Babel es la extraordinaria historia de don Goyito Gerol, un personaje alucinado que se cree con la misión de hacer de Torremocha, su pueblo natal, el centro del mundo, «templo universal de las lenguas y el arte dramático» Para ello, sin salir de casa, viaja de forma incesante por tierra, mar y aire a la busca de loros y diccionarios. Después de cada viaje, regresa a Torremocha trayendo consigo un loro adiestrado en una lengua culta. Cuando, después de siete viajes, cree ver por fin concluida su salvadora misión, siente cómo se mezclan las palabras, los chillidos, y los gritos de los pájaros, convirtiendo su parlamento en un caos alucinatorio, en una babélica ensalada de sonidos. Para el poeta y académico Ángel González: «Babel, aunque le deba mucho a la psiquiatría, no es la novela de un psiquiatra, sino, sobre todo, la obra de un gran escritor».
Babel
o felices tardes en la inopia
KRK ediciones
Colección Valkenburg
Prólogo: Ángel González
Primera edición: diciembre de 1998
Segunda edición: febrero de 1999
Tercera edición: febrero de 2000
Diseño de la cubierta: marta vigil
tipógrafo: jaime navarro
al cuidado de la edición: marcos canteli
José Luis Mediavilla
Babel
o
felices tardes en la inopia
Premio Casino de Mieres 1998
patrocinado por Caja de Asturias
Oviedo, 1999
Reunido en junio de 1998, un jurado presidido por don
Víctor Alperi y compuesto por don Faustino F. Álvarez, don Alejandro Fernández, don Ramón Hernández
y don Celso Antuña, otorgó el premio de novela Casino
de Mieres en su decimonovena edición a Babel o felices
tardes en la inopia de don José Luis Mediavilla. Este
premio se otorgó siendo presidente del casino don Luis
San Narciso Altamira y ha sido patrocinado por Caja
de Asturias.
© José Luis Mediavilla
© KRK ediciones. Álvarez Lorenzana, 27. 33006 Oviedo
D.L.: AS-3.038/1998
ISBN: 84-89613-67-2
Grafinsa. Oviedo
Índice
Prólogo, por Ángel González / 9
Capítulo I / 27
Capítulo II / 33
Capítulo III / 37
Capítulo IV / 47
Capítulo V / 51
Capítulo VI / 57
Capítulo VII / 63
Capítulo VIII / 71
Capítulo IX / 75
Capítulo X / 85
Capítulo XI / 91
Capítulo XII / 95
Capítulo XIII / 101
Capítulo XIV / 111
Capítulo XV / 115
Capítulo XVI / 121
Capítulo XVII / 125
Capítulo XVIII / 131
Capítulo XIX / 135
Capítulo XX / 141
Capítulo XXI / 145
[7]
[8]
Prólogo
Ángel González
[10]
Este extraordinario relato está centrado en la vida fantástica de don Goyito Gerol, navegante y viajero por los mares
y las tierras de medio mundo, políglota, coleccionista de loros
y diccionarios, hombre metido en empresas teatrales, que tal
vez por ello tuvo el privilegio de contar entre sus amigos a
las más famosas personalidades del siglo: la emperatriz de
Kapurthala, Rockefeller, Marlene Dietrich, Lauri Volpi, Ava
Gardner...; en su galería de amantes figuran las más bellas y
distinguidas mujeres, algunas tan excepcionales que no son
de este mundo: doña Inés de Ulloa, la Venus de Milo, Emma
Bovary, la dama de Elche, Fedra, la Gioconda, Ana Karenina... La historia erótico-amorosa de don Goyito es en verdad
increíble: literalmente increíble. Pues, como el lector no tardará en comprender, todo lo reseñado sucede en la mente
perturbada de un visionario, cuya disparatada e incontrolable fantasía le lleva a vivir una existencia urdida con puras
quimeras, para él absolutamente ciertas, de una certidumbre
que resiste imperturbable los retos y confrontaciones que le
plantea la palmaria y terca realidad (véanse los capítulos iii y
v). Ahora, en el presente del tiempo narrado, don Goyito padece una enfermedad paralizante que lo mantiene en cama;
pero en su memoria o en su imaginación vive todavía con intensidad apasionada sus viajes y navegaciones, sus historias
galantes, sus inauditas aventuras.
[11]
José Luis Mediavilla, autor de la novela, utiliza dos narradores que se alternan en la tarea de relatarnos la vida alucinada de don Goyito. En los capítulos impares un primer narrador da cuenta de los episodios y aventuras que don Goyito
vive o cree haber vivido. Es un narrador anónimo y omnisciente, que conoce los pensamientos y los estados de ánimo
del personaje, y los transmite con objetividad; más que contar
lo que sucede en su mundo interior, que para don Goyito es
la totalidad del mundo, lo pone ante los ojos del lector, que
presencia su realidad --es decir, su irrealidad-- desde el punto de vista del mismo don Goyito, tal como él la cree y la crea.
En los capítulos pares otra voz narrativa expone en primera persona ciertas circunstancias y antecedentes de la vida
de don Goyito que, en la medida de lo posible, justifican su
caso o ayudan a entenderlo. Se trata de su sobrina Clarinda,
personaje y testigo en esta historia, que desde Sidney --ciudad donde trabaja como canciller de la embajada de España-- escribe al alcalde de su pueblo para interesarse por la
salud de su tío. Las cartas de Clarinda no tratan únicamente
de don Goyito, sino que se demoran en detallar aspectos de
su existencia cotidiana en Australia que pueden parecer, en
principio, intromisiones innecesarias. No lo son; esas divagaciones aparentemente injustificadas añaden una dimensión
problemática e inquietante a un relato que, si dependiese sólo
del primer narrador, podía haberse quedado en la crónica
divertida de los disparates de un loco inofensivo. Sin pretenderlo --quien lo pretende es evidentemente José Luis Mediavilla--, el testimonio de Clarinda, más aún cuando habla de
su propio entorno que cuando se refiere a la vida de don Goyo, insinúa que en algunos casos, la diferencia entre la razón
[12]
y la sinrazón es una misteriosa cuestión de matiz, o quizá de
proporciones. Al confrontar las obsesiones y las vivencias delirantes de don Goyito con las preocupaciones y ocupaciones
reales de los saludables ciudadanos traídos por Clarinda a la
novela, es inevitable sospechar que la frontera que separa la
cordura de la locura no es tan nítida como solemos pensar.
Por ejemplo: en el capítulo i, el primer narrador revela que don Goyito, obsesionado por las palabras (obsesión
justificada: don Goyito oye constantemente «voces» o loros,
agentes dinamizadores de su locura, que le hablan en diferentes idiomas) había construido o estaba construyendo (eso
se creía él) una especie de gran teatro-cine, «templo de redención» o «casa universal para el cultivo de las lenguas y el
arte dramático», que tenía la filantrópica misión de igualar
los sueños y las fantasías de los hombres; esa era una de sus
locuras más constantes. La contrapartida racional de la idea
del loco don Goyito la encontrará el lector en el capítulo ii, en
el que Clarinda, al evocar su anterior destino en Túnez, alude al Centro Cultural Español, «un bello palacete» en el que,
entre otras actividades culturales, se proyectaban películas y
se daban clases de español a los tunecinos, que ya hablaban
árabe y francés. Contemplado a la luz de esa realidad, el proyecto alucinado y plurilingüe de don Goyito acaba pareciéndonos cargado de razón.
Casi todo lo que sucede en el mundo delirante de don
Goyito viene a ser la imagen distorsionada de lo que ocurre
en el mundo racional de Clarinda. Tal como ella la describe
en el mismo capítulo ii, la nación australiana, compuesta por
emigrantes de orígenes étnicos muy distintos, nos remite a
la fantástica colección de loros de don Goyito, formada por
[13]
representantes de comunidades lingüísticas y tradiciones
culturales diferentes: admirables loros capaces de recitar en
versión original textos de Shakespeare, Zorrilla, Camoens o
Goethe sin que el discurso de cada uno interfiera con el de los
demás. Y es de notar que, así como en Australia la diversidad
racial se resuelve en tolerancia y buena vecindad, los loros
de tan variado plumaje conviven en el mismo aposento con
el debido orden y concierto; una armonía que es fruto de los
desvelos de don Goyito, a quien el primer narrador nos muestra entregado en cuerpo y alma a la tarea de asignar a cada
loro un determinado espacio «para evitar que el día de mañana surgieran infundadas susceptibilidades». Lo cual nos lleva
a sospechar que, como insinúa Clarinda en sus comentarios
al libro de Douglas R. Hofstadter Un eterno y grácil bucle (capítulo xviii), posiblemente exista un orden interno en el caos
y un cierto método en la confusión y la locura.
Creo que estos ejemplos bastan para mostrar la eficacia
con que aquí se produce la confrontación de dos puntos de
vista complementarios. El relato de Clarinda es esencialmente
irónico. Cuando se aleja del asunto --don Goyito-- que motiva
sus cartas, y mira a otra parte, ese cambio de enfoque es engañoso; en realidad, está incitando al lector a contemplar de
otro modo el demencial comportamiento de su tío, y a reconsiderar la versión que el primer narrador ofrece de él. La narración deriva así en una reflexión sobre la locura, que --salvo
en algunos pasajes aislados-- tiene el mérito de no ser explícita: la reflexión es cosa del lector, no está en la escritura,
que se limita a inducirla, sino en la lectura; cualidad muy de
agradecer en una novela que puede definirse como ejemplar
o «de tesis». Quiero decir que las venturas y desventuras de
[14]
don Goyito, al margen de las consideraciones que de ellas se
desprendan, son en sí mismas lo suficientemente divertidas
e interesantes para mantener despierta la atención de quien
se acerque a este libro. Dicho de otra manera: esta novela es
ante todo --perdón por la redundancia-- una novela.
Lo demás --la supuesta tesis, las conclusiones a las que
casi debe llegar el lector-- se da por añadidura. Y se da con
deliberada vaguedad. En este punto entramos en el resbaladizo y para muchos desdeñable terreno de las intenciones
del autor, que en este caso, como conviene para no incurrir
en dogmatismos o didactismos baratos, no están demasiado
claras. ¿Quiere José Luis Mediavilla mostrarnos una imagen
de la locura sin mixtificaciones, cercana al hombre cotidiano? Quizá haya algo de eso: no es raro que el autor ponga en
boca de don Goyito palabras sorprendentemente razonables,
y notables disparates en personajes teóricamente cuerdos.
¿Pretende Mediavilla hacer un elogio de la locura? En algunos
momentos puede parecerlo; un elogio relativo, que se deduce
una vez más de las constantes semejanzas y sutiles diferencias que el texto establece entre un mundo real y un mundo
delirante. Pondré otro ejemplo.
En el fondo, las fantasías de don Goyito, aunque él no
sea consciente de ello, pueden interpretarse como una forma
de fingimiento; en calidad de hombre de mar, don Goyito, que
busca la perfección en sus sueños, «se viste» en ciertas singladuras peligrosas de Cristóbal Colón, arquetipo de audaces
navegantes. Mientras eso sucede en las alucinaciones de don
Goyito, el hijo del panadero de su pueblo, Alejandro Antón, a
quien Clarinda encuentra en Sidney convertido en propietario de un próspero club-restaurante, se ha teñido el pelo de
[15]
rubio, habla español con descarado acento inglés y se hace
llamar Alex d'Anton; en definitiva, un español camuflado en
lo inglés, pretendiendo aparecer como inglés... (capítulos iv y
x). ¿Es el tal Alejandro, inventor de una identidad ficticia, otro
alucinado? No; probablemente se trata de un vulgar farsante que pretende obtener algún provecho de su impostura. Si
antes dije que don Goyito y su mundo loco son una versión
distorsionada de la realidad, ahora es la realidad la que aparece como la imagen moralmente degradada de la demencia.
La ironía que impregna todo el libro se convierte de ese modo
en sátira dirigida a la promiscuidad lingüística. Y la presentación degradada de la realidad entraña un implícito elogio de
la locura, y algo más: su justificación.
Al menos, así lo cree el doctor Middleton, psiquiatra, otro
de los personajes que Clarinda mete en su relato. Según él:
«vista la forma de vida en la que nos instalamos los seres llamados razonables, fabricada para la destrucción, el abuso del
fuerte, la celebración del engaño, el desprecio de la inocencia,
el comercio del impudor, lo único que parece razonable es ausentarse de ella, esconderse en sí mismo, retirarse buscando
la brizna de nobleza que yace sepultada en el alma de cada
hombre» (capítulo xx). La realidad, o parte de la realidad que
la novela registra, es la espantosa manera de matar a los gatos que se describe en el capítulo xvii: un recuerdo infantil de
don Goyito. Si la realidad es así, es preferible ignorarla, vivir
en la inopia.
Con frecuencia, los escritores han utilizado la locura
como punto de referencia para la sátira (de costumbres, de
instituciones, de creencias); entre los más ilustres, Erasmo y
Cervantes. Mediavilla aprovecha las posibilidades que en ese
[16]
sentido ofrece el tema de su novela para descubrir el envés
grotesco de ciertos discursos tenidos por respetables. Los latines y las fórmulas lógico-escolásticas que el cura don Dimas
esgrime para llevar a don Goyito por el camino de la verdad
no son menos absurdos que los argumentos del loco (capítulo
xix). Y la sarta de despropósitos que don Arnoldo (un médico
de verdad, no un curandero) enhebra en su disertación acerca de las virtudes curativas de las plantas (capítulo xii) pone
en solfa no pocas supersticiones y mitologías que incluso actualmente brotan a la sombra de la palabra ciencia.
En la novela de Mediavilla he creído advertir algunas
alusiones intertextuales a la novela de Cervantes: la solicitud de la sobrina y los desvelos del cura y de otros ciudadanos respetables para hacer entrar en razón a don Goyito; la
cuidadosa descripción de la biblioteca del personaje (capítulo
xii). Pero sobre esa trama de coincidencias destacan algunas diferencias significativas. Don Quijote recupera la razón
cuando le llega la hora de la muerte; don Goyito, en el mismo
trance, cree vivir una especie de renacimiento e intuye una
nueva existencia en la que se dispone a reiterar sus locuras
(capítulo xxi). Las diferencias se explican: Cervantes estaba
decididamente en contra de la locura caballeril de su héroe;
en cambio el autor de este relato, si es que subscribe las opiniones del doctor Middleton, no se muestra precisamente como un fanático de la realidad. Tampoco se puede atribuir a
sus lecturas --como sucede en El Quijote-- la locura de don
Goyito, a la que tal vez estuviese predispuesto por causas
genéticas. Los autores que él frecuentó en su primera juventud --Blake, Rimbaud, Vallejo, entre otros-- son en algún
momento de su obra visionarios, o extremadamente herméti-
[17]
cos, o grandes distorsionadores del lenguaje: la irracionalidad
es su común denominador. Su testimonio lírico hace muy
dudosa la línea que separa la alucinación de la cordura, y si
aparecen en esta historia es porque avalan con su poesía el
mundo irreal en el que don Goyito está felizmente instalado.
Y así, siempre. Todos los motivos y las anécdotas que
componen el texto, incluso los que parecen más inocuos, están dirigidos a demostrar que la locura es un enigma delicado
y complejo, que no se explica con las ideas previas, muy elementales, que tienden a definir al loco como un ser ajeno a la
condición humana.
Dicho eso, es preciso insistir en que lo que hay en el libro
de meditación sobre la locura no disminuye en nada su valor
específicamente literario. Babel es ante todo el relato muy
bien escrito de las imaginarias peripecias de un personaje
que es algo más que la premisa de una tesis: un peculiar ser
humano que cobra vida en la ficción, que se justifica en sí
mismo, que sentimos como verdadero, y que por ello nos interesa y conmueve. En ese texto coinciden sin interferirse (como los loros de don Goyito) muchos y muy diferentes modos
y técnicas de narrar. Novela en parte epistolar --modalidad
típica de la narrativa realista--, se acerca en otros pasajes a
la novela barroca por el carácter inverosímil de las aventuras
forjadas en la exuberante fantasía de don Goyito. Algunos
episodios por él «vividos» (su matrimonio en Brasil con Benilda Fernándes dos Anjos, capítulo vii) recuerdan el realismo
mágico cultivado por García Márquez, aunque aquí, a diferencia de lo que ocurre en Macondo, lo «real maravilloso» sucede
sólo en el ámbito de la pura alucinación. Dado el espacio que
don Goyito ocupa en la trama, Babel puede calificarse de no-
[18]
vela de personaje. Sin embargo, los dos narradores interpolan
episodios en cierto modo autónomos a cargo de otros personajes (Custodia Barrientos, el ya citado Alex d'Anton, los antepasados de don Goyito) que configuran minirrelatos dentro
de la novela: otro rasgo cervantino. Todo ello le da variedad
y amenidad a la narración, que cumple así la misión tradicionalmente encomendada a la novela, y hoy frecuentemente
olvidada, de entretener al lector. Las cualidades que Emilio
Alarcos observó en Encierro en la catedral y otras ceremonias,
la novela anterior de Mediavilla, pueden señalarse también
en ésta: «humor, crítica, ironía, fervoroso afán de la maravilla
suculenta de la vida, dolorida emoción de lo transitorio, en
una novela de curso vivo, tenso, rápido y hondo, que tira del
lector incoerciblemente con la sugestión de su prosa ágil y
precisa, de alacridad a la vez severa y juguetona».
José Luis Mediavilla, creo que ya lo dije, es psiquiatra.
Su larga dedicación a la psiquiatría puede haber influido en
su literatura, inclinándole a la elección de ciertos temas y determinando su manera de tratarlos. Cabe tal vez preguntarse
cómo serían sus novelas si se hubiese dedicado a otra profesión; quizá distintas. Pero con toda seguridad, cualquiera
que fuese su oficio, Mediavilla habría escrito. Aunque le deba
mucho a la psiquiatría, Babel no es la novela de un psiquiatra, sino, sobre todo, la obra de un gran escritor.
Ángel González
de la Real Academia Española
[19]
[20]
Babel
[22]
A mi hermano Antonio,
que siempre dio posada en su
corazón a la memoria ilusionada de los años.
[24]
De Santo Domingo trajo
dos loros una señora.
La isla en parte es francesa,
y en otra parte española.
Así, cada animalito
hablaba distinto idioma.
Pusiéronlos al balcón,
y aquello era Babilonia.
De francés y castellano
hicieron tal pepitoria
que al cabo ya no sabían
hablar ni una lengua ni otra.
Iriarte
[26]
I
Muchos años antes de que don Goyito se encamara
aquejado de una misteriosa enfermedad paralizante, ya se
conocía en toda la comarca buena parte de su vida, sus viajes
de ultramar, su regreso a Torremocha para hacer realidad el
viejo proyecto filantrópico que había abrigado durante tantos
años: construir un teatro con pantalla de cine, que bautizaría
con el nombre de Morfeo.
«Hay más de cuarenta mil universos y nuestro planeta
es el eje de todos; por eso la pantalla del cinematógrafo alimentará por igual los sueños de los hombres, y al final las
fantasías acabarán por ser las mismas. Europa es sólo una
quimera», razonaba don Goyito al tiempo que anunciaba su
obra como templo de redención, casa universal para el cultivo
de las lenguas y el arte dramático. Los albañiles interrumpían
por momentos sus faenas dispuestos a escuchar sus palabras en breves descansos que en principio sospecharon relacionadas con el acabado que debería lograr la construcción
del teatro; pero una vez comprobado que nada tenían que ver
con su trabajo, se miraban entre sí, primero con disimulo, y
después reprimiendo la risa.
En la calle, en el casino, o en el atrio de la Iglesia, don
Goyito Gerol, pasaba tardes enteras relatando a sus convecinos aventuras y proyectos infinitos. Su retorno al pueblo no
había sido fruto de la derrota sino de valor y astucia: «Calí-
[27]
catres, capitán lacedemonio fue culpado por arriesgar la armada que mandaba. Lo mismo que Cleombroto, que entró en
batalla con Epaminondas, muy superior en fuerzas, llevado
de la gloria vana de su nombre», sentenciaba con solemnidad.
La sobremesa de su casa se prolongaba hasta ponerse el
sol, siendo frecuentada generalmente por gentes nostálgicas
y atrabiliarias, como don Narciso Pavón, hombre hacendado,
alcalde de Torremocha durante veinte años consecutivos, don
Teodosio Belmonte, que se definía a sí mismo como maestro
de escuela y Pompilio Lavanda representante de cosméticos
y perfumes, que desde la inauguración del teatro Morfeo fue
el insustituible intérprete del papel de Don Juan Tenorio al
comenzar los otoños.
Diríase que el tono general de los discursos de don Goyito Gerol se dirigía a la metafísica, haciendo gala de fuentes
esotéricas y mágicas. En lo tocante a lo religioso se confesaba
hombre de dudas, sin que por ello dejara de asistir a misa
los domingos empujado por oír cantar el Gloria a don Dimas
Mecerreyes, un cura rechoncho y calvo, oriundo de Treviana,
que al elevar la voz en los agudos adquiría registros musicales de jota riojana, y escuchar sus sermones o meditaciones,
pues cualquiera que fuese el asunto que en ellos tratara dejaba siempre en el aire un clima de invitación al pensamiento,
a la controversia, abriendo una oportunidad para desarrollar
las ideas dentro del método y la formulación silogística.
Don Goyito se sentía orgulloso de sus nombres, --don
Gregorio, don Goyo y don Goyito, que de las tres maneras se
le conocía en Torremocha-- ya que como el decía, «los tres
son distintos pero se refieren a la misma persona. Igual que
la Santísima Trinidad, porque «la religión y la teología tienen
[28]
su intríngulis», insistía, haciendo también ostentación de su
entusiasmo por el pasaje evangélico en el que el Espíritu descendía para posarse en forma de lengua sobre la cabeza de
cada uno de los apóstoles haciendo que fuesen entendidos
por gentes extranjeras. «En esto estoy conforme con el Espíritu», exclamaba triunfante. «Esa misma fue la intención que
me movió a traer los diccionarios y los loros». Al llegar a este
punto, don Dimas, el cura, procuraba desviar la conversación. Le parecía irrespetuoso y hasta sacrílego escuchar este
tipo de comparaciones: «Vaya, vaya, don Gregorio, mi querido amigo, se ve bien a la legua que es usted un hombre de
mundo, --le advertía palmeándole suavemente la espalda--,
pero creo que hace afirmaciones algo extremadas, pues, como usted no ignora, la venida del Espíritu es asunto divino y
esto suyo de los loros no deja de ser una cuestión humana,
yo diría que más bien zoológica, y en fin, ya se sabe que los
animales no tienen alma, que una cosa es que los animales
sean criaturas de Dios, y otra bien distinta que sean el mismo
Dios. A ver si me explico con un ejemplo de forma que se me
entienda, que para muestra basta un botón: ¿recuerda usted
el milagro acaecido en Santo Domingo de la Calzada donde la
gallina cantó después de asada?, bueno, pues aunque la iglesia admita el cacareo como un acontecimiento milagroso, no
por ello, bárbara celare, podemos considerar al animal como
un ente divino...».
Puesto en la discusión de las lenguas, don Goyito perdía toda compostura y no atendía a razones. Se dejaba llevar
por un torrente incontrolable de pensamientos entrelazados.
Hablaba hasta el desmayo de que siendo niño, una tarde descubrió que el maestro de Torremocha, don Elio Antonio, era
[29]
en realidad el profeta Ezequiel del libro de Historia Sagrada, y
lo vio haciendo profecías en el encerado, la p con la a, pa, la
t con la i, ti, y metiéndose en líos, hablando de qué palabras
se escribían con be y cuáles con uve, y enseguida comprendió
que pronto o tarde habría de ser arrastrado a la cola de los
caballos hasta que se le quebrara la cabeza y se le derramasen los sesos, y en esta angustia, se le apareció el triángulo
equilátero de Jahvé, y le dijo, «Goyito, no te aflijas más, porque tú serás Adán, Noé, Sansón, Jesucristo y Cristóbal Colón; tú serás el salvador del mundo, así que levántate y hazte
para siempre a los caminos del aire, del mar y de la tierra,
hasta que encuentres los loros, guardianes de las palabras.
Ve, pues, y cuando los hayas encontrado, vuelve con ellos y
haz que tu casa, sea también la suya». Este era su destino.
Explicaba cómo había aprovechado cada uno de sus viajes
para traer consigo un baúl cargado de diccionarios y un loro
diestramente amaestrado en la correspondiente lengua y cómo había completado los equipajes con bidones atestados de
rollos de películas, precisamente aquellas que habían llenado
sus tardes de asueto y desembarcos. «Siete viajes necesité
para conseguir acomodar en casa todas las lenguas europeas,
los diccionarios y los loros».
Dados el talante fantástico y el interés enciclopédico que
adornaban su carácter, la distribución de loros y diccionarios
fue realizada de forma escrupulosa para evitar que el día de
mañana surgieran infundadas susceptibilidades. Noches enteras pasó con la cinta métrica en las manos reptando por los
suelos de su casa, consultando los espacios sobre los planos
extendidos encima de la mesa del escritorio, hasta que al fin
logró un reparto equitativo de ambientes y nacionalidades.
[30]
No dudó en sacrificar amplias habitaciones, y con el mismo
empeño, mandó vaciar el viejo almacén de la planta baja,
donde en largas estanterías fue él mismo depositando cuidadosamente clasificados, los rollos de las películas, y llenando
los armarios hasta hacerlos reventar con lujosos vestuarios,
armas y otros utensilios, propios de los personajes del teatro.
Oír los loros desde los más diversos lugares de la casa
le transportaba a un mundo en el que las vicisitudes y los
triunfos de su vida eran debatidas en las lenguas de mayor
prestigio. En aquellos momentos nada ni nadie podía comparársele en relevancia personal y social. Toda Europa, sin
pasado ni futuro, dialogaba con él. Había logrado vencer el
tiempo y el espacio. Ya fuese desde la cocina, el retrete, la
salita o el dormitorio, distinguía los chillidos, los silbidos, los
cantos, los gritos, las palabras, reconociendo en ellos cada
uno de sus pájaros y recordando sus orígenes. ¡Ah,! ¿cómo
no extasiarse ante la musicalidad y la suavidad del depurado
Pascal, o ante la majestuosidad de Perry, o ante la misteriosa
sabiduría de Otto, o ante la pulcritud cantarina de Giovanni,
o ante la bizarra sonoridad de Quico, o ante la melosa ternura
de Caetano?
La llegada de los carros a Torremocha traía siempre consigo un escándalo festivo: los niños abandonaban la escuela
saliendo por las puertas de forma alborotada, los hombres
dejaban sus faenas en el taller o en el campo y emprendían
una carrera saltarina hasta llegar a dar escolta a la pequeña
caravana, las mujeres, presas de curiosidad, salían a la calle
quitándose los delantales y olvidando los pucheros hirviendo
en el fogón de la cocina y los enfermos se arrastraban de sus
camas hasta el quicio de los balcones para asomar sus ojos
[31]
llenos de gozoso asombro. Don Goyito Gerol se sentía feliz,
hondamente feliz, plantado en la puerta de su casa, esperando la comitiva, aquella muchedumbre jovial y alborotada
tras los carros coronados de libros, vestuarios policromados,
telescopios, jaulas y baúles. Henchido de placidez y euforia,
silbaba, tarareaba, cantaba en voz baja:
Parlami d'amore, Mariú!
Tutta la mia vita sei tu!
Gli occhi tuoi belli brillano,
Fiamme di sogno ascintillano!
(¡Háblame de amor, Mariú!
¡Tú eres toda mi vida!
¡Brillan tus hermosos ojos,
llamas de ensueño lanzando chispas!).
[32]
II
Querido alcalde:
Te agradezco de corazón tu información acerca de la situación de mi tío Goyito. Las condiciones de mi trabajo y la
distancia que nos separa hacen que me sea imposible desplazarme hasta Torremocha, como sería mi deseo. Pero quiero
manifestarte mi conformidad con vuestro proceder, así como hacerte presente mi deuda moral y material para con ese
ayuntamiento por tantos servicios y atenciones.
Voy pues a tratar de suplir mi ausencia con una asidua
comunicación, a fin de mantener vivo el espíritu de mutua
confianza y colaboración. Tu carta me llegó reexpedida desde Túnez a Sidney, donde actualmente estoy destinada como
canciller en la embajada española. Mi trabajo no es complejo,
pero requiere una gran dedicación. Para que te hagas una
idea, te diré que soy la persona que ha de tener todo dispuesto para que esta casa pueda funcionar sin dificultades. Tengo
responsabilidad directa sobre el inmueble, el material y hasta
los vehículos de la embajada; además debo encargarme de la
preparación de las recepciones y las fiestas, controlar el personal, llevar la contabilidad de gastos, el pago de facturas; en
fin, para resumir, un verdadero agobio...
Mi vida en Túnez era mucho más familiar y distendida, no en vano el Mediterráneo viene a ser una gran madre
[33]
que acoge en su regazo a todas las tierras que besa, golpea,
abraza, y pugna por fundirse en ellas. En Túnez éramos en
realidad pocos españoles, no más de trescientos, la mayor
parte trabajadores en la presa de El Haouaared, en Kairouan,
y el resto estaba constituido por el propio personal de la embajada y algún exiliado de la Guerra Civil, gente muy cordial,
abierta y hospitalaria con nosotros. Vivía cerca del Centro
Cultural Español, un bello palacete donde se realizaban muchas actividades, conferencias, exposiciones y proyecciones
de películas; incluso se desarrollaban cursos de español. En
este sentido, era sorprendente el interés que los tunecinos
mostraban por aprender nuestra lengua, teniendo en cuenta
que casi todos dominaban el francés y el árabe. Desde luego
no estaría exagerando si te dijera que eran más de veinte mil
los que libremente escogían el español como tercera lengua.
Por la carta y el informe que has tenido la gentileza de
hacerme llegar, me hago cargo de las dificultades que el estado de mi tío Goyito os está ocasionando, no solo de tipo
médico («¿una parálisis de dudosa causa orgánica?»), sino la
conducta que mantiene resistiéndose a cumplir las prescripciones e indicaciones médicas, como no consentir su traslado a un centro de cuidados mínimos («¡quiero morir en mi
casa!», me comentas en tu carta que protestó hasta que le
volvieron al pueblo). No me sorprende, en absoluto, este comportamiento. Me dices también que, dado que solamente puede permanecer tumbado en la cama o sentado en un sillón,
hubisteis de encomendarlo al cuidado de una mujer que le
atiende diariamente desde la hora de la comida hasta la cena,
y que, por la mañana, acude un miembro del voluntariado
social para cuidar de su higiene y realizar algunos ejercicios
[34]
de masaje y rehabilitación. Quiero ante todo que sepas, y así
lo transmitas a todos los concejales, que, cualesquiera que
sean las iniciativas que dispongáis respecto al trato para con
él, contáis con mi conformidad, y espero que este clima de
buen entendimiento se mantenga firme durante el tiempo que
se haga necesario.
Te ruego también me hagas llegar la relación de gastos
originados hasta el momento por su atención y asistencia.
Respecto a la naturaleza de su enfermedad, y por si pudiera resultar de algún interés para los médicos o el personal
que le cuida, considero que debo poneros al corriente de algunos antecedentes familiares y personales, lo que iré haciendo
en el transcurso de mis cartas.
Un abrazo.
Clarinda.
P.D.
Te adjunto algunos folletos y libros relacionados con
Australia, una tierra a la que en general no se sabe si denominar isla o continente, tal es su grandiosidad. Es un país
moderno y apasionante. Las historias de sus colonizadores
y expedicionarios son aún recientes: me refiero al navegante
Abel Tasman y al capitán James Cook, que zarpó de Depford
el 30 de julio de 1768. En realidad, Australia es un continente: tiene una extensión que supera 15 veces la de España
y cuenta con 17 millones de habitantes, con una variedad
ingente de razas. Aquí la convivencia es una virtud que se
practica sin esfuerzo. El hecho mismo de que en sus comienzos fuera una prisión es posible que haya influido para que se
mantenga ese espíritu de libertad y tolerancia. Ten en cuenta
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que, como te digo, aquí han llegado todo tipo de inmigrantes:
ingleses, escoceses, holandeses, irlandeses, italianos, españoles, portugueses, griegos, libaneses, y en años más recientes
asiáticos, sobre todo oriundos de Vietnam, Indonesia, Malasia, India, Sri Lanka; por eso toda esta diversidad fusionada
en el crisol que es Australia ha destilado un carácter que aquí
se llama cariñosamente «aussies», porque los australianos viven sabiendo que «nunca se está en el mismo sitio» y que más
allá de lo que poseen se encuentra el «outback», y después el
desierto y por fin el mar.
Otra P.D.
Recuerdo que uno de los platos favoritos de mi tío Goyito
era el arroz con leche. También, otra cosa: le gustaba tararear
a todas horas esa canción napolitana: «¡Háblame de amores,
Mariú...!». ¿Lo sigue haciendo?
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III
Don Goyito Gerol vio a doña Inés de Ulloa a los pies de
su cama, la cabeza flexionada, cubierta por una toca, con
la luz del crepúsculo que se filtraba por el balcón dándole
a veces un reflejo dorado. El oído izquierdo se le disparó
como una caja de música, y el loro Quico recitó con una voz
sonora y clara:
¡Doña Inés, sombra querida,
alma de mi corazón!
La sombra se movía en la penumbra. Percibía el olor de
sus manos, de su ropa, el acento de su voz. Se inclinaba sobre él para colocarle la cataplasma, aquel calor picante que
subía a los ojos, desde el pecho, encima del corazón, una tela
que lo quemaba todo, y afuera, al otro lado del balcón, el eco
de las voces, como un rumor de olas golpeando los cristales,
golpeando en las sienes, el mar estrellándose en los acantilados.
... Estaba en la cubierta del balandro con los otros muchachos, repasaban las diversas piezas del casco, empezando
por el branque y terminando por el coronamiento de la popa,
trataban de largar aparejo y llevar a efecto alguna maniobra,
«salta escota de foques, lasca la del trinquete, cambia la caña a estribor, caza la mesana», inclinaban sus cuerpos para
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contrarrestar la pronunciada escora del barco. Arreciaba el
viento. La imagen de Cristóbal Colón dibujada en las páginas
de la enciclopedia aparecía llena de luz en la cubierta con su
melena, su jubón, el brazo extendido en el aire elevando una
cruz en la mano; por un momento parecía como si el estrépito de las olas desapareciera. Don Goyito Gerol se acercaba
a Cristóbal Colón para reconvenirle que «Aníbal temía más a
Favio Máximo sin pelear que a Marcelo, guerrero inconsiderado, y que el mismo Aníbal venció en Cannas al ejército de Terencio Varrón, más con la astucia que con las armas». El silencio dejaba otra vez paso a la potente voz que daba órdenes
al mar hecho espuma blanca y rugiente. Le ardía el pecho.
El mar iba a salírsele por el pecho en uno de aquellos contragolpes. Los ojos apenas podían soportar aquel calor que
ascendía desde dentro de las sábanas, en medio del pecho,
sobre el que yacía la cataplasma. El calor y el escozor en los
ojos, cataplasma, tacaplasma, plasma, plasma, metía la mano y sentía entonces en la punta de los dedos los latidos del
corazón, tacatacacataplasma. Doña Inés volvía, estaba allí a
los pies de la cama, deambulaba y volvía a sentarse con la cabeza algo flexionada, quizá leyendo o simplemente mirándole.
Acuérdate de quien llora
al pie de tu celosía.
le recitaba el loro Quico al oído, como el apuntador. Don Goyito llamaba a doña Inés una y otra vez.
--No soy doña Inés, señor, me confunde. Mi nombre es
Custodia Barrientos, y estoy encargada de su cuidado, tranquilícese.
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Entonces don Goyito Gerol vio a la joven, una muchacha
de pelo negro y ojos grandes, con expresión entre interrogante y temerosa. Sus palabras parecían música suave que iba
desgranándose en el relato de una breve historia, --estoy aquí
empleada por el ayuntamiento, encargada de atender el cuidado de la casa, ya ve, señor, no soy doña Inés, pero si me ayuda
un poquito le levantaré hasta el sillón, porque es bueno moverse y no estar siempre tumbado en la cama...--, y don Goyito
buscaba en su memoria el nombre de Custodia Barrientos y
no lo encontraba por ninguna parte, y buscaba el acento de su
voz, y la expresión de sus ojos, y no los encontraba, Custodia,
Custodia Barrientos, decís, le preguntaba, y ella le respondía
que sí, señor, y le contaba también que había nacido en Colombia... Hablaba la doncella, y eran sus palabras notas de
una melodía que don Goyito trataba de recordar, ahuecando,
levantando las mantas del tiempo, quizá en Bogotá, o en Barranquilla, o en Caracas, o en Buenos Aires o en La Habana,
la música de las palabras aleteaba en el oído, y el corazón
galopaba alegre con la certidumbre de volver a encontrarla en
una habitación donde el humo perfumado de los cigarros ondulaba ascendente jugando con el último sol en las cortinas.
«Lorito real», «lorito real», Ah, si vierais una bandada de loros,
allí los colores, allí el color, ¿Qué color? No sabría deciros qué
color es el más fuerte, o el más bello, o el más intenso, o el
más brillante.
Buenas noches, doña Inés.
¿Habéis oído?,
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Buenas noches, doña Inés.
--¿Oís ahora? Es la voz del loro Quico, habla cuando se
le llama por su nombre, canta y recita versos...
--¿Un loro, dice el señor, dónde? preguntó extrañada la
muchacha.
--Son seis, Quico, Pascal, Perry, Giovanni, Caetano y
Otto, y viven arriba, en la cámara, donde yo los dejé al regreso de mis viajes. Se oyen bien desde aquí, llegan sus voces y
retumban como si salieran de la lámpara.
--¿De la lámpara?
--Claro, y vos misma podéis oírlos si prestáis un poco de
atención. Si no fuera así ¿cómo podría yo saber que siguen
viviendo? Cuando se cansan de hablar o de cantar, susurran
palabras en el espejo de la cómoda o en la almohada y me
cuentan lo que hice en otro tiempo y tenía olvidado, dónde y
con quién estuve, qué pasó entonces.
La muchacha Custodia Barrientos le replicó, no oigo nada, señor, no oigo ni veo ningún loro, perdóneme, y siguió
hablando de Colombia, del ayuntamiento, de las labores de la
casa, si comienzas a hacer la cama no interrumpas el trabajo
o pasará el señor muy mala noche, no estornudes mientras
estés haciéndola porque tu alma puede meterse entre las sábanas, no des vuelta al colchón los domingos pues pondrás
en peligro la vida del señor...
Es preciso despedirnos
a lo menos de don Juan.
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Rozó el oído de don Goyito y se extendió por la habitación, y entonces don Goyito se incorporó ligeramente y dijo,
«¿de dónde decís que sois?».
--Nací en Santa Rita, un pueblecito de Colombia, le explicó pacientemente la muchacha, allí pasé la niñez y la adolescencia con mi abuelita. Mi mamá vivía en Bogotá y venía
a vernos de cuando en cuando. No conocí a mi papá. Entré a
trabajar en la hacienda de don Olivo Almeida, donde mi abuelita hacía labores de costura. Pues bien, no habían transcurrido siquiera dos meses cuando una noche me desperté
sobresaltada. Tenía encima las manos de don Olivo desgarrándome el camisón. Quise gritar, levantarme, correr, pero
me agarró apretándome la garganta, hasta que la respiración
se me hizo imposible. Me ahogaba. Entonces me violó. Quedé
llorando. Él se sentó en la cama y lentamente dejó de jadear,
sacó un cigarro y se puso a fumar. «Estas cosas pasan, --me
dijeron después--, te acostumbrarás; además, bien mirado,
hasta puedes obtener ventajas...».
A horcajadas, nalgas suaves y duras, cuerpos alargados de peces marinos que se deslizaban entre las manos,
caminos de espuma hacia el pubis, caprichosas dunas que
se desplazaban entre el olor ardiente del sudor y las rosas,
vapores violáceos en el altiplano vientre, un cielo de seda
acariciaba los senos, roces ligeros de la mano, se retorcían
los dedos entre ligeros ligueros, apretaba la mano, hambre, o
quizá sed, o falta de aire, habría que suspirar profundamente, saciarse de los olores del vientre cálido y ondulante, habría que gritar, bramar como las vacas, aullar como los lobos
en las noches de luna, habría que gemir herido. Avanzaba,
apretaba, subía, subía, ah, la carne pringosa de sudor, bri-
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llaba la carne pringosa, boquiabierto, pliegues entre bucles,
se escurría la saliva entre los pliegues, rizos, los cuerpos se
balanceaban, peces marinos se contorsionaban dentro de
una caja hecha de tablas, olía a salitre, resbalaba la mano
entre los peces marinos, llena de saliva, goteaba, los cabellos
se enredaban y se arqueaba el cuello. Todos los colores entre
cortinas y humo de cigarros habanos, morenita linda, este
cigarro, roncoso, trigueña bonita, bolado, capote, así, linda,
qué labios tan suaves, tan suaves, capa, boleo, los párpados
entreabiertos, y al fondo los ojos negros, ay, corona, suave y
fuerte, así, linda, así, negrita, y el loro Quico revoloteando,
lorito real, lorito real.
--¿Ventajas, decís?, ¿qué clase de ventajas?, --preguntó
extrañado don Goyito--. ¿Y después? ¿Qué pasó después?
--Nada especial, señor. Lo que tenía que pasar. Me casaron con un sobrinito de don Olivo, un pobre muchacho
metido en la coca hasta los ojos. Vino mi mamá de Bogota,
y me ayudó a ponerme un traje blanco y un velo con flores
de azahar, y don Olivo, también vestido para la ocasión, me
condujo del brazo hasta la iglesia. Me pusieron una alianza
de oro en el dedo, me leyeron unas palabras. Después, una
fiesta con comidas y baile, canciones, risas, y al final, subí las
escaleras y empujé la puerta. Me vi de pronto frente a frente
a aquel muchacho inmóvil. La luz se filtraba a través de las
cortinas. Me solté el pelo y le rodeé el cuello con mis brazos,
pero él no pudo evitar un movimiento de retirada. Comencé
a desnudarme, despacio, tratando de llamar su atención, de
encender su deseo. Cuando estuve desnuda se abalanzó sobre mí como en un abrazo desesperado. Caímos sobre la cama. Abrazados, el muchacho casi no podía respirar, deshizo
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el abrazo y con la vista recorrió mis pechos, mi ombligo, mis
caderas, y en un gesto de desamparo se desmoronó cargando
todo su peso contra mi cuerpo. Comencé a acariciarle la nuca
con el propósito de tranquilizarle, después deslicé mi mano
por su espalda hasta llegar a su cadera. Al sentir mi mano
contonear su cadera, se levantó súbitamente y se sentó en la
cama, «lo siento, dijo, esto es un asunto de tío Olivo», luego
se levantó y anduvo abriendo los cajones de la cómoda, esnifando, llorando y riendo hasta el amanecer. Después de esto,
dígame, señor, qué podía esperar allá en mi tierra?
--La vida está llena de historias parecidas a la que acabáis de contarme, pero que nada tienen que ver con vos, doña
Inés. No vais a lograr impresionarme, porque conozco toda
vuestra vida minuto a minuto, y nada de lo que acabáis de
referirme ha existido en realidad. En el amor, no puede existir
violencia, si acaso timidez y ensueño. Cuando una noche, en
Morfeo, todos creíamos que la representación de Don Juan
iba a ser un rotundo fracaso, pues, además de las dificultades con el alumbrado, una de las botas de don Juan había
perdido el tacón, lo que le obligaba a cojear cómicamente, vos
salvasteis la velada, con apenas un susurro:
¡Don Juan!, ¡Don Juan!, yo lo imploro
de tu hidalga compasión.
Y el público rompió en aplausos levantándose de las butacas viendo vuestra blanca silueta doblarse en los brazos de
don Juan.
--Seguís confundiéndome, señor, yo soy Custodia Barrientos, no soy ninguna doña Inés, ya le he dicho que estoy
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acá por encargo del ayuntamiento para cuidarle y atenderle,
insistió la muchacha de nuevo. Pero don Goyito prosiguió como si no la hubiera oído:
--Con demasiada frecuencia recurrís las mujeres a inventaros un personaje imaginario donde poder instalaros sin
mayores riesgos. Lo que sucede es que necesitáis engañaros a
vosotras mismas para hacer lo que luego, cuando ya es tarde,
lamentáis. Escuchad atentamente las voces de los loros que
habitan arriba en la cámara y os convenceréis de lo que os
digo. Escuchad, escuchad al loro Quico:
¡Oh! Sí, bellísima Inés,
espejo y luz de mis ojos;
--Sigo sin oír nada. No oigo nada, no oigo la voz de ningún loro...
--Y sin embargo, el loro Quico os llama por vuestro nombre, doña Inés, doña Inés, ¿oís, ahora?
mira aquí a tus plantas, pues,
todo el altivo rigor.
Os empeñáis en no oírlo, no queréis escucharlo siquiera.
Os preguntaréis, sin embargo, cómo conoce vuestro nombre
¿no? ¡Vos misma se lo enseñasteis, allá en Buenos Aires, haced memoria! Quico, el guacamayo rojo que desplegaba las
alas con diversos colores, amarillos, azules, rojos, y comía
pétalos de rosa. Lo había traído Pepita Serrador de Cartagena
de Indias después de una de sus giras. Vos trabajabais como primera figura y yo como escenógrafo ¿Lo recordáis aho-
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ra? Fui yo quien modificó los estilos de entonces, e introduje
nuevos efectos y una decoración más dinámica. Pasaba las
noches pensando en la confección de los escenarios. Viajé a
Londres y Berlín, donde se había puesto de moda el giróscopo
humano, los efectos de la velocidad o el fuego, o las olas del
mar en el escenario. ¡El mar en el escenario!, y sin embargo
lo conseguí, fue un éxito arrollador. Parece que estoy viendo
a Lorenzo Carballal, aquel rapaz gallego que en una escena
de playa se dejó atar a un poste del escenario para probar las
nuevas técnicas que había traído de Europa. «Estou convencido, don Goyito, de que no mundo todos estamos tolos», decía
mientras sujetaban sus brazos y sus piernas para conseguir
un mayor efecto dramático. Pero cuando llegó el momento y
las gigantescas olas invadieron el proscenio, Lorenzo comenzó a gritar: «¡Botaime fora d'aquí, botaime fora, que sou de
Mondoñedo, y non sé nadar!, ¡botaime fora!», y es que aquello
parecía el mar, realmente.
«¡Hombre, Carballal, que no es para tanto!, ¿a qué vienen
esos gritos?», le preguntaban, y el respondía: «Escoita, escoita, farruquiño, ¡a ver se che colle no teu caletre!, pro ¿quén é
o guapo que poide runfar de coñocer o qué vai a facer o mar?,
deixa, deixa, que xa di o refrán: `D'auga mansa librenos Dios,
que d´a brava librámonos nós!'. ¿Entendiche ben?».
¡Ya veo que ahora recordáis!, ¡Claro! Y vos entonces erais
también la Ofelia de Hamlet, la Roxanna de Cyrano, la Margarita de Fausto... Nada había en el mundo que pudiera compararse a vuestra hermosura, vuestra gracia, vuestro encanto.
Cada movimiento, cada gesto, cada palabra y cada silencio
hacía que todo se eternizara a través de las luces y los decorados del escenario. Recordad, recordad ahora, cómo en
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los entreactos, o terminada la función, Quico repetía vuestro
nombre y lo gritaba en el hotel y en los cafés de la calle Corrientes, entre los versos encendidos del Tenorio.
¡Oh!, sí, bellísima Inés,
espejo y luz de mis ojos;
¡Ahora, por fin, lo recordáis! ¡Ya lo sabía yo! Después, vos
ya no estabais. Fue cuando llegaron los ángeles armados con
espadas de fuego y los hombres quedaron transformados en
materia confusa e inerte, torbellino vertiginoso de los sueños.
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IV
Querido alcalde:
Gracias una vez más por tu amabilidad.
En mi carta anterior te hablaba de Australia y de sus
sorprendentes paisajes. Espero que te hayan gustado los folletos que te envié.
Me propuse no dejarme en el tintero nada que yo supiera
o recordara respecto a mi familia y que pudiera servir como
antecedente para llegar a un mejor esclarecimiento de la enfermedad de mi tío. No acabo de ver claro el diagnóstico que le
hicieron los médicos en el informe que me enviasteis. ¿Está o
no paralítico? ¿Tiene su parálisis una causa orgánica? ¿Es o
no, un esquizofrénico? Mi opinión es que tío es un visionario;
un pobre loco, si lo prefieres así, pero un loco que tiene derecho a soñar. Como sobrina y tutora creo que a lo máximo que
puedo aspirar es a permitir que pueda vivir el tiempo que le
quede en este mundo con la sensación de que está realizando
sus sueños.
Si te digo que mi tío es un loco, lo hago, créeme, utilizando este adjetivo en la más tierna y cariñosa de sus acepciones, entre otras razones porque ya estoy familiarizada con su
uso, que no me asusta en modo alguno, ya que la condición
de la locura estuvo siempre muy unida a mi familia, especialmente por línea paterna y masculina. Capricho, quizá de la
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genética, pero es un fenómeno rigurosamente comprobable.
Quiero decir que esta conclusión es fácilmente asequible para
cualquier observador por poco avezado que sea.
Como simple curiosidad voy a enumerarte algunos hechos que se atribuyen a mis parientes más cercanos, y que
no te serán del todo desconocidos por haberse producido muchos de ellos en el mismo Torremocha.
Mi bisabuelo, cuyo nombre de pila era Leoncio, vivió su
madurez y su larga vejez diciendo ser don Diego Tabares,
mariscal de campo de los Reales Ejércitos y caballero de la
orden de Santiago, entre otros muchos títulos y dignidades.
Contaban de él que, al igual que su padre y que mi tío Goyito,
gustaba de leer libros hasta altas horas de la madrugada y
miraba el cielo de los amaneceres a través de un telescopio.
Precisamente uno de sus libros lo conservo en mi poder, más
que nada por su rareza. Está fechado en 1783, y según tengo
entendido, mi bisabuelo juraba que había sido escrito por
otro antepasado suyo, de nombre Sileno. El libro se anunciaba como una «Tentativa de nave atmosférica y posibilidad
de navegar por el aire», y en él se describía el dibujo de un
extraño artefacto mitad barco, mitad aeroplano. La nave, según rezaba la factura del mismo, debía ser «toda ella de lienzo
delgado y encerado, contenido con aros lo más ligeros que se
pueda».
Además de éste y otros libros, y del telescopio del que
ya te he hablado, mi bisabuelo Leoncio tenía colgados en las
paredes de su dormitorio varios cuadros, entre ellos un gran
retrato al óleo que, aseguraba, le había hecho de encargo «un
pintor de la Corte» y cuyos rasgos faciales difícilmente podrían corresponderse con los de otros retratos y daguerro-
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tipos suyos, en los que destacaba siempre la pechera de un
uniforme repleta de medallas y condecoraciones. También
había colgado varios pergaminos. Uno de ellos rezaba: «Real
Carta Executoria de la refidencia tomada al brigadier Don
Diego Tabares, Gobernador y capitán General de la Provincia
de la Nueva Andalucía, Cumaná y Guayana, Intendente de
la Real Hacienda, Superintendente de Cruzada, Vice-patrono
Real y Superintendente de las Reales Fábricas, firmada de su
Magestad y refrendada por su secretario Don Joseph Ignacio
de Goyeneche, a Consulta del Real y Supremo Consejo de Indias»; otros daban fe de méritos diversos: marqués del Teatro,
grande de Moncalvillo, caballero de la orden evangelizadora
del Nuevo Mundo.
Después de todo esto, poco podía extrañar a nadie que el
cura que le asistió en los últimos momentos sólo consiguiese
que accediera a los sacramentos cuando se avino a tratarle
de excelencia, «No importa tanto cómo se nace, sino cómo se
muere, y yo quiero morirme llevando el debido tratamiento,
pues seguro que en el Cielo existen también grados» le dijo,
como haciéndole a su vez una última recomendación.
El bisabuelo Leoncio tuvo trece hijos, y uno de ellos fue
mi abuelo Santiago, del que te hablaré en la próxima carta.
Un abrazo.
Clarinda.
P.D.
Recuerdo que mi tío Goyito leía asiduamente la historia
de Roma, y cuando quería intervenir en una conversación,
o dar su opinión, lo hacía arrancando con una sentencia o
alguna frase de un célebre general o cónsul, o emperador ro-
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mano. Después su interés derivó hacia el teatro y el cine,
recitaba versos enteros de Don Juan Tenorio, o de Hamlet,
para terminar canturreando felizmente, «¡Parlami d'amore,
Mariú!...».
Otra P.D.
¿Sabes quién estuvo, hoy, en la embajada? Alejandro Antón, el hijo del Francisco y la Catalina, los de la panadería de
Torremocha. Nos llevamos una sorpresa, y una gran alegría.
La verdad es que si no es por los papeles no lo reconozco. Me
contó que después de la mili se marchó a Londres, y allí trabajó en hostelería. Después de pasar en Londres unos años,
decidió venirse a Sidney. Ahora parece un verdadero inglés:
se hace llamar Alex d'Anton, se ha teñido el pelo de rubio,
lleva perilla, y habla un inglés b-2(n)-2( 2(n)-b-2(n)-2(n2(n)-b-2(es)-2( )-3
Tiene. 22(un. 22(club,. 22(dLone. 22(of(ree. 22(comidas. 22(y. 22(un. 22(d
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V
Flexionaba y extendía la pierna sobre el muslo izquierdo con suavidad pero con eficacia. Una vez, dos, tres veces.
Después el brazo sobre el antebrazo, «no hay que desfallecer,
la voluntad, sobre todo, ya verá como esto marcha; eso, otra
vez, así...».
--Sabed, Don Juan, que estos días pasados hablé con
Doña Inés de Ulloa y está dispuesta a comenzar las representaciones en Morfeo... Creo que no debemos posponer por
más tiempo los ensayos. Annio, Pretor de los Latinos, tratando éstos en Junta qué responderían a los romanos, dijo: lo
que conviene deliberar es lo que hemos de hacer, no lo que
se ha de hablar; fácil será acomodar después los motivos a
los hechos. Por eso, insisto, debéis no abandonaros. Tenéis
una planta gallarda y poseéis una voz sonora y persuasiva,
y cuando actuáis, las palabras brotan de vuestra boca como
una canción a la que quedan prendidos los más profundos
sentimientos. Conocéis bien las reacciones d
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