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X. Una mirada a la ética. Ética en medicina.

Autor/autores: Fernando Ruiz R
Fecha Publicación: 21/07/2010
Área temática: .
Tipo de trabajo: 

RESUMEN

Palabras clave: Bioética; Principialismo; Autonomía; Paternalismo; Beneficencia; Consentimiento; Consenso; Proporcionalidad terapéutica; Costo beneficio.


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X. Una mirada a la ética. Ética en medicina.
FUENTE: PSIQUIATRIA.COM. 2007; 11(2)

Fernando Ruiz R.
Psiquiatra
Raleigh, NC
USA
PALABRAS CLAVE: Bioética, Principialismo, Autonomía, Paternalismo, Beneficencia, Consentimiento, Consenso, Proporcionalidad terapéutica,
Costo beneficio.

La ética estudia la moralidad de todos los actos humanos voluntarios, de modo que todas las actividades realizadas
en medicina y, en las disciplinas afines, deben estar referidas a la ética, y ser evaluadas de acuerdo a su valor
moral. En términos generales, el fin de la medicina es la curación de las enfermedades, el alivio del sufrimiento y
la promoción de la salud, estos bienes difícilmente pueden ser disputados, ya que inciden en el bienestar de todos
los individuos y de la sociedad.
Sin embargo, aunque los fines últimos de la medicina parecen claros y precisos, en la realización de la práctica de
la medicina en todos sus niveles, incluyendo la investigación para la adquisición de conocimientos científicos, se
plantean situaciones que envuelven el juego de muchos intereses, por lo que se hace necesario un cuidadoso
examen ético de las actividades médicas, y el desarrollo de una conciencia que asegure el respeto de los valores
de las personas y de la comunidad.
Durante los últimos decenios hemos visto una proliferación de comités de ética en las distintas áreas de la
actividad médica regulando las acciones profesionales en un esfuerzo por cumplir con las leyes vigentes y asegurar
que estas actividades se realizan respetando los valores prevalentes en la sociedad, muchos de los cuales ya se
encuentran inscritos en los códigos médico-legales. Esta creciente conciencia ética de los profesionales de la
medicina, no ha sido sólo el resultado de un desarrollo natural interno en el seno de la profesión, sino que ha sido
impulsada fuertemente por presiones externas, provenientes fundamentalmente del campo legal y político, y de la
comunidad cada vez más conciente de sus derechos y prerrogativas, y muy pronta a reaccionar hostilmente a las
infracciones y abusos (reales e imaginados).
Es conveniente tener presente que el usual término bioética fue acuñado en 1970 por Van Rensselaer Potter, un
bioquímico norteamericano. En 1971 este científico publicó Bioethics, A Bridge to the Future, en el que explica que
el término intenta generar un puente entre la ciencia y las humanidades, pero más tarde por su creciente interés
por la sobrevivencia, liga la ética médica con la ética ambiental. La preocupación de este autor por el futuro del
medio ambiente a nivel planetario, le lleva a incluir la ética social y religiosa, y modifica el término inicial para usar
el de: `bioética global'. La bioética (global) es un concepto más amplio que la bioética médica, centrada en los
aspectos éticos de la medicina clínica y experimental. (1;1-2)

Principios básicos
No es el propósito de este trabajo revisar los innumerables códigos de conducta ética elaborados por los comités
éticos trabajando a distintos niveles de la actividad médica, sería prácticamente imposible y, además, superfluo.
Nos limitaremos a señalar los valores y principios fundamentales que se encuentran en las normas recomendadas,
que provienen fundamentalmente de la doctrina bioética médica del Principialismo.
El Principialismo nace en los EEUU bajo la influencia del pragmatismo y del utilitarismo. El Principialismo deja de
lado el modelo deontológico de inspiración kantiana que sigue normas universales racionales a priori, por ser de
difícil aplicación a las situaciones clínicas concretas, y por no ayudar a solucionar dilemas éticos; tampoco sigue al
utilitarismo por ser también poco práctico en determinar el máximo beneficio de las intervenciones médicas en
situaciones médicas críticas. El Principialismo pretende tomar una actitud flexible y práctica en cuestiones éticas de
la situación médica.
El Principialismo se inicia primariamente con el "Informe Beltmont" en EEUU en 1978 con aportaciones posteriores
en 1979 de Beachamp y Childress, y establece cuatro principios generales, amplios y básicos: principio de
autonomía, principio de beneficencia, principio de no maleficencia y principio de justicia; estos principios se

consideran evidentes y obligan a primera vista.
El principio de autonomía concierne primariamente al paciente, el principio de beneficencia y no maleficencia al
médico, y el de justicia fundamentalmente a la comunidad. El objeto de estos principios es servir de punto de
apoyo para resolver conflictos de valores en las investigaciones con seres humanos, en el ejercicio de la medicina
y en la organización de servicios de salud. Estos principios constituyen el punto de partida en las consideraciones
éticas en la profesión, han ganado popularidad, y existe un amplio consenso acerca de su validez. (2;1. 3. 4)

Principio de no maleficencia
Este principio de no dañar, ya se encuentra en la ética hipocrática, e implica obviamente, no sólo no provocar daño
concientemente a un paciente lo que constituiría una acción criminal, sino que evitar o limitar el daño colateral de
las intervenciones médicas. Este principio ético obliga al profesional de la salud a poseer conocimientos teóricos y
técnicos actualizados que le permitan el ejercicio profesional responsable y seguro. De esta responsabilidad ética
básica se pueden extraer muchas recomendaciones específicas para el equipo de salud y para el apoyo técnico de
sus actividades.

Principio de beneficencia
Este principio exige del personal médico la efectiva promoción del bien del paciente, lo que implica no dañar y
lograr el máximo beneficio en la intervención profesional. Este principio de beneficencia hunde también sus raíces
en la medicina hipocrática y en la tradición judeo-cristiana, y puede decirse que se encuentra en la base misma de
la moralidad del acto médico. Este principio es central a la misión del médico ­curar y aliviar-, y no depende
necesariamente del establecimiento de una relación médico paciente; se ejerce aún en el enfermo inconciente y el
hostil no cooperador, respetando claro está, el principio de autonomía y los derechos civiles de las personas
expresados en la ley positiva.
El principio de beneficencia es una máxima moral pronta a ser reconocida por los profesionales de la salud, no
obstante suele empañarse con frecuencia por el orgullo o soberbia que antepone propósitos personales de
ambición profesional o económica. Algunos ejemplos de esta subversión de valores se pueden constatar en
médicos que se empecinan en insistir en tratamientos infructuosos sin considerar consultar con colegas de más
experiencia; en los académicos que postergan el tratamiento de los enfermos para presentarlos en demostraciones
clínicas; en investigadores que emplean en sus ensayos clínicos tratamientos experimentales insuficientes para la
condición de los pacientes envueltos en el estudio, o uso de placebo en enfermos que necesitan tratamiento activo
(5); también se puede observar una violación de este principio cuando un facultativo ordena más pruebas de
laboratorio que las necesarias, acribillando al enfermo con molestias y gastos superfluos. Los ejemplos se pueden
multiplicar fácilmente, y muchos serán más sutiles que los enumerados, por lo que se requiere siempre una actitud
muy honesta del equipo médico para preservar este principio básico de la profesión, que está íntimamente
relacionado con el anterior: Principio de no maleficencia.
Pero este Principio de beneficencia, y el Principio de no maleficencia, se pueden ver afectados también por la
actitud de `consumidor' del paciente. No es infrecuente encontrar enfermos que exigen todo tipo de exámenes y
pruebas diagnósticas más allá de los clínicamente indicados; estos pacientes piensan que todos estos
procedimientos están disponibles para el consumo del cliente y, por tanto, sienten que tiene el derecho a la `mejor'
medicina que existe en su medio. Este problema se puede subsanar en parte mediante una buena educación del
enfermo en el seno de una relación médico-paciente honesta y abierta; además, las fuerzas económicas del medio
limitan estas demandas excesivas.

Principio de autonomía
La dignidad del hombre y su libertad en la elección de la conducta personal es constitutiva en la tradición judeocristiana, y emerge de la relación única e irrepetible y responsable del hombre con Dios, su creador. En los últimos
siglos se ha reconocido la libertad de elección como un principio fundamental de la condición humana, y se le ha
conectado principalmente con la ética de Kant; este principio se conoce como Principio de autonomía, y señala que
toda persona es reconocida como autónoma y capaz de autodeterminarse. En el plano médico, cada persona ­
paciente- es dueña de su propio cuerpo, y sólo a ella corresponde decidir lo que se hace con él. La libertad humana
se torna en principio moral que va a regir en la relación médico paciente.
Se considera una persona autónoma a aquella que tiene capacidad de actuar y de comprender la situación en que
se encuentra, y de sopesar razonablemente las consecuencias y alcances de sus decisiones. (2;3) Para asegurar la
aplicación adecuada de este principio de autonomía es necesario evitar que ocurra una elección automática del

paciente. Beauchamp recomienda tres requisitos para considerar una elección autónoma: Intencionalidad, que la
acción sea producto de un plan conciente; Conocimiento y comprensión de la situación, con razonable
entendimiento de las consecuencias previsibles y resultados posibles; Ausencia de control externo, esto es:
coerción, manipulación y persuasión por parte del equipo médico responsable del enfermo. A estas tres
recomendaciones se ha agregado una cuarta, autenticidad, para recalcar que la decisión debe ser coherente con
los valores y actitudes generales propias del paciente. (2;4)
En medicina este principio de autonomía se ha venido imponiendo en los últimos decenios, como central en las
relaciones del médico, clínico e investigador, con el paciente, y todos los sujetos ­controles- que participan en una
investigación. El respeto a la libre elección se ha convertido en la piedra angular de todas las relaciones que el
personal médico establece con pacientes y controles. La aplicación de este principio requiere que el profesional
informe concienzudamente al enfermo en forma amplia y adecuada de las características y razones de la acción
profesional a realizar, incluyendo un examen de beneficios y de riesgos. Se espera que el paciente tome parte
activa en el proceso y entienda razonablemente bien la situación médica en que se encuentra y las posibilidades
terapéuticas, con los posibles beneficios y riesgos de las intervenciones ofrecidas; una buena relación médicopaciente, cálida, honesta y respetuosa facilita una adecuada educación del enfermo y minimiza los riesgos de
litigio. Para ingresar a un hospital o a una clínica, para iniciar un tratamiento o para efectuar un examen de
laboratorio con cierto riesgo se requiere la obtención explícita del consentimiento del paciente debidamente
informado: consentimiento informado (documento escrito y firmado). En caso de que se sospeche o exista clara
evidencia de dificultades en la ejecución de este proceso de educación y consentimiento del enfermo, se debe
incluir a los familiares o las personas legalmente responsables del paciente para lograr el consentimiento
informado antes de realizar los procedimientos médicos clínicos o de investigación. En algunos casos puede no ser
sencillo establecer la competencia de un enfermo para consentir a una intervención médica, como es la situación
del paciente con daño cerebral o estados psicóticos, en estos casos es recomendable consultar con los especialistas
correspondientes. Hay que tener presente además, que la competencia no es un concepto absoluto, un paciente
puede tener competencia para algunas decisiones menores, pero no para otras que requieren una comprensión
más compleja. No se puede exagerar recomendando que toda acción médica debe ser bien documentada en la
ficha clínica, y en documentos especiales firmados por el paciente o su representante legal en caso de acciones
médicas con riesgo especial. El consentimiento a una acción médica puede ser retirado por el interesado en
cualquier momento. (6;11-18)
La vigencia y exigencia del Principio de Autonomía en medicina, ha generado una cierta resistencia en el personal
médico, que tradicionalmente venía operando en base a una concepción `paternalista' de la profesión; un
paternalismo de antiguo origen, no carente de autoritarismo y hasta de dogmatismo, y aumentado por el creciente
conocimiento técnico de la medicina. Esta actitud paternalista facilitó el hacer equivalente el `juicio clínico' con el
`juicio ético': `el médico sabe lo que hace', con la consecuencia del reforzamiento de una actitud sumisa del
enfermo; en cambio, el principio de autonomía considera al paciente un ser libre que piensa, moralmente
autónomo y responsable. Esta polaridad entre la autonomía del paciente y la tendencia paternalista del
profesional, no ha sido fácil de superar, y todavía se observan vestigios inaceptables de paternalismo médico que
dañan el genuino respeto a la dignidad del paciente, capaz de entender y decidir por sí mismo. Sin embargo,
debemos reconocer que en numerosas ocasiones el paciente toma decisiones basado en el consejo directo del
médico, el paciente confía que el facultativo y solicita su opinión, esperando que éste dará el más honesto y mejor
informado consejo considerando su situación particular. En estos casos se puede argumentar que se debilita o
adultera la aplicación del principio de autonomía, y que se debiera recomendar al paciente una segunda opinión
profesional para asegurar su libre elección; sin embargo, no siempre es logísticamente posible esta alternativa, o
el paciente no la elige. Este tipo de situaciones ilustra la necesidad de que el facultativo posea una sólida
formación moral y técnica, de modo que su consejo genuinamente esté orientado a lograr el máximo beneficio del
paciente con el mínimo riesgo.
El respeto por la autonomía y la auto determinación del paciente con la obligación de informarlo de sus problemas
y de los procedimientos médicos recomendados, condenan la tradicional "mentira piadosa". Se podría decir que
esta mentira piadosa que era una práctica habitual, formaba parte del paternalismo protector del médico, para no
sólo evitar darle al paciente una mala noticia irremediable y dolorosa, sino también pare evitar respuestas
emocionales negativas que empeoraran su estado de salud. La mentira piadosa no resulta aceptable éticamente en
este nuevo ambiente cultural en que los derechos individuales y la autonomía de las personas han cobrado
especial relieve; por el contrario, puede dañar la confianza del enfermo en su médico, y puede generar serias
complicaciones médico-legales.

Principio de justicia
Este principio señala el respeto a la equidad, igualdad de acciones y servicios médicos para los pacientes en
circunstancias análogas. En este sentido pueden ocurrir disparidades en el tiempo, atención y acciones médicas
específicas que se asignan a los pacientes por diversos motivos, ya sea personales (simpatía, nivel social o

intelectual, etc.) o profesionales (tipo de patología, interés científico, etc.). Más dramáticamente, este Principio de
justicia se evidencia a nivel administrativo en la distribución de recursos y en la elaboración del diseño y amplitud
de los servicios médicos necesarios para la población, a este nivel se suelen usar criterios de la ética utilitarista,
esto es, maximización del bien de muchos, en vez de emplear un estricto criterio de beneficencia para todos los
pacientes en necesidad; ilustra esta situación el establecimiento de centros de alta especialización (cirugía
sofisticada y costosa) versus servicios clínicos que cubren patología más frecuente, también invalidante y letal (ej.:
servicios de enfermedades infecciosas para niños).
El utilitarismo, como hemos visto en un artículo anterior, no es una doctrina satisfactoria para fundamentar y
entender la conducta ética del ser humano, pero habría que reconocer que en algunas circunstancias es muy difícil
evitar sus razonamientos, como la situación mencionada, en la que hay que balancear el bien especial de unos
pocos con el bien de muchos. Este complejo proceso de justicia distributiva de recursos para la salud, requiere
establecer prioridades en forma adecuada evitando discriminaciones socioeconómicas y de todo tipo, y obliga a
considerar en forma transparente las necesidades y evidencias funcionales de los servicios propuestos. (7) No
obstante se debe ejercer cautela, y no basar el carácter moral de todo acto médico, sólo y exclusivamente en un
utilitarismo médico, sin consideración de los principios básicos y de otros valores fundamentales.
Otra situación en que debe operar el principio de justicia, no tanto en el sentido de equidad ni bien de la mayoría,
sino que en el dar a cada uno lo que corresponde, se puede constatar en las investigaciones clínico-terapéuticas,
en las que los beneficios obtenidos sean aprovechados en primer lugar por los mismos sujetos que aceptaron
participar en ella.
El equipo médico no puede olvidar que el paciente vive en el seno de la sociedad, es miembro de una familia, está
conectado a instituciones a las que pertenece por trabajo o afiliación, y muy particularmente en la situación de
salud, está conectado a agencias de seguros, privadas o estatales. De igual modo, el médico es miembro de un
hospital o clínica, o asociación profesional, también en relación con aseguradoras; y todos están bajo las leyes de
la comunidad en que viven. No es difícil entonces percatarse que el Principio de justicia posee complicadas
ramificaciones para los trabajadores de la salud.
Hasta aquí los cuatro primeros principios del Principialismo, hay que agregar un quinto principio que suplementa
los anteriores asegurando la privacidad de las intervenciones médicas.

Confidencialidad
El Principio de Confidencialidad asegura la mantención en secreto de la información clínica, o de investigación,
preservando de este modo, la privacidad e imagen del paciente frente a extraños. El conocimiento de la
información médica está limitado al grupo de profesionales que trata directamente al paciente, pero puede ser
utilizada en caso de emergencia, por otros facultativos que puedan tener acceso a dicha información
(especialmente cuando está depositada en sistemas computacionales). Sin embargo, el paciente debe ser
informado que, además de estas excepciones a la confidencialidad, el sello del secreto puede ser quebrado por
orden legal; y en algunas legislaciones, el profesional tratante está obligado por ley a informar al sistema judicial
de ciertas conductas, sin la autorización del paciente, como son el caso del maltrato infantil, amenazas serias a
terceros o, enfermedades contagiosas serias que ponen en peligro inmediato a otras personas.
La confidencialidad del paciente ha cobrado una dimensión práctica de considerable importancia, ya no se trata
sólo de que la divulgación de los datos clínicos produzca un daño al prestigio o imagen social del paciente, ahora
esta información puede utilizarse en contra de los derechos del enfermo y de sus familiares, como ocurriría si la
información médica cayera en manos de agencias aseguradoras, o posibles empleadores.
La confidencialidad del paciente se ha hecho más difícil de proteger en esta era de computación. El material clínico
y de investigación se guarda en archivos computarizados, en micro o macrorredes de computadores que ofrecen
indudables ventajas para el servicio del paciente: documentación, comunicación e investigación médica, pero al
mismo tiempo aumentan la vulnerabilidad al robo o mal uso de la información médica.

Limitaciones de los principios básicos
Los principios enumerados son fácilmente aceptados y no generan dificultades morales importantes, ni
controversia, si se consideran aisladamente y en la sencilla situación del médico asistencial, pero hay excepciones,
como aquel en que los padres que no consienten por razones religiosas a transfusiones sanguíneas para un hijo en
estado crítico; en esta situación se presenta un claro conflicto entre el principio de beneficencia y el principio de
autonomía, en este caso ejercido por los padres del paciente. Este conflicto requiere consulta legal para ser

resuelto acorde a la legislación existente; desde el punto de vista ético, ilustra la insuficiencia de los principios
básicos tomados en sí mismos para solucionar este tipo de impase axiológico, que se dan con cierta frecuencia en
la clínica médica habitual.
En la práctica de la medicina se enfrentan situaciones que van más allá del mero restablecimiento de la salud
como son las encaminadas a satisfacer decisiones personales del paciente-cliente, no directamente relacionadas
con la recuperación de la salud propiamente tal, así son por ejemplo: los procedimientos anticonceptivos, el
aborto, la eutanasia, y otros. En este tipo de casos, los principios básicos son insuficientes para solucionar los
conflictos morales que pueden emerger-y frecuentemente- entre el equipo médico y los requerimientos del
paciente ­autonomía-, en relación a terminación o manipulación de la vida humana. En algunos países con
inclinación cultural al individualismo, se ha otorgado gran peso axiológico y legal al principio de autonomía del
paciente, el que con mucha frecuencia exige procedimientos médicos moralmente controvertidos; esta es una
fuente constante de conflictos morales y de tensiones sociales en la comunidad.
El principio de autonomía puede generar dificultades especiales, como es el caso de concebirse este principio como
un derecho absoluto de todas las personas, sin consideración a las circunstancias reales que limitan los deseos de
los individuos, muchas veces desmedidos; pero más importantemente, no se considera que todas las acciones
individuales repercuten y afectan en mayor o menor medida al resto de la comunidad, vivimos y somos parte de la
comunidad. Otro tipo de problema no relacionado al individualismo desencajado de la comunidad, se da
situaciones en que el principio de autonomía es ejercido por otra persona, al no estar el paciente en condiciones de
actuar autónomamente; se ejerce una autonomía delegada que protege los intereses del enfermo. En rigor, esta
situación no es una autonomía del paciente, sino protección putativa de sus intereses, con lo que el principio se
adultera con otras consideraciones. Esto abre camino a la argumentación, que si alguien puede hablar por el
interés de otro, no importando su estado mental, ni nivel de conciencia, ni sexo, ni nacionalidad, ni nada
particular, entonces del mismo modo se puede hablar de los intereses de los animales, con la misma pertenencia.
(8)
Como ya se ha mencionado, tampoco los principios básicos son satisfactorios para resolver los choques de
intereses y valores que se producen cuando se consideran políticas de salud; en estas situaciones se siguen
habitualmente los principios utilitarios, que no coinciden con los valores del médico basados en el principio de
beneficencia, ni con los de los pacientes que hacen uso del principio de autonomía.
El Principialismo ha sido criticado porque sus principios suelen entrar en conflictos en muchas situaciones médicas
sin poseer una estructura jerárquica que permita resolverlos, se señala que esta es una doctrina insuficiente para
fundamentar la bioética médica. Estas críticas son sin duda acertadas; pareciera que en estas situaciones
conflictivas, como la que se genera con las disposiciones administrativas utilizando criterios utilitaristas que
frustran el principio de beneficencia del médico y el principio de autonomía del paciente, derivan del considerar
cada uno de estos principios como absolutos, de modo que si no hay concordancia entre ellos se genera
necesariamente un choque. Pero en el caso mencionado, si se atienen todas las partes envueltas a las condiciones
inalienables de la realidad de los servicios médicos de contar siempre con menos recursos que los necesitados, las
disposiciones utilitaristas de la administración de salubridad se habrán de considerar perfectamente razonables; y
el médico ajustándose, como siempre lo hace, a lo que está disponible, ejercerá el principio de beneficencia lo
mejor que puede; y el paciente ejercerá su autonomía en las circunstancias que le toca inevitablemente vivir,
como también siempre lo hace. La situación humana de vivir en colectividad, con recursos limitados, genera
constante e inevitablemente una tensión entre el bien común y el bien individual; es entonces perentoria la
necesidad de lograr un equilibrio moral fino y delicado, porque cualquier inclinación hacia un extremo de esta
polaridad, ocasionaría serias repercusiones para la vida de la comunidad y sus miembros. El principialismo no
ofrece guía para estos efectos, por proponer los principios básicos operando en un vacío axiológico, cada uno de
ellos con carácter absoluto, y sin consideración a las circunstancias concretas en que se dan los actos médicos.
Según Bloch & Green (9), los principios del Principialismo son propuestos con valor prima facie, evidentes de
inmediato, término introducido por el filósofo moral inglés W. D. Ross (1930) en su libro The Right and The Good.
De acuerdo a estos autores, el juicio moral -según Ross- surge de obligaciones morales competitivas, de modo que
el concepto de prima facie, implica un valor que se impone frente a otro; esto significa que una obligación prima
facie no es absoluta, sino que cambia según las circunstancias. Para Bloch & Green estos principios caen entonces
en un terreno fronterizo entre el pragmatismo y la objetividad; podríamos decir se relativizan y pierden fuerza
directiva en el razonamiento ético, al no haber un tejido moral de base en donde los principios puedan
sustentarse, operar y jerarquizarse.

El acto médico como acto moral
Los principios revisados, aunque importantes no son, como hemos visto, suficientes para determinar la moralidad
de la totalidad de actividad médica, clínica y experimental. Tampoco lo son muchas de las normas elaboradas en

los comités éticos en el campo de la medicina, estas disposiciones no pueden cubrir la moralidad de toda la
conducta médica en la concretidad de su acción. Esta ética `normativa' médica exige el cumplimiento de normas y
formalidades, e impone límites a la acción profesional, pero su misma externalidad la torna insuficiente para guiar
la acción médica concreta, para iluminar la moralidad del acto mismo. No es infrecuente encontrar que el personal
de salud cumple con regulaciones éticas más por temor de las consecuencias legales, que por verdadero
convenciendo de su justificación y valor. Una ética de normas y de declaraciones universales de derechos humanos
tiene sólo valor coercitivo externo si no se acompañan con una genuina convicción y entrega al bien que implican
para el individuo y la comunidad.
La medicina siempre ha considerado una dimensión utilitarista del acto médico, una intervención que funcione, que
reestablezca la salud; desde esta perspectiva se trata de una técnica, de un arte de curar, de aliviar, de prevenir la
enfermedad. Si recordamos lo que la tradición aristotélica enseña, la perfección del arte radica en su objeto, el
logro de un objeto acabado; en el caso del arte de la medicina, su perfección se mide por el objeto logrado: salud,
alivio y prevención de enfermedades. (Ver: Época contemporánea: consecuencialismo y ética de las virtudes). Pero
el acto médico no puede reducirse a una simple meta utilitarista, a un mero oficio, porque, como ya hemos visto,
la enfermedad y el dolor se dan en personas con autonomía que demandan justicia y dignidad; la medicina es un
arte que se realiza, no en un material inerte enteramente a nuestra disposición, sino en un ser humano, autónomo
y digno, un arte que se ejerce considerando una relación interpersonal ­de ser humano a ser humano-, y toda
relación interpersonal está sujeta a la ética; todo acto médico es un acto moral.
El acto médico tiene entonces un fin concreto a realizar ­acto clínico-, pero involucra una particular actitud del
facultativo, más profunda y amplia, una intencionalidad que da carácter específico al acto: el hacer el bien a otro
ser humano, el empatizar con el sufrimiento del otro y ser movido a servirlo profesionalmente. Esta meta
valorativa ­ curar, aliviar- ilumina y sostiene las distintas operaciones clínicas y posibilita la aplicación balanceada
de los principios básicos; no desplaza o suplanta estos principios, sino los sostiene y orienta. En este sentido
podríamos rescatar la tradicional vocación del médico para describir esta especial condición de los practicantes de
las artes de la medicina, el estar volcado a la ayuda al otro, una vocación que se constituye en un rasgo de
carácter del profesional de la salud, que junto a los conocimientos técnicos constituye la virtud profesional. Y como
todas las virtudes, esta vocación es susceptible de ser desarrollada o de perderse por falta de práctica.
Desgraciadamente en nuestros tiempos de creciente individualismo, materialismo y tecnicismo, esta vocación se
ha reducido al mínimo, y pareciera que va en vías de extinción, para ser reemplazada por un profesional
utilitarista, diestro y técnico que requiere sólo de principios morales básicos y normas extrínsecas para ejercer su
oficio dentro del marco de la ley positiva.
Pero si nos atenemos al enfoque de que todo acto médico es un acto moral en sí, con el fin del bien del otro,
mediante nuestros conocimientos, experiencias y habilidades; actos con los cuales, además de curar, aliviar y
prevenir enfermedades, nos perfeccionamos a nosotros mismos. Con la acción médica crecemos en conocimientos
y experiencias técnicas, pero también crecemos en esa grata dimensión de ser genuinos profesionales entregados
al restablecimiento y preservación de la salud de los demás.
La realización de la actividad médica con la intención de ayudar al enfermo, propio de los fines de la medicina,
requiere de medios apropiados, y demanda las mejores circunstancias para lograr su meta. Es entonces un deber
moral para el personal de salud la adquisición de los conocimientos y del entrenamiento necesario para esas
funciones, así como es perentorio la exigencia de las mejores condiciones para su realización. Todos estos
aspectos de la actividad médica envuelven una conciencia clara y alerta que no pierda de perspectiva la intención y
finalidad de la actividad médica, así como también de la concurrencia de otras virtudes personales, como la
honradez: honradez en la adquisición de conocimientos, honradez en el diseño de una investigación y en la
publicación de los resultados, honradez en el examen clínico y en la colección de los datos en las investigaciones,
honradez en el reconocimiento de los propios límites en la habilidad profesional, honradez en la documentación
pertinente, etc. Del mismo modo, no es posible entregarse a la vocación profesional sin un auténtico respeto por el
paciente, respeto al ser humano, una disposición que en rigor no se puede imponer por regulación ni legislación
externa, sino que se debe desarrollar desde la interioridad misma del profesional.

La formación del carácter `virtuoso' del profesional de la salud ha de ser suficientemente fuerte para resistir las
inevitables y frecuentes ambiciones que se presentan al clínico y al investigador en su vida profesional, presiones
que pueden desviarlos a fijar sus metas primarias en el avance profesional, social, económico o, en una rígida
prosecución de la verdad científica, en desmedro del beneficio y seguridad de las personas envueltas en sus
actividades médicas. Las estipulaciones de los comités éticos y las disposiciones médico-legales son necesarias e
inevitables para asegurar lo mejor posible la conducta ética de los profesionales de la salud, haciendo explícitos la
aplicación de valores importantes que deben tenerse presente en el ejercicio de la actividad médica, pero no son
suficientes. La acción médica va a reposar siempre en última instancia en la conciencia moral de cada uno de los
miembros del equipo médico. Es por tanto necesario la formación de la conducta ética básica del personal sanitario
y el desarrollo de virtudes o carácter ético profesional, si queremos cubrir la totalidad de la conducta concreta del

actuar médico. Naturalmente la formación de esta conciencia moral, va mucho más allá del ámbito meramente
médico y académico, pretender que existe una ética médica o bioética médica, disociada y completamente
independiente de la moral general de los seres humanos es una tesis difícil de sostener. Desgraciadamente,
tenemos que reconocer la sociedad contemporánea ha dejado un tanto de lado este aspecto esencial de la
formación moral de sus miembros. Pero es evidente que la actividad médica no puede realizarse sin una formación
ética básica, y así vemos que muchas escuelas de medicina están incorporando programas de ética para
desarrollar y fortalecer el carácter ético de los futuros profesionales en el campo específico que les va a tocar
actuar.
Si se centra la moralidad en el acto médico, más que en principios básicos independientes y externos que deben
cumplirse, los conflictos señalados anteriormente disminuyen en su significado, porque el centro de gravedad de la
ética se desplaza a la conciencia mortal del profesional. Para el médico clínico que cumple los principios básicos
que se han hecho comunes en las recomendaciones de los distintos comités éticos y vive genuinamente su propia
convicción de realizar la meta de la medicina: la promoción de la salud, con poca frecuencia entrará en desacuerdo
moral con sus pacientes; no se generarán conflictos de conciencia entre el facultativo y su paciente. No obstante,
hay excepciones a esta situación, como ya hemos mencionado anteriormente, pacientes que rechazan
procedimientos médicos necesarios para la recuperación de la salud: transfusiones, cirugía, etc., o simplemente se
niegan a seguir adecuadamente las recomendaciones indicadas. En estos casos, aunque emerge un conflicto, el
médico ha de respetar el principio de autonomía, que otorga al enfermo la responsabilidad final en la decisión de
someterse o no a los procedimientos médicos. Este conflicto de conciencia moral sólo frustra al facultativo en sus
intenciones de bien para el otro, se abstiene de actuar, no impone; pero este desacuerdo no violenta su
consciencia, porque no comete ningún acto médico inmoral, sólo respeta la voluntad libre de toda cada persona; el
principio de beneficencia cede paso al principio de autonomía y a la dignidad de la autodeterminación. En caso de
conflictos con la autonomía delegada, como el caso en que se niega el permiso para cirugía, transfusiones o
inyectar insulina a un niño, por razones religiosas u otras, el médico se ve obligado éticamente a llevar el caso a
las autoridades legales en un intento por ayudar al paciente.
Se podría generalizar diciendo que los conflictos de valores son poco frecuentes en la práctica asistencial habitual,
pero no ocurre lo mismo en aquellos servicios médicos solicitados por pacientes y clientes concernientes a la
gestación, a la terminación y manipulación de la vida; en estas situaciones que suelen no estar conectadas con la
recuperación de la salud propiamente tal, sino que satisfacen primariamente deseos y decisiones de estos
pacientes y clientes, ocasionan frecuentes y serios conflictos de valores para los profesionales de salubridad. El
requerimiento de estas intervenciones violenta la conciencia moral de muchos profesionales, generando problemas
prácticos y político-sociales. En el terreno de la investigación en que se realizan manipulaciones con la vida
humana, el conflicto de valores adquiere un claro perfil social, y nutrida controversia pública. El conflicto de
valores emerge por incongruencias axiológicas con respecto al respeto por la vida y su intrínseca dignidad, valores
que son considerados por muchos trabajadores de la salud, y grandes secciones de la sociedad, como
fundamentales de su íntima conciencia moral.

Consenso
Una manera pragmática que se ha propuesto para resolver las discordias de valores es recurrir al diálogo para
lograr un acuerdo racional que incluya todas las partes en conflicto: el paciente, el médico, el sistema asistencial,
la sociedad, etc. Generar una ética intersubjetiva, supuestamente racional y producto del diálogo. La verdad es
que este sistema que parece tan práctico y sensato, el único acuerdo que logra es el no estar de acuerdo, ya que
los valores fundamentales en juego de una sociedad pluralista son expresión de profundas convicciones de los
individuos; el factor común de las distintas posturas éticas es con frecuencia marginal. La solución democrática de
votar para tomar decisiones consensuadas sobre los temas polémicos, sólo logra la imposición de la mayoría, pero
no ofrece ningún criterio para resolver las desavenencias axiológicas. (10, 11) La única forma de lograr un
consenso funcional dependerá de un incansable explorar y maximizar la zona de coincidencias de valores, dejando
alguna flexibilidad aceptable para las discrepancias; pensar que un mero "diálogo racional" será capaz de zanjar
las profundas diferencias de la sociedades multiculturales del mundo actual, puede resultar ilusorio. Es oportuno
recordar que las comunidades culturales son desarrollos orgánicos con fundamentos éticos que sostienen su
estructura, de modo que los fundamentos de algunos grupos culturales pueden ser incompatibles con valores de
nuestra cultura.
El médico que no coincide con las disposiciones éticas y normas legales, tiene la posibilidad de referir a su paciente
a otros facultativos para la satisfacción de sus decisiones, y puede también orientar su práctica en el sentido que
corresponda a sus concepciones morales. Un problema más serio se suscita cuando el facultativo sufre
imposiciones legales en su práctica habitual contrarias a su actuar ético, sus alternativas para el ejercicio
profesional se reducen, aunque no desaparecen totalmente. Una solución a esta situación es respetar la objeción
de conciencia, que posibilita al equipo profesional abstenerse de efectuar procedimientos médicos que son
contrarios a los valores fundamentales, desgraciadamente en algunas comunidades este derecho se oblitera por el

dominio reduccionista ideológico de políticas que amenazan corromper la democracia misma, y triturar el
pluralismo de hecho que existe en las sociedades contemporáneas.

Valores fundamentales
En la sociedad contemporánea se encuentran diversas doctrinas éticas, todas enfatizan algún aspecto central para
organizar y entender la conducta moral humana. Todas entonces están referidas al hombre y su conducta, es el
hombre el que en última instancia está en la mira de las tesis éticas, y no puede ser de otra manera, porque en la
conducta voluntaria ­fin del estudio ético- se va realizando el hombre en su existencia. Ética y existencia están
íntimamente relacionadas, por lo que el estudio del hombre que existe, que vive, es fundamental para entender y
basar solidamente cualquier doctrina ética. Toda ética está basada directa o indirectamente en una concepción del
hombre, en una antropología filosófica.
El hombre es una persona, un ser que se va haciendo en su existencia, dotado de increíbles cualidades
intelectuales y emocionales, un ser cuyo origen y destino se hunden en el misterio. En medio de la inmensidad del
Universo, el hombre se destaca como el centro que toma consciencia de todo lo existente, es en el ser humano
donde cobra vigencia el Universo todo. Es en el hombre donde se da la búsqueda de la verdad más allá de lo
inmediatamente dado, y es en el hombre donde se busca el sentido del amor y del vivir. No es de extrañar
entonces que se considere al hombre con una dignidad especial, reconocida por filósofos y, muy particularmente,
por la tradición judeocristiana: el hombre creado por Dios, a su imagen y semejanza. La filosofía que estudia al
hombre considerando su unicidad, su dignidad y vida como inviolables, es el Personalismo. No importan las
diferencias individuales, es la persona concreta que vive y se realiza en libertad, de una forma irrepetible y única,
la que constituye el centro de esta filosofía.
El Personalismo coloca el valor de la vida humana, desde su concepción hasta la muerte, como un valor máximo,
inviolable y normativo para la ética, especialmente la bioética médica que regula la moralidad de todos los
procedimientos biológicos concernientes al ser humano (médicos y de disciplinas afines). De esta manera, el
personalismo coloca en la base y fundamento moral de toda operación médica, el respeto de la vida humana y de
la dignidad de la persona. Los principios básicos mencionados más arriba, cobran con este fundamento valorativo,
un sentido y estructura que los centra en la protección de la persona concreta, sujeto de la acción médica. El
personalismo enfatiza la necesidad de colocar la bioética médica en relación a otros territorios de la ética como son
los Derechos Humanos, la Preservación del Ambiente, la protección del desvalido, etc., porque, como ya hemos
mencionado, el médico y el paciente son partes de la comunidad; el actuar médico no ocurre en el vacío social.
Difícilmente se encontrará un pensador o filósofo que no esté de acuerdo con la centralidad de la persona y de la
vida humana en la ética, pero este acuerdo general, no termina con los problemas y conflictos. Porque se dice, por
importante que sea la vida, no constituye el valor absoluto, así, se da la vida por la patria o, se arriesga la propia,
y se muere por salvar a otra persona; pero en estos casos se da la vida por la vida de los demás. También se
argumenta que no hay acuerdo si la vida es digna de ser vivida cuando las funciones cerebrales han cesado
definitivamente de operar, para justificar la eutanasia, ni tampoco hay acuerdo cuando comienza un embrión a ser
persona humana- aún cuando la continuidad biológica se inicia en la concepción-, para justificar el aborto; pero en
estos casos otros valores se anteponen al de la vida, valores que dudosamente pueden considerarse que
sobrepasan en jerarquía a la vida, en la que cobran sentido tales valores.
La protección de la vida y su dignidad, como principio fundamental de la ética, previene abrir compuertas a la
muerte en manos de los hombres, que por muy buenas intenciones que tengan, puede llevar imperceptiblemente a
un descalabro de terroríficas proporciones. La imperfección del hombre no es teórica, es un hecho evidente.

Principio de proporcionalidad terapéutica
La verdad es que aún teniendo los principios básicos y los valores fundamentales como parte del bagaje moral del
profesional, las situaciones extremas que se presentan con la medicina contemporánea enfrentan al médico a
complicados dilemas morales. Un área de especial interés en este sentido es el relacionado con el paciente
críticamente enfermo o terminal, aquí las acciones médicas pueden pecar de ser exageradas y caer en la llamada
"medicalización de la muerte" o, en ser limitadas o defectuosas e incurrir en la "eutanasia pasiva". Los recursos
técnicos disponibles al médico son numerosos, usualmente muy costosos, y no todos los pacientes en estado
crítico se van a beneficiar con estas medidas. De modo que se hace necesaria una guía para encaminar la acción
profesional en estas situaciones en que confluyen problemas clínicos, económicos, políticos y éticos. (12)
La tradición judeocristiana ha propuesto para estas situaciones el Principio de proporcionalidad terapéutica para
ser usado en estrecha relación a los valores fundamentales y los principios éticos básicos, y con una gran

conciencia moral, prudencia y análisis clínico. La proporcionalidad de este principio se refiere a la proporcionalidad
debida entre los medios terapéuticos empleados y el resultado previsible. De modo que aquellas medidas no
proporcionales, no son moralmente obligatorias. Este proporcionalismo ha de estar firmemente basado en los
valores fundamentales de respeto a la vida y a la dignidad humana, para evitar caer en un simple cálculo de
probabilidades ­más si se consideran factores económicos y políticos- que atropellen dichos valores.
Este principio de proporcionalidad es en verdad una ayuda para el médico tratante en estas situaciones críticas,
señala los elementos que deben considerarse en las decisiones y la necesidad de utilizar una proporcionalidad,
pero hay que reconocer que en última instancia, el médico tendrá que tomar las decisiones, junto con el paciente,
su familia o su representante legal. No hay una fórmula precisa y única que se pueda aplicar a todos los casos
clínicos, todos son diferentes, y en todos existe una incertidumbre menor o mayor, acerca del pronóstico, y de las
posibilidades de las respuestas terapéuticas.

Análisis de costo y beneficio
El principio de proporcionalidad terapéutica no debe confundirse con el "análisis de costo y beneficio" a que se
someten algunos procedimientos médicos, particularmente los onerosos, aunque estos principios tienen un área
fronteriza, el principio de proporcionalidad terapéutica es más amplio y centrado en el paciente.
El análisis de costo y beneficio recomienda utilizar un procedimiento médico, si el margen de beneficio en salud es
igual o mayor que el margen de costo monetario. Se critica este análisis señalando que no se puede comparar el
valor de la salud con el valor del dinero; pero se señala en su defensa, que este tipo de decisiones se enfrentan
corrientemente en la vida habitual, como es el caso de la disyuntiva entre seguridad (salud) y coste, cuando se
compra un automóvil: un auto más grande y firme es más seguro, pero cuesta más.
Este análisis de costo y beneficio presenta dificultades, la primera es a quién le corresponde hacerlo, y quién debe
tomar la decisión. Obviamente el paciente no puede realizarlo, ya que se trata de un tema especializado; es más
apropiado que lo haga el médico y lo discuta con el paciente, sobretodo si este es responsable del gasto; si no le
corresponde pagar, esta consulta no tiene sentido, porque no se establece un conflicto de intereses, asumimos que
el objetivo del paciente es mejorar, y no se trata de su dinero. De acuerdo a los puristas, este análisis debe
realizarlo el que tenga la doble responsabilidad: la salud y el dinero.
Entonces tampoco es el médico tratante el más indicado de tomar la decisión, puesto que éste opera con el
principio de beneficencia, ayudar al paciente a recuperar la salud, y estará inclinado a usar cualquier
procedimiento -que no dañe al enfermo-, sin consideración a su costo. De esta manera la ejecución de este
análisis se desplaza un peldaño más arriba, a los administradores de salud. Hoy en día los administradores de
salud y de los presupuestos sanitarios no son médicos, son tecnócratas que pueden realizar el estudio de costo con
propiedad, y operan con un criterio colectivista utilitarista en la distribución de los recursos. Incluso se ha hablado
de la elaboración de pautas computarizadas para establecer criterios para el uso de estos procedimientos
onerosos, de modo que la decisión del médico se limitaría a aplicar las pautas correspondientes. En la práctica,
esos recursos serán utilizados sólo en cuanto estén disponibles, ya sea por el poder económico del paciente, u
otras circunstancias (centros universitarios o especializados, militares, etc.); la disponibilidad de estos recursos
médicos, para la mayoría de los pacientes y sus médicos, serán parte de la realidad concreta con la que deben
contar en sus decisiones ético-clínicas. (13)
Pero esta idea de análisis de costo, no se ha reducido a los procedimientos particularmente onerosos de los
servicios médicos, el concepto se ha extendido a los servicios médicos en general, en la medicina corporativizada,
pero también en el sector público de la sociedad actual. Esta idea de eficiencia económica favorece el uso de
recursos más baratos, y mide el beneficio en criterios de duración del tratamiento y costo. En otras palabras, el
criterio de evaluación de los servicios de salud ignora los principios básicos de la bioética médica para
reemplazarlos por un criterio meramente mercantil, con el agravante que estas compañías pueden incentivar
económicamente a los médicos para participar en estos contratos. Se trata de un serio conflicto de intereses que
requiere reflexión y acción por parte de los médicos envueltos, y de la medicina organizada. (14:5-6)

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14. Trucco B, Marcelo (2004). Ética y calidad en la atención médica y psiquiátrica. Revista chilena de neuropsiquiatría, 42(2): 81-87

Nota. Las traducciones del inglés han sido realizadas por el autor.

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