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¿Hay prejuicios contra los psicofármacos?



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Noticia | 11/12/2017

Hay personas que utilizan la expresión “no tomó la medicación” para ofender a otras, esto genera un daño impensado y se suma a los temores de los pacientes. Cuando hay indicación médica, tomar remedios para un padecimiento mental ayuda a una mejor la calidad de vida.
Pero yo no quiero tomar nada, ¿eh? He oído esta frase a muchos de mis pacientes en su primera visita a mi consultorio de psiquiatra. Hacen referencia a que no quieren consumir psicofármacos.


Más allá de que los necesiten o no, yo siempre les pregunto por qué. Y obtengo algunas respuestas como las que menciono a continuación.


“Porque hacen mal”, “porque después te acostumbrás y ya no podés dejarlos”, “porque mi abuelo los tomaba y se volvió loco”, “porque tengo que poder solo”.



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Analicemos cada una de estas respuestas. “Los psicofármacos hacen mal”. ¿Todos? Hay muchísimos. ¿Y a quién? ¿A todas las personas? ¿Y qué mal?  


Sobre esto también hay muchas respuestas.


–Hacen mal al hígado.


–A los riñones.


–Al estómago


–A la cabeza.


Por suerte, nadie me dijo que “matan los glóbulos rojos”, ya que este efecto dañino suele ser atribuido por algunas personas a los antibióticos y al jugo de limón, ya sea combinados o tomados por separado.


La mayoría de los psicofármacos se metabolizan en el hígado y se eliminan por el riñón, lo cual no significa que hagan daño a estos órganos. Además, la mayoría de los otros medicamentos, como los antidiabéticos, los antihipertensivos, los antiinflamatorios y analgésicos, por ejemplo, también lo hacen. Y a estos últimos, sobre todo, existen personas que los toman alegremente, muchas veces autoprescriptos, muchas veces innecesariamente, muchas veces abusando, y nadie dice que “hacen mal”, cuando la realidad es que sí lo hacen.


Ahora veamos el tema “acostumbramiento”, con el cual la gente quiere significar adicción.


Lo interesante es que se les atribuye esta propiedad a los antidepresivos, que de hecho no la tienen en absoluto, y no a las benzodiazepinas (clonazepam, alprazolam, bromazepam, etcétera), que sí son potencialmente adictivas. Pero a estas últimas, hay personas que las llaman “tranquilizantes”, y las usan sin problemas (y sin prescripción médica muchas veces), y las recomiendan a vecinos y amigos, por ejemplo, con la frase “estás muy nervioso/a, tomate esta pastillita que te va a hacer bien, es suavecita”.


Muchas veces, me he preguntado a qué se debe la prevención contra los antidepresivos, y llegué a la conclusión de que tienen una connotación social negativa, que podría resumirse en la frase “si tomo antidepresivos es porque soy un depresivo, y en esta sociedad competitiva y exitista, eso se relaciona con ser un fracasado, un perdedor”.


Los antidepresivos se usan también para los trastornos de ansiedad, como los ataques de pánico (lo más conocido a nivel general). Y en este momento, su uso en ansiedad supera a su uso en depresión. Es posible que, si se les cambiara el nombre por “antiestresivos”, por ejemplo, tendrían mejor aceptación.


La alusión a un familiar que los tomaba y “se volvió loco” también admite una explicación. Quien toma un psicofármaco tiene un padecimiento mental. Si el pariente mencionado tomaba un psicofármaco y empeoró, o bien no era suficiente para producir la mejoría deseada, o bien produjo una mejoría, se suspendió, y los síntomas reaparecieron. Pero aquí se produce lo extraño: según la familia, la culpa es del medicamento que tomó y no de la condición previa. 


Es posible atribuir este juego de la memoria a que, ante el tan estigmatizado padecimiento mental, es más fácil culpar a un químico ajeno que a una condición propia, posiblemente compartida por los miembros de un grupo familiar.


Nadie se avergüenza de tener un hipertenso en la familia, pero un “loco” es otra cosa.


Finalmente, también admite un análisis la expresión “yo puedo solo”.


Jamás oí decir a un hipertenso o a un diabético que tenían que poder regular su tensión arterial o su glucemia “solos”, por medio de su intensión, pero a la depresión o a la ansiedad (ataques de pánico, fobias, etcétera), según muchas personas, “hay que ponerle voluntad”. 


Esta idea, posiblemente, proviene del hecho de que, en la mayoría de las afecciones físicas, hay algo que permite comprobarlas e, incluso, mensurarlas: un análisis, una radiografía, un electrocardiograma, etcétera.


En las afecciones psíquicas, por ahora no hay nada que se pueda usar a nivel clínico general. O sea: no es observable. La persona está triste, desganada, improductiva, y no hay ningún hueso roto, ninguna falta de glóbulos rojos a los cuales echarles la culpa. Entonces, piensa la gente, debe ser una cuestión de voluntad. No. Es una cuestión de neurotransmisores. Sustancias químicas que se fabrican en nuestro cerebro y que, por algún motivo, no se están produciendo o no están funcionando bien.


Es importante aclarar que no en todos los casos se debe usar medicación. Así como algunas formas de hipertensión se pueden controlar con dieta, ejercicio y cambio de hábitos, en algunos casos de depresión o de ansiedad leves basta con psicoterapia. Pero en casos más severos, no usar los psicofármacos de los cuales hoy se dispone es el equivalente a no tratar con insulina a un diabético que la requiere.


Y esto es otro tema: muchas personas se niegan a tomar medicamentos producidos por los laboratorios, pero toman tranquilamente “yuyos”, porque son “naturales”. 


Hay muchas plantas con acciones farmacológicas. De hecho, en su origen, la mayoría de los medicamentos se extraían de ellas. Por ejemplo, es sabido el efecto antidepresivo que tiene el Hypericum, o hierba de San Juan. El problema es que su acción, que en algún punto es similar al de algunos antidepresivos comerciales, depende del tiempo que lleva la planta cortada, de las condiciones en que fue almacenada, de la cantidad que se usa en la infusión, del tiempo que se deja reposar. 


Un profesional siempre va a preferir recomendar un comprimido fabricado por un laboratorio serio, en el que la cantidad de droga activa está perfectamente calculada, y el médico sabe qué efecto puede esperar.


En resumen, hay muchas creencias comunes entre la gente, que son aceptadas como dogmas, sin ningún cuestionamiento, pero es importante que, antes de opinar y decidir sobre algo, se opte por un asesoramiento correcto y la evaluación racional de las decisiones.


En un momento en el que la sociedad se debate paradójicamente entre el autodiagnóstico y la autoprescripción de psicofármacos como los ansiolíticos y la estigmatización de quienes los toman con burlas del tipo “no tomaste la medicación”, es importante procurar reencauzar la discusión. 

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