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Transterrados

Fecha Publicación: 01/01/2007
Autor/autores: Jesús de la Gándara
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RESUMEN

Los seres humanos no podemos quedarnos quietos. Además de “homo sapiens” somos “homo viator”. Viajamos y nos desplazamos constantemente. Viajar es un modo de ser, de existir, de vivir, de convivir, de ser seres “humanos”. Pero si viajar es un placer, también puede ser un dolor. Viajar es una moda, una necesidad, una costumbre, una manía, una obsesión, una compulsión. Hay viajeros clásicos, famosos, necesitados, huidizos, desasosegados, enfermos agobiados, imaginarios, fantasiosos, insatisfechos, presuntuosos, mitómanos. Hay quien viaja sin viajar y los hay que sólo se desplazan. De hecho no es lo mismo viajar que desplazarse. Hoy día todo el mundo viaja, todo está lleno de viajeros, de turistas, de domingueros. Hay más viajes que destinos. Los viajes también viajan, se mueven, cambian, están llenos de sorpresas. Nunca sabes como va a acabar lo que empezó siendo un sueño. Pero ¿qué es viajar?, ¿es lo mismo viajar que desplazarse?, ¿por qué viajamos tanto?, ¿hay alguna relación entre ser “humano” y viajar?, ¿es lo mismo un viajero que un turista?, ¿los animales también viajan o sólo se desplazan?, ¿el viajar tiene algo que ver con la forma de ser?, ¿dime cómo viajas y te diré como eres?, ¿hay enfermos del viajar?, ¿adictos a viajar?, ¿viajeros compulsivos?, ¿hay algún test para viajeros?.

De todo eso se trata en este breve libro que pretende ser, por un lado, un análisis conceptual, teórico, histórico, cultural, psicológico y psicopatológico del fenómeno humano del viaje y el desplazamiento (Síndrome de Ulises), y, por “el otro” (La Malinche), el relato de una peripecia humana que aconteció durante la primera “globalización”, la de la llamada “conquista de América”.


Palabras clave: Transterrados
Tipo de trabajo: Ebook
Área temática: Psiquiatría general .

Código: L0023
Código (num libro/año): L5/07
Autor: Jesús de la Gándara
Título del libro: TRANSTERRADOS.
isbn: 978-84-935275-1-8


Libro exclusivamente disponible en formato digital - PDF descargable

TRANSTERRADOS
Jesús J. de la Gándara Martín

1

TRANSTERRADOS

I
EL SÍNDROME DE ULISES
Psicopatología de la globalización
(Con la colaboración de Ignacio Magariño y Arancha Ugidos)

II
LA MALINCHE
(Los dolores del mestizaje)

2

Preludio
Arde París y no hay otoño que lo apague. La causa es un cambio global en
el clima del mundo "globalizado".
La Gran Muralla China, el muro de Berlín y el de Gaza, las alambradas de
Ceuta y de Melilla, las aguas turbulentas del Río Bravo... nunca serán
suficientes.
Las pateras esquivas cruzan los mares del sur de la península, mientras un
Airbus-380 con 800 pasajeros a bordo las sobrevuela.
En Tijuana se ven muchos canales de televisión americanos. En Camerún
se oye gratis la BBC y hay canales de pago por satélite.
Al sur del Sahara hay inmensos territorios donde los ricos del norte
practican la caza mayor, y al acabar truecan recuerdos por regalos y
propinas.
Los mexicanos han pintado en la cara sur del interminable muro de
"chapa" el graffiti más largo del mundo. Hay quien trata de imitarlo en la
cara este del muro de Gaza, pero los israelitas saben como limpiarlo.
El top-manta amenaza de quiebra al business mundial del espectáculo. El
arte "global" se revela contra el hambre, la miseria y la injusticia.
Cancún está a seis horas de Madrid, Chiapas a tres patadas de Las Vegas,
pero de Nigeria a Gibraltar hay siete mil kilómetros de hambre y sed,
sudor y sangre.
En los aeropuertos de Tokio y de New York tienen las Tie-Rack a treinta
dólares, en París y en Madrid también pero en euros.
En Londres y en Moscú puedes comprar un mercedes, en Abuja,
desconocida capital de Nigeria, también, pero es más caro.
A diez mil metros sobre el suelo, por encima de la atmósfera habitable,
miles de aviones surcan el cielo dejando una red de nubes rectilíneas que
revelan las rutas del cielo. Los enormes aeropuertos también están
absolutamente saturados.

3

Unos sueñan con viajar, mientras otros dormitan agotados en las salas
VIP de los aeropuertos. Muchos se desplazan por placer, mientras otros
aspiran a no tener que hacerlo nunca más.
Todo caminante va, pero sólo es viajero el que vuelve. Todo desasosegado
ansía, busca, se remueve y se conmueve, pero sólo es verdadero viajante el
que escriben cartas al llegar, el que lo deja contado.
El lema de los "ulisionistas" es "Ir tras una meta sin cesar, para alcanzar
otra distinta"; también es su dilema.
Está claro, el mundo está lleno de inquietos y "transterrados".

4

I
EL SÍNDROME DE ULISES
Psico(pato)logía de la globalización
(Con la colaboración de Ignacio Magariño y Arancha Ugidos)

5

EL SÍNDROME DE ULISES

INDICE
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.

Preparativos
Homo viator
Psicohistoria del viaje
El síndrome de Ulises
Globalización y psicopatología
¿Transterrados o transtornados?
El color de las pastillas

6

1. PREPARATIVOS.
Viajar es un placer. Viajar es un dolor. Viajar es un modo de ser, de existir,
de vivir, de convivir, de ser "humanos". Viajar es una moda, una necesidad,
una costumbre, una manía, una obsesión, una compulsión. Hay viajeros
clásicos, famosos, necesitados, huidizos, desasosegados, enfermos
agobiados, imaginarios, fantasiosos, insatisfechos, presuntuosos,
mitómanos. Hay quien viaja sin viajar y los hay que sólo se desplazan. De
hecho no es lo mismo viajar que desplazarse. Hoy día todo el mundo viaja,
todo está lleno de viajeros, de turistas, de domingueros. Hay más viajes que
destinos. Los viajes también viajan, se mueven, cambian, están llenos de
sorpresas. Nunca sabes como va a acabar lo que empezó siendo un sueño.
Los novios y sus lunas, los turistas y sus compras, la familia y sus maletas,
viajes de placer, de negocios, viajes de ensueño, de compras, de
convención, de incentivo, de juego, de sexo, de iniciación. El mundo ya no
es suficiente para tantos viajeros. Pero ¿qué es viajar?, ¿es lo mismo viajar
que desplazarse?, ¿por qué viajamos tanto?, ¿hay alguna relación entre ser
"humano" y viajar?, ¿es lo mismo un viajero que un turista?, ¿los animales
también viajan o sólo se desplazan?, ¿el viajar tiene algo que ver con la
forma de ser?, ¿dime cómo viajas y te diré como eres?, ¿hay enfermos del
viajar?, ¿adictos a viajar?, ¿viajeros compulsivos?, ¿hay algún test para
viajeros?.
Moverse de sitio es una condición propia de esa especie humana que
podríamos llamar "homo evolucionator". Buscar, rebuscar, acomodarse,
incomodarse, sentirse insatisfechos, hambrientos, necesitados... hace que
nos sintamos inquietos, desasosegados y obligados a desplazarnos. La
actual ­ según dicen - es la era de la globalización, del gran viaje universal.
Los turistas, emigrantes e inmigrantes se cruzan en los aeropuertos y en los
estrechos del mar. No hay más que asomarse a un telediario cualquiera y
contemplar la globalización en directo. Pero el viajar es sólo una parte de la
globalización. Las otras consecuencias son humanas y sociales. Las causas
y consecuencias se cruzan en este gran viaje globalizador. Las causas
políticas, económicas o meteorológicas, acaba teniendo consecuencias
psicológicas, sociales o genéticas. El gran mestizaje, es la mayor de ellas.
De todo eso trataremos en este breve libro que pretende ser, por este lado,
un análisis teórico - histórico, cultural, psicológico y psicopatológico - del
fenómeno humano del viaje, y, por "el otro", el relato de una historia
humana que aconteció durante la primera globalización: el mestizaje
hispanoamericano.

7

2. HOMO VIATOR
En el principio todo el mundo era un "paraíso", y los pocos seres humanos
que lo habitaban no tenían ninguna necesidad de moverse. Todo fácil,
sencillo, a mano, húmedo, templado y madurito. Un verdadero placer.
Luego vino Dios y lo puso todo más difícil, y tuvieron que marcharse.
Primera salida, primer desplazamiento, primer viaje... de polvo, trabajo y
sudor, para volver al polvo. Y desde entonces, todo es movimiento,
inquietud, desasosiego y búsqueda. Una cadena umbilical que tira de
nosotros hacia un útero materno que no deja de moverse. Allí dentro todo
era sauna y placer, luego nos echaron al mundo, y ¡ale! a buscarte la vida.
Así empezamos a viajar. Como individuos o como especie, todo viaje
empieza con la salida del paraíso. Así nació el viaje como actividad
humana. En principio fue algo nada específico, actos sin razón de unos
seres prehumanos. Viaje de necesidad, de animal hambriento, herido por la
naturaleza cambiante y caprichosa, por los dioses caprichosos y
cambiantes, un "viaje" filo y ontogenético de extraños animales,
husmeadores y curiosos. Luego la cabeza les fue creciendo y cada vez se
iban pareciendo más a los dioses. Así fue como llegamos a erectus
andarines y acabamos en "sapiens" preguntones. Y el homo erectus se
convirtió en "homo viator"1; ¿o fue al revés? Curiosa pregunta, digna de ser
planteada a los investigadores sabios de Atapuerca.
Según los paleontropólogos es muy probable que la "expulsión del paraíso"
sucediese en África, más o menos entre las colinas del Serengeti y las
vaguadas de Laetoli, a la sombra del volcán Sadiman, en cuyas cenizas se
quedaron grabados nuestros primeros pasos. Por allí merodeaban los
primeros australopitecus de ojos curiosos y mirada inteligente. Por allí
debieron reunirse un puñado de aquellos homínidos a los que algo, de
alguna manera sutil y misteriosa, les obligó a moverse, a desplazarse, cada
vez más lejos, "más allá de lo posible, hacia lo imposible...". Es más que
probable que fuese por aquella indefinible época cuando los animales de
dos patas y largas manos que jugaban a empinarse, tal vez obligados por la
recolección de frutas cada vez más escasas y altas, tuvieran que salir de
África en busca de lugares menos calurosos, menos secos, más fértiles y
menos peligrosos. Ponerse de pié fue la primera hazaña, marchar la
segunda, ir quién sabe donde la última.

1

Bueno G.: Homo viator. El viaje y el camino. Prólogo a Pedro Pisa, Caminos Reales de Asturias,
Pentalfa, Oviedo 2000.

8

Hay quien dice que aprendimos a caminar erguidos por que necesitábamos
empinarnos para vigilar por encima de las hierbas de la sabana. Otros
opinan que fue por que necesitábamos recoger frutas de los árboles, y tener
las manos libres para transportarlas, o para adaptarnos mejor a las elevadas
temperaturas y la intensa radiación solar de África, otros que para
economizar energía, pero tal vez sólo fuese por esa misteriosa necesidad de
desplazarse que nos caracteriza. Sin entrar en especulaciones
evolucionistas, podríamos decir que no caminamos por que estemos de pié,
sino que estamos de pié por que caminamos. Caminar a dos patas es más
económico, más equilibrado, menos cansado y más habilidoso que hacerlo
a cuatro. Se puede llegar más lejos, y eso es lo que queremos: ir lejos, muy
lejos, a ver si al final del todo encontramos el Paraíso.
Nadie sabe ni donde ni cuando se produjo el primer viaje, o mejor dicho, el
primer desplazamiento humano con ánimo viajero, pero si sabemos donde
hay que indagar. Concretamente en una amplia etapa temporal, entre 6 y 4
millones de años de los de antes, y entre Africa y Eurasia. En el Rift Valley
por entonces acontecieron los primeros precedentes de la hominización y la
bipedestación, también los primeros cambios de vida arbórea a vida
terrestre, y los consiguientes cambios en los patrones alimenticios y
sociales. Diversos tipos de Australopitecus protagonizaron una expansión
pobladora por el oriente africano y llegaron hasta occidente. Podemos
especular que en realidad no viajaban, pero si se desplazaban, como
individuos y como especie, a lo largo de sumas enormes de años y de
generaciones.
Esos no son realmente viajes, son desplazamientos, pero si fueron o no los
primeros seres viajeros poco importa, lo cierto es que ellos y sus
descendientes se las apañaron para cruzar todo Eurasia, y llegar hasta Java
y China, en un extremo o España y América en el otro, y en el largo viaje
cambiaron incluso de especie, llegaron a ser Homo Erectus, Homo
Antecesor, y luego neandertales y cromagnones, protagonizando el otro
gran viaje humano, el de los filos y las especies hasta llegar a la única que
queda sobre la Tierra, nosotros, los Homos Sapiens, a los que Gustavo
Bueno, ha denominado "homo viator", cierto es que tomando la parte por el
todo, pero una parte muy significativa.
En busca del fuego, o de la caza, o de los alimentos vegetales, o de parejas
para procrear, o del viaje metafísico que acaba en el más allá, lo cierto es
que los homos antecesores, los neandertales y los sapiens tuvieron
necesidad de desplazarse, de convertirse en "homo viator", y ese largo
caminar aun sigue y se acelera.

9

Ahora bien, para que se pueda aceptar la existencia del viaje como
conducta peculiarmente humana, es preciso que se hubiese desarrollado la
mente con capacidad simbólica, la mente autoconsciente. Y eso tuvo que
producirse, indudablemente, durante el largo período de tiempo en el que
sucedió el poblamiento prehistórico de Atapuerca. Eso lo sabemos por que
es bastante más que probable que en Atapuerca se encuentre el primer
enterramiento humano ritual y simbólico, el primer cementerio, y eso
significa que, de alguna manera, esos humanos sintieron algo que les llevó
a la primera conducta simbólica y por tanto a la primera "patria chica" de
los seres humanos. Eso sucedió, siglo arriba o abajo, hace unos 300.000
años. Alguien depositó los cadáveres de unas treinta personas en una sima
que ahora es el sancta santorum de Arsuaga y compañía. Y alguien dejó allí
una primera ofrenda, una bella piedra piedra tallada en bifaz, a modo de
signo de respeto o cariño por alguien fallecido. Hay quien diga que esas
son simples conjeturas de "paleoficción", pero da igual. Imaginemos que
fue un suicidio colectivo. En ese caso también tendríamos razones para
reafirmarnos en nuestras especulaciones simbólicas. Al fin y al cabo,
especular significa mirarse en el espejo de uno mismo.
Al mirarnos hacia adentro descubrimos muchas cosas, algunas no nos
gustan, y las rechazamos, negamos, proyectamos en otros o huimos de
ellas. Así, reconociéndonos a nosotros mismos aprendemos a
diferenciarnos de los demás. Al mirarnos al interior descubrimos las
peculiaridades y las diferencias, las separaciones y las fronteras: luego las
traspasamos a los demás, y hacemos grupos, nos afirmamos en la
pertenencia a una colectividad que comparten, esencialmente, un paisaje y
un "paisanaje", una geografía y una psicología.
Así fue como se crearon las fronteras, y también la necesidad de "transpasarlas", de ir más allá de ellas. Puede que, paradójicamente, la necesidad
de agrupamiento y asentamiento fuese una de las primeras razones para
desplazarse. Necesitar ir a otro lugar diferente del tuyo, para reafirmarte en
lo propio, para definir y establecer una nueva zona y unas peculiaridades en
las que residir y perpetuarse.
Pero por encima de reflexiones y especulaciones, hemos de buscar
explicaciones en los vestigios prehistóricos sobre modos inteligentes de
viajar; es decir, de ir, de querer ir, de saber ir y que se esta yendo. Puede
que esos primeros indicios debamos situarlos en la colonización de
Australia, que se produjo, según los expertos, hace unos 60.000 a 40.000
años atrás, y la protagonizó un individuo inmigrante llamado "Lago Mungo
3". Más recientemente, el descubrimiento de los restos de la isla de Flores,
el llamado "Homo floresiensis", ha planteado de nuevo ese mismo asunto
10

modelo. Sea como fuere, unos u otros, lo cierto es que tenían que ser
obligadamente inteligentes, no en vano, para llevar a cabo esas
colonizaciones era necesario navegar, y no un corto trecho, como tal vez
pudiera haber ocurrido en Gibraltar, dado el caso improbable de que
algunos humanos anteriores a esas fechas lo hubiesen hecho en
improvisadas "pateras". Para llegar a Australia había que organizarse y
entenderse, y para eso se necesita la inteligencia y la capacidad de
comunicación con algo que podríamos llamar "lenguaje". Sin inteligencia,
sin capacidad simbólica, no hay viaje. Solo viaja el que sabe que viaja.
Luego vinieron los lentos eones durante los cuales los pueblos prehistóricos
se aventuraron en busca de regiones más acogedoras y recorrieron grandes
distancias incluso en condiciones de extrema dureza. Desde los orígenes en
el África oriental, los primeros hombres se asentaron en los cálidos y
fértiles valles del río Nilo y de Mesopotamia y, desde allí, probablemente
se desplazaron en busca de caza a las regiones del norte de Europa y a
Siberia, donde las condiciones climáticas eran más duras. Por lo que se
refiere a la colonización de América, puede que fuera el resultado de las
migraciones que debieron producirse durante los consecutivos periodos
glaciales de al menos los últimos 20.000 años, que permitieron el paso
desde Siberia a Alaska por zonas de tierra helada. Tal vez en busca del
fuego, de comida, de utilidades en definitiva. El viaje es un
comportamiento utilitario, inteligente y exitoso. De no haberlo sido, no
estaríamos aquí y ahora hablando de ello.
La ausencia de futuro alimenticio, el verse perseguidos por animales
peligrosos o incómodos, la observación de los desplazamientos instintivos
de animales viajeros, las catástrofes naturales, la presión de otros clanes y
adversarios, etc. pueden haber sido algunas de las razones que "echaran" a
los hombres de su sitio natural, ante la que no cabían demasiadas
consideraciones. La debilidad, valga la paradoja, acostumbra a ser una
buena compañera de la supervivencia; hace que se muevan a la vez las
neuronas y las piernas. Trazar caminos imprecisos fuera posiblemente más
fácil hace ochocientos mil años que hoy, pues el mundo se ensanchaba con
cada paso, pero las inoportunas condiciones que los acompañaban no han
cambiado demasiado. Todo viaje conlleva riesgos, aventuras y
descubrimientos. También necesidad de regresar a lo que se ha dejado
atrás. Pero aquellos hombres andaban más de memorias, y posiblemente se
ocuparían más de cómo hacer el camino que de los motivos de recorrerlo, o
de cómo volver. No hay que olvidar que cuando se viaja se empaqueta el
territorio y se lo lleva uno consigo, como quien carga pan y vino, porque,
aunque sea móvil, el paisaje es tan necesario como el alimento y la
compañía siempre es ocasional. Cuando viajas, aprendes... "geografía",
11

decía Gloria Fuertes; o, como diría Machado, la construyes: "Caminante no
hay camino".
Podemos concluir este apartado con una reflexión filogenética: "los
animales no viajan, sólo se desplazan", migran; sólo los seres humanos
viajan y se desplazan. La relación de estas conductas humanas con
condicionantes ambientales y con los patrones instintivos es compleja y
difícil de percibir, pero sin duda existe. Nuestro hábito físico y nuestro
comportamiento individual y social es el resultado de la integración de los
sucesivos desarrollos evolutivos, filo y ontogeneticos. En cada ser humano
se reproducen y sintetizan las adquisiciones evolutivas y los aprendizajes
culturales. Somos animales imperativamente viajeros, un acuerdo entre las
necesidades migratorias determinadas por la naturaleza y las costumbres
viajeras impuestas por la cultura. Ambas se han instalado en nuestros genes
y "memes" (unidades culturales hereditarias). Somos los inventores de los
viajes de conquista de aventura y también del turismo. Tal vez detrás de
tantos aparentes viajes turísticos no haya más que complicadas rutinas
instintivas y migratorias. Que le vamos a hacer, seguimos el destino que
marcan nuestros genes egoístas, los de esta especie que hemos dado en
llamar "homo viator".

12

3. PSICOHISTORIA DEL VIAJE.
Pero dejemos a un lado la prehistoria, sobre cuyos viajes y viajeros en
definitiva nada ha quedado escrito, y entremos en los almacenes de la
historia, donde acabaremos comprobando que entre los motores culturales
más potentes está el viaje y el viajar. Tal vez convenga, antes de tratar con
los hechos, indagar en las palabras, en esos ladrillos culturales que acarrean
en sus sílabas los gérmenes y rastros de la historia y con las que se
construye la humanidad.
La etimología de las palabras "viaje" y "viajar" es curiosamente muy
viajera. Se trata de palabras que se han trasladado desde el latín al
castellano pasando por el catalán. El Diccionario de la Real Academia dice
de "viaje" que es una transformación dialéctica catalana de "viatge", y
también María Moliner la hace derivar el catalán «viatge», a su vez del
latín «viáticum», de «vía». Viajar es para el DRAE: 1. Trasladarse de un
lugar a otro, generalmente distante, por cualquier medio de locomoción. 2.
Desplazarse un vehículo siguiendo una ruta o trayectoria. 3. Ser
transportada una mercancía. Es decir que coexiste una versión activa con
una pasiva en el acto de viajar. Te vas y te llevan.
La historia escrita del viaje empieza con mitos y leyendas, como casi todo.
Noé y su familia se quedaron helados cuando el dios Yavé les ordenó
(Gen.9.7) "Vosotros creced y multiplicaos, rebullid por la tierra y
dominadla". Ahí empezó la inquietud desde el mismo instante de la
creación. Después del Génesis vino el "Éxodo", en el que quedó constancia
de que justo desde el primer momento en el que el ser humano es y piensa,
lo primero que hace es viajar, desplazarse, rebullirse.
Pero eso pasó hace mucho, mucho tiempo, y andando los siglos y los mitos
sucedió lo de Troya, donde los dioses también dieron que hablar lo suyo.
Lo cierto es que al acabar la faena del caballo, Ulises, harto de tanta pelea,
tanto esfuerzo y tanta fatiga, decidió marcharse por su cuenta, y descubrió
las cálidas bondades del Mediterráneo. Enseguida se percató de sus
ventajas climáticas y culinarias, y protagonizó el primer viaje de placer, el
primer crucero turístico, a lo pobre, pero con los gastos pagados. No es de
extrañar que su viaje durase unos cuantos años. En una palabra, Ulises
acababa de inventar el "turismo", loe viajes de ocio. Lo de antes, como los
viajes de los judíos hasta Egipto, o los de Moisés y sus huestes israelitas
hasta la Tierra Prometida, no fueron más que viajes de negocios. O incluso
los grandes viajes de los persas, o los fenicios, o los del primer emperador
viajero, el gran Alejando... fueron simples desplazamientos de trabajo, de
negocios.
13

Ahora bien, aunque esta interpretación de la primera "odisea", entre lo
mítico y lo real, pueda servirnos como emblema y trasunto de este libro, en
realidad puede decirse que desde que existe historia escrita hay constancia
de esta necesidad viajera de los seres humanos. En la edad antigua se
empezaron a elaborar los primeros mapas, y había muchas zonas del
mundo desconocidas, zonas en blanco en esos mapas que algunos
exploradores procuraban completar. Los primeros mapas eran producto de
sociedades poco cultivadas. En realidad ni siquiera se tenía una idea clara
de cómo hacer un mapa. Hasta que el padre de la geografía moderna,
Claudio Tolomeo, no estableció la convención de representar en un mapa
plano la configuración esférica del globo terráqueo, no se sentaron los
principios de la cartografía. Pero mucho antes ya había exploradores,
aunque no dejaron documentos escritos sobre sus descubrimientos, por lo
que tenemos que fiarnos de los vestigios descubiertos por los arqueólogos
para reconstruir sus hazañas.
En este sentido, los primeros indicios de una actividad viajera sistematizada
podemos encontrarlos hacia el siglo V o IV a.C. en las civilizaciones
sumerias y acadias, sonde aparecen las primeras ciudades amuralladas, los
vestigios de construcciones para la comunicación y dominación progresiva
de zonas limítrofes, y la expansión comercial y militar. En ese mismo
contexto histórico, en los pueblos semitas, en los primitivos pueblos judíos,
en los primeros pobladores de Egipto, ya han quedado suficientes
documentos históricos que dan buena fe de la dilatada experiencia viajera y
exploradora, no solo por el hecho de que llegaran a extenderse y dominar
nuevas tierras, sino por los medios de desplazamiento utilizados,
incluyendo los medios de navegación y los animales domesticados. En este
aspecto se cree que hace unos 7.000 años en los pueblos andinos aparecen
los primeros indicios de domesticación de camélidos (llama, alpaca) para
utilización doméstica, incluyendo el desplazamiento. Ahora bien, según
parece es en ciertos jeroglíficos egipcios donde por primera vez se cuenta
el relato de una expedición concreta, que habría tenido lugar hacia el año
3000 a.C., encargada por el faraón para reconocer la tierra de Punt, que
probablemente corresponde con la costa de la actual Eritrea o Somalia.
Un caso muy especial lo constituyen los viajes y colonizaciones que los
comerciantes fenicios llevaron a cabo durante el primer milenio antes de
Cristo. Puede decirse que fueron el más importante esfuerzo exploratorio
realizado hasta ese momento. Parece ser que los navegantes fenicios fueron
los primeros que se sirvieron de la Estrella Polar en sus viajes, con lo que
consiguieron navegar fuera de los límites del mar Mediterráneo, más allá
de la ciudad de Gades, la actual Cádiz. Hacia el año 600 a.C., según cuenta
14

Herodoto, el faraón egipcio Nekó, que buscaba una solución alternativa a la
de reconstruir el canal que había quedado en desuso entre el río Nilo y el
mar Rojo, encargó a un grupo de fenicios que circunnavegaran África
(tierra que el faraón creía que sería de un tamaño no mucho mayor que su
reino), siguiendo el sentido de las agujas del reloj. Con ello pretendía
comprobar si podía existir una nueva ruta comercial viable. La expedición
fenicia tardó tres años en circunnavegar los 36.600 kilómetros del litoral
africano, y tuvo que detenerse dos veces para recolectar trigo y continuar el
viaje. Pero no queda ahí la cosa. Es bien conocido que después de la
conquista de Tiro por Nabucodonosor en el año 573 a.C., los fenicios
tuvieron que emigrar y establecieron su nueva capital en Cartago, en la
costa norte de África, y a partir de entonces fijaron su atención viajera en
Occidente. De esta manera los fenicios consiguieron controlar el paso por
el estrecho de Gibraltar y además descubrieron las islas de Madeira,
Canarias y Azores. Posteriormente, durante las dos expediciones que
tuvieron lugar en el siglo V a.C., consiguieron llegar más lejos aún. En la
primera de ellas, bajo el mando de Himilcón, los navegantes fenicios
siguieron el litoral de Francia, cruzaron el canal de la Mancha y llegaron a
Cornualles, lugar de donde procedía el estaño con el que los fenicios habían
comerciado, como mediadores, durante años. En la segunda, Hannón
condujo en un viaje al sur de la costa atlántica de África a
aproximadamente unos 30.000 colonos, fundando seis colonias. Además,
exploró los ríos Senegal y Gambia y la costa sur hasta Sierra Leona o
Camerún. ¿Podría acaso ser considerada esta como la primera
globalización?
Durante la siguiente centuria, el desafío de los marinos griegos contra la
hegemonía fenicia en el Mediterráneo, y las Guerras Púnicas, que
finalizaron con la destrucción de Cartago por los romanos en el año
146 a.C., pusieron fin a las exploraciones fenicias, y permitieron el avance
de los viajeros griegos. De hecho ya desde las primeras civilizaciones
micénicas se estima que compitieron y simultanearon a los fenicios en sus
ansias comerciales y viajeras, compartiendo parte de los destinos, aunque
siempre más orientados hacia las costas septentrionales del Mediterráneo.
Un griego especialmente curioso y viajero, fue Piteas, navegante y
geógrafo nacido en Massalia (Marsella) en el siglo IV a.C. que exploró el
Mediterraneo occidental, y en uno de sus viajes, alrededor del año 325 a.C.,
rodeó la península ibérica, alcanzó las costas de Bretaña, realizó la primera
circunnavegación de la Gran Bretaña y, posiblemente, visitó las islas
Orcadas e Islandia (la isla de Tule), dejando buena constancia de todo ello
en su obra "Descripción del océano", el que bien podría considerarse como
el primer libro de viajes. Se cree que incluso descubrió la forma de
determinar la latitud de los lugares y la relación entre la luna y las mareas.
15

En otra obra posterior, titulada "Periplo", describe otro viaje que le llevó
hasta el Báltico y a la desembocadura del río Tanais, el actual Vístula. Pero
lo más curioso es que al parecer no era comerciante, era simplemente
viajero y explorador. Viajes de ocio y negocio al tiempo, como sucede
ahora, y es que vieja es la historia de los hombres viajeros.
Pues bien, mientras Piteas viajaba, nació en Pela, la antigua capital de
Macedonia, el hijo más famoso de Filipo II y de Olimpia: Alejandro III el
Magno (356-323 a.C.), rey de Macedonia (336-323 a.C.), conquistador del
Imperio persa, uno de los líderes militares más importantes de la historia y
también uno de los más grandes viajeros. Aristóteles le enseñó retórica y
literatura, y estimuló su interés por la ciencia, la medicina y la filosofía.
Sus viajes y conquistas son sobradamente conocidos, no reincidiremos en
ellos. Pero lo que es evidente, es que Alejandro fue uno de los mayores
"inquietos" de la historia. Fue valiente y generoso, cruel y despiadado. Ideó
planes grandiosos, como unificar Oriente y Occidente en un gran imperio,
una nueva e ilustrada hermandad mundial de todos los hombres. Hizo que
miles de jóvenes persas fueran educados en la cultura griega. Él mismo
adoptó costumbres persas y se casó con mujeres orientales. Para unificar
los territorios y pueblos conquistados, fundó muchas ciudades que se
llamaron Alejandría, bien situadas, pavimentadas y dotadas de servicios
públicos, como agua y limpieza. Los soldados de su ejército, al igual que
los negociantes, comerciantes y eruditos que les acompañaban, se
instalaron en ellas y así se introdujo la cultura y la lengua griega. De esa
manera Alejandro preparó el camino para la posterior expansión de la
cultura helenística y la expansión de Roma. Hizo muchas cosas, en muy
poco tiempo. Pero, la cuestión es ¿por qué todo este enorme desasosiego?,
¿cuánto tenía de militar y político, y cuanto de aventurero y viajero? Viajar
abre las mentes, él la tenía bien abierta y abrió la de muchos otros. Tal vez
la influencia de Aristóteles fuese determinante. Le enseño la virtud de la
curiosidad. Viajar sirve para conocer mundos y gentes, y él conoció todo lo
posible. Tuvieron que pasar siglos para encontrar a otros viajeros tan
inquietos y "globalizadores" como él.
En estas llegaron los romanos y llenaron el mundo de carreteras, las
famosas "calzadas". El Imperio romano instituyó el desplazamiento como
elemento de desarrollo comercial, político y cultural. Las vías sirven de
elementos de cohesión y universalización, y al final todos los caminos
conducen a Roma. Placer, negocio, dominio político y cultural, todo ello se
mezcla en una red de comunicaciones y viajes sin los cuales no se puede
comprender el verdadero significado del imperio. Las carreteras y el latín,
unifican y "globalizan" realmente el mundo por primera vez.

16

En ese intríngulis histórico nace uno de los personajes cruciales para
entender la cultura occidental cristiana: San Pablo, que pasó de militar a
viajero tras su famosa conversión mística. La revelación de su misión
trascendente, le infunde el espíritu inquieto del Maestro, y ya no para de
viajar y desplazarse. Dice que va de visita a las siete iglesias cristianas,
para poner orden y extender el legado de Cristo, pero lo cierto es recorre
todo Cesarea, Judea, Siria, Turquía, Grecia, y de allí le llevan preso a
Roma; hay quien dice que incluso llegó hasta Hispania. ¿Por qué tanto
desasosiego? ¿Qué nos enseña su modelo de comportamiento? ¿Cuántas
veces no vemos algo semejante en la actualidad? Tras algún suceso
importante, revelador o trascendente en la vida de una persona, ésta
emprende un imparable periplo viajero, impulsado por un cierto
desasosiego interior, por una búsqueda de un no se qué, en no se donde,
durante no se sabe cuanto tiempo, sin un aparente final. Misterios del ser y
del estar en el mundo, que esta especie viajera lleva incrustados en sus
genes y memes.
Luego, ya se sabe, llegaron las penurias del medioevo. A los romanos les
suceden los godos y los árabes, y en sus culturas reaparecen los viajes y los
viajeros. De entre todos ellos los protagonistas más importantes fueron los
de la España árabe, y posiblemente al-Mansur (Muhammad Ibn Abí Amir,
conocido como Almanzor) el que más y mejor supo aprovechar los
movimientos y comunicaciones para dominar política y económicamente la
península ibérica. La historia se repite, un gran imperio se desmorona y la
cultura árabe se encandila y expande llenándolo todo de lemas, suras y
paraísos.
Mientras tanto, las culturas bárbaras del norte se aferraban al terruño y a la
choza. Los prosaicos fríos no daban para tantas florituras. Aun así los
nuevos cristianos de Europa no dejaron de pensar en Jerusalén como
destino, el centro del Universo, el meollo de la religiosidad, la cuna y
tumba de Cristo. Eso les impulso a viajar, y no siempre en viajes de
peregrinación, pero sus modos de hacerlo fueron casi siempre muy torpes,
cegatos y sin verdadero interés descubridor, por lo que no sólo no
mejoraron el conocimiento del mundo, sino que incluso destruyeron y
empobrecieron los mapas y hallazgos de los antiguos geógrafos.
Pero incluso durante ese tiempo riguroso y lento, hubo excepciones
admirables de marinos y comerciantes europeos que recorrieron el mundo.
Como Marco Polo (c. 1254-1324), que más que viajero fue un excelente
escritor de libros de viajes, gracias a lo cual los europeos conocieron el
Lejano Oriente. En 1298, siendo capitán de una galera veneciana, fue
apresado por los genoveses, y durante su encarcelamiento dictó a un
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compañero el relato de sus viajes. En 1299 fue puesto en libertad y regresó
a Venecia. Su obra "Los viajes de Marco Polo" (publicada por primera vez
en francés), es probablemente el libro de viajes más famoso e influyente de
toda la historia.
El tiempo nunca se detiene, ni siquiera en la vieja Europa, y así, durante los
primeros siglos del nuevo milenio se extiende la cultura y se difunden los
libros, lo que supone el desarrollo de una mayor curiosidad por conocer los
orígenes y razones de las cosas y sucesos. Nunca como antes se oye hablar
tanto de lugares lejanos y desconocidos. Así empieza la era de los grandes
descubrimientos, época en la que los estudiosos redescubren las obras de
los geógrafos griegos y latinos y tratan de ampliarlas. En España, tras la
muerte de Almanzor, el cristianismo fue ganando terreno al infiel sin
necesidad de desplazarse, en pequeñas incursiones de ida y vuelta. Las
relaciones entre ambos grupos están llenas de idas y venidas, los
intercambios comerciales, los trabajos compartidos, las tratas de esclavos,
los devaneos militares, las amistades y traiciones políticas... son constantes
y obligan a un continuo ir y venir. Se aprovechan mucho las viejas calzadas
romanas, se abren caminos, se mantienen vínculos viajeros permanentes.
Las tierras de las mesetas castellanas contemplan el paso de mestas y
mesnadas, judíos y comerciantes, retahílas de mulos y caravanas de
carretas. Un viaje constante entre dos modos de ser, de vivir de
relacionarse. Cientos de años de paz y viaje, que acabaron cuando los
moros son expulsados de sus últimos baluartes en 1492, el mismo año en
que Cristóbal Colón hace su primer viaje al mar de las Antillas, más allá de
la península, como queriendo desanclar las viejas ansias viajeras de los
primeros hispanos.
Durante los siguientes 50 años los viajes y descubrimientos se amontonan
en el calendario, los conquistadores españoles descubren tierras remotas,
lugares llenos de mosquitos y de indios, odian viajar pero al tiempo lo
ansían, lo buscan, lo dominan. El suyo fue el gran viaje, el mayor de todos
los tiempos. El que propició la segunda o tercera "globalización", o quizá
la primera real, pues Colón no sólo fue el fundador de la primera colonia
europea en América, sino que durante las siguientes décadas, Hernán
Cortés en México, Francisco Pizarro en Perú y otros muchos viajantes
españoles y portugueses trazaron caminos, abrieron fronteras y
favorecieron el intercambio cultural y el mestizaje. Todos ellos iban y
venían impulsados aparentemente por sus ansias de fama, riquezas y
conquistas, aunque a poco que uno lo piense y se detenga en sus cartas,
libros de ruta o cuadernos de bitácora, es evidente que en el fondo, más que
conquistadores de tierras o riquezas, eran inquietos viajeros con espíritus
desasosegados. Sólo así se entiende que no dudasen en jugarse la vida una
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y otra vez, todo por ir un poco más allá, siempre más lejos, siempre hacia
lo desconocido, y así acabaron todos... pobres, enfermos, desprestigiados o
muertos, a pesar de haber encontrado lugares, riquezas, amistades o amores
suficientes como para haber construido palacios, hacienda, familia y futuro
en una vida de ensueño. Casi ninguno lo consiguió. Casi todos quemaron
sus naves y sus vidas en el empeño.
De entre todos ellos hay uno que representa como nadie el trasunto humano
que nos ocupa: Hernán Cortés. Nació en un pueblo de Badajoz, Medellín.
Su padre, Martín Cortes de Monroy, había sido capitán de los ejércitos de
la Reina, y su madre, Catalina Pizarro, una serena mujer emparentada con
los Pizarro de Trujillo, lo cual posiblemente pudo influir en que desde niño
se forjase en él ese espíritu viajero, inquieto y valiente que tantas veces
demostró a lo largo de su vida. Tras pasar unos pocos años estudiando poco
y juergueando mucho en Salamanca, vio la oportunidad de medrar en las
tierras recién descubiertas en América, por lo que, tras verse implicado en
ciertas correrías amorosas, a los 19 años se embarcó con rumbo a Santo
Domingo. Nada más llegar al "Nuevo Mundo" acompañó y fue secretario
de Diego Velázquez de Cuéllar en la conquista de Cuba, y al poco se casó
con su sobrina Catalina Juárez Marcaida, por lo que, después de que dos
expediciones hubiesen fracasado en la exploración y conquista de lo que
hoy es México, Velázquez confió a Cortés la organización de una tercera
que a la postre alcanzaría gran éxito y fama, pero también propiciaría
grandes miserias y sufrimientos.
En 1541 regresó a España y participó en la fracasada expedición a Argel.
Los restantes años de su vida transcurrieron en España, y fueron para él
tiempos difíciles, envuelto en litigios y agobiado por la impotencia de
sentirse injustamente tratado, y con intención de regresar a México, llegó a
Castilleja de la Cuesta, cerca de Sevilla, donde dictó su testamento, y murió
el 2 de diciembre de 1547 a la edad de 62 años. El primer entierro de
Cortés se celebró en la iglesia de San Isidoro del Campo, en Sevilla. Sin
embargo, ni siquiera después de muerto dejó de viajar. De hecho, años
después sus restos fueron trasladados a Nueva España y enterrados en el
convento de San Francisco, en Texcoco. De allí pasaron al convento de San
Francisco, en ciudad de México. Su penúltimo reposo lo alcanzó en la
iglesia de Jesús Nazareno, contigua al hospital de Jesús fundado por él, y
en la actualidad se conservan en una urna colocada en un nicho en el muro
del costado del Evangelio. Las biografías que se han escrito sobre este
curioso e incansable viajero son muchas y muy dispares. Algunos lo
consideran un villano y otros un héroe. La historiografía moderna ha
logrado una imagen más equilibrada de este personaje ciertamente
extraordinario, destacando sobre todo su espíritu intrépido, sagaz y viajero,
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así como por su afán de mestizaje con los indios "mexicas". Hay quien
asegura que por su culpa en la actualidad no hay ningún mejicano que no
tenga genes españoles. Un verdadero "culo inquieto", cuya historia nos
sirve de contrapunto para esta reflexión "globalizadora" en la que
trataremos del ser humano viajero, del "homo viator" lleno de incógnitas y
siempre dispuesto a reincidir en sus incomprensibles tropezones
migratorios.
A partir de la época de Colón y Cortés la historia del viaje y de los viajes se
alarga y ensancha tanto como de acortan las distancias y los tiempos. El
mundo es circunnavegado y parece por fin que toda la geografía está al
alcance de los seres humanos. La "globalización" por fin se intuye como
una realidad posible. El mundo parece haber sido dominado, pero no por
eso las ansias viajeras cesan. De hecho es como si sucediese lo contrario,
cuanto mejor se conoce el mundo, más se desea descubrir lugares
incógnitos. Conceptualmente el viaje de Colón no representa sólo la
primera "colonización" universal, sino la primera "globalización" real.
Para acabar este capítulo, y a modo de símbolo emblemático de lo dicho,
nos gustaría recordar a un personaje peculiar, un curioso e inquieto viajero,
Alí Bey, llamado en realidad Domingo Badía y Leblich, natural de
Barcelona (1766-1818), que trabajó en Segovia, Cordoba, Marruecos y
París, y después se dedicó a viajar llegando hasta Arabia, La Meca,
Egipto... La historia de su vida es un auténtico libro de viajes auténticos
junto a otros fantasiosos. Falso diplomático, falso musulman, falso
europeo, puede decirse que lo único que fue en realidad fue un impenitente
"viajero". El relato de sus viajes y aventuras no cabe en este libro. Baste
decir que fue el primer europeo que llegó a la ciudad sagrada de La Meca
tras la implantación del Islam en el siglo VII, y para lograrlo no dudó en
autoproclamarse musulmán y predicar la fe mahometana. Su libro titulado
simplemente "Viajes", fue publicado en Francia en 1814, y no fue editado
en castellano hasta en 1836. En su estilo y modo de viajar se reconocen a
Ulises y a Marco Polo, aunque los matices fantásticos y mitómanos de su
personalidad lo cubre todo de cierto color ocre que destiñe la grandeza del
personaje. Pero, ¿acaso no hay un mitómano en todo viajero? ¿Por qué sino
aderezamos con hazañas y aventuras sin par el relato de cualquier
previsible viaje caribeño?

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4. EL SÍNDROME DE ULISES2

Como en cualquier viaje, bueno será que empecemos por hacer las maletas
y estudiar la geografía. En tal sentido, lo primero y obligado es elegir el
equipaje y trazar el mapa. En este caso equipaje se compone de una especie
de "Criterios de aproximación diagnóstica para el síndrome de Ulises".
Pura prosa, pero prosa necesaria.
Este síndrome en la actualidad está en boca de todo el mundo, pero el grado
de comprensión y acuerdo es mínimo, por lo que consideramos pertinente
aclarar que debe ser entendido como una configuración específica, de
ciertos rasgos de comportamiento peculiares, ubicado en el amplio y
destartalado cajón de las "alteraciones de la personalidad", cuyos rasgos
esenciales serían:
A- Un patrón permanente de experiencia interna y de comportamiento
que se aparta acusadamente de las expectativas de la cultura propia
del sujeto, afectando a áreas cognitivas, emocionales, y a la propia
relación interpersonal.
B- El patrón señalado es inflexible, persistente y se extiende a una
amplia gama de actividades.
C- Dicho patrón es estable a lo largo de la vida del sujeto, y puede
provocar cierto deterioro en la actividad social, familiar, o laboral.
D- El patrón no es atribuible a las consecuencias de otro trastorno
mental.
E- Características específicas:
a. Persistente afán viajero predominando como destino aquellos
que se alejan más de la cultura propia del individuo.
b. Frecuente "sentido de desapego" respecto a los propios
patrones culturales, afectivos, conductuales y otros.
c. Estados de ansiedad e inquietud vinculados a las condiciones
sedentarias.
d. Dificultades en la adaptación a las rutinas cotidianas.
e. Fluctuaciones en la sociabilidad, predominando el gusto por
entrar en contacto con personas no conocidas, con menoscabo
de las ya conocidas, o incluso de las familias.
f. Alteraciones de carácter disestésico (estados de desanimo,
sensaciones de malestar o "de vacío", inquietud,
desasosiego...) vinculadas a los hábitos sedentarios.
g. Incapacidad para permanecer durante más de tres meses en
los lugares de origen, o en los de destino.
2

Este capítulo ha sido escrito por Ignacio Magariño, y revisado por Jesús de la Gándara.

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h. Fácilmente influenciables en las áreas cognitivas y afectivas,
por las aparentes expectativas de mejora, o por el mero
cambio de hábitos, de destino, o incluso de ideas.
Pero insistimos, esto no es más que geografía, y por ahora, aunque después
volvamos al surco y al mojón, preferimos acomodarnos a los suaves
vaivenes de las teorías, o incomodarnos en las insinuantes reflexiones de
los espejos, es decir, insistir en las "especulaciones", que es, a la postre, de
donde nace toda sabiduría. En este sentido, sospechamos que estas líneas
acabarán siendo consideradas tan sólo como una invención amable, o quizá
como una destrucción de invenciones.
La supuesta paradoja arranca del hecho de que a todo hombre le horroriza
apartarse de un canon, sea cual sea el que haya elegido protagonizar o
sufrir. Pedirle que abandone el hábito de ajustar su pensamiento a
determinadas referencias, porque éstas, además de ambiguas e incluso
indigentes, pueden cambiar sin alerta previa, y sin que ello implique
promesa de mejora alguna, hace que el rechazo sirva de defensa oportuna.
A las personas les puede agradar viajar, sin duda, pero no que lo hagan sus
modelos de pensamiento. Y sin embargo éstos lo hacen demasiadas veces.
Hemos querido cambiar, ahora que aún es tiempo, la noción del síndrome
de Ulises. Nos disgusta denominar así a un conjunto heterogéneo de
trastornos mentales asociados a la inmigración unas veces, a la búsqueda
del Sur otras, o incluso, en lejanas latitudes, a la hipocondría, cuando por
derecho propio el héroe de la Odisea se hallaría complacido en prestar su
nombre a los hombres y mujeres enfermos de esta curiosa dolencia que es
el afán viajero.
Haciendo esta pequeña salvedad, y huyendo de una definición escueta y
seca, trataremos de acompañar las características de este síndrome con los
orígenes emocionales que lo justifican.
Va a tener ocasión, quien responda a estas páginas, de explicarse a sí
mismo los motivos por los que anhela cambiar, y por qué este anhelo de
cambio se expresa a veces en metáforas, siendo la primera de todas, la del
cambio de lugar. Dejamos un sitio para llegar a otro no necesariamente
mejor ni peor, cosa que en el fondo no nos preocupa, ya que la finalidad
que damos a ese nuevo sitio es también la de ser abandonado. Aun a
sabiendas de la ausencia de una razón de peso para tal conducta, la tozudez
propia de quien sufre el síndrome de Ulises se halla profundamente anclada
en su modo de estar y de ser. Existe una perseveración en el cambio del
mismo modo que en quienes no lo sufren existe una perseveración en no
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hacer mudanza alguna de lugar, como tampoco de afectos ni de ideas. El
lector va a tener ocasión, pues, de explicarse algo de sí mismo. Ya lo
dijimos, la reflexión como método y como destino.
Parece como si nuestra mente, otros la llaman cerebro, no estuviera hecha
para limpia y llanamente sobrevivir, ni siquiera para satisfacer placeres
inmediatos o diferidos, sino para huir, para salir corriendo, tanto cuando las
circunstancias lo aconsejan como cuando no. Parece como si sólo fueran
los "vientos propicios" los encargados de determinar nuestra presencia o
ausencia de un lugar. Viajamos, viajamos hasta no se sabe dónde, y tras no
se sabe qué, porque pocas cosas hay estables en nuestra mente, y como no
somos muy conscientes de ello, alguna interna mecánica nos dicta
restablecer el precario equilibrio por medio de la huída.
Monmouth, rey de Noruega, trasladó naves, enseres y guerreros para
conquistar lo que más tarde sería Inglaterra pero, una vez derrotados sus
sorprendidos e inventados enemigos, no supo muy bien qué hacer en
aquella tierra. Anduvo vagabundeando unos días por sus playas, se
preguntó si realmente la necesitaba, y finalmente regresó a casa.
Nos vienen otros nombres a la cabeza, los de muchos seres humanos que
algo debían de tener en común: Zane Grey, Jack London, Jorge de Pallejá,
Sthendal, Livingston, Ibn Batuta, Rimbaud, Thesinger, Stevenson,
Gauguin... Nos vienen juntos mientras tratamos de vencer la tentación de
clasificarlos. Este fue misionero, aquel cazador, ése buscavidas, ese otro
espía. Escribimos tentación porque, aunque resultara útil encajarlos, la
vertiente común que los une escapa - aparentemente - a cualquier
taxonomía. No es que todos fueran aventureros - Livingston no lo era -, no
es que tuvieran gusto por lo desconocido, o por el asombro, o por la
sorpresa. No. Su vertiente común era su enfermedad. Todos eran, o
estaban, saludablemente afectados por el morbo de Ulises.
Algo sin embargo debe haber dentro de nosotros mismos que nos lleva a
refrenar, o incluso criticar, los impulsos viajeros. Argumentar que ese algo
forma parte del lado sano de nuestra mente es caer en ingenuas distinciones
escolásticas que, aunque dieron, y dan, tan buenos frutos en ambientes
eclesiásticos, apenas sirvieron, o sirven, para el desarrollo de la filosofía, y
mucho menos de las ciencias.
Pocos especuladores admiten hoy una división simplista del órgano rector
de nuestras acciones basándose en los resultados positivos o amargos de
dichas acciones, ya que se limitarían más que a explicar las razones de un
fenómeno, a describir sus características a posteriori. Equivaldría a explicar
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la lluvia debido a la existencia de nubes. O, en el caso que nos ocupa, se
terminaría concluyendo que emigrar es una enfermedad y quedarse quieto
una fuente de salud, teoría que además de ficticia resulta poco elegante y
menos emotiva.
Existe a nuestro juicio otro modo más práctico, menos apesadumbrado, y
científicamente más correcto, de abordar el fenómeno de las prisas por
dejar, al menos momentáneamente, la casa, a veces a los seres queridos, y
casi siempre los recuerdos incómodos. Decir que esta actitud tiene algo de
enfermiza colocaría a quien lo sostuviera en una posición algo precaria: no
debería mirar muy lejos para encontrar seres insanos, y por el contrario le
costaría esfuerzo hallar a alguien libre de la pandemia.
Desde otra perspectiva apelamos a una configuración más abierta, que
implica situar cualquier fenómeno como algo que cambia por sí mismo, y
al mismo tiempo es cambiado por el observador que lo estudia. Como tal,
el síndrome de Ulises no estaría fuera del juego cotidiano de vivir. Mientras
dura este juego, el hombre se dedica a levantar casas, templos, frontones,
mercados, fábricas, y a trabajar en ellas. Administra sus bienes, contrae
matrimonio, solicita y acepta créditos, manda y suplica estudiar a sus hijos,
celebra cumpleaños, satisface venganzas, paga impuestos, redacta
testamentos, fuma, contrata labores, y, ocasionalmente, suponemos, respira.
Aunque todo ello parezca delatar una actividad incesante, la verdad es que
al hombre le queda bastante tiempo para no hacer nada. Esas horas las
dedica invariable y alegremente a maldecir la propia suerte, o a soñar
proyectos de indudable utopía. Los más lúcidos cultivan aficiones como la
de hacer moscas de plumón para la pesca, o la de explorar los humedales
escondidos tras una falda. Otros sin embargo construyen un sofisma: Si
aquí, en este lugar, la naturaleza me veda un destino, el de estar
pasablemente satisfecho, es porque esa misma naturaleza desde el principio
de mi existencia ha construido otro, no se sabe dónde, en donde me aguarda
ese destino. Eso piensan, ingenuos. Ni que decir tiene que la naturaleza
tampoco sabe nada, ni nada piensa.
En base a este razonamiento las ruedecillas de la maquinaria comienzan a
moverse, no tanto para averiguar ese destino como para preparar los
medios que nos lleven a él. En esta fase de ansiedad anhelante, aunque
dichosa, ya existen variables "comportamentales" que se pueden medir y
estudiar. Nuestro síndrome ya empieza a tener carta de identidad.

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Ayudémonos a definir con mayor precisión este síndrome cuya existencia
el lector acaso intuye y que, digámoslo desde un principio, en uno u otro
modo y extensión, padecemos afortunadamente todos.
Cuando el lugar de residencia, la administración pública con todo su peso
lo llama domicilio, se convierte en una sombra incómoda donde resulta
difícil perseguir objetivo alguno - objetivo que no sea distinto a ver pasar la
vida y ver pasarse a sí mismo-, algunos, muchos hombres se sueñan
inventores de otra realidad menos incómoda por la que necesariamente
deben pagar un tributo. Buscan un hombre posible y concebible pero saben
que no está ahí. En su domicilio están pero no están, están pero no viven, y
cuando viajan y llegan a donde querían ir, están pero tampoco están.
El hombre que sufre el síndrome de Ulises tiene siempre los oídos atentos a
cualquier noticia que le hable de otros lugares. Si le elogian la cascada
sobre un río, el palacio construido por un visir, la tranquilidad de un
pequeño valle, o el alegre carácter de una tribu, su mente ya está
disfrutando con irse allí. Calcula el tiempo en que podrá disponerse para la
partida; hará los sacrificios necesarios para llegar a ese día en que por un
insólito milagro se obra una transformación en su cuerpo y espíritu. Ambos
se vuelven ligeros y sencillos, casi tenues. No se puede preguntar a ese
hombre qué le ocurre porque no sabría contestar. Su mente se ha vuelto
clara, clarividente, digna de un dios. En su frente parece tener marcado un
destino negado al resto de los mortales: el de concluir en un lugar poco
parecido al que abandona, un lugar en que le serán reveladas verdades
decididamente incompatibles con la rutina diaria.
León el Africano, o nuestro Alí Bey, sufrieron sin duda este síndrome. No
se explica si no que dejaran su patria -es decir su infancia-, y su cultura
para alunizar en Tombuctú en una era en que hasta la propia Tombuctú
había dejado de existir. Aunque disfrazaran su afán como investigación
geográfica o espionaje político, queda aclarado en sus escritos que se
trataban de meras excusas para andar, para conocer, para charlar, para
probar nuevas comidas, para... ¡posiblemente ni ellos mismos lo supieran!
Recorrer a lo largo de toda su orilla el mediterráneo brindará momentos,
escasos aunque perdurables, de infantil dicha, de ausencia de
preocupaciones, de libertad para ir y volver en el mundo de las ideas, pero
no será posible transmitirlo con la palabra. Nadie podrá beneficiarse de la
búsqueda, porque lo buscado no se encuentra en la esfera de los
pensamientos sino en la de los afectos, y éstos se sienten, se promueven, o
se transcriben pero nunca en su esencia se comparten.

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Otra característica, esta vez más difícil de explicar, e igual de paradójica se
centra en el hacer y el modo de hacer del viajero. A pesar de que
aparentemente se muestra hacendoso, eficiente, trabajador, casi hiperactivo,
quien sufre de este síndrome es un vago, un redomado vago, que si bien no
puede parar de hacer cosas, su ideal, aquel que está más cosido a su
interior, consiste en no hacer nada, consiste en quedarse parado frente a un
paisaje íntimo sin buscar otra cosa, o recorrer ese mismo paisaje sin detener
su atención en cosa alguna. Camina, simplemente camina. Dicho de esta
manera pudiera parecer casi de un ideal místico, algo difícil de alcanzar
para los hombres de a pie. Pero concluir de esta premisa que todo ulises,
además de abominar de la acción, lleva dentro de sí la semilla de un seeker,
nos aleja de su definición real. Salvo decorosas excepciones los hombres y
mujeres errantes no participan de filosofías transcendentes y no tienen
siquiera como ocupación singular la de pensar en lo que hacen. Los locos
itinerantes que hemos conocido si de algo participan es del chabacanismo,
la inmediatez, y la ramplonería. No sabrían, si se les preguntara, contestar a
cuestiones sobre el p

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