Desde el comienzo de la pandemia de Covid-19 en marzo de 2020 se ha objetivado un incremento en la demanda asistencial en los servicios de Salud Mental. Desde diversos estudios se señalaba a las mujeres como el colectivo que encabeza los porcentajes de atención por trastornos del ánimo o ansiedad, así como del incremento del empleo de psicofármacos durante el confinamiento estricto.
La problemática asociada a la lectura de este tipo de datos surge cuando ésta se realiza de manera disociada del contexto del que surgen. Por hablar de algunos otros datos, debemos recordar que durante el confinamiento el Ministerio de Igualdad registró un incremento en el número de consultas telefónicas y en línea para la atención de las mujeres víctimas de la violencia machista. Es un dato estremecedor, dado que durante esas fechas las mujeres que consultaban se hallaban en una situación de alto riesgo, fuera de las habituales redes de apoyo y en convivencia constante con su agresor. No obstante, por desgracia, la pandemia no sólo nos dejó estos datos, sino que sacó a relucir la deficitaria estructura de cuidados existente y que provocó un incremento de la sobrecarga de las encargadas habituales de las tareas reproductivas y de cuidados (trabajadoras de residencias, madres, familias monoparentales…), así como ocasionó el recrudecimiento de las condiciones vitales de colectivos que ya estaban previamente vulnerabilizados (trabajadoras precarizadas, migrantes, usuarias de la red de salud mental…).
Desde las instituciones sanitarias se movilizó y activó una serie de recursos y discursos con la intención de dar solución a la ola de salud mental que se avecinaba. Sin embargo, las soluciones que se ofrecieron a corto-medio plazo reforzaban plantillas hospitalarias, obviando el marco general en el que surgía la crisis sanitaria, que partía de una estructura debilitada y que precisaba rehabilitar un proyecto comunitario deficitario. Desde la Asociación Madrileña de Salud Mental se realizó un exhaustivo informe que titularon, con mucho acierto, Paradoja preámbulo comunitario/presupuesto hospitalario en el que denunciaban y reclamaban la necesidad de pensar en el sufrimiento psíquico de manera global y atendiendo a los distintos ejes de opresión que surgen desde las diferencias de clase, género o raza, y que exigen ampliar el marco de acción tanto dentro de la práctica clínica (es de destacar el bajo presupuesto en personal de enfermería o trabajo social en una crisis en la que los cuidados y la precarización laboral son uno de los problemas más inminentes tras el inicio de la pandemia) como fuera (mediante medidas sociales colectivas). Y todo ello en un intento de evitar una psicologización/psiquiatrización del sufrimiento psíquico que no puede separarse del contexto de los llamados Determinantes Sociales de la Salud.
La atención psiquiátrica corre a diario el riesgo de individualizar problemas colectivos, enmarcando exclusivamente los malestares psíquicos en las características propias del sujeto que recibe atención. Esto impide poder ampliar la mirada y observar la existencia de puntos de confluencia entre los distintos malestares individualizados. Por suerte, el movimiento feminista nos ha otorgado múltiples herramientas para salir de este ensimismamiento egocéntrico, permitiéndonos repensar el sufrimiento psíquico de las mujeres.
El contexto patriarcal, neoliberal y racista en el que convivimos teje la manera en la que se constituyen las relaciones diarias y en la que se construyen las narrativas asociadas a los padeceres psíquicos. Existe históricamente una deficiencia evidente para nombrar los malestares de las mujeres asociados a dicho contexto: desde el problema que no tiene nombre recogido en los años 60 por la feminista clásica Betty Friedan en su libro La mística de la feminidad, con el que se comenzaba a crear un lenguaje colectivo para dar sentido al contexto social de muchas mujeres (centrado, en este caso, en la mujer blanca de clase media), pasando por los movimientos de auto-conciencia feminista, iniciados también en dicha década, hasta los más actuales grupos de apoyo mutuo del movimiento de Orgullo Loco, que buscan dar respuestas politizadas al malestar que permitan llevar a cabo prácticas transformadoras.
Todo aquello que no se pueda nombrar, por carecer de un lenguaje colectivo que lo signifique (acoso laboral, sexual, machismos…) genera experiencias que una no será capaz de englobar dentro de un problema estructural y acabará atribuyéndolo, discurso patriarcal mediante, a un problema que no va más allá de las características subjetivas. En esta línea, la psiquiatra estadounidense Judith Herman, en 'Trauma y recuperación', describe la importancia de generar espacios de conocimiento colectivo que permitan generar discursos que localicen los malestares comunes, nos salven del autorreproche y nos empoderen. Entre otros ejemplos, escribe sobre las supervivientes de abuso sexual infantil, donde expone cómo a través de la significación del origen de sus malestares, éstas describían una mejoría de su sufrimiento lejos de la estigmatización y la culpa.
Para referirse a este tipo de problemas, la filósofa inglesa Miranda Fricker emplea el término "injusticia epistémica" para denominar a todas aquellas situaciones de vulnerabilidad que sufre una persona cuando es marginalizada por carecer de significantes colectivos que den nombre a experiencias vividas. Cuando una persona acude a una consulta relatando ansiedad, dolor, tristeza o desánimo inespecífico desde hace años, sin saber cuál puede ser el motivo ya que está todo bien, resulta imprescindible poder nombrar y re-significar todos aquellos sucesos biográficos que le hayan acompañado durante esos años. Por mencionar algunos: situaciones de violencia desde la infancia, desigualdad en el trato por su identidad de género, acoso laboral o sexual o ser la constante y unilateral generadora de cuidados durante generaciones.
La mirada feminista en la Salud Mental permite trabajar con narrativas colectivas que contribuyen al derrumbe de los mandatos de género y señalan las desigualdades diarias sufridas por las mujeres o por aquelles que no se sitúen en el binarismo de género.
Pero todo ello no será suficiente si no generamos espacios que permitan ampliar los discursos de conocimiento válido mediante la inclusión de aquellas voces habituadas a la marginación (locas, migrantes, precarizadas) y que permitirán generar finalmente transformaciones colectivas para el bien común.