La investigadora Yonat Zwebner, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y sus colaboradores han alcanzado esta conclusión tras realizar una serie de experimentos con cientos de participantes de Israel y Francia.
En cada experimento, a los voluntarios se les mostró una fotografía y se les pidió que seleccionaran un nombre para cada una de ellas, de una lista de cuatro o cinco nombres.
En cada experimento, los participantes superaron significativamente (con entre un 25 y un 40% de precisión) al porcentaje correspondiente a una selección al azar (situado entre el 20 o el 25% de precisión, dependiendo del experimento), incluso cuando se controlaba la etnicidad, la edad y otras variables socioeconómicas.
Los investigadores teorizan que este efecto puede ser, en parte, debido a estereotipos culturales asociados a los nombres, pues un sesgo cultural apareció en las pruebas realizadas.
Por ejemplo, en uno de los experimentos, realizado con estudiantes franceses e israelíes, se les presentó a estos una combinación de caras y nombres franceses e israelíes. Los estudiantes franceses superaron el azar solamente al emparejar nombres y caras franceses, y los estudiantes israelíes fueron mejores que el azar únicamente asociando nombres hebreos y caras israelíes.
Pero, además, poder asociar certeramente nombres con rostros específicos podría deberse a que los dueños de esas caras, inconscientemente, hayan alterado su propia apariencia para ajustarse a las normas culturales y a las señales asociadas con los nombres que se les pusieron al nacer, afirma Zwebner.
Esta hipótesis ha sido respaldada por los resultados de un experimento que mostraron que aspectos físicos que pueden ser controlados por un individuo, como su peinado, fueron suficientes para producir este efecto.
Los científicos concluyen que estamos sujetos a las estructuras sociales desde el momento en que nacemos, no sólo por nuestro sexo, nuestra etnia o nuestras condiciones socioeconómicas, sino también por la mera elección que otros hacen al darnos nuestro nombre.