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Independientemente de la estéril polémica sobre el año en que se produce el cambio de milenio, el nacimiento del nuevo siglo se acompaña de un cambio espectacular en el progreso de la psiquiatría, representado paradigmáticamente por la clásica psicosis maníaco-depresiva. El terreno de los trastornos bipolares ha sufrido una revolución sólo comparable a la que supuso su separación de las psicosis esquizofrénicas por parte de Kraepelin. La delimitación de criterios diagnósticos estandarizados, el reconocimiento de la relevancia de los síntomas afectivos incluso por encima, en cuánto a especificidad y valor pronóstico, de los psicóticos, el ensanchamiento de las fronteras nosológicas hacia formas atenuadas y fronterizas con trastornos que, en otra época, se habrían denominado neuróticos, la identificación de marcadores biológicos y anátomofuncionales, el progreso genético y, por supuesto, la irrupción de nuevos tratamientos, han modificado por completo nuestra forma de atender al paciente maníaco-depresivo o bipolar. La integración de los nuevos conocimientos genéticos y neurobiológicos, por un lado, y psicofarmacológicos y psicoeducativos, por otro, redundarán de forma inequívoca en una atención más integral, eficiente y satisfactoria, hacia quienes padecen la enfermedad y sus familiares. El gran reto del nuevo siglo será no sólo el progreso irreversible en la atención a los pacientes en los países desarrollados, sino la búsqueda de fórmulas para ofrecer tratamiento a quienes sufren la enfermedad en paises dónde la carencia de medios contrasta, de forma progresivamente cruel, con la disponibilidad de recursos de los paises ricos.