La patología orgánica grave se le presenta al sujeto, como una realidad, enfrentándolo con la posibilidad de interrumpir su continuidad existencial. En el trasplante no sólo se depende de la reacción somática, el psiquismo también debe poder hacer propio lo que era de otro. Lo que está en juego es la incorporación y el reconocimiento en un trabajo de asimilación de lo ajeno. Para eso es necesario que el receptor se produzca como mortal y abandone las fantasías de que el órgano que le va a ser implantado significa el reintegro de su órgano original. Muchas veces, por no poder volver a tener lo que nunca se tuvo o lo que se perdió, se rechaza la posibilidad de tener lo que está al alcance y así recuperar, no el órgano perdido, sino la función. Después del trasplante no se vuelve al cuerpo del pasado, hay un riesgo permanente a la amenaza de rechazo, esto determina un nuevo estado: no se es sano ni enfermo, implica otro devenir en el camino del vivir.