Recuerden esos días en los que el sol no les enfadaba. En los que querían bajar a una terraza, los ojos cerrados, la piel caliente por los rayos. Recuerden esos días en los que las luces de Navidad no parecían tristes y en los que los correos electrónicos no comenzaban con un “espero que estés bien”. Recuerden cuando decían que estaban bien y era verdad. Recuerden cuando los maullidos del gato no les ponían tensos y los berreos de un niño en el metro les hacían dirigir una sonrisa de comprensión a sus padres. Recuerden cuando esa sonrisa no estaba tapada por cinco capas de fibras de polipropileno homologado por la Unión Europea. Recuerden cuando no sabíamos quién era Fernando Simón.
Llevaba varias horas despierta, moviéndome por mi casa en estado de errancia. La cabeza pesada. La mente viscosa, los brazos doloridos y los músculos de la espalda tirantes. ¿Cuándo había ocurrido? ¿En qué momento comencé a sentirme con ganas de llorar como si tuviera cien años o como si tuviera cinco? Recuerden cuando decían que de esta saldríamos mejores. No recuerdo que nadie me advirtiera que “mejores” significaba “apáticos”.
Leo una frase de la escritora Angel Kyodo Williams en un artículo del New York Times que dice: “En realidad, el cuerpo humano no está hecho para soportar durante largos periodos la impotencia que la gente está sintiendo”. Busco consuelo en las palabras, un sanatorio en el que curar la extenuación. A duras penas lo encuentro cuando pienso que el cansancio que siento es un cansancio compartido globalmente. Los psicólogos lo han bautizado como fatiga pandémica y puede causar depresión y ansiedad.
Pero como las cosas nunca vienen de una en una, resulta que la fatiga pandémica tiene también una hermana llamada ira pandémica. Si la primera no encuentra fuerzas para levantarse de la cama, la segunda se alimenta de la rabia que producen todas las decisiones políticas que creemos moralmente incorrectas; los famosos que cruzan varias comunidades para irse de puente mientras algunos llevamos medio año sin ver a nuestros padres; los locales que sabemos que permiten estar más de seis colegas en una mesa durante horas. Recuerden cuando la palabra “aerosoles” no daba miedo.
Un amigo me confesaba hace unos días, y tras varias cervezas, que ahora mismo está peor que cuando estábamos completamente confinados. Que prefería un confinamiento duro a un confinamiento que te hacía sentir libre pero solo de seis de la mañana a doce. Que las reglas de lo que sí y lo que no, estaban acabando con su paciencia y su buena voluntad. Lo dijo enfadado. Lo dijo cansado.
Recuerden cuando decían que saldríamos mejores. No podemos ser mejores si estamos agotados.