Vázquez FL.. Psicologia.com. 2012; 16:15.
http://hdl.handle.net/10401/5506
Artículo original
La necesidad de la prevención de la depresión en los
cuidadores informales
Fernando L. Vázquez1*, Ángela Torres2, Patricia Otero3, Elisabet Hermida4 y Vanessa
Blanco5
Resumen
Está bien establecido que los cuidados no profesionales, un componente fundamental de la
atención de personas dependientes, pueden aumentar el riesgo del cuidador de enfermedades
físicas y mentales. Concretamente, una prevalencia elevada de síntomas depresivos y de
depresión clínica se ha observado consistentemente entre los cuidadores no profesionales. Para
este grupo de población, en este artículo se analizan los datos descriptivos de la depresión y se
revisan y analizan los estudios publicados de las intervenciones psicológicas. Se hace hincapié
en la necesidad de la prevención más que en la intervención terapéutica.
Palabras Claves: Cuidador informal, depresión, tratamiento, prevención.
Abstract
It is well established that nonprofessional caregiving, a fundamental component of the care of
dependent persons, can increase the caregiver's risk of physical and mental illness. In particular,
an increased prevalence of depressive symptoms and clinical depression have consistently been
observed among nonprofessional caregivers. For this population group, this paper reviews
descriptive data on depression, and reviews and analyzes published studies of psychological
interventions. The need for preventive rather than therapeutic intervention is stressed.
Keywords: Informal caregiver, depression, treatment, prevention.
Recibido: 07/03/2012 Aceptado: 23/06/2012 Publicado: 25/07/2012
* Correspondencia: fernandolino.vazquez@usc.es
1 Departamento de Psicología Clínica y Psicobiología, Universidad de Santiago de Compostela.
2 Departamento de Psiquiatría, Radiología y Salud Pública, Universidad de Santiago de Compostela
3,4y5 Unidad de Trastornos Depresivos, Universidad de Santiago de Compostela.
Psicologia.com ISSN: 1137-8492
© 2012 Vázquez FL, Torres A, Otero P, Hermida E, Blanco V.
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Introducción
En el pasado siglo se han producido grandes descubrimientos y avances en materia de
higiene, nutrición, tecnología médica y conquistas sociales que han llevado a una disminución
de la mortalidad y a un aumento de la esperanza de vida (Organización Mundial de la Salud
[OMS], 2002). Pero paralelamente a este aumento en la esperanza de vida, también ha tenido
lugar un incremento de los índices de dependencia asociados al envejecimiento de la población y
al crecimiento de las tasas de supervivencia de determinadas enfermedades crónicas y
alteraciones congénitas, así como por las consecuencias de la siniestralidad vial y laboral (Arriba
y Moreno, 2009; Ley 39 de 2006). En España, se estima que existen en la actualidad en torno a
3850000 personas mayores de seis años sin autonomía personal, lo que supone una tasa de 85.5
por mil habitantes, siendo la mayor del país la de Galicia con 112.9 por mil habitantes (Instituto
Nacional de Estadística [INE], 2008). Es más, estos fenómenos todavía se acentuarán más en el
futuro debido a los cambios demográficos y sociales a los que estamos asistiendo. Así, en España
se estima que el porcentaje de personas mayores de 65 años crecerá hasta casi el doble para el
año 2040, al igual que el ratio de dependencia1 que pasará de un 7.3% en el año 2000 a un 13%
para el año 2040 (Arriba y Moreno, 2009).
Para hacer frente al fenómeno de dependencia y proporcionar los cuidados y ayudas
necesarias para esta población, las políticas sociales y sanitarias y los propios usuarios se apoyan
en dos sistemas básicos de cobertura: el cuidado informal y el cuidado formal (Ley 39 de 2006;
Mossialos, Allin y Figueras, 2007). El primero, hace referencia a la persona que asume la
responsabilidad de la provisión de cuidados de forma no profesional, no remunerada y basada
en vínculos familiares o afectivos. El segundo, en cambio, es el prestado por un profesional,
institución pública o entidad, con o sin ánimo de lucro, entre cuyas finalidades se encuentra la
prestación de servicios a personas en situación de dependencia, ya sean en su hogar o en un
centro destinado a tal efecto. En España, diversos estudios sobre la atención a la dependencia
señalan que el cuidado informal sigue siendo el más frecuente (Instituto de Mayores y Servicios
Sociales [IMSERSO], 2005; INE, 2008). Si bien en los últimos años una reciente y creciente
sensibilización e implicación por parte del gobierno y las políticas sociales (Arriba y Moreno,
2009) han hecho que se extienda el cuidado formal, de forma muchas veces complementaria
con el cuidado informal (IMSERSO, 2010).
Si bien es cierto que las familias han cuidado siempre de sus miembros enfermos, en la
actualidad se han incrementado las dificultades de estas responsabilidades debido a los cambios
en la vida familiar, como la incorporación de la mujer al mercado laboral y la disminución del
tamaño medio familiar, que contribuyen a que haya menos miembros de la familia disponibles
para cuidar (Arriba y Moreno, 2009), y a factores relacionados con la cultura y la práctica
médica (Zarit, 2004). En cuanto al cuidado médico, factores como la tendencia a la reducción en
las estancias hospitalarias y la dificultad para que profesionales sanitarios atiendan a estos
pacientes en su casa, resultan en que las familias tengan que asumir nuevas tareas (ej., efectuar
el cuidado de las escaras, realizar cambios posturales, administrar el soporte nutricional,
administrar medicación). Además, en un pasado relativamente cercano cuidar a otra persona
era una experiencia menos habitual que en la actualidad y, sin duda, restringida a un plazo de
tiempo más corto (Casado y López, 2001); ya que sólo una pequeña proporción de cada
generación alcanzaba la ancianidad (Zarit y Edwards, 2008) y, además, la probabilidad de
supervivencia ante los problemas de salud o accidentes que generan dependencia era mucho
menor. Por ello, actualmente el papel de los cuidadores informales resulta esencial en nuestra
sociedad. Sin su asistencia, el bienestar e incluso la supervivencia de los pacientes serían mucho
menores, y los costes derivados de los cuidados serían mucho más elevados. Además,
1 Ratio de dependencia: ratio entre el número total de personas dependientes y el número total de personas entre 15-59
años (Arriba y Moreno, 2009).
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contribuyen a rellenar lagunas y carencias del sistema sociosanitario y a reducir el gasto público
(Montorio, Izal, López y Sánchez, 1998). De hecho, según datos del IMSERSO (2010), de no ser
realizada por ellos, la labor que desempeñan los cuidadores informales supondría para el Estado
español un coste anual que oscila entre los 12020 y los 24930 millones de euros (según el coste
considerado de la mano de obra del cuidador) cifra que representa entre y el 1.1% y el 2.4% del
PIB.
Por tanto, la labor de los cuidadores informales tiene una gran relevancia personal y
social, pues apoyan a las personas en situación de dependencia durante el curso de su
enfermedad y constituyen uno de los más grandes recursos en la política social y sanitaria al
reducir la utilización de recursos asistenciales y, por tanto, el gasto público. Sin embargo, la
responsabilidad de proporcionar, día a día, ayuda a un familiar que está en una situación de
fragilidad tiene un importante impacto sobre la vida de los cuidadores. Según el informe del
IMSERSO (2005), el 85% de los cuidadores españoles sienten que la ayuda prestada incide
negativamente en su vida cotidiana. Ribas et al. (2000) incluso hablan del síndrome del
cuidador, término que hace referencia a las repercusiones que produce la labor del cuidado
sobre el cuidador y que se caracteriza por un cuadro plurisintomático que afecta a todas las
esferas de la vida de la persona. El cuidado interfiere con el desarrollo de la vida normal de
quienes lo prestan, que tienen que realizar grandes cambios en su vida y adaptarse a una serie
de pérdidas, además de afrontar un alto grado de esfuerzo físico y psicológico.
De entre todas las repercusiones del cuidado destacan los problemas relacionados con la
salud mental. De hecho, la OMS (2004) considera el cuidado de una persona con una
enfermedad crónica o una demencia como un factor de alto riesgo para desarrollar trastornos
mentales. Dentro de los problemas padecidos por los cuidadores, ocupan un papel
predominante las alteraciones del estado de ánimo, y más específicamente, la depresión
(Bookwala, Yee y Schulz, 2000; Cuijpers, 2005; Papastavrou, Kalokerinou, Papacostas, Tsangari
y Sourtzi, 2007; Shulz, O'Brien, Bookwala y Fleissner, 1995). Los síntomas y trastornos
depresivos están asociados a un deterioro funcional significativo en aquellas personas que lo
sufren (Halfin, 2007), una mayor utilización de los servicios médicos y de urgencias, un mayor
consumo de fármacos, un elevado absentismo laboral (Johnson, Weissman y Klerman, 1992),
enormes costes personales, sociales y económicos (Valladares, Dilla y Sacristán, 2009), y un
riesgo incrementado de enfermedad física, ruptura familiar y suicidio (Johnson et al., 1992;
Möller, 2003). Además, hay que tener en cuenta que en el caso de los cuidadores informales,
padecer depresión conlleva otros problemas añadidos, como el impacto negativo sobre la
funcionalidad como cuidadores (Gallagher-Thompson, Rose, Rivera, Lovett y Thompson, 1989)
y en la calidad del cuidado prestado a la persona en situación de dependencia (McNeil et al.,
2009; Williamson, Shafer y The Family Relationships in Late Life Project, 2001).
El objetivo de este trabajo fue revisar y realizar un análisis sobre el fenómeno de la
depresión en la población de cuidadores informales, las intervenciones aplicadas a los
cuidadores y la necesidad de prevenir frente a tratar la depresión en los cuidadores.
Depresión en la Población de Cuidadores Informales
Cuidar de una persona en situación de dependencia se considera un factor de riesgo
relevante para desarrollar depresión. Así, Cuijpers (2005), en una revisión sistemática sobre los
trastornos depresivos en los cuidadores informales, encontró que el riesgo de experimentar un
trastorno depresivo en los cuidadores fue de 2.8 a 38.7 veces mayor que para los no cuidadores
igualados en las características sociodemográficas básicas. Es más, algunos estudios señalan que
los cuidadores presentan algunas características que aumentan la probabilidad de desarrollar un
trastorno depresivo mayor, más que cualquier otro sujeto seleccionado de la población general,
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como son, entre otras, el bajo apoyo social (Majerovitz, 2007; Moral, Ortega, López y Pellicer,
2003), la sobrecarga experimentada (Li, 2005) y un sentimiento de soledad de forma
continuada y prolongada en el tiempo (Beeson, 2003), así como una gran cantidad de horas
diarias dedicadas a las tareas de cuidado (Covinsky et al., 2003; Meshefedjian, McCusker,
Bellavance y Baumgarten, 1998). Estos factores van consumiendo los recursos de los cuidadores
y su entorno, y acaban repercutiendo en su vida deteriorando su ocio y tiempo libre, sus
relaciones familiares e interpersonales, su economía y su salud (Crespo y López, 2007). Sin
embargo, algunos hallazgos parecen indicar que no es sólo la estresante situación psicosocial de
los cuidadores la que causa la depresión, sino una combinación de vulnerabilidad, factores
psicológicos y eventos vitales estresantes (Cuijpers, 2005). No obstante, Adams (2008) apunta
que la depresión hallada en la situación de cuidado podría manifestarse a través de una
expresión sintomática específica, como incremento de síntomas depresivos debidos a la fatiga
por problemas de sueño, disminución del tiempo personal, pérdida de capacidades del ser
querido, etc. Dicho autor analizó las diferencias en sintomatología depresiva entre cónyuges
cuidadores y no cuidadores y halló que los cuidadores manifestaron menos afecto positivo que
los no cuidadores (tenían menos esperanza en el futuro, se sentían menos felices y declaraban
disfrutar menos con la vida); y que, además, informaron mayores niveles de tristeza, de
irritabilidad y de soledad.
La prevalencia del trastorno depresivo mayor en la población de cuidadores informales
es elevada. Oscila, según los diferentes estudios, entre el 15% y el 55% (Cuijpers, 2005; Dura,
Stukenberg, y Kiecolt-Glaser, 1991; Gallagher-Thompson et al., 1989; Redinbaugh, MacCallum y
Kiecolt-Glaser, 1995; Schulz et al., 1995), lo que es considerablemente más alto que los
porcentajes de depresión hallados en los estudios de población general española (ver Gabilondo
et al., 2010). Además, se ha encontrado que un alto porcentaje de cuidadores (un 20%) presenta
depresión considerada como crónica (Redinbaugh et al., 1995).
Existen algunas evidencias de que la prevalencia de la depresión en las mujeres
cuidadoras es mayor que en los hombres cuidadores (Gallagher-Thompson et al., 1989;
Livingston, Manela y Katona, 1996). Esto concuerda con la prevalencia hallada en la población
general, que es el doble en las mujeres que en los hombres. En general, las mujeres cuidadoras
parecen sufrir más consecuencias negativas que los hombres cuidadores, incluso aunque se
controlen los resultados por la cantidad y tipo de cuidado (Starrels, Ingersoll-Dayton, Dowler y
Neal, 1997). Entre otros factores, quizás el origen de las repercusiones diferenciales en función
del género podría estar en que los hombres tienen una orientación más directiva al cuidado, lo
que les otorga más control y sentimientos de eficacia personal (Russell, 2001); mientras que las
mujeres podrían estar más influidas por normas ligadas a las responsabilidades del cuidado de
otros (Rogero, 2010).
Lo que ya no parece tan claro es si existen diferencias en la prevalencia de depresión de
los cuidadores informales en función de la enfermedad de la persona cuidada. Livingston et al.
(1996) señalaron que la prevalencia de depresión en cuidadores de personas con demencia es
mayor que en cuidadores de personas sin demencia. Sin embargo, otros autores (Crespo, López
y Zarit, 2005; Gallagher-Thompson et al., 1989) no hallaron evidencias en este sentido, y
sugieren que la naturaleza de la enfermedad de la persona cuidada no es tan importante para el
estado emocional del cuidador como su evaluación y sus recursos para manejar los problemas
relacionados con el cuidado.
Por lo que respecta a la incidencia de la depresión, los datos varían en función de los
estudios, yendo de 48% en un período de seguimiento de un año (Ballard, Eastwood, Gahir y
Wilcock, 1996) a un 14.3% en un período de seguimiento de cuatro años (Bodnar y KiecoltGlaser, 1994).
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La alta incidencia de la depresión mayor en la población de los cuidadores informales se
ha confirmado con algunos estudios en los que se utilizaron grupos control de participantes no
cuidadores emparejados en las características sociodemográficas básicas (ej., sexo, edad, nivel
de educación). Por ejemplo, se encontró que la ratio de incidencia de depresión fue de
18.8/1000 personas-año en los cónyuges cuidadores de personas con demencia frente a
4.4/1000 personas-año en los pares que eran cónyuges de personas sin demencia (Karlijn et al.,
2010).
Por otra parte, merecen una atención especial por su relevancia clínica aquellos
cuidadores que presentan una depresión subclínica, pues son los que se encuentran en la cuerda
floja entre no tener y tener depresión clínica. La literatura científica revela que la prevalencia de
depresión subclínica en la población de cuidadores, determinada por sintomatología depresiva
elevada (ej., puntuación 16 en la Escala para la Depresión del Centro de Estudios
Epidemiológicos [CES-D]), es elevada. Oscila, según diferentes estudios, desde el 18% al 66.4%
(Papastavrou, Charalambous y Tsangari, 2009; Payakachat, Tilford, Brouwer, van Exel y Grosse,
2011; Rivera, Elliot, Berry, Grant y Oswald, 2007; Rozario y Menon, 2010). Además, la aparición
de esta sintomatología depresiva subclínica, a su vez, incrementa las probabilidades de
desarrollar un trastorno depresivo mayor (Cuijpers y Smit, 2004; OMS, 2004), convirtiéndose
en un factor de riesgo añadido para quienes la padecen.
Las personas con niveles de síntomas depresivos elevados, con o sin trastorno depresivo
mayor, tienen un pobre funcionamiento (Backenstrass et al., 2006), una baja calidad de vida
(Vitaliano, Young y Zhang, 2004), y un elevado riesgo de mortalidad comparado con sujetos
control no cuidadores (Schulz y Beach, 1999). Los cuidadores informales también presentan
mayor utilización de servicios de salud mental que los no cuidadores (Cochrane, Goering y
Rogers, 1997). Además, hay que tener en cuenta que entre los cuidadores la depresión puede ser
particularmente problemática, puesto que además del propio sufrimiento personal del cuidador
compromete su habilidad de mantenerse de manera adecuada en su rol de cuidador y afecta a la
persona cuidada (Gallagher-Thompson et al., 1989; Williamson et al., 2001). De hecho, la
capacidad para afrontar eficazmente el cuidado por parte del cuidador se ha asociado con la
supervivencia del paciente (McClendon, Smyth y Neundorfer, 2004) y el tiempo de
institucionalización (Gilley, McCann, Bienias y Evans, 2005).
En suma, dado el elevado número de cuidadores informales y personas en situación de
dependencia que hay en nuestro país, unido al hecho de que muchos de ellos desarrollan
depresión, son necesarias actuaciones que reduzcan los tremendos costes humanos, sociales y
económicos asociados a ese trastorno mental.
Intervenciones Psicológicas Dirigidas a Cuidadores
El estudio de las repercusiones del cuidado en el estado emocional ha conducido en las
últimas tres décadas a desarrollar distintos programas de intervención psicológica,
especialmente para aquellos que cuidan enfermos con demencia (Brodaty, Green y Koschera,
2003; Goy, Kansagara y Freeman, 2010; Pinquart y Sörensen, 2006; Sörensen, Duberstein, Gill
y Pinquart, 2006). Estos programas han utilizado diferentes formatos y métodos para ayudar a
los cuidadores, comprendiendo intervenciones psicológicas individuales o en grupo, programas
psicoeducativos, grupos de apoyo, intervenciones familiares, intervenciones basadas en
tecnologías, etc. Aunque esas intervenciones en su conjunto son efectivas, sus efectos son
relativamente pequeños y en áreas específicas (Brodaty et al., 2003; Pinquart y Sörensen, 2006;
Sörensen et al., 2006). Han demostrado tener, en algún grado, un impacto beneficioso sobre el
cuidador en lo que se refiere a la disminución de la carga experimentada por éste, el estrés
asociado al cuidado, el grado de depresión, el bienestar general y la participación en actividades
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sociales. En general, los cuidadores que participan en los programas se muestran muy
satisfechos con las intervenciones (Roberts et al., 1999), consideran que mejoran sus habilidades
de afrontamiento, refieren una mejor relación con la persona cuidada e informan que la
intervención les ha proporcionado estrategias útiles para su aplicación en el cuidado
(Quayhagen, Quayhagen y Corbeil, 2000), y la mayoría volverían a repetir su participación en el
programa (Gallagher-Thompson et al., 2000). Sin embargo, dado que la magnitud de cambio
observada en la mayoría de las intervenciones es pequeña, se necesita continuar mejorando la
calidad de las intervenciones con cuidadores (Pinquart y Sörensen, 2006).
Se han apuntado una serie de razones de tipo metodológico y teórico que subyacen a la
consecución de resultados más bien modestos de las intervenciones dirigidas a cuidadores
informales. En cuanto al aspecto metodológico, aunque la calidad de algunas investigaciones fue
adecuada, hay importantes cuestiones metodológicas que mejorar (Brodaty et al., 2003). Entre
otras, realizar una correcta selección de la muestra, la aleatorización a las condiciones de
intervención, uso de grupos control, tamaños de muestra adecuados, evaluaciones ciegas de los
resultados, seguimientos al menos hasta los 6 meses, y el uso de medidas fiables, válidas y
consistentes para evaluar los resultados de las intervenciones. En lo que se refiere a las razones
teóricas, se ha identificado la necesidad de una mayor precisión conceptual en el diseño de los
programas de intervención, así como de definir con claridad el modelo teórico que subyace al
diseño del programa con el fin de posibilitar la valoración de la eficacia de distintas formas de
intervención (Knight, Lutzky y Macofsky-Urban, 1993; López y Crespo, 2007).
Por otra parte, cuando se han diseñado estas intervenciones en la mayoría de los casos
no se ha tenido en cuenta su potencial aplicabilidad en los contextos en los que los cuidadores
demandan ayuda. Y, en escasas ocasiones, se ha evaluado la aceptabilidad de las intervenciones
teniendo en cuenta la adherencia al tratamiento y la satisfacción con el servicio recibido
mediante un cuestionario validado. Es necesario lograr intervenciones que alcancen los
objetivos del tratamiento en el menor número de sesiones posibles, que sean eficaces, que sean
accesibles para los usuarios en su medio, que sean atractivas para los cuidadores y para los
clínicos (breves, fáciles de aprender y con implicaciones específicas para la práctica clínica).
Asimismo, sólo un pequeño número de estudios han tenido como objetivo principal
reducir la depresión (ej., Belle et al., 2006; Coon, Thompson, Steffen, Sorocco y GallagherThompson, 2003; Rivera, Elliot, Berry y Grant, 2008). La gran mayoría de las investigaciones se
han centrado en dotar a los cuidadores de conocimientos, estrategias y habilidades que les
ayuden a sobrellevar su labor como cuidador (ej., Au et al., 2010; Farran et al., 2004), y no tanto
en tratar su problemática individual o la sintomatología depresiva. Es más, en la mayoría de los
estudios falta claridad sobre el tipo de intervención que perseguían (prevención o tratamiento),
pues en la mayoría de ellos no se realizó una correcta selección de los participantes de la
muestra. Se mezclaron en la misma muestra cuidadores sin sintomatología depresiva, con
sintomatología depresiva y cuidadores ya clínicamente deprimidos (ej., Gallagher-Thompson et
al., 2000; Teri, Logsdon, Uomoto y McCurry, 1997), con distintos niveles de sintomatología
depresiva (ej., Eisdofer et al., 2003; Gendron, Poitras, Dastoor y Pérodeau, 1996), o cuidadores
con alto riesgo en los que se identificaron manifestaciones prodrómicas de la depresión con
otros en los que no se daban estas circunstancias (ej., Burns, Nichols, Martindale-Adams,
Graney y Lummus, 2003; Gallagher-Thompson et al., 2003).
Es más, ninguna de las intervenciones realizadas con cuidadores han planteado como
objetivo la prevención de la depresión propiamente dicha (Vázquez y Otero, 2009). Por ello, se
recomiendan actuaciones de tipo preventivo que permitan evitar en los cuidadores el desarrollo
de una depresión y las graves consecuencias asociadas a la misma.
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La Prevención de la Depresión en los Cuidadores frente al Tratamiento
Los protocolos de práctica clínica para el tratamiento de la depresión recomiendan la
terapia cognitivo-conductual, la psicoterapia interpersonal y la medicación antidepresiva como
intervenciones bien establecidas para la depresión (Grupo de Trabajo sobre el Manejo de la
Depresión Mayor en el Adulto, 2008; National Institute for Clinical Excellence, 2004; Pérez y
García, 2003).
Sin embargo, existe una brecha importante entre las prácticas recomendadas y la
atención que reciben en realidad las personas con depresión. Los estudios en diversos países
indican que muchas personas con trastornos depresivos nunca reciben ayuda profesional, o
dejan pasar mucho tiempo antes de buscar ayuda (Kohn, Saxena, Levav y Saraceno, 2004).
Incluso entre las personas que solicitan ayuda profesional, en torno al 50% de los casos de
depresión no son detectados adecuadamente en atención primaria (Keller, 2001), y cuando se
recibe tratamiento, éste no siempre es compatible con la práctica más adecuada (Kessler et al.,
2005). Es más, en el caso de los cuidadores informales hay que añadir a todos esos factores que
los síntomas depresivos son generalmente subestimados por los profesionales (Cuijpers, 2005),
ya que los consideran una reacción normal a la situación de alto estrés que viven. Como
consecuencia de ello la posibilidad de recibir un tratamiento adecuado es si cabe todavía más
reducida. Además, la alta prevalencia de depresión en esta población, que cada vez es más
numerosa, hace inviable el abordaje de este trastorno sólo a través del tratamiento. Esto, unido
a factores ya mencionados como la tendencia a la cronicidad, la frecuente comorbilidad y los
elevados costes personales, sociales y económicos que tiene la depresión, hacen que resulte de
vital importancia la elaboración de estrategias e intervenciones dirigidas fundamentalmente a
prevenir la depresión clínica.
El significado de la palabra prevención implica una acción de carácter anticipatorio.
Referida al ámbito de la salud mental, supone una auténtica concepción científica, que incluye
no sólo un modo de hacer, sino también una filosofía de trabajo (Vázquez y Torres, 2005). Esta
forma de entender la práctica clínica y la enfermedad surgió en la práctica médica, cuando bajo
las directrices de varias iniciativas de prevención de enfermedades, se lograron grandes avances
en la erradicación de casos y muertes por enfermedades infecciosas, al introducirse las prácticas
higiénicas y las vacunas masivas. Posteriormente, se alcanzaron grandes progresos con la
aplicación del modelo de la prevención a otras enfermedades y lesiones, como por ejemplo las
enfermedades cardiovasculares y las lesiones por accidentes a través de la implantación de
intervenciones de prevención, como la promoción de una alimentación saludable y del ejercicio
físico o el uso de los cinturones de seguridad (Instituto de Medicina [Institute of Medicine,
IOM], 1994). Estos y otros logros cambiaron la perspectiva de trabajo en la práctica sanitaria,
hasta el punto de que en el último siglo, la prevención se convirtió en uno de los pilares de las
políticas de salud pública. De igual forma, en el campo de la salud mental, la labor preventiva se
está convirtiendo en una prioridad en los últimos años. En este sentido, destaca la elaboración
de sendos informes por los comités de investigación de Estados Unidos sobre prevención, uno
del IOM (1994) y otro del Instituto Nacional de Salud Mental (National Institute of Mental
Health [NIMH], 2001). En 2009, el Consejo Nacional de Investigación y el Instituto de
Medicina estadounidense (National Research Council and Institute of Medicine [NRCIM])
reafirma nuevamente la importancia de la prevención.
El comité de prevención de trastornos mentales del IOM (1994) recomendó que el
término prevención se reservara sólo para aquellas intervenciones que tienen lugar antes de que
se manifiesten las alteraciones iniciales de un trastorno. Así, una vez que un sujeto cumple los
criterios para ser diagnosticado de un trastorno, una intervención ya no sería considerada
preventiva, sino que se recogería en la categoría de tratamiento. La distinción entre la
prevención y el tratamiento queda más desdibujada con el informe del NAMHC (NIMH, 2001).
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Aquí se apunta que muchos trastornos mentales están precedidos por sintomatología subclínica,
y que en muchos casos los programas preventivos podrían reducir la aparición de trastornos
secundarios (i.e., la comorbilidad) en sujetos ya diagnosticados.
Actuar de forma temprana puede evitar la aparición de trastornos mentales, reducir su
desarrollo y severidad, así como minimizar los episodios subsecuentes y sus consecuencias. Por
ello, la OMS (2004) estableció la prevención como una cuestión prioritaria de salud pública a
nivel mundial. Es más, la investigación existente sobre la prevención de la depresión muestra un
gran potencial, pues diversas intervenciones de prevención han probado su eficacia (Barrera,
Torres y Muñoz, 2007; Cuijpers, van Straten, Smit, Mihalopoulos y Beekman, 2008; Muñoz,
Cuijpers, Smit, Barrera y Leykin, 2010; Vázquez y Torres, 2005). Concretamente, en el
metaanálisis realizado por Cuijpers et al. (2008) se halló que el riesgo relativo de las
intervenciones psicológicas para prevenir el comienzo de un trastorno depresivo fue de 0.78,
indicando que las intervenciones de prevención pueden reducir la incidencia de trastorno
depresivo en un 22% en comparación con los grupos control, y que por cada 22 personas que
reciben este tipo de intervención se estaría previniendo la aparición de un nuevo caso de
depresión.
La actuación preventiva puede ser clasificada en distintos niveles de intervención. En
concreto, el IOM (1994) propuso tres niveles basados en un punto de vista riesgo-beneficio (ej.,
el riesgo de sufrir una depresión tiene que contrastarse con el coste, riesgo e incomodidad de la
intervención preventiva): prevención universal, prevención selectiva y prevención indicada. Las
estrategias de prevención universal están dirigidas a toda la población, sin ninguna
determinación previa de un estatus de riesgo o vulnerabilidad. Ofrecen la ventaja de superar
algunos de los problemas de estigmatización y etiquetado asociado con los programas de
intervención temprana, y son capaces de alcanzar a individuos con un amplio rango de factores
de riesgo, en lugar de limitarse a factores de riesgo simples. Las estrategias de prevención
selectiva están dirigidas a grupos con un mayor riesgo de desarrollar el trastorno que la
población general, como consecuencia de alguna característica o alguna situación concreta
presente en el individuo o el ambiente. El factor de riesgo puede estar relacionado
causalmente con el resultado o no, y puede relacionarse con aspectos biológicos (ej., historia
familiar de trastornos depresivos), cognitivos (ej., estilo atribucional negativo) o psicosociales
(ej., acontecimientos vitales estresantes recientes). Las estrategias de prevención indicada
tienen como población objetivo a sujetos que ya presentan signos y síntomas, o marcadores
biológicos precoces de un trastorno, pero todavía no cumplen los criterios diagnósticos.
De entre esos tres niveles de prevención, existen razones tanto teóricas como prácticas
para defender la prevención indicada de la depresión (Muñoz et al., 2010; Vázquez y Torres,
2005, 2007). En primer lugar, la ocurrencia de sintomatología depresiva que no llega a cumplir
los criterios diagnósticos (depresiones subclínicas) es un problema de gran alcance
epidemiológico (Cuijpers, De Graaf y Van Dorsselaer, 2004), que puede generar tanto malestar
y discapacidad como un trastorno depresivo mayor (OMS, 2004), y que eleva el riesgo de
padecer un trastorno depresivo mayor y de conducta suicida (Cuijpers y Smit, 2004; Cuijpers,
Smit y Willemse, 2005; Horwath, Johnson, Klerman y Weissman, 1992). En segundo lugar, la
experiencia clínica indica que la mayor parte de los casos de depresión que son tratados en la
clínica no cumplen estrictamente todos los criterios diagnósticos (Vázquez y Torres, 2005). En
tercer lugar, se ha encontrado que algún estudio de prevención indicada como el de Clarke et al.
(2001) reduce los síntomas depresivos y previene la aparición de nuevos episodios depresivos.
Es más, esta intervención resultó ser un 70% más coste-efectiva que la atención habitual (Smit
et al., 2006).
Basándonos en los datos, parece lógico recomendar el desarrollo y aplicación de este
tipo de intervenciones de prevención indicada que tantos beneficios producen y tantos costes y
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malestar evitan o reducen (OMS, 2004; Vázquez y Torres, 2007). Sin embargo, en la actualidad
esas intervenciones son escasas en la literatura científica (ver Barrera et al., 2007; Cuijpers et
al., 2008; Muñoz et al., 2010); las poblaciones a las que se han dirigido en su mayoría son
adolescentes y jóvenes estudiantes, y sólo un número reducido de estudios se ha centrado en
otras poblaciones como usuarios de atención primaria, personas mayores o mujeres
embarazadas. A pesar del elevado riesgo de depresión que presentan los cuidadores informales y
la gran cantidad de programas dirigidos a cuidadores informales existentes en la literatura, no
se ha realizado ningún ensayo aleatorizado controlado en el que se haya evaluado un programa
de prevención indicada de la depresión con esta población y tan sólo existe un estudio piloto
(Vázquez, Otero, López, Blanco y Torres, 2010). Por tanto, desde la perspectiva de la
investigación, son necesarios estudios dirigidos a cuidadores informales que desarrollen
intervenciones de prevención de la depresión que puedan evitar el desarrollo del trastorno. Se
recomiendan especialmente incluir en ello cuidadores con factores de riesgo múltiples (ej., ser
mujer, cuidadora informal y con sintomatología depresiva elevada) debido a que es más
probable que con una muestra no excesivamente grande se alcance una potencia estadística
adecuada (Vázquez y Torres, 2007). Es preciso que estas investigaciones realicen una correcta
identificación y selección de los grupos de riesgo, cuenten con un marco teórico contrastado que
sirva de guía a la intervención, que sean rigurosas en su diseño y aplicación con programas
específicos, replicables y manualizados, que evalúen la adherencia de los terapeutas al
protocolo, que incluyan una evaluación ciega de los resultados y que realicen seguimientos de al
menos 6 meses. También es necesario que en los estudios de prevención indicada se informe no
sólo de la reducción de síntomas, sino de su significación clínica y de su impacto en la aparición
de nuevos casos de depresión (i.e, la incidencia).
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Conclusiones
En esta revisión se examinó la literatura existente sobre la depresión en los cuidadores y
su abordaje terapéutico. A continuación se resumen las principales conclusiones de la revisión y
algunas recomendaciones:
- La figura del cuidador informal es una parte fundamental en la atención a las personas
en situación de dependencia, que trae grandes ventajas para las políticas sociales y sanitarias.
Sin embargo, cuidar de una persona dependiente tiene importantes repercusiones en la vida
personal, familiar, laboral y social del cuidador y lo colocan en una situación de vulnerabilidad
en la que tienen mayores probabilidades de presentar problemas de salud, sobre todo de salud
mental. En este sentido, la sintomatología depresiva subclínica y la depresión clínica han sido
una de las problemáticas más consistentemente observadas.
- La presencia de síntomas depresivos significativos y el trastorno depresivo mayor están
asociadas con un mayor riesgo de desarrollar otros trastornos psiquiátricos o de consumo de
sustancias, un deterioro significativo en el funcionamiento, la hospitalización e ideación suicida,
así como resultados adversos en trastornos médicos crónicos. Además, en el caso de los
cuidadores informales a los costes humanos, sociales y económicos, se unen los relacionados
con los efectos del trastorno sobre el rendimiento y la calidad del cuidado.
- Se han realizado distintos estudios en los que aplicaron intervenciones psicológicas a los
cuidadores, y sólo en alguno de ellos se evaluó su impacto sobre la sintomatología depresiva
como resultado principal. En general, se encontraron resultados moderadamente satisfactorios,
con tamaños del efecto pequeños o moderados. No obstante, aunque la aplicación de este tipo de
programas en la práctica clínica podría ayudar a reducir en cierta medida la sintomatología
depresiva de los cuidadores, las limitaciones teóricas, metodológicas y de diseño de estos
estudios restringen el alcance de los resultados.
- En los estudios que tenían entre sus objetivos reducir la sintomatología depresiva de los
cuidadores, falta claridad sobre el tipo de intervención que perseguían (prevención o
tratamiento). La población diana no se seleccionó de forma precisa, incluyendo muestras mixtas
con distintas necesidades clínicas. Además, pocos estudios establecieron un plan de aplicación
sistemático de los programas de intervención mediante la elaboración de un protocolo, la
manualización del tratamiento, el entrenamiento de los profesionales que lo aplican, la
evaluación de la adherencia de éstos al protocolo establecido y la evaluación ciega de los
resultados de la intervención, aspectos todos ellos que se deben considerar en este tipo de
intervenciones. Asimismo, destaca la ausencia de un marco teórico en el que sustentar la
intervención.
- La elevada prevalencia de depresión impide que muchas de las personas que la padecen
puedan acceder a su tratamiento, por lo que la prevención se perfila como una alternativa
fundamental que encierra un gran potencial para reducir el sufrimiento, la discapacidad y carga
asociada a la depresión. De los tres niveles de actuación preventiva existentes, la prevención
indicada se muestra como la que tiene más apoyo empírico. Pero pese a la pertinencia de la
misma en la población de cuidadores, no se ha realizado ningún estudio en el que se haya
evaluado una intervención de prevención indicada de la depresión para cuidadores.
- En resumen, las altas tasas de depresión en la población de cuidadores y sus graves
consecuencias, así como las limitaciones en los abordajes terapéuticos existentes con esa
población, justifican la necesidad urgente de desarrollar intervenciones preventivas eficaces,
especialmente intervenciones de prevención indicada de la depresión.
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