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Diagnóstico diferencial de los síntomas negativos en la esquizofrenia

  • Autor/autores: Celso Arango López e Igor Bombín González.

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Artículo | Fecha de publicación: 14/02/2001
Artículo revisado por nuestra redacción

Resulta difícil establecer con precisión el origen de los términos “síntomas negativos” y “síntomas positivos” y sin duda no son atribuibles a la labor teórica de un solo autor. Las primeras referencias conocidas a esta terminología, se dan en el campo de la neurología y obedecen a una publicación en 1858 de John Russell Reynolds (1828-1896) en la que diferencia entre síntomas positi...



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Resulta difícil establecer con precisión el origen de los términos “síntomas negativos” y “síntomas positivos” y sin duda no son atribuibles a la labor teórica de un solo autor. Las primeras referencias conocidas a esta terminología, se dan en el campo de la neurología y obedecen a una publicación en 1858 de John Russell Reynolds (1828-1896) en la que diferencia entre síntomas positivos “que son meras acciones vitales modificadas”, y negativos, “que consisten en la negación de propiedades vitales” (Reynolds, 1858). En 1875, Jackson empleó los términos negativo y positivo para describir una doble condición en el desequilibrio. De acuerdo con Jackson, los síntomas negativos serían la consecuencia directa de una pérdida o lesión, a causa de una patología, de funciones mentales superiores, y los síntomas positivos serían el resultado de liberar funciones normales de tejido sano del control inhibidor ejercido por las funciones superiores. El propio autor utiliza en su libro el siguiente ejemplo para explicar cada una de las condiciones: “ Intentaré ahora ilustrar el doble estado mental de las locuras. Imaginemos que un paciente cree, para poner un delirio como ejemplo de su condición mental, que su enfermera es su esposa. No es suficiente profundizar en el elemento positivo: su creencia de que la mujer que le atiende es su esposa, ya que este delirio implica la coexistencia de un elemento negativo: que él no reconozca que esa mujer es su enfermera (u otra mujer que no sea su esposa). Su “no saber” es un ejemplo del resultado de la enfermedad; su “falso reconocimiento” es un ejemplo del resultado del funcionamiento del resto de los centros cerebrales superiores que permanecen intactos”. (Jackson, 1958, p.: 415)



En el ámbito de la psiquiatría, Kraepelin, en su definición de la denominada dementia praecox incluye una amplia descripción de los síntomas que componen dicho síndrome. Así mismo, Kraepelin agrupa el amplio espectro de síntomas englobándolos en dos procesos patológicos fundamentales, a los que concibe como la característica más particular y definitoria de la esquizofrenia. Estos procesos patológicos son la disociación del pensamiento y el afecto, por un lado, y un síndrome volicional con debilitamiento de la voluntad y deterioro de la personalidad, por el otro. El primero se correspondería con lo que se denomina en la actualidad como síndrome desorganizado, y el segundo supondría un primer acercamiento a la definición de lo que hoy día entendemos como síntomas negativos de la esquizofrenia. Es importante señalar que para Kraepelin los síntomas psicóticos clásicos, tales como alucinaciones y delirios, no son síntomas característicos del trastorno denominado dementia praecox.



Aunque con frecuencia el trabajo de Bleuler se suele citar como contrapunto a la labor conceptual de Kraepelin, lo cierto es que ambos coincidían a la hora de señalar una dicotomía en la síntomatología fundamental de la esquizofrenia, conceptualmente similar, si bien con diferencias en su denominación. Bleuler distingue entre síntomas fundamentales y accesorios. Los primeros hacen referencia a una pérdida de funciones (como la atención, volición, respuesta afectiva) y están siempre presentes, y los segundos corresponden a una aberración del funcionamiento (como las alucinaciones, delirios, catatonía), presentes únicamente en períodos de recaída. Es de destacar que, al igual que Kraepelin, Bleuler considera la sintomatología positiva como accesoria y esporádica, y, por lo tanto, no fundamental.



Los esfuerzos de Kurt Schneider tenían una finalidad más práctica, enfatizando la importancia en la fiabilidad de la clasificación o diagnóstico del paciente, mediante su observación transversal, en detrimento de observaciones orientadas a descubrir procesos etiológicos. Así, Schneider (1950) acuñó el concepto de “síntomas de primer orden”, a los que confirió un papel esencial, ya que su presencia sería suficiente para el diagnóstico de la esquizofrenia. Los denominados “síntomas de primer orden” engloban lo que hoy denominamos síntomas positivos. Resulta evidente la influencia del trabajo de Schneider en la psiquiatría moderna, ya que ésta ha venido adoptando esta filosofía de corte pragmático, en la que los clínicos recogen datos del paciente de forma transversal para realizar un diagnóstico diferencial que determinará el tratamiento. Un simple vistazo a los manuales diagnósticos modernos (DSM y CIE) pone de relieve esta influencia, ya que hasta la publicación del DSM-III-R (APA, 1987) los síntomas negativos no aparecen entre los criterios diagnósticos, y aún así la presencia de síntomas positivos sigue siendo condición necesaria y suficiente para el diagnóstico de esquizofrenia. El DSM-III-R incluye en un mismo punto, y a modo de disyuntiva, afecto inapropiado (que no se considera negativo, sino desorganizativo) y embotamiento afectivo, único síntoma negativo que se menciona en los criterios diagnósticos. Los cambios introducidos en al DSM-IV (APA, 1994), en el que se da mayor peso a los síntomas negativos, se describen más adelante (vide infra).

A lo largo de la primera mitad del presente siglo la distinción, implícita o explícita, entre síntomas positivos (o síndrome desorganizado) y negativos (pérdida de funciones), aparece esporádicamente en la psiquiatría (por ejemplo, De Clérambault, en 1942). La introducción y difusión de los términos “positivo” y “negativo” en el ámbito de la psiquiatría clínica experimentó un gran impulso gracias a la formulación por parte de Crow (1980) de su hipótesis del doble síndrome. Crow propuso la división de la esquizofrenia en dos síndromes diferentes, denominados Tipo I y Tipo II, que se distinguirían en cuanto a su fenomenología y etiopatogénesis. La esquizofrenia de Tipo I se caracteriza por una predominancia de los síntomas positivos, aparición más aguda, buen ajuste premórbido, buena respuesta terapéutica, cursaría con un menor deterioro intelectual y el mecanismo etiológico sería neuroquímico (hiperdopaminergia límbica) y, por lo tanto, reversible. La esquizofrenia de Tipo II caracteriza por una predominancia de los síntomas negativos, aparición insidiosa, mal ajuste premórbido, mala respuesta a neurolépticos, peor pronóstico y evolución deficitaria y se asociaría a una alteración estructural subyacente (pérdida de tejido neuronal) y, por lo tanto, irreversible. El modelo de Crow presenta varios problemas insalvables, como la falta de especificidad (ya que algunas características son compartidas por ambos subgrupos), falta de estabilidad (los pacientes pueden cambiar de un grupo a otro con el paso del tiempo), el hecho de que la psicopatología que define cada uno de los tipos puede ser secundaria a distintas variables en lugar de derivar directamente del marcador etiopatológico de dicho síndrome y que las diferencias halladas entre los dos grupos no pueden ser atribuidas a ninguna de las variables específicas que los distingue. El propio autor abandonó este modelo para proponer un modelo de psicosis única, transmitida a través de un único gen del lenguaje, y que aparecería como consecuencia de problemas en el neurodesarrolo de la lateralización cerebral (Crow 1986; 2000).

Algunos años antes, el grupo de Maryland había llevado a cabo una de las partes del denominado Estudio Piloto Internacional de Esquizofrenia (EPIE) (Strauss et al., 1974; Carpenter et al., 1976) cuyos resultados supusieron un desafío a los paradigmas teóricos imperantes. Por un lado, ponían de relieve la importancia de los síntomas negativos en el diagnóstico y pronóstico de la esquizofrenia, cuyo papel había sido ignorado desde la adopción del modelo de Schneider; y por otro, se cuestiona la validez del modelo unitario de esquizofrenia que postula que los síntomas positivos y negativos son manifestaciones diferentes de un mismo proceso patológico subyacente. De acuerdo con estos autores, habría dos síndromes independientes (deficitario y no deficitario) que como tales, serían fruto de procesos etiofisiopatológicos diferentes y presentarían una evolución diferente así como diferentes correlatos funcionales, si bien compartirían algunas de las manifestaciones clínicas. La ventaja principal de este modelo es la reducción de la heterogeneidad en la esquizofrenia, ya que estaríamos hablando de dos entidades independientes que agruparían subgrupos clínicamente homogéneos con una fisiopatología diferente. Más adelante se discutirán sus implicaciones teórico-prácticas a la hora de resolver algunas limitaciones y contradicciones de la investigación en esquizofrenia.

La razón de incluir en un mismo apartado las definiciones de los diferentes síntomas negativos y la instrumentación para evaluarlos, refleja la inevitable interdependencia entre ambos, ya que diferentes autores van a diferir en cuanto a la definición de los síntomas, y además van a incluir unos u otros síntomas en sus escalas dependiendo de la relevancia atribuida a cada uno de ellos. Este hecho queda reflejado de forma gráfica en la Tabla 1, donde resulta evidente la diferencia entre el número de síntomas incluidos, así como en lo que a la denominación de los mismos se refiere.

Foto parrafo

Se han diseñado un número considerable de instrumentos para discriminar y definir síntomas positivos y negativos. Fenton y McGlashan (1992) enumeran hasta ocho escalas diferentes empleadas con frecuencia. Éstas son: (i) la escala de Kraewiecka

et al. (1977) (ii) y la modificación que Crow realizó de la misma (1980), (iii) la Positive and Negative Syndrome Scale (PANSS), de Kay et al (1992), (iv) la Scale for the Assessment of Negative Symptoms (SANS) y la Scale for the Assessment of Positive Symptoms (SAPS) de Andreasen (1983 y 1984), (v) la Rating Scale for Emotional Blunting de Abrams y Taylor (1978), (vi) el Schedule for the Deficit Syndrome (SDS) del grupo de Maryland (Kirkpatrick et al., 1989), (vii) la Negative Symptom Scale (SADS-C) de Lewine et al (1983) y (viii) la escala de Pogue-Geile y Harrow (1984). En la citada revisión de Fenton y McGlashan (1992), encontraron que el número de síntomas comunes a todas ellas se reduce a dos: embotamiento afectivo y pobreza del habla (bien en su dimensión cualitativa o cuantitativa). Este hecho, resalta la falta de consenso entre los diferentes autores respecto a qué síntomas incluir en el espectro de “síntomas negativos”.



La cuestión, sin embargo, no acaba ahí. La falta de consenso afecta también a la propia definición de síntomas específicos, así como a la forma de evaluarlos. En cuanto a la definición, se plantea una doble cuestión: por un lado tanto los investigadores como los clínicos tienen su propia definición, implícita o explícita, del síntoma, y ésta es la que va a guiar su evaluación; por otro lado, es frecuente encontrar términos idénticos definidos de diferente manera. Sirva a modo de ejemplo la diferencia entre la definición de la SANS del término “alogia”, que engloba tanto pobreza del habla (dimensión cuantitativa), como pobreza del contenido, con su homónimo de la PANSS, “ausencia de espontaneidad y fluidez en la conversación”. Este último término, a diferencia del primero, precisa un factor de causalidad (apatía, avolición, defensividad) para que sea considerado como tal. Incluso el embotamiento afectivo, considerado como el síntoma negativo de referencia en todas las escalas, presenta diferentes matizaciones según los autores. En lo que a la forma de evaluación se refiere, el problema viene dado porque los síntomas negativos, al contrario que los positivos, se observan en el sujeto, en vez de ser éste quien los refiera. Así, unos autores proponen la simple observación del paciente, otros entrevistan a los familiares/cuidadores, y otros al propio paciente.



Hemos visto, pues, como no existe consenso en la definición de los síntomas negativos, su nomenclatura, la forma de evaluarlos y el peso específico atribuido a cada uno de ellos. Éste último aspecto, tal y como ya ha sido expuesto, se manifiesta en la inclusión en escalas psicopatológicas y manuales diagnósticos de un número dispar de síntomas, así como cuáles de entre ellos son considerados más representativos.

Desde que Kurt Schneider acuñara el término “síntomas de primer orden”, entre los que incluye el robo o divulgación del pensamiento, sentimientos de influencia o ciertas alucinaciones, y propusiera como eje fundamental para la delimitación de lo que se denomina esquizofrenia la presencia de estos síntomas en el estudio transversal del paciente, el papel de los síntomas negativos ha quedado relegado a un segundo plano. Este hecho queda patente al revisar los criterios diagnósticos de los manuales diagnósticos de uso más extendido. El DSM-IV (APA, 1994) agrupa en único punto del criterio A para el diagnóstico de esquizofrenia varios síntomas negativos (“embotamiento afectivo, alogia o abulia”), si bien su presencia no es necesaria para el diagnóstico de esquizofrenia, ya que la aparición de delirios y alucinaciones asegurarían por sí mismos dicho diagnóstico. La proporción del número de síntomas positivos frente a negativos en la puntuación final de la escala psicopatológica Brief Psychiatric Rating Scale (BPRS) (Overall y Gorham, 1962) plasma de forma muy gráfica la falta de interés por el estudio de los síntomas negativos a lo largo del segundo tercio del presente siglo.



A pesar de las limitaciones señaladas del modelo categorial de Crow, lo cierto es que su trabajo junto con el del grupo de Carpenter, supuso un revulsivo para que los investigadores dirigieran sus esfuerzos al estudio de los síntomas negativos. La propuesta de un doble síndrome suponía admitir dos procesos patológicos independientes, con diferencias etiológicas, fisiopatológicas, terapéuticas y evolutivas. La respuesta de la comunidad científica se tradujo en un interés creciente por determinar la influencia que los síntomas negativos y positivos ejercían selectivamente sobre diferentes aspectos clínicos (calidad de vida, funcionamiento socio-laboral, déficits cognitivos, pronóstico). No deja de ser ilustrativo el hecho de que, a excepción de la BPRS, todas las escalas de psicopatología actuales aparecieran a partir de ese momento. Así mismo, surgieron nuevos modelos teóricos en base a las diferencias psicopatológicas, cuya contribución final ha sido la de arrojar más luz sobre la etiopatogénesis de la esquizofrenia. A continuación, se presentan algunas de las cuestiones más relevantes surgidas a raíz del estudio diferencial de los síntomas negativos en el ámbito de la investigación y en el de la práctica clínica.

INVESTIGACIÓN

El siguiente apartado pretende abordar brevemente algunas de las controversias en investigación en las que el diagnóstico diferencial de los síntomas positivos y negativos puede resultar esclarecedor a la hora de extraer conclusiones suficientemente sólidas. Fundamentalmente, nos referiremos a los estudios que sirven de posterior apoyo de modelos teóricos de etiología y fisiopatología. Desde los tiempos de Kraepelin y Bleuler, la esquizofrenia ha sido conceptualizada bajo el paradigma de un único proceso fisiopatológico que produce un amplio abanico de síntomas de diferente naturaleza. Tratándose de una entidad patológica unitaria, con una etiología única, aunque con diversas manifestaciones, es lógico concluir que la presencia de una serie de síntomas fundamentales sea suficiente para cumplir criterios diagnósticos de esquizofrenia. En este caso los síntomas con un mayor peso a lo largo de la historia han sido los “síntomas de primer orden” de Schneider. Dentro de este marco teórico, los síntomas negativos representarían otro epifenómeno de la patogénesis, y tanto los síntomas negativos como los positivos formarían parte de un mismo continuum cuyos mecanismos fisiopatológicos nos son aún desconocidos. Los primeros trabajos de Andreasen y Olsen (1982), en los que proponen una relación inversa entre síntomas positivos y negativos, van en esta línea, ya que representarían polos opuestos de un continuum bipolar. Posteriormente, trabajos del propio Andreasen (Andreasen et al., 1995), y otros autores como Liddle (1987a), y Peralta et al. (1992), mediante análisis factorial identificaron tres factores que agrupaban el conjunto de la psicopatología esquizofrénica, a saber: i) síntomas negativos, ii) distorsión de la realidad (delirios y alucinaciones) y iii) desorganización del pensamiento y la conducta. Análisis posteriores de estos y otros autores han tratado de documentar la independencia entre estos factores, así como su asociación con diferentes marcadores biológicos, medidas clínicas y pronósticas, proponiendo un modelo dimensional, en el que individuos pertenecientes a distintas dimensiones (en este caso a los tres factores psicopatológicos) pueden compartir características comunes (síntomas), a diferencia de un modelo categórico, en el que una misma dimensión sintomatológica no puede aparecer en dos o más categorías.



Las limitaciones de un paradigma de una única entidad patofisiológica son la consecuencia directa de la tantas veces referida heterogeneidad clínica de la esquizofrenia. La heterogeneidad afecta a la fenomenología, evolución, déficits cognitivos, funcionamiento social y laboral, calidad de vida, y en general a todos los aspectos relacionados con la esquizofrenia. El modelo de continuum bipolar no es capaz de explicar los resultados obtenidos en las últimas décadas. Una serie de análisis de Strauss y Carpenter a principio de los años 70, pusieron de relieve la independencia entre síntomas negativos y psicosis en pacientes con esquizofrenia (Strauss et al., 1974; Carpenter et al., 1976). Estudios posteriores (Pogue-Geile y Harrow, 1984; Andreasen, 1985; Andreasen et al., 1990), sugieren que el desarrollo, manifestación y evolución de los síntomas negativos es independiente de la patología psicótica, transversal y longitudinalmente. Estos estudios pusieron también de manifiesto la necesidad de evaluar la sintomatología longitudinalmente, ya que con frecuencia pacientes previamente etiquetados como “positivos” pasaban a ser “negativos”. En realidad, este hecho es lógico si se tiene en cuenta que todos los negativos en algún momento han de ser positivos para poder cumplir criterios diagnósticos. Una vez estabilizada la sintomatología psicótica, se hace más evidente la sintomatología negativa. Otra conclusión derivada de estos estudios es la discontinuidad de los síntomas positivos, frente la estabilidad en el tiempo de los negativos. Éstos últimos llegan incluso a manifestarse en etapas premórbidas y funcionan como marcadores fiables de un pobre pronóstico funcional a largo plazo (Buchanan et al., 1990; Fenton y McGlashan 1994; Kirkpatrick et al., 1996).



El estudio de los síntomas negativos no está libre de polémica, tal y como lo refleja el hecho de que algunos autores encuentran resultados aparentemente inconsistentes y de difícil explicación (). Carpenter propone aclarar una serie de cuestiones metodológicas y conceptuales fundamentales antes de embarcarse en el estudio de los síntomas negativos. Por un lado, este autor señala la falta de validez de constructo de las definiciones de síntomas negativos empleadas en las diferentes escalas, resultado de la inclusión de fenómenos patológicos que no representan el constructo del síntoma negativo. Por ejemplo, déficits atencionales, afecto inapropiado, confusión o pobre concentración y movimientos estereotipados (síntomas incluidos en la SANS, PANSS y BPRS), son fenómenos frecuentemente presentes en la esquizofrenia, que a pesar de ser comúnmente referidos como síntomas típicamente negativos, en realidad están fuertemente vinculados al constructo de desorganización del pensamiento. Un segundo aspecto del problema de la validez de constructo sería el de equiparar ciertas variables funcionales con síntomas negativos. Impersistencia en el trabajo, pobre higiene personal y escasez de actividades escolares o sociales pueden ser el resultado de sintomatología negativa, pero también pueden estar relacionados con la distorsión de realidad, síntomas desorganizativos, efectos adversos de la medicación (tales como la acinesia y la sedación), o la reacción de las personas de su entorno ante un paciente que exhibe conductas y pensamientos bizarros.

Siguiendo con esta línea de argumentación, surge el problema de la causalidad de los síntomas negativos, que refleja la incapacidad de las escalas para discernir entre síntomas primarios y secundarios. El calificativo primarios se refiere a los síntomas negativos derivados directamente del substrato biológico que los causa; mientras que los secundarios se refieren a síntomas similares causados por alguna otra razón diferente al propio proceso patológico de la esquizofrenia. A modo de ejemplo, consideremos el paciente que evita cualquier tipo de contacto social o incluso salir de su casa debido a un proceso delirante paranoico, ya que cree que la gente le mira de forma extraña y tratan de robarle el pensamiento. Las escalas que evalúan sintomatología negativa incluyen en el espectro negativo síntomas como acinesia inducida por la toma de fármacos, anhedonia depresiva, asociabilidad paranoide y pobreza del habla debida a la desorganización del pensamiento. Los factores señalados por Carpenter como posibles causantes de síntomas negativos secundarios, tales como apatía, avolición, anhedonia y anergia, son los efectos secundarios de los antipsicóticos, estado de ánimo disfórico, ausencia de estimulación social, desorganización y reducción voluntaria de la estimulación como medida protectora en presencia de descompensación psicótica (Carpenter et al., 1988; Arango et al., 1998).



La no consideración de estas cuestiones (causalidad, especificidad, validez de constructo) provoca importantes sesgos y en el fondo supone un error metodológico que con frecuencia es la causa de la inconsistencia e irreplicabilidad entre diferentes estudios. Sirva a modo de ejemplo un estudio que emplea una técnica de imagen funcional, como la Tomografía por Emisión de Protones (PET), para determinar diferencias en la tasa metabólica del córtex frontal entre esquizofrénicos y controles sanos, ya que ésta podría constituir un marcador biológico de la esquizofrenia. La comparación de un solo grupo de esquizofrénicos con otro de controles será correcta si el paradigma de un único proceso etiofisiopatológico para la esquizofrenia es cierto. Pero si, tal como sugieren los estudios sobre psicopatología anteriormente expuestos, lo que denominamos esquizofrenia responde a dos o más entidades etiofisiopatológicas, podríamos incurrir en un error de tipo II, es decir, estaríamos incluyendo en nuestra muestra experimental falsos positivos, ya que ésta estaría compuesta por sujetos con diferentes patologías. Si se demuestra la validez de la hipótesis que postula varias entidades etiofisiopatológicas, implicaría una serie de cambios fundamentales en la investigación en esquizofrenia, a saber: i) al definir procesos patológicos específicos, se reduciría la heterogeneidad genética de un síndrome clínico; ii) los estudios neuropatológicos serían más robustos, ya que las cohortes en estudio no estarían compuestas por sujetos con diferentes trastornos; y iii) los estudios biológicos podrían evaluar hipótesis patológicas, en vez de hipótesis sindrómicas. Esto es lo que propone el modelo de Carpenter al desglosar la esquizofrenia en dos entidades patológicas diferentes e independientes: síndrome deficitario versus no deficitario. Cada una de ellas agruparía una serie de signos y síntomas homogéneos entre sí, superando el problema de la heterogeneidad clínica del modelo unitario. Este posicionamiento teórico, se apoya además en diversos estudios que encuentran diferencias significativas entre ambos síndromes en cinco áreas: signos y síntomas, curso de la enfermedad, factores etiológicos y de riesgo, correlatos biológicos y respuesta al tratamiento (para un análisis exhaustivo, ver Kirkpatrick et al, en prensa).

CLÍNICA

El diagnóstico diferencial de los síntomas negativos tiene un especial interés en la práctica clínica, pues diferentes estudios han demostrado asociaciones entre síntomas negativos y un peor pronóstico, mayor desajuste social y ocupacional, mayor afectación cognitiva, peor calidad de vida y mayor sobrecarga familiar. Este hecho es de por sí significativo, pero aún lo es más si consideramos que este tipo de estudios ponen de relieve la escasa contribución del componente psicótico en estas dimensiones de la patología, lo cual explica un hallazgo que parece constante en los estudios de los últimos diez años: lo inespecífico y poco clarificador para el pronóstico de la enfermedad que resulta la presencia de síntomas positivos, comunes a todas las psicosis. Por otro lado, los fármacos neurolépticos, tanto típicos como atípicos, han demostrado su efectividad como antipsicóticos, pero no resultan efectivos en el tratamiento de los síntomas negativos primarios, si bien los atípicos resultan más efectivos en el tratamiento de los síntomas negativos secundarios (vide infra).



La búsqueda de patrones de afectación cognitiva diferenciados en función del perfil psicopatológico, ha llevado a la conclusión de que los síntomas negativos se asocian consistentemente con una afectación cognitiva más marcada y generalizada (p.ej., Andreasen et al., 1990; Addington et al., 1991; Gold et al., 1999). Específicamente se han hallado datos que apuntan a una hipofrontalidad en medidas cognitivas y neurorradiológicas (Liddle, 1987b; Liddle y Morris, 1991; Wolkin et al., 1992), afectación de la velocidad psicomotriz, fluidez verbal, memoria operativa, flexibilidad cognitiva (Mahurin et al., 1998) y habilidades atencionales, visuo-espaciales y visuo-motoras (Green y Walker, 1985, 1986; Nuechterlein et al., 1986; Walker y Lewine, 1988). Siguiendo la categorización de Carpenter (1988) de síntomas deficitarios y no deficitarios, se ha demostrado que los pacientes con síndrome deficitario muestran mayor número de signos neurológicos menores, una mayor afectación en las funciones frontales y parietales, y, en general, una afectación neuropsicológica más severa en relación con pacientes con síntomas negativos menos permanentes o secundarios (Buchanan et al., 1990; 1994; 1997; Arango et al., 1999). Al contrario que los síntomas negativos, los síntomas positivos no se asocian generalmente con una disfunción cognitiva global (Addington et al., 1991; Perlick et al., 1992; Goldman et al., 1993). Los síntomas positivos han sido, a su vez, subdivididos en dos categorías: alucinaciones/delirios y trastornos del pensamiento (Bilder et al.,1985; Liddle y Morris, 1991). La presencia de alucinaciones y delirios parece no estar significativamente relacionada con el rendimiento cognitivo (ej., Bilder et al.,1985; Liddle y Morris, 1991). Por otro lado, el trastorno del pensamiento afecta a los aspectos del funcionamiento neuropsicológico más asociados con un funcionamiento atencional alterado (Walker y Harvey, 1986; Harvey y Pedley, 1989).



El factor más determinante en cuanto al ajuste o funcionamiento social y laboral, lo conforma la triada “síntomas negativos - funcionamiento cognitivo - ajuste sociolaboral”. La relación entre funcionamiento cognitivo y ajuste laboral está de sobra documentada (p. ej., Green, 1996; Velligan et al., 2000). Parece lógico pensar, entonces, que dada la influencia que supone la presencia de un síndrome negativo-deficitario en el funcionamiento cognitivo, aquél también influya en el ajuste sociolaboral. Algunos autores han estudiado en detalle la interacción entre estas tres variables: Van der Does et al. (1993) concluyen que sólo los síntomas negativos se correlacionaban significativamente con el funcionamiento social; un análisis de regresión de McGurk y Meltzer (2000) indicó que los síntomas negativos, nivel educativo y funciones ejecutivas podían discriminar entre grupos de pacientes trabajando a jornada completa, media jornada o en paro, si bien la variable con mayor valor predictivo era el funcionamiento cognitivo. Ho et al. (1998) obtuvieron una correlación positiva y significativa entre sintomatología negativa y desajuste ocupacional, dependencia económica, baja calidad de la vida relacional, incapacidad para disfrutar actividades recreacionales y peores medidas de funcionamiento general. En general este tipo de estudios no suelen encontrar relaciones significativas entre síntomas positivos y adaptabilidad funcional (McGurk et al., 2000).



Tal y como se puede apreciar en el citado estudio de Ho et al.(1998), el ajuste funcional, laboral y social abarca también la dimensión de calidad de vida. En este sentido, y dada la asociación entre calidad de vida y estatus laboral (Priebe et al., 1998) cabe esperar asociaciones significativas entre síntomas negativos y calidad de vida. Hay varios estudios que relacionan de forma negativa la presencia de síntomas negativos con la calidad vida (Browne et al., 1996; Meltzer et al., 1990; Galletly et al., 1997). Sin embargo, algunos autores (Norman y Malla 1991; 1994; Norman et al., 2000), señalan la conveniencia de emplear escalas de calidad de vida que incluyan por separado las dimensiones objetiva y subjetiva de este constructo, ya que consideran que los síntomas positivos tienen una mayor repercusión en la calidad de vida subjetiva, en relación a los síntomas negativos.



El concepto de carga familiar es relevante no solo por razones obvias de bienestar y salud mental de los familiares/cuidadores de pacientes con esquizofrenia, sino también porque supone un estresor psicosocial que puede incrementar el número de recaídas (Ivanovic et al., 1994) . Una vez más, se ha observado como diferentes aspectos de la psicopatología no actúan homogéneamente sobre la carga objetiva y subjetiva. Así, según Provencher (Provencher y Mueser 1997), la carga subjetiva se relaciona con los comportamientos atribuibles tanto a los síntomas positivos como negativos, mientras que la carga objetiva se relaciona exclusivamente a la gravedad de los síntomas negativos. Creer et al. (1982) y Fadden et al. (1987) señalan los síntomas negativos como los responsables de mayores niveles de sobrecarga familiar, ya que los familiares los perciben como parte de la personalidad del paciente, en vez de como consecuencia de la enfermedad.

Tratamiento

Un considerable número de autores ha expresado su preocupación por el énfasis puesto en la reducción de los síntomas psicóticos como objetivo prácticamente exclusivo del tratamiento de personas con esquizofrenia y otros trastornos psicóticos (Collins et al., 1991; Lehman, 1983; Attkisson et al., 1992). La idoneidad de un tratamiento terapéutico se define, por tanto, en función de su capacidad para erradicar los síntomas psicóticos: una vez desaparecen éstos, se considera al paciente “clínicamente estabilizado”. Sin embargo, el tratamiento neuroléptico ha demostrado ser efectivo sólo con los síntomas del espectro psicótico, mientras que su efecto sobre los síntomas negativos primarios y los déficits cognitivos es mucho más discutible. Lo mismo ocurre con medidas de calidad de vida y funcionamiento socio-laboral, lo que sugiere que el tratamiento neuroléptico no es “anti-esquizofrénico”, sino simplemente antipsicótico. A lo largo del presente capítulo, nos hemos referido reiteradamente al papel central de los síntomas negativos en el pronóstico de la esquizofrenia. Con la llegada de los antipsicóticos de nueva generación (clozapina, olanzapina, risperidona, quetiapina) ha resurgido el debate en torno a su eficacia en el tratamiento de los síntomas negativos, ya que diversos estudios han demostrado una mejor respuesta de los síntomas negativos a este tipo de antipsicóticos, que a los típicos (por ejemplo, CWGCTE, 1998; Kane et al., 1988; Llorca et al., 2000).

Sin embargo, este tipo de estudios presentan los mismos problemas de validez y limitaciones metodológicas señalados en referencia a los estudios sobre etiopatología y en general todos aquéllos que incluyen los síntomas negativos como variable de estudio. Principalmente, el empleo de escalas que funcionan más como índices de psicopatología general que como instrumentos de evaluación de síntomas negativos “per se”, la falta de acuerdo en la definición de los síntomas negativos, y sobre todo la no diferenciación de síntomas negativos primarios versus secundarios, limitan la validez de determinados estudios. El problema de la causalidad de los síntomas negativos es, posiblemente, el factor que mayor confusión aporta a la hora de extraer conclusiones. Los diferentes aspectos asociados a la patología que pueden provocar síntomas negativos, a parte del propio proceso morboso, son los síntomas positivos en su doble dimensión (distorsión de la realidad por un lado, y desorganización por el otro), efectos secundarios de los antipsicóticos, incluyendo sedación y SEP (el denominado “síndrome deficitario inducido por neurolépticos”, Lader, 1994), el estado de ánimo disfórico y la depresión post-psicótica.

Fig. 1: Diferentes vías en las que el tratamiento farmacológico puede afectar los síntomas negativos

Carpenter et al. (1985) apuntan que el único modo de demostrar que un determinado fármaco tiene efectos directos sobre los síntomas negativos es aquel de excluir cualquier efecto potencial del fármaco sobre causas indirectas de los síntomas negativos (en la figura 1 sería eliminar las cuatro flechas diagonales que llegan hasta los síntomas negativos). Algunos autores han tratado de afrontar este problema mediante el empleo de diferentes análisis estadísticos, como el análisis de covarianza (Tandon et al., 1993; Miller et al., 1994a), de regresión múltiple (van Kammen et al., 1987; Miller et al., 1994b), o bien “path analysis” (Moller et al., 1995; Tollefson y Sanger 1997). Los estudios de “path analysis” obtienen que la varianza en la mejoría de síntomas negativos no es explicable por la mejoría en las causas de síntomas negativos secundarios introducidas en el análisis (síntomas afectivos, desorganización, sintomatología extrapiramidal) y atribuyen dicha varianza a una acción directa del fármaco sobre los síntomas negativos primarios, lo cual sería válido si se incluyeran todas las posibles causas, conocidas y desconocidas, de los síntomas negativos secundarios. Además, la complejidad de estos métodos estadísticos puede llegar a crear confusión y con frecuencia los resultados obtenidos resultan contradictorios (llegándose a afirmar que los síntomas positivos dependían de los negativos), por lo que la principal premisa habrá de ser siempre la de diferenciar entre síntomas negativos primarios y secundarios antes de introducirlos en el análisis estadístico. Estudios realizados por el grupo de Carpenter muestran que, por ejemplo, la clozapina no resulta eficaz en el tratamiento de los síntomas negativos primarios, a pesar de demostrar una mayor eficacia antipsicótica en pacientes refrectarios (Breier et al., 1994; Buchanan et al., 1998). Estos resultados generaron cierta controversia, sin embargo diferentes grupos han confirmado la ineficacia de la clozapina en el tratamiento de los síntomas negativos primarios (Pickar et al., 1992; Lieberman et al., 1994; Rosenheck et al., 1999; Kane et al.¸ en prensa) a pesar, una vez más, de una acción antipsicótica superior a neurolépticos típicos en pacientes refractarios al tratamiento. Otro de los neurolépticos atípicos que ha demostrado igual ineficacia en el tratamiento de los síntomas negativos primarios, es la olanzapina, si bien también demostró ser eficaz con los síntomas positivos y negativos secundarios (Kopelowicz et al., 2000).



Se ha evaluado la eficacia del tratamiento de los síntomas negativos primarios mediante el uso de un amplio abanico de sustancias dopaminérgicas, serotonérgicas y noradrenégicas no neurolépticas, así como anticolinérgicos, antidepresivos y ansiolíticos, partiendo de la base teórica de que los síntomas negativos primarios se deben a una hipoactividad dopaminérgica en el área prefrontal (Weinberger, 1987; Davis et al., 1991). A cada agente examinado se le atribuye la capacidad de incrementar, directa o indirectamente, la actividad dopaminérgica. Por otro lado, el empleo de agentes (glicina, d-cicloserina y d-serina) que actúan a nivel de la glicina del receptor NMDA ha creado nuevas y esperanzadoras expectativas en el tratamiento de los síntomas negativos primarios (Goff et al., 1999; Tsai et al., 1998). El empleo de estos agentes se basa en el hipotético papel que juega la actividad glutamatérgica en la patofisiopatología de la esquizofrenia. Este tipo de estudios han obtenido resultados variables, y no están libres de limitaciones metodológicas, por lo que aún precisan ser replicados por diferentes grupos investigadores. Sin embargo, aportan un enfoque más apropiado para la búsqueda de un tratamiento efectivo: aquél que parte de una base teórica fundamentada en trabajo experimental para deducir de forma razonada posibles soluciones terapéuticas. Hasta ahora se había seguido un método más inductivo, basado en el método de ensayo y error, esto es, probar diferentes agentes químicos hasta dar con uno que sea efectivo. A partir de ahí se elaboran los sistemas teóricos sobre la etiopatogénesis de la esquizofrenia. La teoría dopaminérgica, por ejemplo, se formuló a parir del hallazgo de que el bloqueo de los receptores de dopamina se asociaba con una estabilización de los síntomas psicóticos (Carlsson y Lindqvist, 1963).



La diferenciación entre primario y secundario es pues de capital importancia para la investigación de los procesos etiofisiopatológicos de la esquizofrenia y para el diagnóstico diferencial de los síntomas negativos a la hora de elegir el mejor tratamiento de nuestros pacientes. Como clínicos, si buscamos mejorar los síntomas negativos la causa de la mejoría es de menor importancia ya que los síntomas negativos se relacionan con una peor calidad de vida y funcionalidad, independientemente de que sean primarios o secundarios. Así pues, el uso de fármacos que produzcan menos síntomas negativos o que los mejoren, por ejemplo a través de su efecto en el estado de ánimo, mejorará el tratamiento que reciban nuestro pacientes. Diversos estudios han demostrado que los síntomas negativos responden mejor a los antipsícoticos atípicos, en comparación con los típicos (CWGCTE, 1998; Kane et al., 1988; Llorca et al., 2000). Independientemente de si la respuesta terapéutica se debe bien a una acción directa del fármaco, bien porque éste actúa sobre las causas de los síntomas negativos secundarios (síntomas positivos, síntomas depresivos y ansiolíticos, menor índice de SEP y sedación) el caso es que el paciente mejora psicopatológicamente, y lo hace en mayor medida con los antipsicóticos atípicos.

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