La conducta agresiva en preescolares: revisión de factores implicados y
evolución.
FUENTE: PSIQUIATRIA.COM. 2001; 5(1)
M. Dorado Mesa. y M. C. Jané Ballabriga.
Departament de Psicologia de la Salut i Psicologia Social.
Unitat de Psicopatologia Clínica Infanto-Juvenil.
Universitat Autònoma de Barcelona.
E-mail: montserrat.dorado@uab.es
Reconocimientos: Este trabajo ha sido elaborado dentro del proyecto Fondos de Investigación Sanitaria Ref.: 99/1199
PALABRAS CLAVE: Agresividad preescolar, factores de riesgo, evolución.
Resumen
La conducta agresiva en preescolares está influenciada por factores individuales, familiares y ambientales. Entre
los factores individuales se encuentra el temperamento, el sexo, la condición biológica y la cognitiva. La familia
influye a través del apego, el contexto interaccional global, la psicopatología de los padres y el modelo
educacional paterno. La televisión, los videojuegos, la escuela y la situación socioeconómica son también factores
influyentes. No todos los investigadores coinciden en la implicación de estos factores, algunos parecen tener más
peso y existe una moderación de los efectos de unos sobre otros. Tampoco a todos los sujetos les afecta por igual
la misma situación de riesgo. Normalmente la agresividad en preescolares evoluciona negativamente, es por ello
que necesitamos más estudios que aclaren de qué forma afectan las diversas condiciones de riesgo y cómo
contrarrestar sus efectos.
Abstract
Preschool aggressivity is affected by individual, familiar and environmental factors. The individual factors are
temper, gender, biological and cognitive condition. The family influences by attachment, coparenting, parent's
psychopathology and parenting. Television, videogames, school and socioeconomic status are influeciating factors.
Investigators don't agree in the effects of all factors, some of them are more important, and ones moderate
others. The subjects are not influenced in the same way by all the risk situations. Usually preschool aggresivity
continues negatively, that's why we need more studies to clarified how the risk conditions affect and how to resist
its implications.
Key words: Preschool aggresivity, risk factors, evolution.
Introducción
La agresividad siempre ha sido un tema de actualidad, especialmente la agresividad juvenil. Estos jóvenes que
destacan por su hostilidad suelen poseer un historial de conductas agresivas que se remonta a edades tan
tempranas como las del periodo preescolar.
No hay un acuerdo unánime en la definición de agresividad; no se la considera un trastorno (no está como tal en
ninguna clasificación diagnóstica), sino, más bien una conducta desadaptada que se une frecuentemente a ciertos
trastornos. Diferentes definiciones resaltan la intencionalidad, el modo en que se produce, el resultado al que
llegan, etc..., pero ¿cuando podemos decir que un niño que muestre una conducta hostil es un niño agresivo?. La
conducta agresiva es normal en ciertos periodos del desarrollo infantil, la agresividad llamada manipulativa está
vinculada al crecimiento y cumple una función adaptativa. Entonces, ¿a qué nos referimos cuando decimos que un
niño es agresivo?. Nos aventuraríamos a definir al niño agresivo como aquel que presenta conductas hostiles
recurrentes (físicas y/o verbales) en la resolución de conflictos o consecución de objetivos, sin que éstas
respondan a una provocación hostil real. Con esta definición se llama la atención sobre los aspectos de frecuencia
excesiva e inadaptabilidad de estas reacciones, no entrando en consideraciones de intencionalidad o resultado real
de la agresión.
La agresividad también ha sido objeto de múltiples clasificaciones: la forma enfrentada versus no enfrentada
(Crick y Grotpeter, 1995), la agresividad física versus verbal, instrumental versus reactiva, y los diferentes tipos
de agresividad propuestos por la etología, entre otras. También se podrían enumerar las diferentes teorías desde
donde se explican las reacciones de hostilidad.
Estamos ante un concepto amplio, por lo que se debe delimitar claramente a qué nos referimos cuando
realizamos un estudio sobre agresividad. La mayoría de investigaciones, sin embargo, no ofrecen una definición
previa. Se ha de contar con esta limitación metodológica y aceptar que se pueden encontrar resultados
contradictorios motivados por esta falta de acuerdo previo a la investigación.
La conducta agresiva combinada con otros tipos de conductas inadaptadas presenta un cuadro más grave, con
más problemas de interacción y peor pronóstico.
Los niños agresivos hiperactivos de 4 meses son más problemáticos que los niños agresivos, los hiperactivos y el
grupo control. Las diferencias se acentúan con la edad, a los 8 años son el grupo percibido más negativamente
por sus madres, con más desventajas ambientales y más problemas escolares (Sanson, Smart, Prior y Oberklaid,
1993).
Los niños agresivos retraídos tienen un peor ajuste que los niños agresivos y los retraídos. La combinación de
varias conductas desadaptadas aumenta la vulnerabilidad hacia problemas de interacción. Varios autores explican
estos déficits en la interacción basándose en la interpretación que hacen los demás cuando se combina la
agresividad con una postura de retraimiento; también sugieren que el comportamiento retraído podría ser un
marcador de otro tipo de déficit social; o la postura agresiva podría tener otras connotaciones negativas derivadas
del retraimiento (son niños más persistentes en ganar, asociales, etc...) (Ladd y Burgess, 1999)
El mal funcionamiento adaptativo, referido a la ejecución de las actividades diarias que requieren suficiencia
personal y social, se considera un índice de mal pronóstico. Niños caracterizados por hiperactividad-impulsividadinatención más agresividad y que, además, tienen una mayor disfunción adaptativa, son diagnosticados con
mayor frecuencia de trastorno de conducta y depresión mayor en comparación con los niños de igual diagnóstico
pero con un buen funcionamiento adaptativo. Los padres de estos niños más desfavorecidos suelen presentar
conductas paranoicas y utilizar prácticas de educación menos positivas con sus hijos. (Shelton, Barkley, Crosswait
et al., 1998; Greene, Biederman, Faraone et al., 1997)
Lo que en definitiva nos aportan estos estudios longitudinales es la idea de que la agresividad se hace patente ya
en edades preescolares, que tiende a continuar y que si además se combina con otras conductas problema o una
condición desadaptada la evolución es más negativa.
En los estudios sobre agresividad infantil se ha hablado de muchos posibles factores implicados, algunos
derivados del niño, otros familiares, de interacción y ambientales.
Tradicionalmente se ha dicho que estos niños tienen un temperamento difícil, pueden tener pequeños problemas
neurológicos, se mueven en ambientes deficitarios, en su familia hay problemas matrimoniales, éstas son familias
coercitivas, posiblemente tengan una madre deprimida o con alguna otra psicopatología y hayan tenido un apego
inseguro.
Factores individuales
Los aspectos propios del niño a los que la literatura normalmente se refiere son básicamente el temperamento,
las diferencias de género y la condición neurológica-cognitiva.
Temperamento
Considerando 4 tipos de temperamento: activo, variable, tímido y nervioso, en niños de 4 años, se observa que el
carácter activo y el humor variable correlacionan positivamente con agresividad en niñas, en cambio en niños no
se hallan correlaciones significativas, únicamente una tendencia hacia la hostilidad entre los niños activos (Hinde,
Tamplin y Barrett, 1993).
Los aspectos de dificultad y resistencia al control, características temperamentales observadas en bebés, son
buenos predictores de conducta externalizante en edad preescolar y a los 8 años. La resistencia al control predice
problemas de conducta externalizantes pero no internalizantes, mientras que el constructo de dificultad predice
ambas conductas problema. (Bates, Bayles, Bennet et al., 1991).
Los niños agresivos tienden hacia el psicoticismo, muestran despreocupación por los demás, gusto por burlarse de
otros, una alta extraversión, temperamento expansivo e impulsivo, e inclinación por las situaciones de riesgo. Su
autoestima, contrariamente a lo que tradicionalmente se piensa, se sitúa dentro de márgenes aceptables; aunque
se tendría que ahondar en este sentido ya que se describen dos tipos de agresores: los instrumentales, que
buscan demostrar su dominio y no manifiestan emociones negativas y los reactivos que responden hostilmente a
cualquier indicio de amenaza. Posiblemente el segundo grupo tenga una autovaloración más negativa.
Numerosos estudios identifican el temperamento como moderador de las interacciones del niño con sus
cuidadores. Siguiendo la explicación que nos aporta el modelo biopsicosocial, la secuencia podría ser la siguiente:
niños con un carácter activo, intenso, irritable, tienen más probabilidad de reaccionar de forma conductualmente
inapropiada o exagerada ante cualquier pequeña dificultad. Estos niños, debido a su conducta explosiva, tienden a
crear estrés en su relación con la madre. Esto puede hacer que estas madres tiendan a evitar el contacto con su
hijo "difícil" y a percibir la conducta del niño como problemática; esto implicaría una interacción madre/hijo
defectuosa, que puede ser el inicio del desarrollo de ciclos coercitivos que llevan a la instauración de conductas
agresivas (Maccoby y Jacklin, 1980; Sanson, Oberklaid, Pedlow y Prior, 1991; Patterson, Dishion y Reid, 1992).
En esta secuencia no sólo el temperamento estaría implicado, sino también una falta de recursos familiares para
responder adecuadamente a las dificultades de interacción del niño y unas circunstancias ambientales estresantes
(Sanson, Smart, Prior y Oberklaid, 1993).
La perspectiva materna del temperamento del niño es buena predictora de conducta agresiva en preescolares.
Algunos autores consideran el temperamento infantil como una medida interaccional madre-hijo más que un
aspecto intrínseco del niño (Pettit y Bates, 1989; Prior, Smart, Nursey, Sanson y Oberklaid, 1991),
El temperamento también puede hacer la función de factor protector. Un temperamento positivo facilita el
desarrollo de interacciones dentro y fuera de la familia y, por lo tanto, ayuda en la adaptación social del niño
(Werner y Smith, 1982).
Condición neurológica
Se ha relacionado la actividad MAO plaquetaria disminuida con una capacidad pobre de control de impulsos.
Suicidas, pirómanos, agresores físicos y adolescentes crueles con los animales poseen niveles bajos de
serotonina. En sujetos agresivos la dopamina y la noradrenalina suelen estar aumentadas. Recientes
investigaciones sugieren que la serotonina aporta el carácter impulsivo e irritable a los sujetos agresivos, y la
noradrenalina marca la dirección de esta hostilidad.
Tabla 1: Relación Neurotransmisores - Conducta Agresiva
Baja SE + Alta NA
tendencia a trastorno impulsivo de la personalidad con agresiones hacia el medio
Baja SE + Baja NA
tendencia hacia depresión con agresiones hacia el propio sujeto
(Buschbaum, Coursey y Murphy, 1976; Linnoila, DeJong y Virkkunen, 1983; Pucilowski, Kozak y Valzelli, 1986;
Sieven y Davis, 1991).
Las estructuras límbicas y los lóbulos frontal y temporal son los centros donde la mayoría de hallazgos sitúan la
expresión de la agresividad. Un reciente estudio sobre la activación frontal del hemisferio derecho frente a la del
izquierdo descubre que en niñas de 4 y 8 años con trastorno oposicionista hay una mayor actividad frontal
derecha; mientras que los niños también con trastorno oposicionista no muestran esta asimetría. Las niñas sanas
no presentan asimetría o predomina la activación frontal izquierda; y los niños sanos tienen una mayor actividad
frontal derecha. Las asimetrías en el córtex frontal no implican directamente una categoría diagnóstica, sino que
reflejan un estilo afectivo característico y una vulnerabilidad hacia la psicopatología (Baving, Laucht y Schmidt,
2000; Davidson, 1998).
Diversos autores sugieren que la testosterona en el útero promueve el crecimiento del hemisferio derecho en
varones, y que el estrés prenatal materno podría invertir este patrón haciendo que se desarrollara más el
hemisferio izquierdo que el derecho en varones. (DeLacoste, Horvath y Woodward, 1991; Ward y Weisz, 1980).
Otro innovador aspecto recientemente estudiado es la relación entre pequeñas anomalías en la fase "fidgety" de
los Movimientos Generales del bebé y una predisposición a desarrollar un trastorno neurológico menor, un
trastorno de atención con hiperactividad (ADHD) y/o conducta agresiva (Hadder-Algra y Groothuis, 1999).
En el periodo que va desde la concepción hasta los 3/4 meses de vida, el bebé realiza unos Movimientos
Generales característicos que se dividen en tres fases: "preterm", "writhing" y "fidgety". Se ha visto que una fase
"fidgety" medianamente anormal en el sentido de falta de fluidez en los movimientos, es predictora de problemas
de conducta en edad escolar.
Experimentos realizados con animales sugieren que la ligera anormalidad de la fase "fidgety" se asocia con una
disfunción en el sistema monoaminérgico, lo cual explicaría su relación con problemas atencionales (ADHD se
asocia con disfunción dopaminérgica en los circuitos frontalestriados) y la conducta agresiva (relación con
anomalías en sistema serotoninérgico). Estas disfunciones monoaminérgicas podrían estar relacionadas con
pequeñas hipoxias tempranas (Hadders-Algra, 1996; Mallard, Williams, Johnston et al., 1995).
Las implicaciones clínicas de esta investigación son muy interesantes: un niño con una fase "fidgety" medio
anormal está predispuesto a desarrollar un trastorno neurológico menor, ADHD y agresividad, siempre y cuando
se den suficientes condiciones ambientales adversas. Podríamos, por tanto, prevenir a los padres de estos niños
que sus hijos tendrán un carácter especial que les hará menos tolerantes a las situaciones estresantes o
problemáticas.
Condición cognitiva
Los niños con problemas de conducta suelen tener dificultades en la lectura y déficits en las habilidades verbales.
Moffitt (1993) encontró que aquellos niños con problemas antisociales tenían un Cociente Intelectual 8 puntos por
debajo de la media, puntuación que reflejaba sobre todo déficits en los subtests verbales.
Los retrasos en el desarrollo mental se han relacionado con el apego desorganizado a la edad de 18 meses, y con
la falta de implicación de la madre en el cuidado de su hijo (Lyons-Ruth, Alpern y Repacholi, 1993).
Se ha observado que las estructuras cognitivas, definidas como representaciones mentales derivadas de la
memoria de experiencias pasadas, tienen implicaciones en el control cognitivo de la conducta agresiva. El niño
que acude a representaciones que rememoran eventos hostiles tendrá más probabilidad de procesar la
información de manera hostil, interpretar situaciones ambiguas como amenazantes, y responder de forma
agresiva a la situación planteada (Salzer, Laird y Dodge, 1999).
Diferencias de sexo
Siempre se ha dicho que los niños son más agresivos que las niñas, que hay más casos de niños agresivos que de
niñas, pero parece que en los últimos tiempos estas diferencias tienden a minimizarse, probablemente debido a
cambios socioculturales y de rol del sexo femenino.
En referencia a factores biológicos y cognitivos, ningún sexo está en desventaja respecto del otro, las diferencias
emergen en la edad escolar con el proceso de socialización. Los varones están menos preparados
psicológicamente que las niñas ante la situación de aprendizaje, tienen más problemas de adaptación y
orientación. Esto puede deberse al nivel de maduración, los niños tienen más deficiencias en lenguaje y
habilidades motoras que las niñas a estas edades, lo que hace que aumente la vulnerabilidad a desarrollar
problemas de adaptación.
Algunos autores opinan que las niñas tienden a desarrollar conductas cooperativas inculcadas por la madre a
temprana edad (ayuda en tareas del hogar, etc..) modelo que luego aplican a la situación escolar. También se
sugiere que los niños suelen desarrollar conductas competitivas, mientras las niñas fomentan la empatía. En
definitiva, parece que las chicas están más influenciadas por factores interaccionales, mientras que en los chicos
habría un mayor peso de los aspectos temperamentales (Prior, Smart, Sanson y Oberklaid, 1993).
En el trabajo de McFadyen-Ketchum, Bates, Dodge y Pettit (1996) no se encontraron diferencias en los niveles
iniciales de agresividad entre niños y niñas, pero sí en la evolución de ésta. Partiendo del supuesto de que madres
coercitivas y/o madres poco afectivas predisponen al niño a desarrollar conductas agresivas, se comprobó que a la
edad de 4/5 años este supuesto se cumplía en un alto porcentaje de niños y niñas, pero, manteniéndose esta
situación de riesgo durante unos 3/4 años, los niños aumentaban o mantenían su agresividad, y en cambio las
niñas la disminuían. Estos resultados no se debían al hecho de que los niños fueran cualitativamente más
agresivos que las niñas en las primeras etapas.
Una de las posibles explicaciones de estas diferencias de género en la evolución de la agresividad se basa en el
modelo interaccional de Patterson, Dishion y Reid (1992) donde los autores postulan que hay 2 mecanismos
interaccionales que afectan a la instauración y mantenimiento/cambio de las conductas agresivas: el
entrenamiento coercitivo y la práctica parental positiva.
El entrenamiento coercitivo sigue el siguiente esquema:
Es en este último paso donde hipotéticamente encontraríamos diferencias entre un niño y una niña. Mientras que
para los varones la secuencia sería la original (escape), para las féminas se mantendría el castigo (las madres
siguen con su respuesta coercitiva), haciendo que las niñas disminuyan su agresividad como única vía de evitar el
castigo.
También se postulan diferencias en el segundo mecanismo: así como las madres de niños varones aprueban la
conducta prosocial e ignoran la agresividad haciendo que disminuyan las conductas agresivas; en el caso de las
niñas, estas madres tenderían a ignorar las conductas prosociales y a aprobar las agresivas.
Existen otras explicaciones a esta evolución diferencial, como podría ser la implicación de la escuela. La
desaprobación por parte de profesores y compañeros podría incitar a las niñas a abandonar su postura hostil; la
misma escuela puede advertir a las madres que están siendo demasiado duras con sus hijas, etc... O puede que
las niñas desarrollen otras conductas patológicas no agresivas como respuesta a la conducta coercitiva materna.
La autonomía que dan las madres a sus hijos, repercute de forma diferente según el sexo del niño. Las madres
menos controladoras contribuyen a la disminución de la conducta agresiva en niñas pero no en niños (Pianta y
Caldwell, 1990).
En estudios sobre apego, se observa que el apego evitativo predice agresividad y retraimiento en niños pero no
en niñas. En cambio, la hostilidad materna es predictiva para ambos sexos a la edad de 3,5 años (Renken,
Egeland, Marvinney et al., 1989)
En resumen, hay una interacción desigual entre madre-hijo dependiendo de que este hijo sea un niño o una niña,
y debería ser objeto de posteriores investigaciones averiguar en qué se basa esta diferencia. Podría ser
interesante analizar la relación padre-hija; tener en cuenta factores como el humor, la sensibilidad, las formas
diferentes de afecto, uso del sarcasmo, etc...
Esta interacción desigual podría ser motivada por las atribuciones que hacen los padres sobres sus hijos/hijas. La
agresividad suele considerarse "normal" entre los chicos, en cambio, entre las chicas se considera inhabitual. De
esta manera, la misma conducta hostil cuando se da entre dos niños se toma como natural, pero si se produce
entre dos niñas puede ser motivo de preocupación, castigo o alarma.
Factores familiares
Se han estudiado como factores de riesgo parentales aspectos como la depresión materna antes del parto,
psicopatología, autoestima, representación interna de las relaciones, familia monoparental, estresores familiares
tales como masificación de familiares dentro de una misma casa, bajo nivel económico, conflicto matrimonial,
etc...
Padres como modelos y como educadores - Estilo parental
Las respuestas inapropiadas de los padres ante la conducta del hijo, la enseñanza de pautas de comportamiento
inadecuadas y el modelado de los padres, tienen implicaciones en la instauración y mantenimiento de conductas
agresivas.
La falta de habilidades sociales y los rasgos antisociales de los padres se consideran factores de riesgo familiares
(Patterson y Bank, 1989). Los rasgos antisociales maternos se consideran los principales contribuidores a la
instauración de interacciones coercitivas. En los ambientes familiares coercitivos es frecuente la escasa o nula
utilización de técnicas positivas de motivación y de guía en la educación de los hijos. Estos padres suelen no dar
muestras de aprobación hacia su hijo, no respetar la autonomía de éste y ser demasiado controladores.
Diversos autores describen a los niños que se ven inmersos en situaciones coercitivas como sujetos que no han
aprendido las habilidades sociales necesarias para relacionarse con los demás; no se les ha enseñado a ser
disciplinados en la consecución de objetivos; ni han aprendido a aceptar la crítica.
Los niños agresivos tienden a atribuir más intenciones hostiles a sus semejantes cuando la situación de
provocación es ambigua. Las madres de estos niños agresivos también tienden a realizar más atribuciones de
hostilidad a las conductas de sus hijos; atribuyen la mala conducta del niño a rasgos de personalidad negativos,
responsabilizan más al niño por su conducta, se sienten más heridas por esas malas conductas y utilizan una
disciplina más dura para intentar evitarlas. En varios estudios aparece una correlación positiva entre la
agresividad infantil y la tendencia de las madres a realizar atribuciones hostiles a la conducta de sus hijos. El
sesgo en la percepción y procesamiento de la información se cree que puede ser transmitido de padres a hijos
(Dix y Lochman, 1990; Pettit, Dodge y Brown, 1988).
Psicopatología familiar
Se ha relacionado la sintomatología depresiva y la hostilidad materna con conductas agresivas en escolares. La
depresión materna predice problemas externalizantes en preescolares y multiplica por seis el riesgo de trastorno
de conducta en el niño. Estos síntomas depresivos pueden estar presentes en las primeras etapas de la vida del
niño y condicionar el establecimiento de un apego desorganizado (Campbell, 1991; Lyons-Ruth, Alpern y
Repacholi, 1993; Jané, Araneda, Valero y Domènech, 1999).
La falta de implicación de la madre en su relación con su hijo no parece guardar relación con las conductas
agresivas de los niños. Sí se da una fuerte relación entre la agresividad infantil y los problemas psicosociales
maternos (Lyons-Ruth, 1996).
Otros trastornos de los padres que se han relacionado con la agresividad infantil son: trastorno de personalidad
antisocial, depresión mayor y abuso de sustancias Estas disfunciones son más comunes entre los padres de niños
con un Trastorno de Conducta (TC) o con TC combinado con ADHD, que entre los que sólo padecen ADHD
(Biederman, Munir y Knee, 1987).
Dinámica familiar
Se debe hacer una distinción entre las relaciones padre-hijo y las interacciones recíprocas que se dan entre todos
los miembros de la familia, es decir, entre la diada adulto-niño y el contexto interaccional familiar.
Las investigaciones sobre familias se han centrado sobre todo en el papel influenciador de la interacción madrehijo, poco se ha hablado del efecto del apoyo mutuo e implicación de los dos padres en la crianza de su hijo
("coparenting") Dentro de este contexto interaccional familiar hay ciertos procesos que destacan por su posible
implicación en el desarrollo de sintomatología externa e internalizante en el niño:
- hostilidad y competitividad: Uno de los más estudiados predictores de adaptación infantil en trabajos sobre
familias ha sido el conflicto marital. Se ha visto que cuando esta hostilidad se expresa abiertamente e implica al
niño, éste muestra claros signos de ansiedad, incluso en edades muy tempranas (Cumming y Daves, 1994). Pero,
cuando esta situación no envuelve al niño, el impacto no es tan negativo. El estrés marital no es un fenómeno
unidireccional, determinados aspectos del matrimonio inciden diferencialmente en el ajuste del niño; así como el
niño también incide en el matrimonio.
En definitiva, no hay datos consistentes sobre las secuelas del conflicto matrimonial observado en los primeros
años de vida. Pero se podría hipotetizar en este sentido que la hostilidad marital actúa como factor ambiental de
inconsistencia, incitando al niño a experimentar desequilibrio interno e incertidumbre. Con el tiempo este
desequilibrio constante podría evolucionar hacia la frustración e impulsividad, que a la larga daría lugar a
problemas conductuales. De esta manera la dimensión hostilidad-competitividad sería factor de riesgo para el
desarrollo de sintomatología externalizante.
- implicación diferencial entre padres: El distanciamiento, o la exclusión, de uno de los padres en la interacción
con el niño puede ser experimentado por éste como un vacío en la familia, impulsando al niño hacia sentimientos
de inseguridad, ansiedad, tristeza, etc... llevándole al desarrollo de sintomatología internalizante.
- armonía familiar: Ésta actuaría como factor protector, aumentando el sentimiento de seguridad, ayudando a una
mejor adaptación del niño y al desarrollo de conductas prosociales.
Otro aspecto a considerar en este contexto multifactorial es el "coparenting" encubierto: cómo promueve el padre
y la madre por separado la cohesión familiar cuando el otro cónyuge no está, qué imagen de éste le dan al niño,
si lo descalifican, aprueban, etc.. (McHale y Rasmussen, 1998). Los resultados del estudio de McHale apoyan la
hipótesis de que altos niveles de Hostilidad-Competitividad y bajos de Armonía familiar se asocian a puntuaciones
elevadas de agresividad en edad escolar. Por otro lado, los niños menos problemáticos eran aquellos que tenían
un padre que promovía la cohesión familiar y una madre poco crítica con la postura de su compañero.
Estos últimos resultados son consistentes con otras investigaciones que demuestran que los padres, más que las
madres, son los que más sentido de cohesión familiar aportan. También es interesante saber que los padres más
cohesionistas son aquellos que tocan más frecuentemente a su hijo de 30 meses cuando juegan; y que estas
familias están centradas en el niño y existen pocas discrepancias entre los cónyuges (Grugan y McHale, 1997).
Otro dato que aporta el estudio de McHale es la observación de que las mujeres que provienen de ambientes
familiares estresantes tienden a ser más críticas con su pareja delante de sus hijos. También coincide que las
familias que muestran altos índices de hostilidad-competitividad durante la infancia del niño, son las que en el
periodo preescolar tienen madres más críticas con sus maridos. Ambos índices por separado (criticismo materno y
hostilidad-competitividad) aparecen como buenos predictores de conducta agresiva en edades preescolares.
Un aspecto que no ha sido objeto de muchas investigaciones es la implicación de los hermanos en el desarrollo de
problemas de conducta. García, Shaw, Winslow y Yaggi (2000) destacan que el conflicto entre hermanos es
predictor de conductas agresivas siempre y cuando se dé conjuntamente con un rechazo por parte de los padres.
El efecto es siempre de modelado de los hermanos más mayores hacia los pequeños, que tienden a imitar aquello
que hacen sus hermanos, ya sean conductas prosociales como desadaptadas.
Apego
Existen 4 patrones de apego: organizado-seguro, organizado-evitativo, organizado-ambivalente y desorganizado
(Ainsworth, Blehar, Waters y Wall, 1978; Main y Solomon, 1990).
Inicialmente se asoció el apego evitativo con la conducta agresiva en niños, pero en la actualidad se ha visto que
es más acertado hablar de apego desorganizado como precursor del comportamiento agresivo infantil. Este último
se refiere a la falta o colapso de estrategias para organizar respuestas que resuelvan la necesidad de confort y
seguridad que tiene el niño ante situaciones estresantes. Las formas de conducta desorganizada son
idiosincrásicas, cada niño presenta una forma característica, incluyen aprehensión, incertidumbre, conducta
depresiva, evitativa, confusión, disforia, cambios de conducta y otros conflictos conductuales.
El tipo de apego desorganizado que incluye más conductas de evitación, el llamado subtipo desorganizadoevitativo, es el que más se asocia con la agresividad infantil. Los padres pertenecientes a este grupo suelen ser
más intrusivos, negativos y cambiantes que los padres del subtipo desorganizado-seguro que son más retraídos
(Lyons-Ruth, Bronfman y Parsons, 1994).
La conducta materna asociada al apego desorganizado se caracteriza por una falta de respuestas apropiadas a las
necesidades del niño y por iniciativas que anulan la comunicación e intereses de éste. Son madres poco afectivas,
controladoras, y que, si bien inician frecuentes interacciones, no muestran respeto por las iniciativas del niño
(Hann, Castino, Jarosinski y Britton, 1991)
Los estudiosos del apego defienden las implicaciones de éste en el desarrollo de conductas agresivas antes de que
se instauren los ciclos coercitivos, aunque las familias coercitivas suelen tener un precedente de apego
desorganizado. Algunos autores defienden que las anomalías en la regulación del afecto y las conductas relativas
al apego durante la infancia se caracterizan más por indicadores de conflicto, aprehensión, desesperanza, disforia
y conducta impredecible que por la conducta coercitiva en sí (Main y Solomon, 1990).
La seguridad en el apego, los problemas psicosociales maternos y la conducta hostil intrusiva de las madres son
predictores de agresividad preescolar. Estas medidas se relacionan entre ellas aunque tengan valores predictivos
independientes: las madres con problemas psicosociales suelen desarrollar apegos inseguros; la sintomatología
depresiva y la hostilidad materna en las primeras etapas de la vida del niño son frecuentes entre los que
posteriormente desarrollan problemas de conducta (Lyons-Ruth, Alpern y Repacholi, 1993).
Se sugiere que los patrones de conducta desorganizada podrían ser discontinuos, con un pico entre los 12 y 18
meses, seguido por un proceso de reorganización en edad preescolar que puede tomar dos formas: control
cuidador y control punitivo. El control punitivo se asociaría con el desarrollo de conductas agresivas en edad
escolar (Speltz, Greenberg y DeKlyen, 1990).
En el estudio de Lyons-Ruth, Easterbrooks y Cibelli (1997) se encontró que las conductas de apego desorganizado
predecían sintomatología externalizante a la edad de 7 años sólo en el subgrupo de niños que además tenían un
desarrollo mental por debajo de la media. Estos autores sugieren que los déficits verbales característicos de los
niños con problemas de conducta pueden ser evidentes y predictivos de trastorno a la temprana edad de 18
meses.
En definitiva, los estudios sobre apego intentan llamar la atención sobre la importancia de la interacción madre-
hijo y sobre la capacidad de hacer predicciones a muy temprena edad.
FACTORES AMBIENTALES
Contexto social
Un tema que siempre ha suscitado polémica es la influencia que la televisión ejerce sobre la conducta de los
niños. Especialmente en cuanto a promotora de conductas agresivas. La mayoría de estudios aseguran que los
niños tienden a imitar las acciones violentas que ven en TV, a ser más tolerantes con la agresividad y aceptarla
mejor, y a desarrollar otras formas de agresión aunque no se hayan presentado como modelo en la pantalla. Se
ha observado, además, que los niños agresivos escogen preferentemente programas violentos y que hay más
niños que niñas adictos a estas programaciones (Huesmann y Miller, 1994; Parke y Slaby, 1983; Huesmann,
Lagerspetz y Eron, 1984; Huston, Wright, Rice et al., 1990). No todas las investigaciones confirman estas
afirmaciones. Hay autores que opinan que el supuesto impacto negativo de la TV podría reducirse ayudando al
niño a comprender e interpretar lo que aparece en la pantalla (Huesmann, Eron, Klein et al., 1983).
Los juguetes bélicos y los videojuegos también se han relacionado con el desarrollo de conductas violentas.
Algunos opinan que no ejercen ninguna influencia; otros que empobrece la imaginación y enseñan conceptos
militares; y hay quienes creen que estos juegos tienen una función catártica o terapéutica.
Los juguetes de guerra estimulan los juegos de lucha entre varones, pero no entre niñas; aumentan la
agresividad durante el juego e inmediatamente después, pero no se da una generalización a otras situaciones ni
tiene repercusión a largo plazo. Los brotes de disputa durante situaciones de juego guardan relación con los
compañeros con quien se esté jugando y con el tipo de juguete que se utiliza, y no con la posesión de juguetes
bélicos en casa (Goldstein, 1992; Hellendoorn y Harinck, 1997).
Los videojuegos parecen también incitar pensamientos y conductas bélicas, sobre todo entre aquellos varones
caracterizados por una actitud violenta (Anderson y Dill, 2000).
Escolarización
Volviendo al tema de la incidencia del apego, el trabajo de Egeland y Hiester (1995) sugiere que hay otros
factores de tipo contextual que moderan su efecto. Se observa que cuando hay instaurado un apego inseguro, el
iniciar la guardería antes de los 12 meses de edad puede tener un efecto beneficioso; en cambio, cuando el apego
es seguro, esta temprana escolarización puede repercutir negativamente. Estos resultados concuerdan con otros
estudios que demuestran que los niños que comienzan a ir a guarderías antes de los 12 meses son más agresivos
e inconformistas durante la infancia (Haskins, 1985).
Esta incidencia de la guardería se atribuye a la posibilidad de instaurar un apego seguro con otros cuidadores; a la
relajación de las madres cuando dejan a sus hijos en la guardería en el caso de apegos inseguros; al estrés
suscitado en niños y madres por la separación cuando estamos ante apegos seguros, etc... En todo caso estos
estudios hacen hincapié en la implicación de terceras personas fuera del contexto familiar en el desarrollo de
conductas agresivas. Howes (1990) incluso afirma que, para niños que comienzan a ir tempranamente a la
guardería, la calidad de ésta es mejor predictora de posteriores problemas de conducta que los factores
familiares.
Las diferencias entre los niños con apego seguro de los de inseguro se reducen con los años de escolarización,
sugiriendo la implicación de la escuela como normalizadora de conductas, bien sea porque los niños se
acostumbran a la situación escolar y adoptan un patrón de conducta similar, porque se les enseña a respetar unas
normas básicas o por otros motivos.
El inicio de la escuela implica también el inicio del proceso de socialización, el niño se enfrenta a una situación
nueva, con nuevas personas, donde se le va a exigir un aprendizaje y que tiene que compartir con otros niños en
su misma condición. Los compañeros influirán en el desarrollo de conductas socialmente aceptables o no. Se ha
observado que la asociación con sujetos desadaptados repercute en el desarrollo de conductas problema; así
como el tener amigos socialmente hábiles previene la aparición de conductas desadaptadas. Aunque se ha visto
que niños agresivos tienden a asociarse con otros niños también agresivos y a rechazar a aquellos socialmente
adaptados. Las valoraciones realizadas por los compañeros de clase resultan ser buenas predictoras de la
evolución que seguirá el alumno.
La escuela también puede incidir en el desarrollo o prevención de problemas de conducta, el personal escolar
pueden avisar a los familiares cuando detecta problemas en el niño; proporcionar programas de instauración de
habilidades sociales, resolución de conflictos entre los alumnos, o buscar otras soluciones a los problemas
puntuales de cada alumno (McFadyen-Ketchum y Bates, 1996).
Estatus social
La mayoría de estudios acostumbran a relacionar el nivel socioeconómico bajo con el desarrollo de problemas de
conducta.
En un reciente trabajo se observó que un alto porcentaje de niños agresivos de corta edad pertenecía a un estatus
social bajo, en cambio la evolución de estos niños no guardaba ninguna relación con el nivel socioeconómico
(McFadyen-Ketchum, Bates, Dodge y Pettit, 1996).
Las peleas en la mediana infancia están más establecidas entre aquellos niños que provienen de ambientes más
desfavorecidos económicamente. Y las clases sociales más bajas tienden a desarrollar apegos desorganizados
(Haapasalo y Tremblay, 1994; Lyons-Ruth, Connell, Grunebaum y Botein, 1990).
El hecho de pertenecer a clases sociales desfavorecidas no implica en sí mismo el desarrollo de problemas de
conducta; son los factores asociados a esta condición los que determinan el desarrollo de conductas
desadaptadas: cambios de domicilio, disputas matrimoniales, historia de alcoholismo, pocas habilidades sociales,
métodos coercitivos, etc... Se debe tener en cuenta, además, que estos factores difieren de una familia a otra, no
todos aquellos pertenecientes a un estatus social más bajo se caracterizan por los mismos patrones de conducta.
E incluso estas familias podrían beneficiarse de ciertos factores protectores como la fomentación de conductas
cooperativas entre los normalmente numerosos miembros de la familia.
Un reciente estudio realizado en Alemania, en contra de toda predicción, encontró una relación entre clases
sociales altas y el desarrollo de problemas atencionales y conducta agresiva . Resultado que atribuyen a los
recientes cambios que sufre la sociedad alemana en relación a la liberación de la mujer: ha aumentado el número
de mujeres trabajadoras, sobre todo entre las clases sociales más altas, pero no así los servicios que ayudan al
cuidado de los hijos y las labores del hogar, resultando en altos niveles de estrés para estas mujeres trabajadoras
y sus familias. Este hecho lo podríamos tomar como ejemplo de las implicaciones del contexto cultural social en
el desarrollo de problemas de conducta (Hadders-Algra y Groothuis, 1999).
Otros estudios no encuentran relación entre el nivel socioeconómico y el desarrollo de problemas de
comportamiento (Prior, Smart, Sanson, Pedlow y Oberklaid, 1991).
EVOLUCIÓN DE LA AGRESIVIDAD
La agresividad natural de los niños, es decir, la que se considera adaptativa, aumenta con la edad y va variando
desde la forma física e instrumental hacia el tipo verbal y hostil. Va cambiando la forma, el objeto y la finalidad de
la agresividad: de los 4 a 7 años ésta se manifiesta en forma de enojo, celos y envidia, y por lo general se orienta
hacia los padres, teniendo como finalidad dar salida al conflicto amor-odio que genera la internalización de las
normas morales. Entre los 6 hasta los 14 años aparecen otras formas de agresividad y el objeto de las agresiones
se amplía de los padres a los hermanos e incluso hacia el propio sujeto; la finalidad en este periodo es competir y
ganar (Cerezo, 1997).
En cuanto a la agresividad desadaptada, la que se sale de esta línea evolutiva, alrededor de la mitad de los niños
calificados como agresivos continúan siendo agresivos en edades más maduras. Estos niños agresivos
persistentes suelen ser los que tuvieron un inicio precoz, muestran un gran abanico de sintomatología hostil tanto
en casa como en la escuela, tienen problemas de hiperactividad y desarrollan conductas antisociales encubiertas,
tales como robar o mentir, durante los primeros años escolares (Lyons-Ruth, 1996).
La idea de que la agresividad, una vez establecida, tiende a perdurar, puede llevar a pensar que esta conducta es
intratable y no tiene solución, pero lo cierto es que entre el 25 y el 50% de niños con un inicio temprano de
comportamiento agresivo, reducen su agresividad (Hinshaw, Lahey y Hart, 1993).
La que podríamos llamar agresividad transitoria y la duradera no se han de considerar dos categorías diferentes
de conducta, lo más acertado es pensar que los niños que sólo presentan conductas agresivas durante una etapa
de su vida están expuestos a menos factores de riesgo, o estos son cualitativamente menos significativos, en
comparación con los agresivos persistentes (Prior, Smart, Nursey, Sanson y Oberklaid, 1991).
Parece haber una disminución del nivel de agresividad en términos generales entre los 5 a los 8 años. Esta
evolución difiere según se trate de una niña o un niño agresivo (Ladd y Burgess, 1999; McFadyen-Ketchum,
Bates, Dodge y Pettit, 1996).
Diversos autores sugieren que no hay variables simples tomadas desde la infancia que sean buenas predictoras,
sino, más bien, combinaciones de variables las que destacan por su implicación en la instauración y continuidad
de problemas conductuales. Para algunos investigadores los factores más significativos son: temperamento,
problemas relacionales madre-hijo y substrato biológico (Sanson, Oberklaid, Pedlow y Prior, 1991).
Patterson y Bank (1989) dividen a los adolescentes con problemas de conducta en dos grupos: los de inicio
temprano y los de inicio tardío.
El modelo explicativo para los sujetos agresivos precoces consta de dos pasos:
- Paso 1: interacción coercitiva entre padre-hijo caracterizada por reprimendas y disciplina inconsistente, irritable
y explosiva, lo que lleva al niño a adquirir un comportamiento agresivo
- Paso 2: esta agresividad da lugar a un rechazo por parte de los otros, fracaso escolar y humor depresivo.
Este proceso es seguido por actos delictivos, adherencia a grupos de riesgo y abuso de sustancias, así como por
fracasos laborales.
Otro aspecto a considerar es la estabilidad intergeneracional de la agresividad. Niños agresivos, que provienen de
familias coercitivas, con bajo entrenamiento en habilidades sociales, tienden a repetir a la edad de 30 años el
mismo patrón educacional inadaptado, adquirido de sus padres, en sus propios hijos. Los errores en el
procesamiento de la información pueden ser transmitidos de madres a hijos (niños agresivos y sus madres se
caracterizan por realizar atribuciones de hostilidad a las provocaciones ambiguas) (Huesman, Eron, Ledfkowits y
Walder, 1984).
CONCLUSIÓN
Con todos los datos expuestos en los puntos anteriores se podría hacer un prototipo de niño agresivo. Pensando
en sentido amplio describiríamos a estos niños como temperamentalmente difíciles, posiblemente con un
substrato neurológico anómalo, ciertos déficits cognitivos y otros problemas de conducta asociados; ubicados en
contextos familiares desfavorecidos, con una madre depresiva, unos padres con pocas habilidades sociales, poco
afectivos, vivenciando un conflicto matrimonial, objetos de una disciplina coercitiva y desorganizada. Estos niños
tendrían una interacción familiar deficitaria, seguramente pertenecerían a clases sociales bajas; sus relaciones en
la escuela serían problemáticas, harían malas compañías y, en definitiva, evolucionarían negativamente.
Pero, aun habiendo establecido la implicación de muchos de estos factores de riesgo, además de otros, seguimos
encontrando niños que cumplen con esta base de alto riesgo y no desarrollan conductas agresivas. Estamos ante
la eterna discrepancia entre clínicos y teóricos del desarrollo, mientras que en los casos de agresividad clínica
coinciden varios de estos aspectos señalados, el seguimiento de sujetos que parten de esta base de alto riesgo no
siempre lleva al desarrollo de agresividad. Entonces, ¿qué es lo que hace que partiendo de un presumible mismo
contexto, unos niños adopten un comportamiento agresivo y otros no?
Puede que se hayan pasado por alto otros aspectos relacionados con el desarrollo de agresividad. Aspectos como
la incidencia de las amistades más próximas, la educación que reciben en la escuela, la historia de vivencias
personales, etc.. Por otro lado, se ha de tener en cuenta la incidencia desigual de los factores de riesgo, habrá
niños que les darán más importancia a unos aspectos que a otros, más sensibles a según que situaciones; o que
habrán podido desarrollar estrategias de afrontamiento alternativas (patológicas o no).
La conclusión que se puede sacar es que la conducta agresiva tiene una génesis y una evolución multifactorial y
que se deberían realizar más estudios que delimitaran el peso relativo de cada posible factor implicado y de las
combinaciones de estos, para que de esta manera poder establecer las prácticas más adecuadas que
contrarresten el efecto negativo de las situaciones de riesgo.
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ANEXOS
Tabla 1: Relación Neurotransmisores Conducta Agresiva
Baja SE + Alta NA tendencia a trastorno impulsivo de la personalidad con agresiones hacia el medio
Baja SE + Baja NA tendencia hacia depresión con agresiones hacia el propio sujeto
(Buschbaum, Coursey y Murphy, 1976; Linnoila, DeJong y Virkkunen, 1983; Pucilowski, Kozak y Valzelli, 1986;
Sieven y Davis, 1991).
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