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Atribuciones en drogodependencias.

  • Autor/autores: Eduardo José Pedrero Pérez.

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Artículo | Fecha de publicación: 31/07/2002
Artículo revisado por nuestra redacción

1. INTRODUCCIÓNAunque el consumo de sustancias psicoactivas, ya sea como preparados a partir de productos naturales o mediante procesos de extracción de los principios activos, ha sido una práctica usual en la especie humana desde su aparición sobre el planeta, en los últimos siglos, y muy especialmente en la última mitad del siglo XX, esta práctica se ha generalizado hasta configurar lo qu...



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1. INTRODUCCIÓN

Aunque el consumo de sustancias psicoactivas, ya sea como preparados a partir de productos naturales o mediante procesos de extracción de los principios activos, ha sido una práctica usual en la especie humana desde su aparición sobre el planeta, en los últimos siglos, y muy especialmente en la última mitad del siglo XX, esta práctica se ha generalizado hasta configurar lo que algunos denominan inapropiadamente “epidemia”, pero que, en todo caso, ha provocado una multitud de problemas de índole social. Generalmente, a partir de estudios antropológicos, se atribuye esta generalización a un cambio en los patrones de uso de las sustancias: se ha pasado de un modelo tradicional, en el que el uso está ritualizado al encontrarse en su totalidad ligado a prácticas mágicas, religiosas, curativas o alimentarias, circunscrita a territorios y entornos culturales concretos que prescriben su uso en determinadas circunstancias y lo prohiben en otras; hasta un modelo consumista, que transforma la droga en mercancía, sujeto a las leyes de la oferta y la demanda por encima de otras formulaciones legales, sin contextos regulados de consumo, haciendo de la conducta de consumo un acto individual (Merlo y Lago, 1993).

Es perfectamente posible que algunas personas consuman sustancias psicoactivas, sin perder por ello su capacidad de controlarlas, acomodándolas a su funcionamiento habitual, siendo capaces de dilucidar entre lo beneficioso y lo perjudicial, y presentando un repertorio de estímulos gratificantes no limitados a los que proporciona la sustancia (Peele, 1985). Para otros, en cambio, el uso de estas sustancias comporta consecuencias negativas (trastornos psicológicos, enfermedades físicas, problemas sociales, muerte por sobredosis, etc.) que difícilmente compensan los beneficios que, sin duda, también obtiene la persona. Estos problemas pueden deberse a los efectos directos de la sustancia sobre determinadas estructuras físicas o sobre los procesos fisiológicos; pero también pueden derivarse de otras circunstancias: la consideración legal de la sustancia, las formas de autoadministrarla, la presencia de contaminantes en productos ilícitos, el rechazo social a determinadas conductas, etc. Sin embargo, cada vez con más claridad se advierte que el papel mediador de los factores cognitivos es un elemento clave para entender las conductas de aproximación a las sustancias, el inicio en el consumo, la experimentación de consecuencias del uso y abuso de sustancias, el establecimiento de una relación determinada con la sustancia y el ambiente, la motivación para dejar o persistir en el consumo, las dificultades para romper las relaciones establecidas, etc. Se trata de factores individuales que modulan tanto los efectos que una sustancia produce en un determinado organismo como la relación de ese organismo con el resto de estímulos presentes en su ambiente.

Es tarea de la ciencia de la conducta estimar las constancias y las diferencias entre las conductas de los diferentes individuos, en orden a comprender, explicar y anticiparse a las consecuencias no deseadas que tales conductas comportan. De alguna manera, la drogodependencia ha supuesto, en los últimas décadas, un ámbito de estudio privilegiado para la comprensión de fenómenos conductuales y cognitivos que se entrelazan de formas muy diversas en un grupo de conductas tan complejas como las que suponen la autoadministración de sustancias, que han quedado subsumidas bajo el epígrafe popular de “el problema de la droga”. Tal y como proponía Comas (1988) “para los científicos sociales esta situación proporciona un campo experimental de investigación muy interesante. La excepcionalidad con la que se tratan los temas de drogas posibilita reenfocar muchos temas tradicionales y contrastarlos desde esta excepcionalidad. Hasta el punto, de poder pensar que las drogas están equivaliendo para las Ciencias Sociales, lo que la carrera espacial para las nuevas tecnologías y consiguientemente para la reordenación industrial”. De igual forma, para los científicos de la personalidad, el ámbito de los consumos de sustancias se ha configurado como un espacio de investigación excepcional, proporcionando claves para la comprensión de muchos otros fenómenos del comportamiento humano.

Este trabajo pretende ser una revisión de los trabajos publicados sobre uno de los tópicos de la psicología cognitiva, las atribuciones, en relación con las conductas de autoadministración de sustancias. Para ello, se ha consultado, por una parte, la base de datos Psyc-INFO (©APA) y, por otra, la base de datos INDID de la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD), en la búsqueda de trabajos que relacionaran ambos conceptos: atribución y drogodependencias.

2. MARCO TEÓRICO: PROCESOS DE ATRIBUCIÓN

Heider (1944) fue el primer autor que dedicó su trabajo a estudiar la tendencia de las personas a buscar las causas de los sucesos que ocurren a su alrededor, especialmente de aquéllos que resultan extraños o se salen de la norma, de modo que un suceso queda explicado satisfactoriamente cuando se descubre por qué ha ocurrido (Morales, 1995). En lo esencial, la búsqueda de explicaciones causales se rige por los mismos métodos que usan los científicos (Kelley, 1967; Kelly, 1955), aunque la investigación sobre este aspecto ha puesto de relieve que las personas utilizan sistemáticamente sesgos en la interpretación de la información y en la consecuente atribución causal (Ross, 1977), postulándose que tales sesgos pueden tener una funcionalidad, ya fuere hedónica, como reducción de la ansiedad frente a la incertidumbre, o con el propósito de incrementar la percepción de control sobre los sucesos del entorno, si bien algunas de las atribuciones estudiadas no pueden incluirse en estos apartados (Sensky, 1997).

Los científicos, aplicando el método que caracteriza su labor, tienen entre sus suposiciones básicas la idea de causalidad, que “implica la existencia de una relación causa-efecto en todas las manifestaciones de la actividad conductual. Es decir, todo hecho antecedente –toda causa- produce un efecto, y en contrapartida, ante todo hecho consecuente, es decir, todo efecto, se puede encontrar una causa antecedente. Aunque esta idea está presente casi siempre en ciencia, en el método experimental toma carta de naturaleza específica a la hora de experimentar” (Delclaux, 1985). Cada formulación teórica, cada hipótesis, supone una inferencia, a partir de los datos disponibles, que propone una atribución de causalidad tentativa que debe ser posteriormente sometida a contrastación.

Los profanos, las personas en general, utilizan también los datos de que disponen para inferir los no disponibles. Hastie (1981) describe tres tipos de inferencias: las categoriales, las de relaciones estructurales y las causales, siendo estas últimas las que pueden definirse propiamente como procesos de atribución. La recogida de información durante el proceso de atribución está sujeta a errores en el muestreo y en el uso e integración de los datos, basados fundamentalmente en cuestiones motivacionales y de limitación cognitiva (Huici y Moya, 1995): todo ello lleva a las personas a utilizar heurísticos, definidos como reglas y estrategias cognitivas lo más sencillas y elementales posibles que conducen de una manera rápida, aunque no siempre exacta, a la solución del problema (Sherman y Corty, 1984).

Si la búsqueda de relaciones causales es crucial para la ciencia experimental y para las personas en general, no lo es menos para aquellas personas que sufren algún tipo de padecimiento. Como indica Sensky (1997), “las creencias que tienen las personas acerca de las causas de los síntomas físicos o enfermedades pueden tener un profundo efecto en cada estadio del manejo clínico, desde la decisión del individuo de buscar la ayuda de un especialista hasta la adherencia al tratamiento y el ajuste al pronóstico”. La búsqueda de una causa plausible es más probable ante la aparición de hechos negativos o inesperados, cuando el hecho presenta una gran saliencia para el individuo (Weiner, 1986) o en situaciones de elevada incertidumbre (Turnquist, Harvey y Andersen, 1988).

Formulada inicialmente desde la psicología social, fue Weiner quien, con su “Teoría de la motivación de logro” (1971, 1972, 1974) lo llevo al terreno de la psicología de la personalidad. En su formulación inicial (1958), Heider proponía que la gente, para explicar los hechos que ocurrían a su alrededor, ponía en marcha dos tipos de fuerzas: unas, de carácter interno, como la motivación y la capacidad; y otras de carácter externo, como la dificultad de la tarea y la suerte o el azar. Weiner, en la formulación original de su teoría, consideró que estas cuatro causas podían organizarse en función de dos dimensiones: el locus de causalidad, o lugar donde el sujeto sitúa la responsabilidad de la acción, y la estabilidad, o persistencia temporal de los factores que determinan las causas. La primera dimensión se movería entre el polo de internalidad y la externalidad en la línea de lo propuesto por Heider. La segunda dimensión se movería entre los polos de estabilidad (dificultad de la tarea) y variabilidad (el azar). Posteriormente, incorporaría una tercera dimensión, que tendría en cuenta la idea de Rosenbaum (1972) de intencionalidad, y que Weiner (1974) denominó controlabilidad, que haría referencia a la capacidad percibida por el sujeto de llevar a cabo la tarea, independientemente de la motivación o intención de realizarla.

Con posterioridad, Weiner (1980, 1982) estudió las implicaciones motivacionales, afectivas y comportamentales de las diferencias individuales en función de las tres dimensiones propuestas, encontrando que estas se relacionan con las siguientes consecuencias: la dimensión de causalidad se relaciona con las reacciones afectivas, en especial la autoestima; la estabilidad se relaciona con los esquemas cognitivos del individuo en relación a las expectativas de éxito futuro; la controlabilidad se relaciona con consecuencias motivacionales y con el nivel de ejecución de las tareas.

El modelo, en su formulación definitiva, se formula en los términos que pueden observarse en el gráfico 1 (tomado de Pérez García, 1991; adaptado de Weiner, Russell y Lerman, 1978).



Gráfico 1. Modelo atribucional de la motivación de logro.

La investigación posterior ha identificado, por una parte, la predisposición individual a efectuar atribuciones de una manera estable en función de las dimensiones propuestas, lo que permitiría caracterizarlas como rasgos de la personalidad, en tanto que supondrían estilos atributivos consistentes en el tiempo (Metalsky y Abramson, 1981), y por otra, determinados sesgos sistemáticos en la formulación atribucional: algunos de estos sesgos estarían justificados por una deficiente o insuficiente recogida o procesamiento de la información (Sherman y Skov, 1986), pero otros tendrían una funcionalidad diferente a la motivación de logro. Entre estos segundos se encuentra el sesgo autoprotector, caracterizado por la atribución interna del éxito y externa del fracaso, cuyo objetivo sería la preservación de la autoimagen y la autoestima, o bien la imagen que otros tienen del sujeto mismo (Kernis et al., 1982), o el sesgo de autoobstaculización en provecho propio con el mismo propósito autoprotector frente al fracaso (Fiske y Taylor, 1991), que se ha estudiado como una estrategia de autoincapacitación personal en conductas como el abuso de alcohol y que permiten al sujeto eludir la responsabilidad frente al fracaso (Jones y Berglas, 1978, 1999). Otros estilos atributivos podrían operar en una dirección no adaptativa, como el sesgo atribucional insidioso o depresógeno (Seligman et al., 1979) presente en sujetos con depresión clínica y en sujetos normales con vulnerabilidad para desarrollar depresión (Sanjuán, 1999).

Parece claro, a la vista del desarrollo experimental de esta teoría, que las atribuciones guían la conducta de los individuos y que, por esta razón, tienen aplicación en la clínica en la medida en que un cambio en las atribuciones puede proporcionar cambios en la conducta, por lo que son elementos de interés, tanto en el nivel explicativo, como en el de la predicción de la conducta y de los objetivos de la terapia (Weiner, 1995).

3. LA CONDUCTA DE AUTOADMINISTRACIÓN DE SUSTANCIAS

La teoría del aprendizaje social de Bandura (1982) explica el consumo de drogas integrando el condicionamiento clásico, el operante y el vicario, y permite explicar tanto el inicio como el mantenimiento y el abandono del consumo (Becoña, 1995). Sus supuestos principales son (Schippers, 1981):

1. La conducta adictiva está mediada por las cogniciones, compuestas de expectativas que son creencias sobre los efectos de la conducta de consumo.

2. Estas cogniciones están acumuladas a través de la interacción social en el curso del desarrollo, por una parte, y a través de las experiencias con los efectos farmacológicos directos e interpersonales indirectos de la conducta de consumo, por el otro.

3. Los determinantes principales de la conducta de consumo son los significados funcionales que se le atribuyen en combinación con la eficacia esperada de conductas alternativas.

4. Los hábitos de consumo se desarrollan, en el sentido de que cada episodio puede contribuir posteriormente a la formación del hábito por su significado funcional o por limitar las opciones de conductas alternativas.

5. La recuperación depende de la capacidad de instauración de conductas alternativas.



En su teoría del aprendizaje social, Rotter (1954, 1982) considera a la conducta humana como motivada, dirigida a metas (determinadas ambientalmente por los refuerzos) o a la satisfacción de necesidades (determinadas por el propio sujeto). Los conceptos básicos de su teoría son:

- potencial de conducta: probabilidad relativa de ejecución de una conducta

- expectativas: probabilidad subjetivamente estimada de que un refuerzo ocurra en función de una conducta propia, en una situación determinada

- situación psicológica: conjunto de claves que determinan la evaluación situacional del sujeto

- valor del refuerzo: grado de preferencia que la persona muestra por un determinado refuerzo.



Desde esta perspectiva, la drogodependencia vendría determinada por el alto potencial de la conducta de autoadministración de la sustancia en relación a las conductas alternativas, especialmente en algunas situaciones estimulares que provocarían una determinada valoración individual (situación psicológica) y, en último término, el control estimular de la conducta, en función de una alta expectativa en relación a las consecuencias del consumo (efectos psicotrópicos buscados) y al intenso valor reforzante de ellas. Dicho de otro modo, la conducta de consumo es la más probable en determinadas circunstancias por su capacidad de refuerzo inmediato y, en base a la repetición, esta conducta se transformaría en un hábito, el cual se mantendría mediante la búsqueda directa de los efectos fisiológicos de la sustancia (refuerzo positivo) o mediante la reducción de señales internas de malestar (refuerzo negativo). Tanto la valoración que el sujeto realiza de las circunstancias ambientales como de las propias señales de malestar serían de índole cognitiva. La conducta estaría guiada por los estímulos (control estimular) y mediada por las atribuciones de causalidad internas o externas (locus de control) que el individuo efectuara cognitivamente (Pedrero y Martínez, 2001).

Entre las creencias y expectativas que tanto Rotter como Bandura sitúan como mediadores de la conducta de consumo, se encuentran las atribuciones. La cualidad y relevancia de las dimensiones de estas atribuciones sería diferente en las tres fases de inicio, mantenimiento y abandono del consumo. En la fase de iniciación tendrían especial importancia las diferencias de percepción actor/observador (Jones y Nisbett, 1972), en la medida en que la dimensión de controlabilidad sería diferencial: a pesar de observar cómo muchas otras personas quedan atrapadas por el consumo de sustancias, muchos sujetos inician la autoadministración en la creencia de que ellos podrán controlarla; o bien, las diferencias se establecerían en la dimensión de internalidad, atribuyendo los problemas del consumo ajeno a factores internos y estables, como la enfermedad o la falta de voluntad. Otro tipo de percepciones, atribuciones y otras creencias podrían favorecer la aproximación a las drogas, como la estimación de un consumo mayor que el real en los grupos familiar y de iguales, la atribución de consecuencias positivas al consumo de sustancias, las expectativas de aceptación social, etc (Elzo et al., 1992).

En la fase de mantenimiento de la autoadministración es especialmente importante la localización estimada del control sobre la conducta, en la línea propuesta por Rotter (1966), según la cual el sujeto mantendría la atribución de control interno sobre la conducta de consumo y sólo el desplazamiento hacia la pérdida de este control provocaría la intención de abandonarlo. También se produciría un desplazamiento en la atribución en relación al cambio de posicionamiento del sujeto que de observador pasaría a ser actor, y en tal medida, se produciría una internalización de la atribución de causas del consumo, que de la experimentación pasaría a estar justificada por la consecución de sensaciones satisfactorias o la reducción de afectos negativos, derivados o no del uso de la sustancia.

La fase de abandono de una conducta adictiva puede ser abrupta, pero más frecuentemente se trata de una dinámica compleja, no lineal, en la que se ponen en juego muchos elementos internos y externos al individuo que pretende el cambio de conducta. Tal dinámica ha sido estudiada y formalizada en el modelo de procesos de cambio o modelo transteórico de cambio para conductas adictivas (Prochaska y DiClemente, 1982, 1986; Prochaska y Prochaska, 1993; Tejero y Trujols, 1994). El proceso atribucional en esta fase es relevante en tanto que rasgo (estilos atributivos) y en tanto que estado (autoeficacia, responsabilidad, etc.), en ambos casos frente a los constantes desafíos estimulares que recibe el sujeto en fase de abandono, así como frente a las tareas que el cambio requiere desarrollar. De especial importancia en esta fase es el momento de la recaída: cuando tras un tiempo de abstinencia mantenida se produce un nuevo consumo, se producen consecuencias afectivas y cognitivas que pueden llevar al sujeto a retornar a la abstinencia o a persistir en el consumo, reinstaurándose la dependencia. El “efecto de violación de la abstinencia”, EVA (Marlatt y Gordon, 1985; Marlatt, 1993; Graña y García, 1994) se ha descrito como mecanismo que se presenta bajo las siguientes condiciones: el individuo, sometido a un compromiso y desarrollando un esfuerzo para mantener la abstinencia, realiza una primera transgresión (que los autores denominan “lapse” o “caída”) y se produce una reacción con una doble dimensión cognitivo-afectiva: disonancia cognitiva (conflicto y culpa) y un efecto de atribución personal (culpar al yo como causa de la recaída). Si el individuo atribuye el consumo a factores que considera incontrolables e invariables (como “su propia enfermedad adictiva”, falta de capacidad de afrontamiento) puede generarse una sensación de indefensión y una caída drástica de la autoatribución de eficacia para afrontar los estímulos futuros. Si, por el contrario, atribuye el consumo a una causa externa, debida a factores imprevisibles pero excepcionales, la intensidad de la reacción cognitivo-emocional será menor y se mantendrán sus expectativas de eficacia para el futuro. El EVA es, por tanto, un constructo dimensional en el que el paso de un “lapse” o “caída” a un “relapse” o “recaída” se considera dependiente de la respuesta emocional al consumo inicial de droga tras la abstinencia y, como tal, un predictor de severidad de la recaída (Saunders, 1993).

Sin embargo, algunos trabajos también han proporcionado elementos críticos con la formulación de Marlatt y Gordon: para algunos autores, la recaída sólo puede contemplarse como un concepto mucho más complejo, que incluya una visión dinámica, múltiple e interactiva, así como la consideración de factores distales y proximales en la violación de la abstinencia (Donovan, 1996; Saunders y Houghton, 1996).

4. REVISIÓN DOCUMENTAL

A efectos de agrupamiento de los trabajos encontrados se ha dividido este apartado en tres secciones: aquéllos que tienen que ver con factores relacionados con el inicio del consumo y la instauración de la dependencia (adquisición), aquéllos que tienen que ver propiamente con la conducta adictiva (mantenimiento) y aquéllos que tienen que ver con la interrupción, voluntaria o en el marco de un programa de tratamiento, del consumo de las sustancias (abandono). También es preciso recalcar que se ha prescindido en este trabajo de la especificación de qué droga justifique el estudio, en la consideración de que los factores cognitivos que subyacen a las conductas adictivas son independientes de cuestiones como la legalidad o ilegalidad de la sustancia, los efectos fisiológicos, etc. Así, los trabajos que se expondrán a continuación versaran tanto sobre el consumo de tabaco y alcohol, como de benzodiazepinas y drogas ilícitas.

4.1. ADQUISICIÓN

En la fase de adquisición, y atendiendo a los factores cognitivos que explican y predicen la aproximación de los sujetos a las sustancias, se hace más difícil que en ninguna otra etapa desligar los factores que tienen que ver con la cognición social de los factores propiamente individuales como los relativos a la personalidad. Las atribuciones de los individuos a los efectos de las sustancias, a las consecuencias del consumo, a la controlabilidad o incontrolabilidad de la conducta de autoadministración, vienen determinadas fundamentalmente por la posición de observador que adopta el sujeto, aún en el caso de que haya tomado contacto ya con alguna sustancia. De hecho, las cogniciones individuales y los estilos atributivos tienen cierto grado de determinación cultural, encontrándose sensibles diferencias entre sujetos de etnias diferentes que conviven en un mismo espacio social (Sage y Burns, 1993). En nuestro país, estudios recientes muestran cómo la atribución causal más frecuente para el uso de drogas que hace la gente es la búsqueda de placer o la diversión (>50%), seguida por la curiosidad, el deseo de nuevas sensaciones y la droga como fenómeno modal (algo menos del 50%), y otros a mayor distancia como la transgresión normativa, el escape de problemas personales, la enfermedad, la frustración o el placer; en tanto que la atribución de consecuencias al consumo de drogas sitúa en un primer lugar los problemas de salud (18’7%), la delincuencia y la marginación (17%), la destrucción total de la persona (15’1%), los problemas familiares y económicos (13’2%), la adicción (12’2%) y la muerte (12’1%) (Megías et al., 2000). Los jóvenes muestran un patrón similar, pero con sensibles diferencias según la droga de que se trate (Llopis et al., 1996).

En otros países, los estudios informan que las principales causas de que la gente consuma drogas son la presión grupal del núcleo de iguales y la falta de moralidad (Eiser et al., 1988). Algunos estudios muestran cómo las atribuciones determinan la explicación de la conducta de los iguales y la conformidad con sus patrones de comportamiento, haciendo irresistible la presión de grupo para el consumo (Rose et al., 1992) en la medida en que favorecen la acomodación a las expectativas de consumo de los iguales (Bearden et al., 1994). Por otra parte, se ha constatado que existen diferencias significativas en las atribuciones de causalidad para las drogas entre los padres, los profesores y los propios adolescentes, lo que finalmente favorece las presiones del grupo de iguales (Braun, 1986).

El inicio en el consumo de drogas se produce frecuentemente como consecuencia de errores en la atribución de causas y de responsabilidad, entre otras variables de aprendizaje social, como la observación de la conducta de los otros significativos, el consenso intragrupal en la validación de la propia conducta, errores preceptúales en la observación de las normas, reforzamiento social, percepción de alternativas conductuales y la autoeficacia percibida en relación a ellas, etc. (Johnson y Solis, 1983; Kremers et al., 2001). Aunque algunos de esos errores se deben a sesgos de razonamiento, como el de “falso consenso” y el sesgo de confirmación (Pollard et al., 2000), también existen errores asociadas a variables del aprendizaje social, como el que se observa en los hijos de sujetos que abusan de sustancias que, desde edades muy tempranas, tienden a atribuir al resto de la gente un consumo similar al que observan en su entorno, familiar, poniendo en cuestión que la determinación genética sea el principal elemento a considerar en estos casos (Zucker et al., 1995). En esta misma línea, se ha encontrado que las atribuciones que determinan las expectativas previas del sujeto, predicen mejor los efectos experimentados que los efectos de la sustancia misma objetivamente estimados (Baumeister y Placidi, 1983).

Se ha intentado determinar la existencia de determinados patrones atribucionales como predictores de riesgo en conductas adictivas, bien a través de cuestionarios (Green, 1990) o de entrevistas semiestructuradas (Mora-Ríos et al., 1995; Aarons et al., 2001).

4.2. MANTENIMIENTO

En los consumidores en activo de sustancias, sigue manteniendo como uno de los factores que sustentan el abuso la atribución distorsionada de alto consumo en los otros, en especial dentro de su grupo de iguales (Baer et al., 1991), error que puede utilizarse como predictor de su propio consumo (Mooney et al., 1991). Otro factor que opera como reforzador del consumo es la atribución de consecuencias positivas sobre la ejecución o sobre capacidades personales relacionadas con ella, como la creatividad (Lang et al., 1984).

Se han estudiado comparativamente las diferencias cognitivas entre consumidores habituales y/o adictos, y grupos de población no consumidora; en concreto, se ha estimado el nivel de afinidad de los drogodependientes con su familia, compañeros de estudios y amigos no consumidores, apreciándose diferencias en los estilos atributivos (Guldan, et al., 1993), de modo que, a partir de éstos entre otras variables cognitivas pueden identificarse los sujetos en situación de vulnerabilidad (McCusker et al., 1995). Se ha estudiado y constatado el efecto de estos estilos en variables de la personalidad como el autoconcepto (Balcarova y Tyrlik, 1996), constatándose en algunos estudios lo que se ha denominado “síndrome de ajuste social a las drogas” cuyo inicio vendría determinado por determinadas atribuciones causales en interacción con imágenes sociales idealizadas, pérdida de valores, pérdida de aceptación social, disminución para la motivación de ajuste a la normativa social y desarrollo de estilos de afrontamiento específicos (Alston, 1993).

Se ha constatado en diversos estudios el hecho de que los consumidores de sustancias atribuyen el consumo de estas tanto a factores externos de tipo positivo o placentero, como a factores internos, como malestar psicológico, siendo este segundo tipo de causación un predictor fiable de la severidad de la dependencia (McKay et al., 1992), la cual queda mejor explicada por factores internos, como reducción de la ansiedad o mejora del estado del ánimo, mientras que los factores externos se relacionan más con la explicación del consumo de los demás (Sjoeberg, 1987). Se han encontrado también patrones atribucionales autoprotectores en consumidores habituales y adictos (Coggans y Davies, 1988), encontrándose que los consumidores tienden a hacer fuertes atribuciones internas de sus episodios de consumo, si bien en condiciones estimadas de no controlabilidad y denegando la responsabilidad (Vuchinich et al., 1982).

Algunos estudios cuestionan la estabilidad de los estilos atribucionales en los drogodependientes (Elder, 1996), estimando que estos sólo existen de forma virtual, siendo más preciso hablar de adaptabilidad a las circunstancias, de modo que el adicto adoptaría la explicación causal más adecuada en cada momento y en cada situación, por lo que las formas de estudiarlo deberían hacerse desde perspectivas diferentes a las habituales (Davies, 1990; Eiser, 1990).

En los últimos años, y a partir de hallazgos empíricos en diferentes neurociencias, se ha propuesto una teoría neuro-cognitiva para la explicación del mantenimiento de la conducta adictiva. Según esta teoría, la búsqueda persistente de drogas es el resultado de una progresiva y extremadamente persistente hipersensibilización de sistemas neurales específicos (en especial las vías dopaminérgicas) inducida en sujetos vulnerables por el uso intermitente de la sustancia, que mediaría un proceso motivacional específico, la atribución de saliencia a los estímulos discretos o contextos predictores de disponibilidad de la droga, facilitando un aprendizaje asociativo erróneo, que fomentaría la búsqueda de droga (“wanting”) pero no sensibilizaría por igual el circuito neural que media la saciedad (“liking”), sin que el sujeto tuviera el control de ambos procesos (Berridge y Robinson, 1995; DiChiara et al., 1999; Robbins y Everitt, 1999).

4.3. ABANDONO

El estilo atribucional, medido habitualmente mediante cuestionarios o entrevistas, ha sido frecuentemente utilizado como variable independiente en el tratamiento de drogodependientes, en combinación con otros constructos como depresión, autoestima, creencias normativas, conductas de rol, autocontrol y asertividad (Down et al., 1986; Echeburúa y Elizondo, 1988; Edwards et al., 1988; De Leon, 1989; Morojele y Stephenson, 1992; Bailey, 1993), estimándose consistentemente que se trata de un importante predictor de éxito en el tratamiento (Huselid et al., 1991; Gutierres et al., 1994; Einstein, 1994; Lee, 1998; López Torrecillas et al., 2000), de modo que el abandono del consumo es predecible a partir de la intención de hacerlo, que, a su vez, es predecible a partir de las expectativas de éxito y estas lo son a partir de las atribuciones formuladas por el sujeto (Eiser et al., 1985; Eiser y Van der Pligt, 1986). El estilo atribucional ha sido considerado como un patrón de afrontamiento del estrés que, en la medida en que es positivo, es el mejor predictor del éxito en el proceso de afrontamiento (Voyce, 1997), apareciendo el hecho de que el estilo egoprotector maximiza las probabilidades de consecución de objetivos (Reich y Gutierres, 1987). En algunos trabajos, se considera que para la reducción de la severidad de la adicción deben combinarse dos factores: disposición para el cambio y locus interno de causalidad (Martin, 1990), independientemente de cualquier diagnóstico psiquiátrico concurrente (Stratyner, 1998).

El tratamiento de las conductas adictivas debe tener como objetivo, explícito o implícito, la modificación de los estilos atribucionales negativos y el incremento del control percibido por el sujeto sobre la conducta problema (Sadow y Hopkins, 1993); así se observa en dispositivos en los que se pueden advertir las diferencias entre los recién incorporados y los que llevan más tiempo en tratamiento (Baumann et al., 1982). Este cambio parece gradual, de modo que tras varios meses en rehabilitación se aprecia un incremento de la autoestima, pero no del estilo atribucional; unos meses más tarde aparece el cambio atribucional, que, a largo plazo, resulta ser mejor predictor de éxito del tratamiento que la autoestima (Gutierres y Reich, 1988). También se han estudiado las variaciones atribucionales entre sujetos que ya han conseguido el abandono del consumo y quienes aún se encuentran autioadministrándose las sustancias, hallándose consistentemente diferencias en la línea propuesta (Down et al., 1986; Lyman, 1993), hasta el punto de que las atribuciones de los exconsumidores se asemejan más a las de quienes no han consumido nunca que a las de quienes están en fases previas del tratamiento (Sadava y Weithe, 1985).

Se han comparado modalidades de tratamiento que incorporan elementos farmacológicos, que pueden generar atribuciones externas de éxito, con modalidades de autoayuda grupal, que pueden generarlas internas, observándose que los tratamientos farmacológicos son eficaces para el abandono del consumo, pero los cambios atribucionales son más eficaces para el mantenimiento prolongado de la abstinencia (Harackiewicz, et al., 1987; Higgitt, et al., 1987).

La mayor cantidad de estudios se han focalizado en la verificación y crítica del constructo de “efecto de violación de la abstinencia” formulado por Marlat y Gordon: una gran parte de los estudios confirman el modelo, mediante diversos métodos de investigación, y en el proceso de abandono de drogas como el tabaco (Curry et al., 1987; Borland, 1990; Carmody, 1990; Carmody, 1992; Shiffman et al., 1997), el alcohol (Collins y Lapp, 1991;Van Horn, 1994), la marihuana (Stephens et al., 1994), la cocaína (Pier, 1993), la heroína (Bradley et al., 1992) y politoxicomanías (Birke et al., 1990; Walton et al., 1994).

Otros trabajos no han encontrado la capacidad predictiva del “efecto de violación de la abstinencia” en la progresión de <i>lapse a relapse</i> (Shiffman et al., 1996) o el peso relativo de los distintos componentes en la predicción (Spanier et al., 1996), la capacidad predictiva de cada uno de ellos por separado (O’Connell y Martín, 1987). Algunos estudios han desestimado el constructo como elemento útil en la predicción de recaídas, otorgándole únicamente la capacidad de anticipar el tipo de recaída que se habría de producir (Stout et al., 1996). En otros estudios se ha puesto de manifiesto la importancia de factores psicofisiológicos, como el craving o deseo condicionado después del abandono del consumo (Killen et al., 1992; Powell et al., 1992) a los que no había prestado suficiente atención el modelo de prevención de recaídas, que tendrían que ver, en su inicio, con procesos de condicionamiento clásico facilitador de la conducta operante (teoría del doble proceso de Mowrer-Rescorla y Solomon) y que estarían relacionados con la anticipación de resultados positivos tras la autoadministración de la sustancia (Fernández et al., 1996; Míguez y Becoña, 1997), de modo que el sujeto tendería a hacer una atribución externa de su deseo de consumo y, en tal medida, disminuiría su capacidad de autocontrol y facilitaría su progresión a una recaída completa (Coggans y Davies, 1988; Bradley et al., 1989); de este modo, la fundamentación del EVA quedaría incompleta y sería preciso, en su abordaje, la incorporación de estrategias activas de afrontamiento y extinción del craving tendentes a modificar el estilo atribucional externo del deseo de consumo, aumentando las expectativas de control del mismo (Childres et al., 1991).

Algunos trabajos han centrado su atención en los antecedentes de la recaída y su relación con formulaciones atribucionales individuales (McKay et al, 1996; Connors et al., 1998) y otros han intentado extender el concepto de EVA a otras conductas (Rotgers, 1985).

En relación a los recaedores crónicos, se ha propuesto que su conducta podría explicarse como una modalidad de indefensión aprendida (Robinson, 1999) como consecuencia de la instauración de la creencia, generada y refundada por sus repetidos intentos fracasados de abandono de la conducta adictiva, de que no son capaces de mantenerse abstinentes a pesar de los grandes esfuerzos que realizan para conseguirlo, lo cual genera expectativas negativas, apatía y pasividad respecto a la intervención terapéutica (Trujols et al., 1996), atribución interna, estable y global de ineficacia establecida, en un supuesto <i>continuum</i>, en el punto opuesto de la autoeficacia (Hodgson, 1989).

De los estudios anteriores se derivan sugerencias de enorme interés para la clínica, como la propuesta por Seneviratne y Saunders (2000): si la recaída y el mantenimiento de la abstinencia dependen, según se advierte mediante los autoinformes de los sujetos, de situaciones internas, sería más eficaz prestarle atención a éstas y no al control estimular de circunstancias externas, como ha sido habitual en la aplicación del modelo de prevención de recaídas.

5. COMENTARIOS

Que la autoadministración de sustancias nos remite a conductas individuales es un hecho incuestionable; pero no lo es menos que este tipo de conductas ha adquirido una dimensión tal que trazar un límite entre lo individual y lo social se antoja complejo. Si admitimos que el uso de drogas es un problema de salud, deberemos añadir de inmediato que estamos hablando tanto de salud individual como de salud pública. Si lo definimos como una conducta problemática tendremos que admitir que buena parte de los problemas que conlleva se deben a la dimensión social de dicha conducta. Si queremos estudiar estas conductas desde perspectivas cognitivas, a menudo será difícil, si no estéril, desligar las cogniciones del sujeto y las cogniciones sociales con las que aquéllas interactúan.

¿Por qué las personas comienzan a consumir drogas?¿Por qué, a pesar de tener suficiente información de las consecuencias, continúan tomándolas?¿Por qué es tan difícil dejar de consumirlas, por más que se pongan en juego recursos personales -motivación, energía, voluntad – y recursos externos – programas de tratamiento altamente sofisticados? Son preguntas que competen tanto a la psicología social como a la psicología de la personalidad, pero, acaso más que en cualquier otra conducta, desligar ambos planos y, en consecuencia, ambos niveles de análisis, nos aboque a una incomprensión del problema estudiado.

Las preguntas antes planteadas son objeto de estudio psicológico en la medida en que su respuesta se efectúa a partir de inferencias causales: cuando las personas observan un acontecimiento y no disponen de toda la información, formulan un juicio de causalidad. Este proceso de asignación causal o atribución fue estudiado inicialmente por Heider (1944) y el desarrollo de su teoría ha permitido comprobar cómo los procesos de atribución dirigen la conducta, tanto de los individuos como de los grupos. Weiner (1995) sugiere que las similitudes en las tendencias a atribuir causas a los hechos observados sería más propiamente objeto de estudio de la psicología social, en tanto que las diferencias serían más pertinentes para los psicólogos de la personalidad. Sin embargo, tal diferenciación no se antoja tan sencilla en el fenómeno que nos ocupa.

La historia de los problemas asociados al consumo de drogas es relativamente corta, al menos si la contemplamos en los términos en que se formula en la actualidad. En nuestro país no son más de 30 los años con los que cuenta esta historia, y ello nos permite observar el fenómeno con ciertas garantías en cuanto a estar en posesión de la suficiente información para explicarlo. Sin despegarnos aún de la perspectiva social, podemos contemplar cómo las imágenes sociales sobre la droga y los adictos han ido variando a lo largo del tiempo; Frojan (1993) analiza, a través de los medios de comunicación, cómo se han ido sucediendo las diferentes etapas en la comprensión del problema, identificando una 1ª etapa, que denomina “médico-farmacológica”, en la que predomina la imagen del drogodependiente como “enfermo” necesitado de cuidados médicos, específicamente psiquiátricos; una 2ª etapa que denomina “ético-jurídica”, en la que se pasó a considerar a estos sujetos como amorales, delincuentes, y a primar su peligrosidad social; la 3ª etapa, o “sociológico-económica” llevó a la primacía la consideración del drogodependiente como “víctima” de las desigualdades sociales, marginado o excluido; la 4ª etapa, o “bio-psico-social” propuso una imagen un tanto más difusa, en la que se mezclaban tanto elementos de índole biológica como otros derivados del aprendizaje social y los mecanismos de socialización.

La formulación de cada una de estas imágenes sociales lleva implícita una atribución causal y, en consecuencia, una atribución de control sobre su conducta y sobre su responsabilidad. Si el drogodependiente es un enfermo, la causa es algún fallo en su mente o en su cuerpo, que debe ser remediada por un médico, por cuanto se escapa al control del individuo y le exime de responsabilidad. Si el drogodependiente es un ser amoral, la causa hay que buscarla en un posicionamiento individual erróneo frente al orden social, voluntario (bajo su control), que carga la responsabilidad sobre el sujeto y requiere ser castigado y corregido. Si la causa de la drogodependencia es un incorrecto funcionamiento de la sociedad, el adicto debe ser cuidado y realojado adecuadamente en la propia sociedad, careciendo por sí mismo de control y responsabilidad en sus conductas.

La descripción histórica de la secuencia de primacías no oculta el hecho de que todas ellas conviven, con mayor o menor fuerza, en un momento concreto, no sólo como opciones aisladas (por ejemplo, un programa amplio, fundamentado en principios de multicausalidad convenia determinados recursos con entidades de carácter religioso que aplican el modelo sociológico; con servicios hospitalarios que funcionan plenamente desde el modelo de enfermedad; y con instancias judiciales que entienden únicamente de la vertiente ético-jurídica), sino dentro de un mismo equipo de trabajo multiprofesional. Brickman y sus colaboradores (1982) propusieron una taxonomía de enfoques terapéuticos que conviven en el abordaje de estas conductas, que se diferencian en función de la atribución de responsabilidad del individuo en la adquisición y el abandono de su adicción, estimando cuatro modelos: (1) Modelo moral: el adicto es responsable tanto de la adquisición como del abandono de su dependencia; (2) Modelo iluminativo o espiritual: el adicto es responsable de la adquisición, pero es incapaz de abandonar el hábito sin el concurso de fuerzas superiores (Alcohólicos/Narcóticos Anónimos); (3) Modelo compensatorio: el adicto no es responsable de su problema (multicausalidad) pero sí de compensarlo mediante su participación activa en la modificación del problema; (4) Modelo médico tradicional: el adicto no es responsable ni de la adquisición ni de la solución del problema. Cabría añadir un enfoque más, coherente con la imagen sociológico-económica, y que podría denominarse Modelo humanitarista, en el cual el adicto no sería responsable ni de la adquisición de la dependencia ni de su abandono, pero, a diferencia del modelo médico que efectúa una atribución de causalidad interna y estable (enfermedad), en este caso la causación del problema se situaría en el exterior del sujeto (desigualdades económicas, injusticia social, marginación).

Como ya se ha indicado, en la práctica real, y en la más estricta actualidad, en un equipo de trabajo conviven profesionales, en mayor o menor armonía, adscritos al menos a los dos últimos enfoques de Brickman y al modelo humanitarista. Las dificultades no terminan ahí: como describen Trujols y colaboradores (1996), un mismo profesional puede cambiar de enfoque de un momento a otro de la intervención, o mantener enfoques diferentes para uno y otro usuarios, con objetivos de autoprotección: la frecuente secuencia de recaídas en muchos de los sujetos en tratamiento supone un desafío a la autoestima profesional y favorece el desplazamiento hacia enfoques que atribuyen las causas del fracaso a los drogodependientes.

¿Y el drogodependiente? Por una parte, no es ajeno a las imágenes sociales dominantes: pudiera serlo en el caso de que se encontrara en una situación de efectiva exclusión o marginación social, pero quienes se encuentran en tales circunstancias representan, en la actualidad, un porcentaje ínfimo de la población consumidora de drogas (Comas, 1999); además, como puede observarse en cualquier memoria de cualesquiera recursos o programas de intervención, los drogodependientes que permanecen en su núcleo familiar de origen representan la proporción más elevada de cualquier muestra estudiada, lo que hace que sea su familia uno de los elementos más activos en el apoyo del proceso de deshabituación, a la que acuden con sus propios modelos causales, siendo los más accesibles los que simplifican el problema: víctima o enfermo. Sin embargo, es paradójico que familias que atribuyen la responsabilidad a causas o circunstancias ajenas a la voluntad del individuo, sean en muchos casos quienes más apelen a esa voluntad del sujeto como premisa básica para el abandono de la conducta, lo cual parece obrar en paralelo con esa “flexibilidad protectora” observada en los profesionales.

Por otra parte, el drogodependiente no es ajeno a los modelos de referencia de los profesionales y no profesionales que les tratan: en su “circulación por los recursos” observa alternativamente el trato que unos y otros le dispensan, percibe las diferencias en la atribución de causalidad y responsabilidad para el cambio que los especialistas transmiten. En algunos estudios ya citados (Davies, 1990; Eiser, 1990; Elder, 1996) se cuestionaba la estabilidad de los estilos atribucionales en los drogodependientes, proponiendo adaptabilidad a las circunstancias, de modo que el adicto adoptaría la explicación causal más adecuada en cada momento y en cada situación, lo que podría ser entendido como una forma de manipulación del entorno en beneficio propio. La tan extendida como injusta imagen social del drogodependiente como “manipulador” sería la justificación a esta carencia de esquemas cognitivos claros y estables, cuando sería más adecuado aplicar el mismo concepto de “flexibilidad” o “adaptabilidad autoprotectora” que se observa en familiares y profesionales.

Todas estas cuestiones tienen reflejo en la práctica clínica cotidiana: la primera labor del terapeuta ha de consistir en proporcionar un encuadre teórico del problema a tratar que sea: (a) comprensible por el usuario; (b) compartido; (c) favorecedor del proceso deshabituador. Desde la psicoterapia cognitivo-conductual sólo cabe una propuesta que favorezca el cambio de conducta que habrá de ser protagonizado por el individuo, aunque bajo la supervisión y la utilización de métodos y técnicas por parte del profesional. Por ello, se hace preciso que el encuadre metodológico proporcione al individuo en tratamiento: (a) una cierta capacidad percibida de control sobre su conducta; (b) suficientes expectativas de autoeficacia para promover y efectuar el cambio; (c) suficientes expectativas de resultados que motiven y justifiquen el cambio. En definitiva, ha de rechazarse una formulación del tipo “soy un drogodependiente” (atribución interna, estable y global), sustituyéndola por otra del tipo “tengo problemas con las drogas” (atribución interna/externa, inestable y específica).

Los estudios antes presentados no son concluyentes en cuanto a que determinados estilos atributivos predispongan a consumir drogas o a mantener la dependencia. El problema puede situarse tanto en el plano teórico como en el metodológico. Desde el plano teórico, puede tratarse a los estilos atributivos como rasgos estables de la personalidad, cuando, como acabamos de ver, es posible que no se dé en la práctica tal estabilidad. Desde el plano metodológico, es posible que los estudios se realicen sobre muestras sesgadas de individuos que ya han dado el paso para iniciar el tratamiento: diversos trabajos informan de que los sujetos que demandan tratamiento presentan mayores niveles de depresión que aquéllos que no formulan tal demanda y persisten en el consumo (Rounsaville et al., 1985); conocida la relación entre los estilos atributivos depresógenos y los estados de ánimo de los que son causa o consecuencia, podemos estar relacionando atribución y drogodependencia, cuando habría que relacionar atribución y demanda de ayuda. Sería preciso diseñar estudios longitudinales que exploraran la consistencia o la adaptabilidad de los rasgos/estados atribucionales en relación con las diversas fases del proceso rehabilitador.

6. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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