiento con otros psicofármacos podría ser una indicación para el uso de propranolol, habiéndose aportado cifras próximas al 50% de individuos respondedores en estos casos (Kaplan y Sadock, 1993).



Entre los inconvenientes de estos fármacos hay que resaltar que dosis elevadas de antagonistas b-adrenérgicos pueden ocasionar serios problemas, como una marcada hipotensión y bradicardia. En este sentido, hay que tener una precaución especial en su administración conjunta con los neurolépticos clásicos, sobre todo con las fenotiazinas alifáticas, que, al exhibir también un efecto hipotensor mediado por un antagonismo a-adrenérgico, pueden potenciar la acción hipotensora.



Antagonistas opiáceos



La naltrexona, un antagonista opiáceo utilizado en el tratamiento del alcoholismo, ha demostrado una cierta utilidad en pacientes con conductas autoagresivas, aunque sólo existe un pequeño número de estudios, de tipo abierto, que aborda este particular. El efecto antiagresivo es particularmente notable en aquellos pacientes que presentan una discapacidad física (Konicki y Schulz, 1989). Dosis bajas de naltrexona (0,5 mg/Kg) también se han mostrado eficaces en la reducción de la agresividad en pacientes autistas (Panksepp y cols., 1991).

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