A la muerte de mi amigo José María Poveda de Agustín.
José Luis González de Rivera y Revuelta (Luis de Rivera)
Contemple el alma dormida, avive el seso y despierte…
Como se pasa la vida, como se viene la muerte…
José María es compañero mío de carrera, yo dos años por delante. Sin ponernos de acuerdo, seguimos formaciones parecidas, nos interesaron las mismas culturas, llegamos a los mismos lugares, nos invitamos a los libros y programas docentes del otro. Nuestra unión, siempre presente a través de los tiempos y las distancias, nos hacia encontrarnos en sitios inesperados.
Habíamos estado hablando y haciendo planes una semana antes, ambos rebosantes de salud y él de más entusiasmo que yo, como siempre. Murió el mismo día que nací yo, coincidencia fortuita que me produce un extraño desasosiego. Desasosiego que se transformó en escalofrió cuando el cura que rezó la despedida final en el cementerio repitió por error dos veces mi nombre, José Luis.
Morir no es desaparecer sino transformarse, dice la losa que cubre las cenizas de mi amigo José Maria. Lo dice en latín, naturalmente, y yo lo he traducido libremente a la manera que mejor agarra en mi corazón. La muerte no existe, es una figura imaginaria que algunos representan como una vieja cubierta de negro y otros, los caballeros de la Legión, como una joven a la que llevan en sus brazos.
Vivir y morir son actos humanos, cosas que hacemos. Es cierto que también viven y mueren los animales, pero creo que no le dan tanta importancia. Decía un noble medieval que entre la vida terrenal, que acaba en polvo, y la vida celestial, que no acaba nunca, hay otra, la del honor y la fama, que dura lo que quieran los amigos y parientes del difunto.
Dando vueltas al epitafio de los Poveda y a las coplas de Jorge Manrique, he acabado por concluir que nadie muere mientras alguien le recuerde. Sus actos, sus gestos, sus palabras han ido transformando los cerebros de quienes le conocieron y allí siguen, repitiéndose y combinándose de la misma y diferentes formas. El dolor por la pérdida física irá poco a poco atenuándose por la presencia en el mundo interno de unas vivencias que parecen ahora más cercanas y quizá, también, más accesibles.
Tengo la impresión de estar escribiendo estas líneas al dictado; mi memoria ha puesto en marcha un power-point irrefrenable que empieza con una vista aérea del Campus de la Universidad de Navarra y va haciendo zoom al Edificio Central, la cafetería, un grupo de alegres jóvenes, predominantemente chicas, y, en el centro, un José Maria entusiasmado que, con su amplia sonrisa, sus ojos brillantes y sus brazos extendidos, relata una extraña aventura, un fantástico proyecto, un gran descubrimiento… da un poco igual, fuera lo que fuera era un tema apasionante, porque la pasión la pone él. Estaban en un descanso de las clases de Filosofía, carrera que José María cursaba al mismo tiempo que la de Medicina, hecho notable si tenemos en cuenta la dificultad de cada una de ellas por separado.
Las cumbres nevadas del Himalaya, iluminadas por el sol naciente. Un amanecer místico captado en directo y trasportado a la Universidad Complutense de Madrid. Puntero en mano, José María desgrana, con su gracejo habitual, las vivencias de su primer viaje al Nepal, su primer contacto directo con la sabiduría oriental, los beneficios que la meditación puede aportar a la salud mental. Los catedráticos más serios de España le miran con estupor. Son las oposiciones a Profesor Adjunto de Psiquiatría, donde lo más exótico que se espera de nosotros es la Psicología Existencial Alemana. “Lea usted a Dilthey, joven” me espetó el profesor Llavero Avilés. No recuerdo lo que le dijeron a José María. Ninguno de los dos sacó plaza, pero él al menos se divirtió.
Waikiki Beach. Jose María, camisa hawaiana y Lei al cuello, se aproxima sonriente y me abraza. “! ¡Qué sorpresa! ¡Qué alegría!” Estamos en el Congreso de la American Psychiatric Association. El viene de San Francisco y yo de Montreal, donde cada uno seguía su formación postgraduada. Intercambiamos conocimientos y experiencias, y descubrimos que ambos estábamos trabajando sobre los estados alterados de consciencia. Decidimos ese día cambiarles el nombre a Estados Ampliados de Consciencia.
Universidad Autónoma de Madrid. José Maria, profesor de psicopatología en la facultad de psicología, preside un simposio de Psicología Transpersonal, en el que me ha invitado a hablar sobre Estados de Consciencia y Psicoanálisis. Obviamente, yo hablo de la técnica de meditación Autogenics, que aprendí en Montreal y que pretendo introducir en España. No se enfadó, al contrario, se interesó tanto que me pidió que organizara para él un curso de formación, al que se apuntó con varios de sus alumnos. Así fue como se dio en Madrid, de la mano de Jose Maria, el primer curso de Autogenics, de los 37 que llevamos ya.
Un grupo de monjes jóvenes charla animadamente en una pérgola a las afueras de Phnom Penh. Nos acercamos y les pedimos que se hagan una foto con nosotros. Acceden encantados y se ponen alrededor, pero ninguno quiere coger la cámara. Sonríen, mueven la cabeza, hacen gestos con las manos como si soltaran algo y retroceden. Finalmente, yo le hago la foto a José María con los monjes y él me la hace a mí. Todo muy bien, pero un grupo más numeroso nos mira con aire de reproche. Se aproximan. ¿Habremos roto algún sortilegio, cometido algún sacrilegio imperdonable? Vete a saber que les ha molestado, pero están molestos. “¿Por qué les han hecho fotos a esos monjes?”, pregunta el que habla mejor inglés. – “Para llevarnos un recuerdo de su bello país”, le respondemos. Mueve la cabeza. No parece entender la palabra souvenir. “Es un acto de amistad” dice Jose Maria con su sonrisa inigualable. Sonríe también el monje, si, friendship le gusta. Vuelve a ponerse serio “Y por qué a ellos le han hecho fotos y a nosotros no”, insiste. Nos miramos José María y yo. No están muy avanzados en lo del desapego, pensamos. “Pues claro que sí, también a vosotros queremos sacaros fotos, por favor poneros aquí, quietos” – la situación está resuelta. Vuelven las sonrisas, el nirvana les rodea de nuevo y sacamos varias fotos, sin decirles que se nos había terminado el carrete. Prudentemente, después de varias inclinaciones con las manos juntas, nos retiramos caminando hacia atrás.
Camino de Angkor Wat. José Maria me pone al día sobre el eneagrama mientras la lluvia cae generosa sobre el techo de la cabaña. En el patio de atrás hay un corral pantanoso lleno de cocodrilos; preguntamos al hostelero si nos puede dar carne de cocodrilo para cenar y mueve vigorosamente la cabeza: Cocodrilo veinte, dice. No va a matar un cocodrilo para nosotros dos, es alimento para veinte personas. Llega un español a quien José Maria parece conocer. Tiene mal aspecto, camina con dificultad, su frente arde y su pulso va muy rápido. Lo llevamos a un hospital camboyano, es decir, un barracón de una planta con dos hileras de camas, atendido por médicos chinos. Lo acogen, lo acuestan y nos vamos, sorprendentemente tranquilos. Volvemos a verle al día siguiente; está mucho mejor, ya fija la mirada, la fiebre ha bajado. Uno de los médicos chinos pregunta a José María por el Real Madrid, entablan animada conversación sobre fútbol y pronto pasan a los meridianos de sanación, las hierbas terapéuticas y los niveles de Yang, que al parecer nuestro amigo tenia bajos. Mientras tanto, el otro médico me confirma que le tiene puesto un gotero con penicilina.
Camboya ocupa mucho sitio en mi mente. Fueron quince días impactantes, en los que Jose Maria me guío por lugares extraordinarios, subimos por el rio Mekong, estuvimos en un pueblo flotante con sus escuelas, comercios y hasta una iglesia católica, escalamos los misteriosos templos de Angkor Wat y, por supuesto, participamos con psiquiatras, psicólogos y trabajadores sociales en el programa de colaboración puesto en marcha por Jose Maria.
En todas partes me admiró su amable soltura y su natural generosidad, su facilidad para atraer afecto y respeto; pero lo que viene ahora supera todo lo anterior: Caminamos por la calle central del barrio donde vive Sophoa. Está llena de comercios y la gente sale de las tiendas para saludar a José Maria. Un hombre joven le coge de la mano e insiste en que le sigamos. Al entrar, vemos a su esposa detrás del mostrador, con un niño recién nacido en brazos. Hacen gestos y dicen cosas que José Maria parece entender. Se acerca, sonríe a la madre y pasa un dedo por la frente del niño. Me gustaría decir que le hizo el signo de la cruz, pero no estoy seguro. Lo cierto es que se quedaron satisfechos y nos acompañaron a la puerta con mil reverencias. Si el resto del viaje me pareció una aventura con Indiana Jones, en ese momento me sentí como el monaguillo de Francisco Javier.
La proyección pierde fuerza, estoy cansado, tal vez también mi lector. Venezuela, Carabobo, Sanoja, Antonieta, docenas de amables colegas reunidos en el genial programa transatlántico de Doctorado creado por Jose Maria. Veladas en Majadahita y en mi casa, exploraciones ávidas de nuestras bibliotecas respectivas, colaboraciones en Chamanismo, en sus cursos de Psicologia Médica, sus visitas a mi cátedra de Canarias, tantas cosas que se agolpan y aglutinan y van dejando un poso común, un hilo conductor central que lo explica todo: Jose Maria estaba lleno de amor, entendiendo el amor como la felicidad por la existencia de los demás.
Personas, ideas, lugares, proyectos, todo hacia feliz a Jose Maria y esa felicidad rebosaba y captaba a quien le conocía. Hermano mayor por designio divino, aprendió el amor de sus padres y lo ejerció desde niño con sus diez hermanos. Una vez me confesó que le hubiera gustado no ser el mayor, tener alguien por encima, y me miraba con ojos expectantes. Yo, que soy hijo único, nunca entendí esa mirada. Fue un líder carismático sin querer serlo, inevitablemente arrastrado por su extraordinaria inteligencia, su creatividad y su amor. No soy versado en asuntos eclesiásticos, pero no creo descabellado sugerir que alguien mejor cualificado pondere su posicionamiento en el mundo de los santos. Ya sé que cometió algún pecado, hay tantos mandamientos que es difícil no saltarse alguno, pero cumplió en extremo los dos más importantes: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.
Luis de Rivera (José Luis González de Rivera y Revuelta)