Se han convertido en parte de nuestra vida, nos enganchamos a ellas sin remedio. Creemos tener amigos a los que contamos nuestros secretos. Y cuando algo se tuerce, las abandonamos. Pero la mayoría regresa. Así son las adicciones.
YouTube tiene casi 2.300 millones de usuarios registrados, Instagram 1.221 millones, TikTok 800 millones y Twitter 350 millones. Las redes sociales crecen día a día y en todas fabricamos un personaje con el que nos conocen quienes, con más o menos probabilidad, jamás se cruzarán físicamente en nuestro camino. Necesitamos esa vida virtual para refugiarnos de nuestra propia vida. O al menos así nos comportamos cuando usamos esas plataformas.
El círculo de amistades en redes sociales se ha convertido en ese café en el que reunirse todas las tardes con los amigos. El comportamiento es el mismo. Recurrimos a las redes sociales una media de dos horas y media diarias, que bien podría ser el tiempo que nos gustaría pasar en ese garito tan cuqui en el que dejarse ver para conocer caras nuevas y contar la vida a desconocidos. Planazo. Esa es la clasificación mental que hacemos cada vez que recurrimos al smartphone en busca de compañía.
En nuestra cuenta de Facebook solemos tener amigos y familiares, si es que no la hemos dedicado a obtener negocio; en la de Twitter nos exhibimos sin mesura, y en la de Instagram, después de los desmadres de las otras dos, ponemos un candadito en un afán por protegernos. Como con todas nuestras parejas, con las redes sociales creemos manejar la situación. Pensamos que sabemos quiénes nos quieren y quiénes nos odian, que conocemos las intenciones de cuantos se nos acercan. Hemos leído tanto sobre su peligrosidad que incluso alardeamos de saber elegir muy bien a los que nos acompañan. Aceptamos las solicitudes creyendo elegir a los mejores y, antes de que nos enteremos, alguno nos habrá traicionado.
Da igual a lo que esté orientada la aplicación, antes de que te quieras dar cuenta alguien te rondará, sobre todo si se trata de una mujer y pretende tener cierta relevancia. El problema se pone feo cuando esa visibilidad se transforma en hostigamiento. El 73% de las periodistas mujeres reconoce haber sufrido acoso en redes sociales por exhibir su condición de mujer, profesionalidad o feminismo.
Se entablan relaciones sin necesidad de verse las caras. Se tiene sexo sin tocarse la carne. El modelo de comunicación en el que sucumbimos sabe más de algoritmos que de emociones, pero, mientras estamos condenados al primero, ponderamos lo segundo. ¿Quieren verme desbordándome? Lo habré hecho, seguro, en una red social. Búsquenme. Participen de cualquier emoción que los provoque, desde el amor hasta el escarnio. De hecho, eso harán conforme me vean. Eso es lo que sucede en las redes sociales: exhibimos sin pudor lo que escondemos dentro. Desde la mejor de las virtudes hasta el peor de los defectos.
Raro es el que no está en alguna red social. Desde la ya antigua (por longeva) Facebook hasta la innovadora y curiosa TikTok. Con 2.740 millones de usuarios, Facebook sigue siendo la reina, aunque en descenso. Solo en la India, perdió en 2020 10 millones de usuarios registrados, uno si hablamos de España. Y no parece que la cosa vaya a ir a mejor. Cada vez se utiliza más desde una perspectiva comercial y menos social, aunque sigue siendo la mejor para localizar a aquel novio del que se perdió todo rastro. También para intoxicar. Pocos se resisten a no subir fotos de su nueva vida en un alarde de exhibición de triunfo. Y pocos los que se resisten a saber dónde terminó aquel amante al que aún recordamos. Parte del triunfo de las redes sociales se debe a que somos muy cotillas.
Liarla parda en una red social y tener que abandonarla es habitual. El número de seguidores alimenta la prepotencia y la soberbia de quien lleva la cuenta. Se cree con poder. Inmune e impune. El linchamiento también será proporcional a la magnitud de la relevancia adquirida; se pagan caras las barbaridades. Esta es una de las razones, sin embargo, por las que menos renunciamos a las redes. Pocos llegan al abandono después de reflexionar sobre la magnitud de los acontecimientos. La mayoría marca el delete por el acoso que recibe precisamente cuando su actitud no es inapropiada. La periodista Cristina Fallarás o el músico James Rhodes son dos ejemplos de personas que han abandonado últimamente Twitter precisamente por el odio que su mera existencia provocaba. Ninguno de los dos ha regresado, pero la mayoría de los que abandonan la red vuelve.
Nos familiarizamos con personas solo por su nick (nombre en la red) y conocemos sus detalles más íntimos, sexo, errores y dramas incluidos. Ni siquiera tenemos su número de teléfono porque no lo necesitamos. Con que se miren los DM (mensajes directos), vale. Lo bueno del smartphone es que condensó todas las posibilidades de comunicación en la palma de nuestra mano. LinkedIn elimina perfiles profesionales que molestan a la ultraderecha. Twitter recupera tuits de hace años por los que se ha suplicado perdón. Facebook hace que una prima se entere de lo mal que te cae su marido. Instagram, que conozcas a quién quiere la persona que pretendías seducir. Y TikTok saca tu lado más perverso.
Sufrimos y gozamos en la misma desbordante proporción. Es la magia de las drogas y lo que crea adicción.
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