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El duelo en los niños
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Autor/autores: Lourdes Sipos Gálvez* y Carmen Solano Sanz**.
,Artículo,Depresión,
Artículo revisado por nuestra redacción
EL DUELO EN LOS NIÑOSEl concepto de duelo alude a la reacción a la pérdida de una persona amada (1) y al proceso mental y emocional de elaboración psicológica de la pérdida (2).Durante años en la mayoría de los autores ha existido una tendencia a minimizar el impacto que la muerte puede tener en la infancia, por la menor capacidad de comprensión y la inmadurez de los procesos psicológico...
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EL DUELO EN LOS NIÑOS
El concepto de duelo alude a la reacción a la pérdida de una persona amada (1) y al proceso mental y emocional de elaboración psicológica de la pérdida (2).
Durante años en la mayoría de los autores ha existido una tendencia a minimizar el impacto que la muerte puede tener en la infancia, por la menor capacidad de comprensión y la inmadurez de los procesos psicológicos de los niños. Desde los años 60, y a partir de la experiencia clínica y la aparición de los primeros estudios sobre las situaciones de duelo en la infancia y adolescencia, comienza a cambiar este concepto, y se acepta que los niños, incluso muy pequeños, pueden tener reacciones de ansiedad, miedo y depresión ante la pérdida de un ser querido y que se puede ayudar a los niños a partir de los 2 ó 3 años en un proceso de duelo (3).
La maduración del ser humano (desde la simbiosis hasta la individualización) pasa a través de la elaboración de pérdidas y separaciones sucesivas. Todo lo que nos deja y todo lo que necesariamente tenemos que dejar en el camino significa, simboliza y apunta a la muerte (2).
La muerte forma parte de la infancia y la adolescencia, tal como se pone de manifiesto a través de juegos, cuentos y canciones infantiles. Los medios de comunicación proporcionan a los niños imágenes directas de la muerte de personas en circunstancias diversas (accidentes, atentados, crímenes, guerras, enfermedades). En ocasiones tienen que enfrentarse a la muerte de un ser querido en su familia o en la de amigos. Todo lo anterior indica que los niños y adolescentes no viven ajenos a la muerte y que se sienten influidos por ella, pudiendo experimentar sentimientos y emociones diversas (4).
La idea de la muerte en los niños
Diversos autores (Nagy, 1948; Anthony, 1971; Koocher,1973; Kane,1979) en (4) han intentado precisar cómo piensa y reacciona el niño ante la muerte y cuál es la evolución hasta comprender el fenómeno. Kane (1979) y Koocher (1973) en (4) han constatado que en el niño la noción de muerte sigue un desarrollo progresivo, ligado a la evolución intelectual e influido por el ambiente sociocultural que le rodea. La idea de muerte pasa de lo concreto a lo abstracto, de lo particular a lo general hasta adquirir el carácter de un fenómeno universal, inevitable e irreversible.
Resumiendo las aportaciones de estos y otros autores (2) (4) (5) (6) podemos esquematizar esta evolución:
- En los niños menores de 3 años no existe un concepto de la muerte debido a las limitaciones en la percepción del tiempo y el espacio, que condicionan la incapacidad para distinguir ausencias cortas de definitivas. A esta edad la muerte equivale a la separación en un sentido concreto, desde la percepción de que falta algo o alguien. Así, la separación es vivida como un abandono y representa una amenaza a la seguridad. En los niños muy pequeños (hasta de un año) el problema se plantea incluso en términos de supervivencia física.
- Entre los 3 y los 5 años la vida y la muerte aparecen como procesos intercambiables y reversibles, aunque el niño es capaz de percibir la diferencia entre estar vivo y estar muerto.
- Entre los 6 y los 9 años la muerte se personifica y aparece como algo externo y con causas determinadas que puede afectar a ciertas personas (ancianos, enfermos) aunque al niño le resulta difícil imaginar su muerte o la de sus padres. El miedo y la ansiedad ante la muerte ya pueden ser expresadas a través del lenguaje verbal.
- A partir de los 9 años la muerte es considerada un hecho biológico y adquiere las características de universalidad, inevitabilidad e irreversibilidad. Aparecen sentimientos de fragilidad y mortalidad del yo y preocupaciones sociales: qué pasaría si mis padres murieran; quién cuidaría de mí; qué podría hacer yo.
- En la adolescencia la noción de muerte es ya igual a la de adulto. Pero el adolescente siente la necesidad de crear su propia filosofía de la vida y, en consecuencia, de cambiar su actitud hacia la muerte. Quiere comprender lo que la muerte significa para él y para su vida futura. Además el conocimiento de este fenómeno deriva en un mayor interés y preocupación por la inmortalidad.
La ansiedad ante la muerte puede conducir a una mayor valoración de su vida y al intento de conseguir logros reales y consistentes. Pero si ese miedo le angustia y obsesiona puede provocar conductas agresivas e inadaptadas (consumo de drogas, actividades peligrosas, conducción temeraria) en un intento de negación de esa realidad.
Orbach et al. (1985, 1994) en (4) examinan los aspectos emocionales y destacan que la ansiedad puede ser una variable moduladora importante en la adquisición del concepto de muerte. Pfeffer (1985) en (4) afirma que un nivel elevado de ansiedad interfiere en la comprensión de la muerte, aún habiendo alcanzado el nivel de desarrollo cognitivo imprescindible para ello.
Por su parte Cobo (2) considera que una experiencia de muerte en edades tempranas supone una interferencia en el proceso de razonamiento del niño, de modo que el pensamiento mágico que impera a estas edades entra en colisión con una vivencia real, muy profunda, que fuerza la inteligencia en el sentido de una precoz adquisición de la noción de irreversibilidad.
La menor comprensión del niño sobre las cuestiones de la vida y la muerte puede condicionar interpretaciones erróneas sobre lo que observa y oye, y falsas inferencias en torno a la información que recibe. Además, la mayor parte de los adultos han aprendido que pueden sobrevivir sin la presencia más o menos continuada de una figura de apego, mientras que los niños no tienen esa experiencia. Por otra parte, el adulto en situación de duelo puede buscar ayuda y consuelo en diferentes personas, pero es más raro que un niño pueda hacerlo (7).
Y esto ocurre precisamente en una etapa de la vida en la que, por la necesidad de cuidados y la dependencia en las relaciones, la pérdida de un ser querido supone un impacto de especial relevancia (3).
Consecuencias de la muerte de uno de los padres
El estudio sistemático del impacto que produce la pérdida de un ser querido durante la infancia es reciente. La escasez de investigaciones y las limitaciones metodológicas de las existentes limitan la generalización de los resultados y las aplicaciones clínicas. No obstante, podemos extraer datos de interés sobre las consecuencias a corto y largo plazo que la muerte de uno de los padres tiene en el desarrollo infantil.
Bowlby (8) describió la secuencia de reacciones en los niños pequeños ante la separación de su madre, denominadas de protesta, desesperación y desapego. Kranzler, Shaffer, Wasserman y Davies (1990) en (9) concluyen que los niños en edad preescolar (entre 3 y 6 años) tienen capacidad para padecer un intenso malestar como consecuencia de la pérdida de un ser querido, expresando mayores sentimientos de depresión, ansiedad y, en el caso de los varones, más trastornos de conducta que los niños del grupo control.
En los estudios de Elizur y Kaffman (1982;1983) en (9) y (10) con una muestra de 25 preadolescentes en un kibbutz de Israel, se constató que la mayoría manifestaban intensas reacciones de pena, con llanto y tristeza prolongados, así como trastornos en el sueño, aislamiento e inquietud. El seguimiento a los 18 y 42 meses puso de manifiesto la existencia de importantes niveles de trastornos emocionales y conductuales en los niños, que fluctuaban a lo largo del tiempo. Esto ocurría pese a que las características propias de los kibbutzs aseguraban un soporte económico y social adecuado.
Van Eerdewegh, Bieri, Parrilla y Clayton (1982;1985) en (9) y (10) realizaron un estudio de un año de duración con 105 niños de edades comprendidas entre los 2 y los 17 años. Un mes después de la muerte de uno de los padres señalan la presencia de disforia, aislamiento social, rabietas y trastornos en el sueño. Estos síntomas habían disminuido a los 13 meses pero se observaba la existencia de enuresis nocturna en los más pequeños y una caída significativa del rendimiento escolar en los más mayores. Los chicos adolescentes mostraban signos de depresión, ansiedad somática y problemas de conducta en el colegio.
Gregory (1965) en (9) encontró una alta incidencia de conductas delictivas en adolescentes que habían perdido a uno de los padres comparados con un grupo control.
Otros autores (Sood, Weller, Weller, Fristad y Moye, 1987; Fristad, Gallerston-Jedel, Weller y Weller, 1988; Sánchez, Fristad, Weller y Weller, 1989; Guthrie, Weller, Fristad y Weller, 1991) en (9) valoraron diversos síntomas en niños en duelo: ansiedad, depresión, quejas somáticas, relación con los amigos, autoestima y rendimiento escolar. Entre sus resultados cabe destacar la correlación en la sintomatología de los niños y los padres (que actuaban como informantes) y, en especial, que los datos obtenidos directamente de los niños mostraban mayor incidencia de trastorno que los derivados de la información proporcionada por los padres. Constatando una vez más un fenómeno demostrado reiteradamente en estudios sobre psicopatología infantil: que los niños tienden a informar de más síntomas emocionales, mientras que los adultos informan de más síntomas externos (11). En el caso de duelo, este hallazgo puede deberse en nuestra opinión a que la capacidad de los niños para permanecer en un estado de pena se incrementa gradualmente con la edad y la maduración (10), lo que puede distorsionar la percepción de los adultos sobre el grado de afectación del niño. Con frecuencia los niños en duelo son capaces de conservar su autoestima y de disfrutar en situaciones agradables (12), lo que puede contribuir a la percepción distorsionada por parte del padre que sobrevive.
Todo lo anterior indica que el duelo en los niños sigue un curso paralelo al de los adultos en el que tras una reacción inicial emocionalmente intensa se desarrolla un proceso de adaptación que culminará, cuando el duelo se resuelve favorablemente, en la fase de restitución, es decir, cuando la persona en duelo puede volver a colocar sus emociones en la vida y en los vivos (13).
Pese al paralelismo señalado, las características específicas de la infancia determinan algunas diferencias en este proceso de duelo.
La susceptibilidad de los niños a la pérdida y el estilo de respuesta ante esta situación varían con el nivel de desarrollo cognitivo y psicosocial, el estado emocional y las experiencias específicas (14).
Consecuencias de la muerte de uno de los padres a largo plazo (en la vida adulta)
Los resultados de los estudios que han intentado determinar los efectos a largo plazo (en la vida adulta) del duelo vivido en la infancia son diversos y con frecuencia contradictorios. En su clásico trabajo Duelo y Melancolía, Freud planteó que las múltiples analogías del cuadro general de la melancolía con el del duelo justifica un estudio paralelo de ambos estados. Diversas investigaciones (15) señalan la mayor probabilidad de desarrollo de trastornos psiquiátricos, especialmente la depresión, en personas que experimentaron la pérdida de uno de los padres durante la infancia.
Brown y Harris (14), afirman que la pérdida temprana de un progenitor incrementa la vulnerabilidad a pérdidas posteriores. Bowlby (7) recoge los datos obtenidos de varios estudios y señala que aquellos pacientes psiquiátricos adultos que habían sufrido una pérdida en la infancia presentaban con mayor frecuencia un apego de tipo ansioso, ideación suicida y trastornos depresivos graves, algunos clasificados como psicóticos.
Sin embargo, la mayor parte de estos estudios están realizados de forma retrospectiva y sobre muestras de pacientes psiquiátricos y ofrecen una información imprecisa en la que además, por las características de la muestra, hay que tener en cuenta la posibilidad de distorsiones cognitivas (Akiskal y Weller, 1989), en (9).
Entre los escasos estudios prospectivos, cabe señalar los de Markusen y Fulton (1971) y Bendiksen y Fulton (1976) en (9). Ambos realizaron el seguimiento de un mismo grupo de adolescentes que habían perdido a uno de los padres y que habían sido previamente estudiados por Gregory (1965) en (9). En el primero de estos trabajos, realizado cuando los afectados habían cumplido veinte años, encontraron que los chicos del grupo de duelo solían tener mayor frecuencia de problemas legales que los del grupo control. El estudio realizado en torno a los treinta años de edad puso de manifiesto una mayor incidencia de enfermedades físicas y distress emocional en el grupo que había sufrido la pérdida de un progenitor, pero a esta edad ya no había diferencia en cuanto a los problemas con la ley.
Breier et al. (1978) en (9), realizaron una investigación sobre el impacto de la pérdida de uno de los padres en la infancia y su repercusión en la psicopatología de la vida adulta. Estudiaron también los factores que podían intervenir en el desarrollo de esta psicopatología. Para ello entrevistaron a 90 sujetos que habían experimentado una pérdida parental (por muerte o separación) entre los dos y los diecinueve años. De estos sujetos, el 77% había presentado algún trastorno psiquiátrico, fundamentalmente depresión mayor, a lo largo de su vida. Sin embargo, todos, excepto cuatro, se encontraban bien cuando se realizó la entrevista.
Crook y Elliot (1980) en (14), afirman que el nexo estadístico entre la pérdida en la niñez y la depresión en el adulto es débil e inconsistente.
Por tanto, podemos concluir, que pese a que la ruptura del vínculo es una poderosa fuente de angustia para el niño (14), y en consecuencia, la muerte de un progenitor supone uno de los mayores estresores a los que un niño debe enfrentarse (10), sería un error afirmar que la pérdida de uno de los padres en la infancia o adolescencia conduce irremisiblemente al padecimiento de un trastorno psiquiátrico en edades posteriores, y por esto es importante determinar los factores que pueden influir en esa predisposición (7).
La mayor parte de los autores coincide en que en los niños los efectos a largo plazo de la muerte de uno de los progenitores están relacionados con las situaciones posteriores a la pérdida más que con la pérdida en sí misma (15).
Factores mediadores en el proceso de adaptación a la pérdida
Worden (16) plantea un amplio y sistemático estudio sobre la situación de duelo en la infancia y los diversos factores involucrados en la resolución, adecuada o no, de esta situación. Los resultados de este estudio atribuyen un importante papel al contexto familiar y particularmente al funcionamiento del padre que sobrevive en su ajuste con los niños.
Este autor define seis categorías como factores mediadores en el proceso de adaptación a la pérdida, según su definición de duelo:
1. Las circunstancias de la muerte y los rituales en torno a ella.
2. La relación previa del niño con el padre fallecido.
3. La función del padre que sobrevive y su capacidad para ejercer las funciones parentales.
4. Las características de la familia, tales como tamaño, estructura, competencia en el cuidado de los niños, pautas de comunicación... Incluye la existencia de estresores en la familia.
5. Apoyo de compañeros y otras personas fuera de la familia.
6. Características del niño: edad, sexo, temperamento, desarrollo cognitivo...
Estas categorías recogen aspectos parcialmente señalados por otros autores. Así, Rutter (14) afirma que la enfermedad física crónica que con frecuencia precede a la muerte es en sí misma, un factor asociado con la perturbación psíquica infantil. Bachar et al. en (17) estudian los distintos efectos en el duelo de adolescentes israelíes en relación a las circunstancias (guerra versus accidente) en que se produjo la muerte de los padres.
De nuevo Rutter (14) considera que la pena prolongada en el progenitor que sobrevive puede afectar a la adaptación del niño. Bowlby (7) señala que gran parte de los efectos de la pérdida de un padre en los niños depende de los efectos que esa pérdida tiene en el padre no fallecido.
Algunos autores (Gregory, 1965, Rutter, 1966) en (14) han encontrado que los efectos nocivos eran mayores cuando se trataba de la muerte del progenitor del mismo sexo. Sin embargo, este hallazgo no ha sido confirmado en otros estudios.
Sí aparece como significativo el deterioro económico y social que sigue con frecuencia a la muerte del progenitor masculino, y que puede determinar importantes influencias adversas en el niño (12) y (14). Así mismo la pérdida del padre es peor en la medida en que las madres viudas contraen nuevo matrimonio con menor frecuencia que los padres, quienes además suelen contar con la ayuda y el apoyo de otras personas (12), lo que permite al niño reforzar y ampliar su espectro relacional y encontrar nuevas figuras significativas. Esto coincide con las observaciones de Rutter (14) en el sentido de que en momentos de tensión, la presencia de relaciones adecuadas y de fuentes fácilmente accesibles de apoyo emocional desempeñan un papel protector.
Entre las características del niño que se consideran importantes en la modificación de las respuestas a la deprivación (no necesariamente muerte) figuran el sexo y el temperamento. Los varones resultan más vulnerables a todo tipo de tensiones y riesgos físicos, y esto puede aplicarse también a las tensiones psicosociales. En cuanto a los rasgos temperamentales, diversos estudios han mostrado el efecto protector de un nivel intelectual alto y un rendimiento escolar superior al promedio, así como una autoestima elevada y características como la afectividad, docilidad y flexibilidad (14).
Nos hemos referido con anterioridad a la importancia de la edad y el desarrollo cognitivo en la capacidad de comprensión del fenómeno de la muerte. Parece existir un período crítico, entre los diez y catorce años, en el que se produce un mayor sufrimiento en los niños ante la muerte de uno de sus padres, y que puede representar un precursor de cronicidad y/o un factor de riesgo para padecer un trastorno depresivo en la edad adulta si con posterioridad se añaden nuevos estresores (10). Bowlby (1980) en (14) formula una hipótesis para explicar por qué algunos niños se sensibilizan por una pérdida temprana, mientras que esto no sucede en otros. Sugiere la importancia del curso adoptado por la pena tras la pérdida en la niñez. Así mismo considera influyente el esquema de las relaciones familiares, tanto antes como después del suceso.
En sus observaciones sobre la delincuencia adolescente, Rutter (14) indica que la discordia y la falta de armonía en las relaciones familiares pueden empujar a los niños hacia el desarrollo de una conducta antisocial, con más fuerza que el hecho de la pérdida en sí misma. En el mismo sentido, el estudio realizado por Bragado, Bersabé y Carrasco (11) concluye que, según la información ofrecida por los niños, la preocupación del niño por la muerte de un ser querido, el maltrato físico y un contexto familiar donde abundan las discusiones son los sucesos que mejor predicen los trastornos conductuales
En su obra Children and grief Worden (16) presenta una investigación que intenta responder a la pregunta de si los niños en duelo por la muerte de uno de los padres presentan mayor riesgo de padecer trastornos emocionales y/o conductuales que los niños que no sufren esta pérdida, así como determinar el momento en que se produce este riesgo.
El hallazgo más significativo fue que, al año de la muerte, la comparación entre el grupo de niños en duelo y el grupo control era escasamente significativa, pero que las diferencias adquirían significación cuando la evaluación se realizaba a los dos años de la pérdida parental. Este resultado sugiere que hay un efecto tardío del duelo para una minoría significativa de niños en edad escolar y resalta la importancia de que el seguimiento, tanto clínico como en investigación, abarque un periodo de tiempo de al menos los dos años referidos en su estudio.
Los factores de riesgo significativos detectados por Worden (16) se refieren tanto al niño como a la familia y coinciden con los mencionados por otros autores . Su aportación fue determinar cómo la importancia de los diversos factores variaba a lo largo del tiempo: a los cuatro meses, al año y a los dos años del fallecimiento.
Evaluación y modelos de intervención
Se considera que el duelo no complicado forma parte de la experiencia humana, y por tanto no requiere necesariamente una intervención profesional. De hecho Freud (1) opinaba que dicha intervención podía incluso ser perjudicial. Furman (3), por su parte, afirma que quienes mejor pueden ayudar a un niño en su proceso de duelo son los propios padres, y que cualquier intervención debe ser realizada con y a través de ellos, indicándoles el papel que deben desempeñar, y explorando con ellos cuál es la mejor forma de hacerlo. A pesar de las dificultades que puedan encontrar los padres (sumidos a su vez en su propio duelo) en esta tarea, su ayuda a los hijos es preferible a la de un terapeuta, ya que permite al niño mantener una comunicación más profunda con ellos, al tiempo que la manera en que los adultos próximos afrontan y le comunican los hechos ejerce un efecto tranquilizador, pese a las dificultades y errores que puedan presentarse.
Worden (13) y (16) define cuatro tareas del duelo, entendido como un proceso de adaptación a la pérdida de un ser querido. Considera que estas tareas, inicialmente definidas en relación a los adultos, son aplicables a los niños, teniendo en cuenta el nivel de desarrollo cognitivo, emocional y social. Furman (3) considera que un niño será capaz de elaborar el duelo si el padre que sobrevive ejerce una función sustitutoria de aquellas funciones que el niño no ha desarrollado todavía.
Estas cuatro tareas del duelo son:
1. Aceptar la realidad de la pérdida.
Aunque la muerte sea esperada puede existir una sensación, en algún sentido, de que no es verdad. Como consecuencia puede aparecer una conducta de búsqueda que, por su fracaso, contribuirá a la aceptación de que el reencuentro es imposible. Pueden producirse también intentos de negar la realidad de la pérdida o su significado. La aceptación de la pérdida lleva tiempo e implica un proceso no sólo intelectual sino también emocional, pudiendo alternarse la certeza y la incredulidad sobre lo acontecido.
Los rituales tradicionales ayudan a muchas personas a aceptar la pérdida. Los sueños con el fallecido, como si estuviera vivo, producen un efecto de validación de la realidad de la muerte al despertar.
Los niños, para poder aceptar esta realidad, tienen que haber desarrollado las abstracciones cognitivas de finalidad e irreversibilidad, lo que, según la teoría de Piaget, se consigue cuando el niño tiene un pensamiento operacional.
2. Trabajar las emociones y el dolor de la pérdida.
El dolor inicial y la amplia variedad de emociones asociadas a la pérdida deben ser reconocidos, expresados y elaborados sin intentar suprimirlos o negarlos. De lo contrario, puede prolongarse el curso del duelo o manifestarse en forma de síntomas psíquicos, físicos o conductas disfuncionales.
Las emociones que experimentan los niños son similares a las de los adultos: tristeza, enfado, culpa, ansiedad... La capacidad de un niño para procesar el dolor de la pérdida está influida por su observación de la manera en que el adulto experimenta este proceso.
Los niños entre cinco y siete años aparecen como un grupo especialmente vulnerable, ya que su desarrollo cognitivo les permite comprender algunas características de la muerte pero carecen de habilidades personales y sociales que les permitan enfrentarse con éxito a la intensidad de los sentimientos de pérdida. Además, el pensamiento mágico de un niño de cuatro o cinco años le puede llevar a considerar que él ha desempeñado algún papel e incluso ha sido la causa de la muerte.
3. Adaptarse a un medio en el que el fallecido está ausente.
Puede significar cosas diferentes dependiendo de cada persona en particular, los roles que desempeñaba el fallecido en la vida del niño y de la familia, las relaciones previas... Cuanto menor sea la edad del niño más dificultades va a encontrar para lograr esta adaptación por su menor desarrollo de las habilidades para la resolución de problemas.
Silverman (1989) en (16) señala que en la medida en que el niño madura, y en especial al llegar a la adolescencia, entiende y se plantea de una forma nueva lo que ha perdido con la muerte de uno de sus padres.
El malestar y la tristeza que siguen a la pérdida pueden ser revividos en distintos momentos de la vida, especialmente con acontecimientos vitales significativos que reactivan dicha pérdida.
Cobo (2) plantea que la existencia del duelo tardío es una realidad clínica: hay vivencias que solo pueden elaborarse con posterioridad en la medida que solamente después pueden alcanzar profundidad vivencial. Así, un niño pequeño experimentó en su momento separaciones y carencias sin poder elaborarlas ni expresarlas más que en un nivel comportamental. Pero más tarde, ante nuevas experiencias traumáticas o nuevas pérdidas, volverá a replantearse de forma más madura los antiguos duelos, en otros registros y con otras perspectivas. Por tanto más que hablar de duelos tardíos sería correcto hablar de reelaboración de duelos, de duelos reconstruidos.
4. Recolocar emocionalmente al fallecido y continuar viviendo.
Podría decirse que el duelo acaba cuando ya no es preciso reactivar el recuerdo del fallecido con una intensidad exagerada en el transcurso de la vida diaria. Y cuando es posible volver a colocar las emociones en la vida y en los vivos, reestableciendo actividades y relaciones previas o desarrollando otras nuevas.
La realización de estas tareas puede plantear dificultades en las que un asesoramiento profesional puede ser útil, tal y como se mencionó con anterioridad.
Worden (13) considera necesaria una evaluación de la familia en tres áreas para detectar y definir las dificultades que pueden aparecer y ofrecer orientación para resolverlas:
- Papel que desempeñaba el fallecido en la familia: si el grupo familiar se ve privado de alguien que desempeñaba un rol importante (sustento económico, proveedor de cuidados) se produce un gran malestar en el equilibrio funcional y es preciso buscar figuras sustitutorias.
El efecto de la pérdida de uno de los padres será mayor cuanto menor sea la edad de los hijos.
- Integración emocional: una familia poco integrada puede mostrar reacciones mínimas en el momento de la muerte, pero la falta de apoyo y ayuda mutuas pueden provocar que, pasado algún tiempo, alguno de sus miembros manifieste síntomas físicos y/o emocionales.
- Expresión emocional: considerando cómo la familia facilita o dificulta dicha expresión, básica en la elaboración del duelo.
En opinión de Bowlby (7) es habitual que después de una pérdida los niños manifiesten ansiedad y estallidos de cólera. La ansiedad se debe a que el niño puede temer sufrir una nueva pérdida, lo que le hace más sensible a toda separación de la figura que desempeña las funciones de maternaje. Algunos niños se ponen furiosos por el mismo hecho de la pérdida. Es importante que el padre que sobrevive entienda que los estallidos de ira de su hijo se deben a la ausencia del fallecido y no culpabilice al niño al considerar irrazonables sus enfados o atribuirlos a problemas de carácter. Aunque es difícil saber hasta qué punto los niños son propensos a culpabilizarse espontáneamente por una pérdida, lo que parece evidente es que, si el padre se enfada con frecuencia con el niño, éste tendrá problemas de autoestima y será más vulnerable a la depresión. Este autor añade otras actitudes de los padres que tienen efectos nocivos sobre los niños:
- buscar consuelo para sí mismo en los hijos
- abrumar al niño con confidencias o responsabilidades, o pedirle que se convierta en una réplica del padre fallecido
- ansiedad por la salud de los hijos o por su propia salud
- estilos educativos excesivamente rígidos o, por el contrario, relajados y permisivos
Ya hemos mencionado la importancia del establecimiento de nuevas relaciones para resolver una situación de duelo. Con frecuencia el niño intensifica las relaciones con amigos o familiares, pero cuando el padre que sobrevive inicia una nueva relación el niño puede reaccionar con enfado y resentimiento (9). El niño podrá acomodarse de manera estable a nuevas personas sólo cuando el padre es sensible a la persistente lealtad del niño a la anterior relación y a su tendencia a resentirse por cualquier cambio que parezca amenazarla. El recuerdo de esa relación previa tiene que haber disminuido para que la nueva relación tenga éxito (7).
Las variables que influyen en el curso del duelo durante la infancia y la adolescencia son análogas a las de la vida adulta (7), pero los niños pueden desarrollar reacciones de pena patológica a causa de sus limitaciones en la comprensión, la falta de información y los cambios en sus vidas (Bowlby y Rozter, 1980; Goodyer 1990) en (10). Estas reacciones pueden ser diferidas en el tiempo y plantear dificultades de adaptación en el colegio y en la familia (10).
Bowlby (7) enumera algunos de los síntomas que pueden observarse en los niños y adolescentes y que son indicativos de un duelo complicado: ansiedad persistente por el temor a sufrir otra pérdida o morir él mismo; esperanza de reunirse con el fallecido y deseos de morir; persistencia en culparse o culpar a otro por la pérdida y la hiperactividad con conductas agresivas y destructivas.
Wolfett (1993) en (16) señala la dificultad para diferenciar en ocasiones las conductas impulsivas relacionadas con un proceso de duelo de las que constituyen síntomas de un trastorno de hiperactividad con déficit de atención. Afirma que la presencia de estas conductas tras una pérdida requiere una evaluación cuidadosa que evite un diagnóstico y tratamiento precipitados.
En un proceso de duelo normal pueden existir, en los momentos iniciales, síntomas ansiosos y/o depresivos, por lo que es importante distinguir cuáles de estos síntomas corresponden a este proceso y cuáles pueden ser la señal de un trastorno psiquiátrico como la depresión mayor, el trastorno adaptativo con estado de ánimo deprimido, el trastorno por ansiedad de separación o el trastorno por estrés postraumático (9).
Worden (16) señala que las reacciones de los niños en duelo pueden adoptar una amplia variedad de conductas, muchas de ellas alteradas, que ceden en el tiempo sin intervención profesional. Para valorar su importancia hay que considerar la intensidad y duración de estas manifestaciones. Las conductas y síntomas a valorar como señales de alarma y que deben ser subsidiarios de una evaluación clínica si persisten más allá de unos meses tras el fallecimiento son:
- dificultad para hablar sobre el padre fallecido
- conductas agresivas que no disminuyen y/o se transforman en comportamientos disruptivos
- ansiedad persistente con conductas de apego excesivo al padre que sobrevive y/o actitudes fóbicas respecto al colegio
- quejas somáticas o problemas psicosomáticos
- trastornos del sueño: en forma de dificultad para conciliar el sueño, despertar precoz o pesadillas
- trastornos de alimentación, tanto por exceso como por defecto
- aislamiento social
- dificultades escolares, en rendimiento y/o adaptación
- sentimientos de culpa y desvalorización, característicos de la depresión, así como la disforia y la astenia
- deseos de muerte, ideación suicida y conductas autodestructivas incluyendo los intentos autolíticos.
Las intervenciones en situaciones de duelo tienen como objetivo favorecer pautas de comunicación y apoyo tanto en la familia como con otros niños. Lo fundamental es la presencia de alguien que proporcione apoyo suficiente, información y tranquilidad para que las personas en duelo (niños y adultos) puedan expresar sus pensamientos y sentimientos (16).
La ayuda de los profesionales de salud mental a una persona en duelo, y en especial a un niño, requiere formación, experiencia y habilidades concretas. No es suficiente un acercamiento intelectual, se precisa además la capacidad para conectar con las emociones y experiencias específicas de esa persona y aceptar las limitaciones de la ayuda frente a la muerte (3).
Bowlby (7) destaca la importancia de asesorar a los padres con el fin de que puedan ayudar a sus hijos en la elaboración del duelo, ya que sólo cuando se da una información verdadera, con empatía y apoyo, puede esperarse que un niño o adolescente responda a la pérdida con cierto grado de realismo.
En la mayoría de los casos es el padre que sobrevive quien informa al niño. Con frecuencia la información que se proporciona a los niños es tardía y equívoca y además el padre suele mostrarse sumamente ansioso por no revelar al hijo su pena y tristeza, lo que impide al niño expresar sus propios sentimientos.
Según Guthrie (9) la intervención de una tercera persona (amigo o familiar) puede ser beneficiosa al proporcionar al padre que sobrevive el tiempo necesario para ir asumiendo todas sus responsabilidades.
Es importante explicar la muerte a los niños de una manera precisa y en un lenguaje adecuado a su edad, simple y sin ambigüedades. El paralelismo entre la muerte y el sueño puede conducir a la aparición de miedo a dormirse o de preocupación por la muerte de un ser querido mientras duerme (9). Las discrepancias entre lo que se le dice al niño y lo que el padre verdaderamente cree (por ejemplo, respecto a que el fallecido se ha ido al cielo) puede ser también origen de confusión en el niño (7).
En cuanto a la asistencia a los funerales hay opiniones diversas, pero en general no se han encontrado reacciones adversas o un aumento de psicopatología en los niños que han asistido (9).
Las preguntas repetidas que los niños hacen a lo largo del tiempo son una forma de acercarse a la realidad de la muerte en función de su progresivo desarrollo cognitivo y una manera de corroborar que la historia no ha cambiado (16). La disponibilidad para responder a estas preguntas de forma tranquila y coherente contribuye a la resolución del duelo por parte del niño.
Se ha observado que en muchos casos los padres tienen dificultad para soportar su propio dolor y aún más el de sus hijos y son incapaces de compartir con ellos el dolor del duelo por temor a entristecerlos (7). Pero la posibilidad de expresar las reacciones emocionales desencadenadas por el fallecimiento de un padre las convierte en más aceptables para el niño (9).
Los grupos de apoyo pueden ser un modelo eficaz de intervención tanto para los padres como para los niños (3), (9) y (16) al proporcionarles un contexto donde pueden expresar sus sentimientos sin estar preocupados por la presencia de otros miembros de la familia. Además los niños reciben el apoyo de otros niños y de la persona que modera el grupo (16). Este tipo de grupos están especialmente indicados en la adolescencia (16), aunque pueden ser útiles también a otras edades (3). Sin embargo, no son aconsejables en el caso de niños con reacciones patológicas a la pérdida (16). En cualquier caso, es importante no excluir el trabajo en la familia (3) ya que si el padre que sobrevive no se está adaptando adecuadamente a la pérdida los beneficios del grupo se ven considerablemente disminuidos (16).
La atención individual al niño queda reservada casi exclusivamente para aquellos casos en que el duelo no se resuelve favorablemente y aparece psicopatología (3). En los niños que han presentado un episodio de depresión y no mejoran con la psicoterapia individual debe considerarse la posibilidad de tratamiento farmacológico con antidepresivos (9).
La intervención familiar se dirige a favorecer la comunicación, el reajuste familiar tras la pérdida y el desarrollo de habilidades en la resolución de problemas (16).
Comentario
El interés por el problema del duelo en los niños y sus repercusiones es relativamente reciente. Sin embargo, los estudios aparecidos en las últimas décadas nos permiten aproximarnos mejor a este fenómeno y extraer aportaciones de interés para la práctica clínica.
En muestra experiencia es poco frecuente que se solicite asistencia especializada para los niños tras el fallecimiento de uno de los padres. Pero no es excepcional que entre los antecedentes de algunos de los pacientes que acuden a nuestra consulta por otros motivos figure una pérdida parental precoz, debida habitualmente a una separación conyugal pero también , aunque con menor frecuencia , a la muerte de uno o ambos padres.
Los datos obtenidos de la historia de estos pacientes coinciden en buena medida con los que han sido planteados a lo largo de este trabajo:
- falta de información a los niños en los momentos anteriores o inmediatamente posteriores a la muerte
- dificultad de la familia para entender las manifestaciones del duelo en los niños cuando éstas no adoptan la forma de tristeza o inhibición y se expresan a través de síntomas conductuales o desadaptativos. Con frecuencia la actitud de la familia hacia el niño en duelo oscila entre dos polos opuestos: una compasión exagerada que deriva en una excesiva protección y permisividad y puede ocasionar gran confusión en el niño; o bien un intento de negar el impacto de la muerte en el niño, un no pasa nada que impide al pequeño expresar y elaborar adecuadamente sus sentimientos
- dificultad de los adultos para compartir sus sentimientos con los niños y permitir la expresión emocional de éstos
- importancia de la forma de resolución del duelo en el padre que sobrevive y en los familiares próximos en el curso del duelo en los niños
- persistencia de algunos de los síntomas o trastornos iniciados en el periodo siguiente al fallecimiento o aparición tardía de estos síntomas, con frecuencia en forma de trastornos adaptativos en la pubertad y/o adolescencia
- perpetuación de trastornos relacionales entre el niño y el padre que sobrevive, tales como apego excesivo y sobreprotección o por el contrario delegación de funciones parentales en otros familiares
Es posible también constatar que en otras personas que rodean al niño, tales como amigos, profesores, pediatras,... se produce una reacción inicial de comprensión y apoyo que sin embargo, adolece con frecuencia de los mismos errores que la de la familia. Pero al cabo de poco tiempo, considerando que la situación ha vuelto a la normalidad, interpretan erróneamente algunas actitudes y conductas del niño, atribuyéndolas un carácter desviado o patológico, al no poder pensar que se trata de manifestaciones tardías de la pérdida sufrida.
En nuestra opinión, sería importante que las personas que trabajan habitualmente con la infancia recibieran algún tipo de formación que les permitiera comprender y abordar adecuadamente las situaciones de duelo en los niños. Por su contacto directo y su proximidad emocional a los niños y a las familias pueden desempeñar un papel relevante en el asesoramiento y apoyo de las personas (niños y adultos) que se enfrentan a una pérdida, evitando en muchos casos la necesidad de intervención de otros profesionales (de salud mental) que en ocasiones despierta fantasías de patología o anormalidad en situaciones que probablemente no lo son y que no tienen por qué llegar a serlo si se orientan adecuadamente en los momentos iniciales del duelo.
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