Lanza Castelli G. Psicologia.com. 2011; 15:76.
http://hdl.handle.net/10401/4934
Artículo original
Mentalización: aspectos teóricos y clínicos
Gustavo Lanza Castelli1*
Resumen
Hay pocos conceptos tan fecundos en el psicoanálisis contemporáneo como el concepto de
mentalización, que ha mostrado su utilidad no sólo en el ámbito de la psicoterapia sino también
en una serie de prácticas que tienen como finalidad su desarrollo y optimización. El presente
trabajo consigna las tres clases de procesos incluidos en el mentalizar y describe las distintas
facetas de la mentalización: mentalización explícita e implícita, con uno mismo y con los demás.
Posteriormente analiza el desarrollo de la mentalización a partir de enumerar los distintos
momentos en la constitución y desarrollo del self. Describe también cuatro procesos esenciales
en dicho desarrollo: la constitución de representaciones para regular la emoción, la atención
conjunta, el desarrollo del lenguaje, las interacciones pedagógicas. Considera a continuación los
tres modos de funcionamiento mental prementalizadores: el modo de equivalencia psíquica, el
modo hacer de cuenta y el modo teleológico. A renglón seguido detalla la relación de apego
como base del mentalizar, en el interior de la cual describe las interacciones mentalizadoras
madre-hijo a partir de las cuales el niño puede desarrollar su propio funcionamiento
mentalizador. Tras ello, hace referencia al trauma en el apego y a las consecuencias
perturbadoras del mismo en la calidad de los vínculos y en el desarrollo de la capacidad de
mentalizar. Por último, plantea los lineamientos generales de una terapia basada en la
mentalización.
Recibido: 07/11/10 - Aceptado: 19/12/10 Publicado: 12/12/11
* Correspondencia: gustavo.lanza.castelli@gmail.com
1 Asociación de Psicoterapia de la República Argentina
Psicologia.com ISSN: 1137-8492
© 2011 Lanza Castelli G.
1
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http://hdl.handle.net/10401/4934
El concepto Mentalización (o Función Reflexiva) ha conocido una notable expansión en los
últimos 20 años. Surgido originariamente del intento de Peter Fonagy y otros autores por
comprender y abordar la patología borderline (1,2), basándose en conceptos psicoanalíticos y de
la teoría del apego (3) articulados con los desarrollos sobre teoría de la mente (4,5), fue ganando
en profundidad y amplitud hasta constituir un vasto y complejo cuerpo de conocimientos en
continuo aumento. El mismo incluye una teoría elaborada de las distintas facetas de la
mentalización y de las funciones psicológicas que a ellas subyacen, una teoría del desarrollo,
articulaciones con las neurociencias, diversos métodos para la evaluación del funcionamiento
reflexivo y una serie de propuestas clínicas para el abordaje de las patologías graves.
Los diversos conceptos de esta teorización han sido operacionalizados a los efectos de favorecer
su contrastación empírica, llevada a cabo en múltiples y rigurosas investigaciones (6,7,8).
Hoy en día encontramos una serie de investigadores y terapeutas en número creciente, que
utilizan este concepto en su práctica y proponen su aplicación en la comprensión y tratamiento
de diversos cuadros clínicos (9,10), en la evaluación de enfoques teórico-técnicos (11,12), en la
confección de técnicas para favorecer la optimización de las habilidades mentalizadoras del
paciente (13), o buscan articularlo con conceptos psicoanalíticos más clásicos (14), etc.
Muchos de ellos lo emplean para informar una serie de prácticas variadas, que amplían el
campo de aplicación de la terapia basada en la mentalización (15,16), como la terapia de parejas
(17), de familias (18), de grupos (15), el entrenamiento de la pareja parental primeriza (19), los
talleres de psicoeducación (20), los grupos de profesionales en crisis (21), la prevención de la
violencia en las escuelas (8), etc.
En el ámbito terapéutico, hay un consenso creciente en cuanto a que no sólo en el psicoanálisis
sino también en las otras formas de terapias existentes se busca que el paciente incremente su
funcionamiento reflexivo, a través de enfoques y técnicas distintas a las psicoanalíticas, pero que
persiguen este mismo objetivo. De este modo, se plantea que el mentalizar es un factor común a
las diversas formas de psicoterapia (8).
En lo que sigue, caracterizo en primer término la mentalización, enumero sus distintas facetas,
señalo su evolución y sus raíces en las relaciones de apego tempranas, analizo el trauma en este
vínculo y algunas consecuencias del mismo y, por último, propongo un abordaje terapéutico
basado en la posición mentalizadora del profesional y en la construcción de un equipo de trabajo
paciente-terapeuta.
La mentalización
A.1) El constructo mentalización (o función reflexiva) se refiere a una serie variada de
operaciones psicológicas que tienen como elemento común focalizar en los estados mentales.
Estas operaciones incluyen una serie de capacidades representacionales y de habilidades
inferenciales, las cuales forman un mecanismo interpretativo especializado, dedicado a la tarea
de explicar y predecir el comportamiento propio y ajeno mediante el expediente de inferir y
atribuir al sujeto de la acción determinados estados mentales intencionales que den cuenta de su
conducta (22).
Por esta razón, no toda actividad mental puede considerarse como mentalizadora, sino sólo
aquella que se refiere a dichos estados.
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La mentalización incluye diversos procesos mentales, que deben diferenciarse de los contenidos
con los que aquéllos trabajan (pensamientos, sentimientos, etc.) (23). Cabe diferenciar tres
clases de procesos diferentes que constituyen la mentalización:
Los procesos simbolizantes y transformadores: se trata de una serie de actividades mentales
consistentes en procesos de simbolización, procesamiento y transformación de
representaciones, pensamientos y afectos. Entre otros, podríamos mencionar el proceso
intersubjetivo por el cual se constituyen las representaciones secundarias para simbolizar los
afectos (24), los distintos mecanismos responsables de la construcción del contenido manifiesto
del sueño (25,26), el procesamiento de la experiencia subjetiva preconsciente al ser traducida en
palabras (27), etc.
Los procesos cognitivo/imaginativo/atencionales: éstos son los procesos más comúnmente
mencionados en los diversos trabajos sobre el tema. Engloban una serie de operaciones
mentales de complejidad variable incluidas en el término mentalizar, tales como la dirección
deliberada de la atención, el recordar, el interpretar, el dar sentido, el empatizar, el imaginar, el
identificar y comprender los estados emocionales, el inferir los estados mentales que subyacen a
los comportamientos de los demás, etc.
Entre estas operaciones cabe incluir las actividades metacognitivas, que toman como objeto a
los propios procesos y contenidos mentales, permitiendo con ello una distancia psicológica
respecto de los mismos y el discernimiento de la diferencia entre el pensamiento y la realidad
efectiva (discernimiento que implica la posibilidad de relativizar el propio punto de vista y
considerar puntos de vista alternativos). La posición metacognitiva favorece la comprensión del
funcionamiento de la propia mente, la reevaluación de los automatismos interpretativos y
atribucionales que recaen sobre el otro y sobre el propio self, y la regulación emocional (3,8).
Los procesos reguladores: el pensar acerca de las consecuencias de los propios actos, del estado
mental del otro hacia el que se dirigen, de la emoción de la que surgen, etc. permite regular la
propia acción, imprimiéndole una forma determinada, dándole curso, difiriéndola,
refrenándola, etc. "El pensar antes de actuar impulsivamente es, por tanto, paradigmático del
mentalizar" (8, p. 8).
En lo que hace a la experiencia emocional, su regulación forma parte de la mentalización de la
misma. Dicha regulación puede referirse al incremento o decrecimiento de la intensidad de la
experiencia emocional, a la modificación de dicha experiencia y al mantenimiento de un
determinado nivel de activación emocional. Incluye la reevaluación de los afectos y del
componente cognitivo de los mismos (28,29).
En lo que hace a las facetas del mentalizar, es importante diferenciar la mentalización implícita
y la explícita, la dirigida hacia uno mismo y la que se focaliza en los demás.
A.2) Mentalización implícita y explícita:
La mentalización implícita consiste en diversos procesos que transcurren de forma no reflexiva
y automática y que constituyen la mayor parte del mentalizar, en el seno de los múltiples
intercambios interpersonales que tienen lugar en el día a día de todo sujeto. Entre otros
ejemplos, cabe citar el empatizar espontáneo, que implica cierto grado de reflejo de las
expresiones faciales y posturas del otro, de un modo directo y no deliberado. También el tomar y
ceder el turno en una conversación rápida y el tener en cuenta la perspectiva del otro (sabemos
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lo que conoce y mientras hablamos lo tomamos en cuenta), sin pensar para ello explícitamente
(30).
De igual forma, en el así llamado "tacto social" monitoreamos continuamente el estado mental
de nuestro interlocutor y el contexto en que se desarrolla el intercambio, tenemos presente el
impacto que producirá en él tal o cual actitud de nuestra parte y reaccionamos de un modo
sintonizado con la expresión de sus emociones. Y todo ello sin que recurramos a razonamientos
deliberados y explícitos para saber cómo comportarnos.
La mentalización implícita funciona habitualmente como intuición e incluye sentimientos,
juicios, pálpitos que tenemos en las situaciones sociales, los cuales se experimentan sin que
poseamos razones bien articuladas para fundamentarlos o dar cuenta de los mismos. La
intuición, por su parte, se basa en el aprendizaje implícito y es la base de nuestra habilidad para
responder apropiadamente a la comunicación emocional no verbal. Mucha de esta
responsividad ocurre fuera de la conciencia explícita (8).
La mentalización implícita en relación con uno mismo tiene que ver con el sentimiento del self,
un sentimiento prerreflexivo unido al sentimiento del self como agente, como iniciador de las
acciones (internas y externas) deliberadas (31).
Por su parte, la mentalización explícita incluye procesos simbólicos, deliberados y reflexivos; el
lenguaje es el medio electivo para ella. Suele tomar la forma de narraciones y tiene que ver con
mucho de lo que proponemos en la terapia, por ejemplo, poner los sentimientos en palabras,
tomar conciencia del modo en que funciona la propia mente, identificar una secuencia de
pensamientos y reflexionar sobre ellos, etc.. Implica un mayor nivel de conciencia que la
mentalización implícita y una focalización deliberada de la atención.
La diferencia entre ambas formas (implícita y explícita) corresponde a una diferenciación
paralela en el reino de la memoria: la diferencia entre memoria declarativa (explícita) y
procedural (implícita), o la diferencia entre saber "qué" y saber "cómo" (32).
El mentalizar implícito es un saber cómo procedural; el mentalizar explícito es lo que puede ser
declarado en forma simbólica.
De todos modos, es difícil trazar una neta línea de demarcación entre ambas modalidades, ya
que al mentalizar, vamos y venimos de una a la otra.
En la psicoterapia comprometemos a los pacientes en la mentalización explícita, a los efectos de
solucionar problemas inter e intrapersonales. Hacemos más consciente lo que es menos
consciente o inconsciente (tanto pacientes como terapeutas) mediante el mentalizar (8).
A.3) Mentalización en relación con uno mismo y con los demás:
La mentalización en relación con uno mismo incluye una serie de procesos que tienen alguna de
las tres funciones señaladas más arriba (o más de una): transformar diversos contenidos
mentales, centrarse en la autorregulación, focalizar en distintos contenidos y funciones del
propio self.
En relación a esta última función podríamos hacer mención de los procesos que tienen que ver
con la percepción del propio funcionamiento mental, la cual requiere una actitud
autoinquisitiva, que implica una genuina curiosidad acerca de los propios pensamientos y
sentimientos, como así también un escepticismo realista, esto es, el reconocimiento de que los
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propios sentimientos pueden ser confusos y que no siempre es posible tener claridad sobre lo
que uno piensa o siente (16).
Esta percepción incluye una serie variada de procesos, entre otros el monitoreo y registro de los
propios estados mentales, que tienen lugar según grados diversos de complejidad (desde un
pensamiento, hasta un conjunto estratificado y complejo de sentimientos, pasando por la
secuencia de diversos estados mentales y de las razones interpersonales que los activan, el modo
en que trabaja la propia mente, etc.).
De igual forma, la percepción del propio funcionamiento mental supone también la aprehensión
de que los sentimientos concernientes a una situación pueden no estar relacionados con los
aspectos observables de la misma, sino que pueden provenir de otras fuentes. Asimismo, implica
la detección de la presencia de conflictos entre ideas y sentimientos incompatibles, así como el
registro de la acción de defensas en el interior de uno mismo, etc. (16,8).
Una consideración especial merece la afectividad mentalizada, de indudable valor clínico, a la
que Fonagy et al. (28) consideran como una forma sofisticada de la regulación emocional y que
implica que los afectos son experimentados a través de los lentes de la autorreflexividad, de
modo tal que se hace posible comprender el significado subjetivo de los propios estados
afectivos.
Cabe suponer que cuanto mayor sea la familiaridad con la propia experiencia subjetiva, más
efectiva podrá ser la regulación emocional, ya que ésta supone un agente autorreflexivo. La
expresión "afectividad mentalizada", entonces, describe cómo la regulación emocional es
transformada por la mentalización.
Sus componentes son tres: identificación, modulación y expresión de los afectos (29,8).
En lo que hace a la capacidad para mentalizar los pensamientos y sentimientos ajenos, cabe
señalar que la actitud mentalizante implica curiosidad y un genuino interés en los pensamientos
y sentimientos de los demás, así como apertura mental y respeto por sus perspectivas.
De todos modos, dado que los estados mentales de los demás poseen necesariamente un cierto
grado de opacidad, la mentalización del otro es siempre relativamente incierta.
A esto se agrega una dificultad específica derivada de una particularidad personal ampliamente
extendida que obstaculiza nuestra comprensión del otro, consistente en el egocentrismo, esto es,
en la tendencia implícita (automática, no consciente) a suponer que el otro comparte nuestra
perspectiva, conocimiento y actitudes (33,8).
Por otro lado, la aplicación al vínculo con el semejante de modelos operativos disfuncionales
(34), así como la acción de diversas defensas, hace que le atribuyamos estados mentales y
actitudes que no son los suyos.
Para mentalizar adecuadamente, entonces, hay que esforzarse en un descentramiento que deje
de lado la propia perspectiva para captar la ajena, y controlar (o resolver) el modo en que los
esquemas operativos y las defensas condicionan y distorsionan la percepción del otro. El
mentalizar, por tanto, requiere esfuerzo (33,8).
Por último, cabe señalar que el ámbito fundamental en que se despliega la mentalización en sus
variadas facetas es el de las relaciones vinculares. Es básicamente en el interior de las complejas
interacciones interpersonales y en distintos puntos del circuito intersubjetivo que los distintos
aspectos del mentalizar se ponen en juego (16,18).
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El desarrollo de la mentalización
La capacidad de entender la conducta propia y ajena en términos de estados mentales no es una
capacidad presente desde el comienzo de la vida, sino que consiste en un logro que requiere
varios años de desarrollo, maduración cerebral y experiencia interpersonal. Dicho desarrollo
supone una serie compleja de pasos evolutivos y la presencia de un contexto intersubjetivo de
apego seguro, para que pueda tener lugar adecuadamente. Por lo demás, este desarrollo se halla
entrelazado con la evolución de la agencia del self, entramada, a su vez, con el sentimiento de sí.
El self cuya agencia consideraremos (el self como "agente") debe diferenciarse del self como
objeto o representación. El primero es el agente activo, responsable de la construcción del
segundo. Incluye una serie de procesos o funciones entre las que se encuentra, justamente, la
capacidad de mentalizar (6).
En lo que sigue resumo los pasos en la constitución del self en su relación con el mentalizar y
pongo particular énfasis en la dimensión intersubjetiva que los subtiende.
En los primeros meses de vida el niño desarrolla un sentimiento de sí como agente físico, sobre
la base de la propia experiencia de ser la fuente de su acción y de poseer la capacidad para
introducir cambios en el mundo físico, en los cuerpos u objetos con los que tiene contacto.
Simultáneamente, desarrolla también un sentimiento de sí como agente social, en la medida
que advierte que sus actitudes y comportamientos producen efectos en sus cuidadores (el llanto
que hace acudir a su madre, por ejemplo).
En la segunda mitad del primer año de vida, el niño se comprende a sí mismo y a los demás
como agentes teleológicos, esto es, como agentes que realizan acciones (entendidas en ese
momento como medios para llegar a un fin) que están deliberadamente dirigidas hacia la
consecución de un objetivo. En este momento evolutivo el niño espera que tales acciones sean
"racionales", esto es, que elijan -entre distintas alternativas- la manera más eficiente de llegar a
una meta. Esto no implica que aquél tenga en cuenta el estado mental del sujeto de la acción,
sino que evalúa la eficacia de la misma en el contexto de las características físicas que posee la
situación de que se trate. Esto supone entender las acciones en términos de resultados físicos y
no de procesos mentales, lo que se observa con frecuencia en ciertos pacientes con trastornos de
la personalidad (28).
Ya en el segundo año de vida, el niño comienza a mentalizar la postura teleológica anterior, en la
medida en que puede interpretar las acciones como surgidas de deseos e intenciones.
Simultáneamente, puede implicarse en juegos imaginarios compartidos que favorecen las
habilidades cooperativas y comienza a adquirir un lenguaje para representar los estados
mentales y a tener la posibilidad de razonar de un modo no egocéntrico acerca de los deseos y
sentimientos de los demás (35,8). Sin embargo, en este momento es todavía incapaz de separar
los estados mentales de la realidad exterior y la diferencia entre lo interno y lo externo
permanece para él borrosa (35).
Un hito central en este desarrollo tiene lugar entre los tres y cuatro años de edad, cuando el niño
es capaz de desarrollar una comprensión de los estados mentales como tales, diferenciándolos
de la realidad efectiva, lo que se evidencia mediante la posibilidad de llevar a cabo exitosamente
el "test de la falsa creencia" (36,37).
La trascendencia de esta conquista ha sido caracterizada por Perner (38) en los siguientes
términos:
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"...la representación no es un aspecto de la mente entre otros, sino que provee las bases para
explicar lo que la mente es. En otras palabras, al conceptualizar la mente como un sistema de
representaciones, el niño vira de una teoría mentalista del comportamiento, en la que los
estados mentales sirven como conceptos para explicar la acción, a una teoría representacional
de la mente, en la que los estados mentales se comprenden al servicio de una función
representacional" (Citado en 8, p. 78).
Esta conquista libera al sujeto de la inmediatez de la realidad y le permite ir más allá de las
representaciones perceptivas, habilitándolo para contrastar un estado existente con otro
deseado, para comparar situaciones correspondientes a distintos momentos temporales, para
hacer proyectos a futuro, etc.
El pleno desarrollo mental adviene con la capacidad para producir meta-representaciones (o
sea, representaciones que representan a otras representaciones, como cuando reflexiono sobre
mis sentimientos y pensamientos) con lo que la mente deviene consciente de sí misma y capaz
de autorregulación a través de una postura metacognitiva. La capacidad para la metarepresentación incluye también la capacidad para comprender que la conducta no sólo es
influenciada por estados mentales pasajeros, sino también por disposiciones de la personalidad
duraderas, con lo cual se sientan las bases para un concepto del self. En este momento se
constituye también el self autobiográfico, que es capaz de integrar diversas experiencias
relacionadas con él en una organización temporal-causal coherente de un self extendido en el
tiempo (28).
A lo largo de este recorrido se ponen en juego cuatro procesos que poseen la mayor importancia
para la constitución y despliegue de la mentalización: la constitución de representaciones para
regular la emoción, la atención conjunta, el lenguaje y las interacciones pedagógicas.
La constitución de representaciones para regular la emoción: en los primeros tiempos de la vida
los afectos consisten para el bebé en una activación fisiológica y visceral que no puede controlar
ni significar. Para ello hace falta la respuesta de la figura de apego a la exteriorización de dichos
afectos. Esta respuesta, cuando es adecuada, consiste en un reflejo del afecto en cuestión: la
madre manifiesta su captación y empatía con expresiones faciales y verbales acordes al afecto
experimentado por el niño, de forma exagerada o parcial y con el agregado de algún otro afecto
combinado simultánea o secuencialmente (por ej. el reflejo de la frustración del niño,
combinada con preocupación por él) y con claves conductuales, como las cejas levantadas que
encuadran la expresión ofrecida a la atención del infans. La observación de este reflejo parental
ayuda al niño a diferenciar los patrones de estimulación fisiológica y visceral que acompañan los
distintos afectos y a desarrollar un sistema representacional de segundo orden para sus estados
mentales, mediante la internalización de dicho reflejo. Como dicen Bateman y Fonagy "La
internalización de la respuesta reflejante de la madre al estrés del niño (conducta de cuidado)
viene a representar un estado interno. El niño internaliza la expresión empática de la madre
desarrollando una representación secundaria de su estado emocional, con la cara empática de la
madre como el significante y su propia activación emocional como el significado. La expresión
de la madre atenúa la emoción al punto que ésta es separada y diferenciada de la experiencia
primaria, aunque -de forma crucial- no es reconocida como la experiencia de la madre, sino
como un organizador de un estado propio. Es esta "intersubjetividad" el cimiento de la íntima
relación entre apego y autorregulación" (15, p. 65).
Esta respuesta reflejante, que provee los inicios de un sistema simbólico para el bebé, ha de
estar "marcada" de algún modo para que éste no la confunda con una expresión de los
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sentimientos de la madre, lo cual sería particularmente problemático cuando esta última se
encuentra reflejando los sentimientos negativos de aquél, en cuyo caso dichos sentimientos se
incrementarían en lugar de disminuir. Esta "marca" se logra en la medida en que la madre
produce una versión exagerada de la emoción del niño, mezclada, además, con otros
sentimientos, tal como fue señalado más arriba.
Otro factor importante para que el niño reconozca que la expresión de la madre tiene que ver
con los sentimientos que él experimenta, es que la misma aparece en forma concordante con la
expresión de dichos sentimientos por su parte y no cuando se halla libre de ellos.
Otra característica necesaria de la respuesta materna es su congruencia con el sentimiento
vivenciado y expresado por el niño. Mediante la misma, este último va adquiriendo una
comprensión de sus propios estados internos, a la vez que comienza a poder regularlos, ya que
mediante la expresión de sus afectos logra un control sobre la conducta de la madre que acude a
consolarlo y a ofrecerle el reflejo mencionado. El niño asocia entonces el control que posee sobre
las conductas reflejantes de la madre con el subsiguiente cambio positivo en su estado
emocional, con lo cual comienza a experimentar al self como un agente autorregulador (24).
El establecimiento de estas representaciones de segundo orden crea las bases para la regulación
del afecto y el control de impulsos y provee una pieza esencial para el posterior desarrollo de la
mentalización.
"El cuidador que es capaz de dar forma y significado a los estados afectivos e intencionales del
niño pequeño a través del reflejo facial y vocal y de interacciones juguetonas, provee al niño con
representaciones que han de formar el núcleo de su sentido del self en desarrollo. Para su
desarrollo normal el niño necesita experimentar una mente que tenga a su mente en mente y
que sea capaz de reflejar sus sentimientos e intenciones adecuadamente y de un modo no
abrumador (por ejemplo cuando se reconocen los estados afectivos negativos)" (15, p. 68).
Si el cuidador no cumple esta función de modo adecuado, el niño experimentará diversas
perturbaciones; una de ellas será que sus sentimientos no estarán etiquetados ni simbolizados,
serán confusos y difíciles de regular. Por otra parte, si el niño ha sufrido descuido psicológico y
no ha podido establecer las representaciones de segundo orden mencionadas, tendrá
dificultades más tarde para diferenciar la fantasía de la realidad y la realidad psíquica de la física
y será proclive a operar mediante los modos primitivos de representar la subjetividad (Cf. más
adelante).
Si tomamos ahora en consideración la necesidad de que la respuesta reflejante de la madre sea
congruente y "marcada", vemos que pueden ocurrir dos desenlaces problemáticos según falle
una u otra de estas condiciones.
Si lo que falla es la congruencia del reflejo, las representaciones de segundo orden que el niño
construya basándose en dicho reflejo, no corresponderán al estado constitucional interno que
experimenta. La reiteración de esta situación puede predisponerlo a desarrollar una estructura
narcisista análoga al falso self descripto por Winnicott (39).
Si el problema reside en un reflejo insuficientemente marcado, la expresión de la madre (o del
cuidador) será vista por el niño como una externalización de su propia experiencia, lo cual
puede establecer una predisposición a experimentar las emociones a través de los demás, como
ocurre en los pacientes borderline. Si el niño que experimenta una emoción negativa supone que
su madre también la vive y expresa, esto incrementará fuertemente su propio estado emocional
lo que puede llevarlo a situaciones de trauma acumulativo más que de contención (35).
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La atención conjunta: el tema de la atención posee la mayor importancia en el mentalizar, al
punto que éste puede definirse como "prestar atención a los estados mentales en uno mismo y
en los demás" (31). Por otra parte, en nuestra actividad clínica instamos una y otra vez al
paciente a que preste atención a lo que sienten, piensan y hacen, tanto él como las personas
significativas de su entorno. La atención conjunta de paciente y terapeuta focalizando en los
procesos y contenidos mentales de aquél, estimula la actividad mentalizadora del consultante.
Desde el punto de vista evolutivo encontramos una serie de jalones importantes en su
desarrollo.
Ya en los primeros meses de la infancia puede advertirse el efecto que en el bebé tiene el sentirse
objeto de la atención del cuidador. Su respuesta puede ir del interés y el placer al disgusto y la
evitación.
Por esa época el bebé es también capaz de dirigir la atención del otro hacia sí mismo mediante
diversas manifestaciones conductuales.
Alrededor de los 7 u 8 meses, el niño busca atraer la atención del cuidador, no ya hacia la
totalidad de sí mismo sino hacia aspectos y acciones específicas (mostrar la barriga, hacer
payasadas).
A los 9 ó 10 meses el infans busca dirigir la atención del otro hacia un objeto que aferra en sus
manos y entre los 10 y los 14 meses a objetos distantes mediante el expediente de señalarlos.
En el curso del desarrollo se complejizan los objetos sobre los cuales puede recaer la atención,
manteniéndose constante el hecho de la atención conjunta, que es triádica a partir de la segunda
mitad del primer año de vida, en tanto implica al self, al otro y al objeto al que se dirige.
A partir de los nueve meses cambia el significado de la atención recíproca. Como el otro es ahora
para el niño un ser intencional que tiene intenciones y actitudes emocionales hacia el mundo,
cuando su atención se dirige hacia él puede monitorear dichas emociones. Esta nueva
comprensión de cómo los otros sienten hacia él abre la puerta al surgimiento de sentimientos
como la vergüenza, la autoconsciencia y la autoestima. Ahora puede aprender sobre sí mismo
desde el punto de vista del otro y comenzar a tener un incipiente autoconcepto (del mí en el
sentido de William James, o sea, el self como representación).
En cuanto a la actitud de señalar, puede tener dos valores diferentes: inicialmente posee un
valor instrumental al servicio de que la madre alcance o proporcione algo, pero posteriormente
implica la intención de dirigir la atención del otro hacia un objeto determinado (por ejemplo
hacer que la madre mire un juguete) con el propósito de compartir la atención, en el sentido de
generar alguna implicación emocional conjunta hacia ese objeto.
A los 18 meses se torna posible para el niño chequear que la atención del otro esté dispuesta,
antes de señalar hacia un objeto. Esto ha sido denominado por Franco (40) "la semilla de la
mentalización" (Citado en 8).
La atención conjunta implica también un comentario emocional implícito respecto de objetos de
interés común. Así, en la referenciación social, el niño evalúa la respuesta emocional de la madre
respecto de un tercero, para saber cómo lo sentirá a su vez (por ejemplo, como atractivo o
peligroso).
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En este punto la atención del otro dirigida hacia el self tiene un valor diferente al de los primeros
meses de vida. En la medida en que el otro es visto ahora como un agente intencional con
emociones hacia los objetos del mundo, cuando la atención del mismo recae sobre el self, el niño
es capaz de monitorear la emoción que el otro siente hacia él. Esta nueva comprensión acerca de
cómo los demás sienten respecto a él, permite el desarrollo de la vergüenza, la autoconciencia y
el sentimiento de autoestima.
Encontramos aquí un sentimiento naciente del self como una persona entre otras, con el
sentimiento de unidad y similitud que proporciona el sentirse mentalizado por el otro. A esta
altura, la autoconciencia (en el sentido de conciencia de la conciencia del otro) no es
mentalizada de forma explícita por el niño, sin embargo "...junto con el reflejo de las emociones
es parte de los cimientos sobre los que se desarrolla la mentalización" (8, p. 85).
El lenguaje: la relación entre la mentalización y el lenguaje es doble, por un lado es necesario el
previo surgimiento de las capacidades mentalizadoras incipientes en la atención conjunta para
que tenga lugar la adquisición del lenguaje. Por otro, el refinamiento de las capacidades
lingüísticas se torna necesario para el desarrollo pleno de una teoría representacional de la
mente.
Las referencias lingüísticas deben entenderse en el contexto de la atención conjunta del niño y
su cuidador. Cuando ambos prestan atención a un objeto tercero así como a la atención del otro
en relación a ese objeto, el despliegue verbal del cuidador es internalizado por el niño. De este
modo, la captación de la mente del otro (de su atención dirigida al mismo objeto) es el camino a
través del cual se accede al lenguaje.
Por otro lado, el uso del lenguaje le da al niño la posibilidad de representar la realidad en un
mundo mental que no coincide necesariamente con la realidad como tal. Por su intermedio se
abre al mundo de los posibles, de escenarios representados e imaginados más allá de la
inmediatez de la realidad. En relación con las otras mentes el lenguaje permite imaginar lo que
los otros piensan, sienten, desean, etc. (en tanto se trata de escenarios mentales posibles). Visto
desde este punto de vista, el lenguaje es el camino a través del cual se accede a las otras mentes,
ya que para que el niño sea capaz de mentalizar explícitamente debe poseer términos verbales
que se refieran a los estados mentales (sentir, creer, desear, etc.). Las diferencias entre diversos
niños en su inclinación a referirse verbalmente a estados mentales en los diálogos con sus pares,
son predictivas de futuros desempeños en tareas que evalúan su desempeño mentalizador.
Por lo demás, los niños deben aprender a diferenciar entre el modo en que las cosas son en la
realidad y el modo en que son representadas en la mente para que sean capaces de discernir las
falsas creencias, esto es, el mundo representacional como tal (8).
Las interacciones pedagógicas: la actitud de reflejo de los cuidadores, reseñada más arriba,
puede ser considerada también como una interacción pedagógica implícita donde éstos enseñan
al niño acerca de sus estados mentales. Esta enseñanza es decisiva para el desarrollo del
sentimiento subjetivo del self y para la regulación emocional y se pone en juego desde antes de
la adquisición del lenguaje (8). Cuando el niño desarrolla un apego seguro surge en él una
confianza en el cuidador como fuente fiable de información sobre sí mismo y sobre el mundo.
El niño aprende sobre sí mismo, sobre sus estados mentales a partir de la enseñanza que el
cuidador le brinda. Conquista así, por ejemplo, una representación mentalizada de sus estados
emocionales que puede integrar con las claves somáticas propias en la comprensión de los
mismos. De este modo, mentaliza su estado emocional conectando sus sensaciones corporales
con una representación mental proveniente de la respuesta reflejante de la madre.
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Este proceso se amplía e incluye diversos estados internos del self. En el proceso de socialización
el niño es llevado a prestar atención a sus estados mentales, mediante lo cual desarrolla un
sentido del self cada vez más consistente.
El fenómeno de la referenciación social, mencionado con anterioridad, también puede incluirse
entre las interacciones pedagógicas.
Las relaciones de apego y las interacciones mentalizadoras como contexto para la
mentalización
El desarrollo pleno de la mentalización depende de condiciones genéticas y de un contexto de
apego seguro que haga las veces de un andamio indispensable para que estas potencialidades
biológicas se expresen fenotípicamente.
C.1) La teoría del apego y el apego seguro:
John Bowlby (41,34,42), creador de la teoría del apego, sostiene que la necesidad de formar
vínculos estrechos con los cuidadores (madre, padre) no es una necesidad derivada de una
pulsión más primaria, sino que se encuentra presente desde el comienzo de la vida como una
necesidad autónoma, que motiva a buscar o mantener la cercanía con otra persona considerada
más fuerte y/o sabia (padres o cuidadores).
Esta necesidad se expresa en una serie de conductas recíprocas: llanto, sonrisa, búsqueda de
aferramiento, etc. por parte del niño, contención física y emocional por parte del adulto. Estas
conductas de apego se activan en el niño ante el sentimiento de inseguridad y tienen como
objetivo la experiencia de seguridad gracias al contacto con el cuidador. Por lo tanto, el sistema
de apego es el primer regulador de la experiencia emocional.
La experiencia vivida con los padres o cuidadores tiene una importancia decisiva en la capacidad
posterior del niño para establecer vínculos afectivos satisfactorios. Una de las funciones de
aquéllos es la de proporcionar al niño una base segura desde la cual éste pueda aventurarse en la
exploración del mundo circundante (y, posteriormente, del mundo interno). Para ello es
necesario que el niño pueda depender de sus figuras de apego y que desarrolle la confianza en
que lo han de proteger o contener cuando tal cosa le sea menester.
El niño internaliza las múltiples y reiteradas experiencias con sus cuidadores en una serie de
esquemas mentales denominados "modelos internos de trabajo", que incluyen representaciones
del self y del otro en interacción y una serie de creencias acerca de quiénes son sus figuras de
apego, dónde puede encontrarlas y cómo habrán de responder (34). Estos modelos, una vez
constituidos, contribuyen a la configuración del mundo interpersonal en todas las interacciones
posteriores.
Gracias al trabajo de Mary Ainsworth (6,43) que incluyó el diseño de una situación experimental
para observar la reacción del niño dejado en presencia de un extraño a raíz de una breve
ausencia de la madre (la "situación extraña"), fue posible diferenciar distintos patrones de
apego: seguro, ansioso/evitativo, ansioso/resistente, desorganizado/desorientado.
Como fue dicho, es en el contexto del apego seguro que se desarrolla adecuadamente la
capacidad de mentalizar. En la "situación extraña" los niños con apego seguro exploran sin
problemas -en presencia de su madre- el ambiente y los juguetes que allí se encuentran, se
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ponen ansiosos ante la presencia del extraño y lo evitan, muestran signos de perturbación ante
la ausencia de su cuidadora y buscan reunirse con ella cuando regresa. Una vez calmados
retornan a su actividad exploratoria.
Estos niños muestran en general menor nivel de ansiedad y depresión en su vida cotidiana, que
otros con apego inseguro. Asimismo, exhiben comodidad con la cercanía emocional y confianza
en la accesibilidad de sus figuras de apego en momentos de ansiedad o de estrés. Suelen tener
niveles más altos de afectos positivos, mayor energía y capacidad de disfrute, alta concentración
y bajos niveles de tristeza y apatía, así como mayor facilidad para establecer vínculos (44).
Los patrones de apego se mantienen relativamente constantes a lo largo de la vida, por más que
se diversifiquen, modifiquen y cambien parcialmente en el transcurso de la maduración. En el
adulto pueden ser evaluados mediante la Entrevista de Apego Adulto (43) que también
diferencia distintos tipos de apego y que consiste en una serie de preguntas que se le hacen al
sujeto, relacionadas con sus experiencias tempranas de apego.
Diversos estudios longitudinales han mostrado una alta correlación entre las clasificaciones de
apego en la infancia (evaluadas mediante la "situación extraña") y las clasificaciones en la vida
adulta (evaluadas por medio de la Entrevista de Apego Adulto).
De igual forma, han mostrado que los adultos con apego seguro tienen tres o cuatro veces más
probabilidades de tener niños que estén apegados a ellos de forma segura, que aquellos adultos
que tienen un tipo de apego inseguro.
A partir de este descubrimiento se planteó el interrogante de cuál era la variable que
mediatizaba la transmisión intergeneracional del apego.
La respuesta que dan Fonagy y colaboradores es que esa variable es la capacidad de mentalizar
(o Función Reflexiva) de la madre. Utilizando la Entrevista de Apego Adulto y a través de una
codificación especial de la misma (7) descubrieron que era posible predecir que una mujer
embarazada que tenía un alto desempeño en su funcionamiento reflexivo (en dicha entrevista)
antes siquiera de dar a luz, tenía mucho más posibilidades de tener un niño que estuviera
apegado de modo seguro a ella a los 12 meses de edad (evaluado en la "situación extraña") que
otra mujer con un puntaje bajo en su funcionamiento reflexivo.
A su vez, el niño con apego seguro tenía más chances de desempeñarse correctamente en tareas
que evaluaban su capacidad mentalizadora a los 4 años, que otro niño con apego inseguro, ya
que "...el apego seguro puede ser un elemento facilitador clave de la capacidad reflexiva" (32).
Estos hallazgos llevaron a indagar con mayor detalle cómo era que la capacidad mentalizadora
elevada de la madre (o de los padres) favorecía el apego seguro y la posterior capacidad
mentalizadora del niño.
Elizabeth Meins (45) acuñó el término mind-mindedness para aludir al "...reconocimiento por
parte de la madre de su hijo como un agente mental, y su proclividad a emplear términos que
denotan estados mentales en su lenguaje" (p. 127). En trabajos posteriores (citados en 8), junto
con un grupo de colaboradores, evaluó esta capacidad de la madre en las interacciones con su
hijo de 6 meses de edad en situaciones de juego, empleando un índice que reflejaba el grado de
la mentalización explícita de la misma, en comentarios tales como: "¿Estás pensando?" "¿Lo
reconoces?" "¡Me estás burlando!". Estos comentarios daban cuenta de la propensión de la
madre a usar su lenguaje para enmarcar la interacción con su hijo en un contexto mentalista, e
indicaban por tanto la inclinación de la misma a relacionarse con aquél en base a sus propias
representaciones del estado mental del mismo (Ibid).
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Estas investigaciones mostraron que la evaluación de la actitud mind-mindedness por parte de
la madre a los 6 meses de edad de su hijo, predecía el grado de apego seguro del mismo a los 12
meses de edad, así como su buen desempeño en tareas que evaluaban su funcionamiento
reflexivo a los 4 años. Meins y colaboradores concluyen que "...los comentarios apropiados de la
madre acerca de los estados mentales de su hijo pueden proveer un andamiaje lingüístico y
conceptual en el interior del cual los niños pueden comenzar a entender cómo los estados
mentales determinan el comportamiento" (Ibid, p. 95). Dado que estas interacciones tienen
lugar antes de la adquisición del lenguaje y de la capacidad mentalizadora por parte del niño,
cabe suponer que las mismas proveen un fundamento interactivo para el posterior desarrollo de
la mentalización.
Otro rasgo importante de estos comentarios mentalizadores de la madre es que estimulan la
atención conjunta (de ella misma y de su hijo) hacia los estados mentales de este último, con lo
cual el niño es ayudado a tomar conciencia de la existencia y características de sus estados y
procesos mentales. A medida que el niño adquiere el uso del lenguaje, cabe suponer que en el
seno de estas interacciones tendrá mayores oportunidades de integrar la información subjetiva
sobre sus estados mentales con signos lingüísticos provistos por la madre. Es sabido cómo la
traducción de la experiencia subjetiva en palabras incrementa el desempeño mentalizador (27).
Parecería haber una relación recíproca entre el apego seguro y las interacciones mentalizadoras
mencionadas: por un lado, el apego seguro proporciona un clima relacional que estimula y
favorece dichas interacciones; por otro, las respuestas mentalizadoras maternas favorecen la
regulación emocional del niño que, a su vez, consolida el vínculo emocionalmente seguro. El
vínculo y las interacciones, a su vez, favorecen el desarrollo de una adecuada capacidad
mentalizadora en el niño.
De todos modos, cabe aclarar que no existe el apego plenamente seguro. En todo niño tienen
lugar conflictos en el apego y situaciones o sectores donde vacila la seguridad, aún en vínculos
satisfactorios y bien establecidos. Por otro lado, hay toda una serie de actitudes parentales que
promueven el apego inseguro y que suelen ser categorizadas como traumas en el apego, cuyas
consecuencias en la personalidad y en el desarrollo de la mentalización son múltiples.
El trauma en las relaciones de apego
Resulta útil situar este tipo de trauma en el contexto de distintas situaciones traumáticas,
diferenciadas según el grado de implicación interpersonal en la situación traumática.
En un extremo encontramos los traumas que tienen lugar en situaciones impersonales, tales
como los desastres naturales, que incluyen terremotos, maremotos, incendios, erupciones
volcánicas, etc. El nivel de afectación de una persona expuesta a una de estas situaciones
dependerá de una serie de factores, entre otros: lo sorpresivo de la situación, la ausencia de
recursos para enfrentarla, la soledad ante la misma, el grado de destrucción que produce, etc.
Un nivel de implicación interpersonal mayor tiene lugar en aquellas situaciones en las que hay
un extraño implicado. Entre ellas encontramos la guerra, el terrorismo, las violaciones, asaltos,
etc. Hay un conjunto numeroso de estudios sobre estas situaciones, sus similitudes y diferencias
(cf. entre otros, 46).
Por último, en el nivel de mayor implicación interpersonal, encontramos los traumas que tienen
lugar en las relaciones de apego. Podríamos decir que así como los de la categoría anterior
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ocasionan miedo a las demás personas (o a ciertos grupos o representantes de ellos), los
traumas en las relaciones de apego producen miedo a la cercanía emocional y a la dependencia.
Cabe diferenciar -siguiendo a Bifulco y Moran (47)- una serie de formas que pueden adquirir
estos últimos y que se dividen en dos categorías abarcativas: abuso y abandono.
En la categoría abuso, podemos distinguir entre abuso físico, abuso sexual, abuso emocional.
En el abuso físico es importante el nivel de violencia empleado, le frecuencia del maltrato, el
descontrol del abusador, su relación con el niño, etc.
En el abuso sexual hay también contenida una traición a la confianza y suele tener lugar junto
con otras formas de experiencias traumáticas en el interior de una familia que suele ser
altamente disfuncional.
En el abuso emocional Bifulco y Morán diferencian entre el abuso psicológico y la antipatía. Esta
última implica rechazo, a menudo bajo la forma de críticas, frialdad y actitudes de no tener en
cuenta al niño, muchas veces en el contexto del favoritismo dirigido hacia un hermano del
mismo.
El abuso psicológico va más allá de la antipatía e incluye crueldad hacia el niño bajo la forma de
aterrorizarlo, humillarlo y degradarlo, privarlo de la satisfacción de necesidades básicas o de
objetos queridos por él, etc.
En cuanto al abandono su efecto negativo equivale al del abuso o aún lo sobrepasa, si bien no ha
merecido igual cantidad de espacio en la literatura sobre las situaciones traumáticas (9).
El abandono físico incluye tanto el no proveer al niño de lo necesario para que pueda satisfacer
sus necesidades básicas, como la falta de cuidado y protección que lo alejen de diversos peligros.
El abandono psicosocial, por su parte, incluye abandono emocional (falta de respuesta a los
estados emocionales del niño), abandono cognitivo (falta de atención al desarrollo cognitivo y
educativo del niño) y abandono social (falta de atención a su desarrollo social e interpersonal).
La inaccesibilidad psicológica de los padres suele ser la forma de maltrato más sutil y
perturbadora, y constituye la piedra angular del abandono emocional.
En términos generales podríamos decir que es habitual que varias de estas formas de maltrato
ocurran en forma conjunta, de modo tal que suele darse una conjunción de abuso y abandono.
Por otro lado, el núcleo del trauma para el niño es la experiencia de soledad emocional y el
temor en relación a dichas experiencias, ya que si una experiencia atemorizante fuera seguida de
otra de consuelo y apego contenedor, la confianza de aquél y su experiencia de seguridad
podrían restañarse más fácilmente, a la vez que sería más factible dar sentido a la experiencia
perturbadora. La presencia o ausencia de la experiencia de apego se revela entonces como
sustancial.
Las consecuencias de los diversos traumas en el apego son de dos tipos.
Por un lado, encontramos aquellas que consisten en perturbaciones en los patrones de apego y
que dan lugar al apego ansioso/evitativo, ansioso/resistente, desorganizado/desorientado, los
que conllevan alteraciones en una serie de variables como la conformación de los modelos
internos de trabajo, las emociones que se vuelven predominantes, las perturbaciones en el
sentimiento de sí, los conflictos en las relaciones interpersonales, etc. (9).
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Por otro lado, se encuentran aquellas consistentes en perturbaciones en la calidad de la
mentalización. En lo que sigue me circunscribo exclusivamente a estas últimas.
Fallas en la mentalización
Múltiples estudios muestran que el maltrato infantil (abuso y abandono) produce
perturbaciones en el funcionamiento reflexivo del niño, que pueden detectarse a través de una
serie de indicadores entre los cuales encontramos: a) la implicación del niño en juegos poco
simbólicos, al modo de los chicos ciegos; b) la poca empatía demostrada muchas veces ante el
sufrimiento de los otros niños; c) la pobre regulación de sus emociones; d) el empleo escaso de
términos que aluden a sus estados internos y la poca frecuencia con que hablan con sus madres
acerca de sus emociones; e) la dificultad para entender la expresión facial de los afectos, etc.
(48).
Para entender este hecho cabe hacer referencia a lo expresado en C.1) sobre la importancia que
poseen la relación de apego seguro y las interacciones mentalizadoras que en ella tienen lugar,
como contexto para que el niño pueda desarrollar adecuadamente su funcionamiento reflexivo.
En ese caso el cuidador está sintonizado con la experiencia emocional de su hijo y la refleja de
un modo congruente y marcado, con lo que le brinda a este último el reflejo que necesita para
construir representaciones de segundo orden con las que podrá simbolizar y regular su
experiencia emocional.
Como fue señalado en B) esta actitud de reflejo de los cuidadores tiene una función pedagógica
que promueve el desarrollo del sentimiento de sí y la autoconciencia de las propias emociones
en el niño.
De igual forma, los otros procesos necesarios para el desarrollo de la mentalización (atención
conjunta dirigida a la experiencia interior del niño, provisión de un lenguaje apto para
denominarla, juego compartido, aprehensión del niño como un ser intencional) son favorecidos
por el contexto de apego seguro mencionado.
Pero en los casos de inaccesibilidad psicológica de los padres, de actitudes de abuso y/o
abandono por parte de los mismos, se observa que el propio funcionamiento reflexivo de éstos
es deficitario y que su capacidad para empatizar con el niño se encuentra fuertemente
menoscabada, por lo que pueden distorsionar la aprehensión de los estados mentales del mismo
en múltiples formas, suponiendo, por ejemplo, que experimenta satisfacción en una situación de
abuso (desconociendo la perturbación que padece), considerando que todo llanto es debido al
hambre, lo que los lleva a multiplicar las situaciones de provisión de ingesta (49), etc. Estas
actitudes impiden que los cuidadores realicen un adecuado reflejo de las emociones del niño,
con lo que la posibilidad de que el mismo construya representaciones secundarias para
simbolizar sus afectos se encuentra comprometida.
De igual forma, ciertas características familiares habituales en estas circunstancias, atentan
contra el desarrollo de la mentalización. Las actitudes autoritarias de los padres, basadas en el
castigo y la exigencia de obediencia (y no en el diálogo, la explicación del sentido de las normas,
la aceptación de perspectivas diversas sobre las cosas, etc.) se encuentran entre estas
modalidades perturbadoras, según ha sido demostrado en distintos estudios (6).
Por otra parte, en estos casos el mundo exterior al ambiente familiar (escuela, etc.), donde el
funcionamiento reflexivo es habitual y deseable, suele ser mantenido rígidamente disociado del
mundo privado del hogar. De este modo, los beneficios que el niño pueda recibir del
intercambio con compañeros, amigos, docentes, etc., suelen mantenerse escindidos de las
experiencias intrafamiliares.
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En todos estos casos los procesos necesarios para el desarrollo de la mentalización mencionados en B) y C)- se encuentran ausentes en mayor o menor medida, con lo que se
perturba el desarrollo de esta función.
Asimismo, vemos que muchas veces tiene lugar un retiro defensivo del mundo mental: el niño
rechaza captar los pensamientos de sus figuras de apego, evitando de este modo tomar
conciencia de los sentimientos hostiles de éstos, que le están dirigidos. Con ello inhibe
defensivamente su capacidad para mentalizar, lo que lo deja con pocos recursos para afrontar
las situaciones difíciles de su ambiente familiar.
De todos modos, esta inhibición nunca es total. La experiencia muestra que en una serie de
situaciones y dependiendo del vínculo establecido, las personas que han sido traumatizadas
pueden tener un funcionamiento reflexivo normal o inclusive elevado, mientras que en otras
situaciones en las que se activan esquemas interpersonales disfuncionales o estados afectivos
hiperintensos, pierden tal capacidad y padecen diversas fallas en los procesos transformadores,
cognitivo/imaginativo/atencionales y reguladores mencionados en A.1, a la vez que se produce
una regresión a modos de funcionamiento mental prementalizadores (equivalencia psíquica,
hacer de cuenta, teleológico).
E.1) Los modos prementalizadores:
Consisten en la reactivación de modos de funcionamiento mental que son normales en el niño y
que tienen lugar en determinados momentos del desarrollo. La falla en el funcionamiento de la
mentalización, algunas de cuyas razones acabamos de señalar, produce la reactivación de estos
modos primitivos.
En el apartado B) fue señalado que la conquista de una teoría representacional de la mente -que
implica considerar al pensamiento en su carácter de representación, diferenciado de la realidad
física- es un logro del desarrollo. Antes de alcanzarlo, la experiencia de la realidad psíquica e
interpersonal que tiene el niño es radicalmente diferente de la de quienes han logrado dicha
"teoría". Su modo de funcionamiento mental se halla dominado por los modos de "equivalencia
psíquica", el "hacer de cuenta" y el "modo teleológico".
E.2) El modo de equivalencia psíquica: este modo predomina en el niño de hasta tres años de
edad. Consiste en que éste no siente que sus ideas sean representaciones de la realidad, sino
más bien réplicas directas de la misma, reflejos de ésta que son siempre verdaderas y
compartidas por todos.
No es posible que haya distintos puntos de vista sobre el mismo hecho, ya que pensamiento y
realidad no se diferencian y, por tanto, hay sólo una única forma de ver las cosas (50).
Hay, por ende, una equivalencia entre pensamiento y realidad, lo que es fuente de inevitable
tensión, ya que la fantasía proyectada sobre el mundo exterior es sentida como totalmente real.
El niño no es capaz de advertir el carácter meramente representacional de los estados mentales,
lo que le permitiría diferenciarlos de la realidad efectiva y hacer que pierdan su carácter
eventualmente abrumador. De igual forma, esta diferenciación abriría a la posibilidad de
admitir que el propio punto de vista es diferente de otro, relativo, parcial y eventualmente
equivocado.
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Cuando debido a diversos traumas en el apego se produce una reactivación de este modo de
funcionamiento mental, los propios pensamientos y sentimientos son tomados como reales. Así,
en ciertos casos encontramos que las autocríticas que un paciente depresivo se dirige no son tan
diferentes de las de otras personas no depresivas, sólo que en estas ocasiones el sentimiento de
maldad y las autoacusaciones referidas a haber actuado incorrectamente, por ejemplo, se
transforman en la realidad plena e irrefutable de ser efectivamente malo, con las diversas
consecuencias que este estado de cosas acarrea.
En otros casos el recuerdo no puede ser discernido en su calidad de hecho puramente mental,
como en los flashbacks del trastorno por estrés post traumático (46), y se entremezcla
eventualmente con la realidad, de modo tal que puede llegar a configurarla de acuerdo a las
situaciones traumáticas vividas. Así, en el caso de una paciente que había sido golpeada
brutalmente durante su infancia por un padre alcohólico, era frecuente que en los primeros
tiempos de su análisis, cuando nos acercábamos a dicho tema, empezara a mirarme primero con
temor y luego con un enojo creciente, a la vez que me interpelaba diciéndome por qué la estaba
mirando de un modo tan amenazante. En esos momentos resultaba claro que la paciente había
perdido el como-sí de la transferencia y ésta era vivida por ella de un modo real. Yo no
representaba a su padre, sino que eran propiamente los ojos de su progenitor los que veía en los
míos, sin que le fuera posible diferenciarlos por sí misma. También acá vemos el predominio del
modo de equivalencia psíquica en su funcionamiento mental.
En los pacientes con trasto
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