La evaluación en medicina es el paso previo al diagnóstico y la base sobre la que se sustenta la nosología psiquiátrica, no obstante la evaluación suele presentar dificultades que van a estar referidas fundamentalmente a dos aspectos: uno la obtención de la información y otro, derivado directamente del primero, los instrumentos utilizados para conseguirla.
A la hora de obtener la información el examinador debe descubrir los síntomas del paciente y para ello éstos deben estar la más libre posible de las interferencias relativas tanto al paciente como al examinador. El acercamiento a ésta información podemos hacerlo desde bien desde un modelo categorial o bien desde uno dimensional. El primero presenta las enfermedades como entidades distintas que se agrupan en función de una determinada sintomatología. Sin embargo la presencia de episodios que no se ajustan a los criterios requeridos o, por el contrario, otros que pueden ser encuadrables en varias entidades, junto a la existencia también de una posible comorbilidad, hacen que a veces los pacientes sean definidos en función de categorías que reflejan poco la individualidad del enfermo. El segundo acercamiento, el dimensional, no es excluyente sino complementario y nos permite establecer la intensidad de cada una de las magnitudes implicadas.
El problema, ya planteado por autores clásicos como Kurt Schneider cuando afirmaba que en el campo de los trastornos del humor no se puede citar ningún síntoma al que calificar de primer rango, revierte a que en las enfermedades mentales ni la etiología, ni la anatomía, ni la fisiología son generalmente principios ordenadores sobre los que asentar la nosotaxia. Esto ha dado origen a lo largo de la historia de la psiquiatría a la existencia de multitud de clasificaciones, generalmente efímeras. A partir de los Criterios de Saint-Louis de 1972 (1), en un intento de solventar la falta de acuerdo entre psiquiatras y también entre las diferentes escuelas o tendencias, se ha desarrollado el método de los criterios diagnósticos con el objetivo de minimizar la varianza de criterio, es decir las diferencias inducidas por la formación y experiencia del clínico. De la misma forma el desarrollo de los protocolos de recogida de datos pretende reducir al máximo la varianza de información, o sea las variaciones debidas a la falta de uniformidad en la recogida de datos. Sin embargo la presencia de diversas clasificaciones y la relativamente frecuente aparición de nuevas revisiones o versiones de éstas, hace que ese lenguaje de consenso que debería ser cualquier clasificación lo sea sólo temporalmente. (2)
Otras veces nos encontramos que determinados síntomas pueden encontrarse en el límite entre lo normal y lo patológico, como los que Berrios llama microsíntomas, que son aquellos que no sobrepasan el límite de percepción del paciente o del observador.
En el caso concreto que nos ocupa, el de los ancianos, vamos a encontrar además inconvenientes añadidos. Es posible que lo primero que nos encontremos sea una dificultad en la comunicación de la enfermedad depresiva por parte del paciente anciano. Como señalan Bellot (3) o Forssel (4), las personas de edad avanzada presentan dificultades para reconocer o expresar sus sentimientos, y en consecuencia la sintomatología depresiva, hasta el punto que, en un trabajo de éste último, todos los ancianos que habían contactado con su médico y que padecían un síndrome depresivo, lo habían hecho por síntomas somáticos pero no directamente por los depresivos. La presencia de enfermedades físicas incide a su vez en el comportamiento del médico que con frecuencia atiende la patología somática justificando la presencia de síntomas psíquicos por la presencia de aquella o del tratamiento de la misma.
También es frecuente comprobar que la familia o las personas cercanas al anciano no hacen con frecuencia una valoración adecuada de sus padecimientos justificando la presencia de la mayoría de los síntomas como propios de la edad y dificultando por tanto el correcto abordaje y el tratamiento adecuado (5).
Otra cuestión importante es la de las Pseudodemencias. Sin entrar en la discusión sobre la conveniencia o no de usar el término, es evidente que la presencia de signos de deterioro cognitivo no es excepcional en el anciano deprimido. Aquí la dificultad estriba en descartar que los episodios depresivos no sean los prodromos de una demencia, el síndrome de fachada de Kretschmer. En este sentido no podemos olvidar, como han estudiado Kral y Emery (6) o Bulbena (7) entre nosotros, que un alto porcentaje de pacientes depresivos seniles, entre el 39 y 89 % de los sujetos, acaban desarrollando con el paso de los años un proceso demencial.
Sin embargo la evaluación de los trastornos afectivos en el anciano nos plantea no sólo dificultades sino también dudas. La primera es si realmente existen unos trastornos afectivos específicos del anciano. En cualquier revisión bibliográfica sobre el tema vamos a encontrar trabajos que defienden tanto una como otra opinión.
Podemos resumir en dos las posibilidades que podemos encontrarnos:
a) pacientes previamente depresivos que alcanzan una edad superior a los sesenta o sesenta y cinco años, que es límite que se suele utilizar en casi todos los estudios, o
b) depresiones que hacen su aparición por primera vez en el anciano Estas últimas a su vez pueden ser secundarias a otros procesos o bien primarias.
Este tema ha sido tratado por nosotros (8) en un estudio en el que queríamos diferenciar los síntomas característicos que se presentan en la depresión en la ancianidad y si éstos constituyen una entidad nosológica independiente o simplemente van a matizar o modificar la presencia de un cuadro depresivo a estas edades y a diferenciarlo del adulto. Para ello utilizamos una muestra de pacientes depresivos en edades involutivas, con un deterioro cognitivo normal que no estuviera contaminado con la presencia de otros procesos deteriorantes más severos. Para ello la muestra debía tener una edad mínima que nosotros establecimos en 65 años y debía también haber puntuado negativamente en el MMS. Con esto último evitábamos también que los síntomas depresivos fueran una respuesta del sujeto a la percepción de su propio deterioro cognitivo.
Todos los pacientes cumplían, aparte de los requisitos citados anteriormente, criterios de Episodio Depresivo Mayor DSM-IV y a todos se les administraron además los siguientes cuestionarios:
· Escala de evaluación para la depresión de Hamilton, (9) porque incide en los aspectos más somáticos de ésta
· GDS (10) de Yesavage, que es una escala específica de depresión en ancianos.
· El inventario de depresión de Beck (11) que incide más sobre los aspectos cognitivos y
· Lidde3 (12), desarrollada en nuestro departamento y que es una lista integrada de los criterios diagnósticos del DSM-IV y de la CIE-10
La muestra a estudiar se componía de cincuenta individuos, veinticinco menores de cincuenta y cinco años y veinticinco mayores de sesenta y cinco años. El periodo entre las dos edades nos permite diferenciar más los grupos y evitar así el solapamiento de estos.
Por último realizamos una agrupación racional de síntomas obteniendo cinco grupos. En el primero, que hemos reunido bajo el epígrafe de Síntomas Afectivos Somáticos, encontramos la anorexia, las variaciones circadianas, la preocupación por la salud o la disminución de la libido entre los que revierten al anciano y los problemas relacionados con el sueño en relación a la muestra más joven.
Un segundo grupo lo conforman los aspectos cognitivos que muestran la dificultad para tomar decisiones, el sentirse confundido o el no tener la mente tan clara entre la población mayor y las dificultades de concentración de los adultos jóvenes. Un tercer grupo, en el que únicamente aparecen ancianos, nos habla de la falta de vitalidad con síntomas tales como los sentimientos de impotencia, la falta de energía, la pérdida de interés o el sentirse aburrido así como la baja autoestima o el sentir que su vida está vacía, que no le resulta interesante ni le produce satisfacción.
Una cuarta agrupación reúne los trastornos afectivos: tristeza, pesimismo y llanto así como los deseos de castigo y los síntomas psicóticos congruentes con el estado de ánimo. Por último, un quinto grupo nos muestra la falta de esperanza y de fe en el futuro del anciano depresivo.
Los resultados de este trabajo concluyen que los síntomas que más diferencian la depresión del anciano de la del adulto joven son aquellos referidos a la desvitalización, a la vivenciación negativa o a la pérdida de futuro, que vienen a conformar la patoplastia de la depresión en el anciano pero que no nos permite establecer dos entidades nosológicas diferentes.
Sin embargo estos síntomas junto a la presencia de algunos afectos característicos del anciano pueden confundirnos y hacernos diagnosticar cuadros afectivos donde en realidad no los haya, o por el contrario, hacernos considerar sano aquello que en realidad se estructura como una depresión.
En efecto, otros problemas de delimitación surgen del mismo hecho de envejecer. Algunos autores han sostenido que a medida que envejecemos se experimentan cambios internos y externos que pueden aproximarse a los que tienen lugar cuando aparece un cuadro depresivo y que esta aproximación es el sustento de la mayor vulnerabilidad que el anciano presenta a los cuadros depresivos.
Desde esta perspectiva, en el envejecimiento normal se producirían una serie de cambios biológicos como son las alteraciones del sueño y del apetito o la disminución de la agudeza sensorial que harían al sujeto sentirse inseguro, retraído, distraído o con sentimientos de minusvalía. A esto se le añade la pérdida de energía vital asociada al paso de los años y las pérdidas externas que el devenir de la vida conlleva. La autopercepción de estos cambios internos y externos junto a la vivencia de una incapacidad para hacer frente a los problemas cotidianos serian la piedra sobre la que se asentaría el cuadro depresivo.
De alguna manera se ha ido generando una creencia (o quizás un estereotipo) de que conforme va llegando la senectud el hombre se va encontrando más triste, retraído, apático, desinteresado e indiferente al medio, rígido, conservador, temeroso, con un futuro limitado y negro con una visión pesimista de sí y de su entorno. Este cuadro como es lógico se puede superponer fácilmente a la depresión.
Este tema ha sido tratado en diversos trabajos, El estudio de Kansas City (13) concluyó que la edad influía en dos cambios principalmente, con los años se producía una tendencia a la interiorización y una disminución en la energía del Yo. Otra línea de investigación culmina con la propuesta por parte de Cunming y Henry (14) de la conocida como teoría de la liberación o de la desvinculación. Para estos autores con el envejecimiento se producía una progresiva desvinculación tanto a nivel intelectual (expresada como desinterés) como a nivel de conducta. Esta desvinculación permitiría al anciano redistribuir más adecuadamente sus mermadas energías. Para Cunming y Henry la desvinculación seria no sólo una forma normal de envejecer sino también la más adecuada.
Otros estudios clásicos como el de Costa y McCrae (15) intentaron comprobar la creencia de que los ancianos se vuelven más infantiles e inestables, tienen mayor nivel de conservadurismo y rigidez o tienen tendencia a la introversión. Su conclusión fue que no existían cambios predecibles y rígidos asociados a la edad.
En esta línea se encuentra el trabajo realizado en nuestro Departamento por Franco y cols. (16), que tenía como objetivo la diferenciación de los cambios en la afectividad que acontecen con la edad de aquellos otros que serían consecuencia de la irrupción de la sintomatología depresiva. Se planteaba si conforme se avanzaba en la edad se producía una modificación en los afectos que hicieran que cierto estado depresivo fuera inherente a la vejez. Se realizó un acercamiento desde el modelo de afectos positivos y negativos de Watson, Clark y Tellegen (modelo bifactorial) (17) que parte del supuesto de que los afectos pueden agruparse en dos factores o dimensiones, independientes y no correlacionados.
La dimensión de afectos positivos estaría estrechamente relacionada con lo hedónico y permitiría al sujeto sentirse alerta, participativo y gratificado. Por el contrario, como afirma Sandin,(18) los afectos negativos no serían sólo una disposición a la emotividad negativa sino que se relacionarían con distrés psicofisiológico.
Watson, Clark y Tellegen diseñaron un instrumento sencillo con el fin de explorar esta doble dimensión de la afectividad, el cuestionario PANAS donde se recogen 10 marcadores (descriptores lo más puros posible) de afecto positivo y otros 10 de afecto negativo, constituyéndose una subescala positiva y otra negativa. Joner y Sandin (18) realizaron una adaptación y validación de dicha escala a nuestro medio (SPANS) que es la que hemos empleado.
Con el fin de lograr el objetivo que era observar el impacto que envejecimiento y depresión tenían sobre los afectos seleccionamos tres muestras. La primera estaba formada por 30 adultos de edades comprendidas entre los 30 a 50 años. La elección de este rango de edad no fue al azar, buscábamos una muestra lo suficientemente estable desde el punto de vista afectivo por lo que los muy jóvenes no nos servían, pero también debían de ser menores de 50 años, la edad en tomo a la cual los diversos autores afirman que se comienza a transformar el individuo. Las otras dos muestras estaban comprendidas por mayores de 60 años, una de ellas se obtuvo de población general, eran todos individuos que vivían en su medio familiar y que no se encontraban en tratamiento psiquiátrico. Los individuos de la otra muestra de mayores también vivían en su medio familiar pero se encontraban en tratamiento por la presencia de un trastorno depresivo. A todos los sujetos se le aplicó el cuestionario de depresión de Beck y el cuestionario SPANAS.
Con el objeto de comprobar el impacto de la edad comparamos los resultados de los datos en la población de adultos y en la de mayores sin tratamiento antidepresivo. No se aprecian diferencias significativas en ninguno de los descriptores de afectos negativos por lo que podríamos concluir que ambas muestras son semejantes en este aspecto y los ancianos, por el hecho de envejecer, no se reconocen ni como más tensos, irritados, temerosos, asustados o enojados.
En cuanto a los afectos positivos sí encontramos algunas diferencias. Los mayores suelen reconocerse con menos frecuencia como entusiasmados, inspirados, dispuestos o alerta que la población más joven, pero se siguen reconociendo como igualmente interesados, fuertes, decididos o atentos. Podríamos afirmar en base a estos datos que el envejecimiento no conlleva una modificación profunda de los afectos, sólo impacta en algunos afectos positivos, en general los relacionados con el arousal o nivel de activación.
Con el fin de estudiar el impacto de los trastornos depresivos comparamos los resultados del cuestionario SPANAS entre ancianos y ancianos deprimidos. Encontramos que los cuadros depresivos modifican fundamentalmente los afectos relacionados con el interés, la autoestima y la respuesta hacia el entorno. El impacto de los cuadros depresivos es aún mucho más marcado cuando estudiamos los afectos negativos, todos prácticamente se mostraban con más intensidad entre la población de ancianos depresivos.
Si de una forma global analizamos el impacto de estas dos variables, edad y cuadro afectivo, comprobamos que los afectos positivos se modifican de forma diferente, implicando dominios distintos, la edad parece afectar a la activación, la depresión está mas en relación con el medio.
Los afectos negativos no se modifican con la edad y sí notablemente con la presencia de los trastornos depresivos. La edad y el envejecimiento modifican la afectividad en el sentido de vivenciar menos los afectos positivos asociados con el arousal pero no con otras áreas. El hecho de envejecer no parece, en función de nuestros datos, modificar los afectos en el sentido de acercarse a lo depresivo y las modificaciones que se producen por la edad no son superponibles a las depresivas.
Algunos datos nos llamaron la atención cuando correlacionamos puntuaciones del Beck con afectos positivos y negativos en los tres grupos de edad. Como era esperable se establecía correlación negativa con los afectos positivos y a la inversa, pero llama la atención lo que ocurre en el grupo de los ancianos donde la asociación es más estrecha con los afectos positivos que con los negativos. En cierta manera el anciano parece encontrarse más protegido contra los afectos negativos y el estado depresivo parece depender más de la pérdida de afectos positivos.
Somos conscientes de las limitaciones metodológicas de estos datos, limitaciones que incluyen las que emanan del propio instrumento y del propio diseño. Cuando se realizan estudios transversales comparando población adulta y anciana es difícil atribuir los hallazgos al efecto edad y no al efecto cohorte.
Una dificultad más en el proceso de evaluación es la que se refiere a los instrumentos a utilizar. Es necesario contar con instrumentos validados, como son las escalas y cuestionarios, que nos faciliten la labor diagnóstica. Entre estas la más conocida en el campo de la Gerontopsiquiatría es la Escala de Depresión Geriátrica (G.D.S.) de Yesavage, utilizada desde su publicación en la mayoría de los estudios epidemiológicos y psicométricos sobre patología depresiva en el anciano.
La utilidad de la GDS así como su especificidad (19) para captar patología depresiva en ancianos ha sido analizada por nosotros (Giles y cols.) (20) en un trabajo en el que estudiábamos el comportamiento de esta escala en poblaciones ancianas y adultas.
Para ello se analizaron cuatro grupos de población cada uno de ellos compuesto por 25 individuos:
· Un primer grupo estaba formado por ancianos mayores de 65 años que en el momento del estudio presentaban un cuadro depresivo. (A.D.)
· Un segundo grupo constituido también por mayores de 65 años pero esta vez sin que presentaran patología psiquiátrica alguna. (A. no D.)
· El tercer grupo lo conformaban adultos jóvenes, entre 21 y 50 años, que presentaban un trastorno depresivo (J. D.), y
· Un cuarto y último grupo de adultos jóvenes procedentes del mundo universitario y sin patología psiquiátrica. (J. no D.)
Todos los pacientes que estaban incluidos en los grupos depresivos cumplían criterios de trastornos depresivo -el 60 % de Episodio depresivo y el otro 40 % de Distimia o trastornos depresivos recurrentes-. Además de la GDS se utilizaron la escala de depresión de Beck y la escala de depresión de Hamilton La elección de estas tres escalas se realizó en función de que cada una de ellas valora aspectos determinados de los cuadros específicos. Así la escala de Beck recoge mas los aspectos cognitivos de la depresión, la escala de Hamilton se centra especialmente en los aspectos más somáticos, cuestión que tienen una gran relevancia en los ancianos, y la G.D.S. que intenta recoger las características más específicas de los trastornos depresivos en los ancianos
Algunos datos nos llamaron la atención cuando correlacionamos puntuaciones del Beck con afectos positivos y negativos en los tres grupos de edad. Como era esperable se establecía correlación negativa con los afectos positivos y a la inversa, pero llama la atención lo que ocurre en el grupo de los ancianos donde la asociación es más estrecha con los afectos positivos que con los negativos. En cierta manera el anciano parece encontrarse más protegido contra los afectos negativos y el estado depresivo parece depender más de la pérdida de afectos positivos.
Somos conscientes de las limitaciones metodológicas de estos datos, limitaciones que incluyen las que emanan del propio instrumento y del propio diseño. Cuando se realizan estudios transversales comparando población adulta y anciana es difícil atribuir los hallazgos al efecto edad y no al efecto cohorte.
Una dificultad más en el proceso de evaluación es la que se refiere a los instrumentos a utilizar. Es necesario contar con instrumentos validados, como son las escalas y cuestionarios, que nos faciliten la labor diagnóstica. Entre estas la más conocida en el campo de la Gerontopsiquiatría es la Escala de Depresión Geriátrica (G.D.S.) de Yesavage, utilizada desde su publicación en la mayoría de los estudios epidemiológicos y psicométricos sobre patología depresiva en el anciano.
La utilidad de la GDS así como su especificidad (19) para captar patología depresiva en ancianos ha sido analizada por nosotros (Giles y cols.) (20) en un trabajo en el que estudiábamos el comportamiento de esta escala en poblaciones ancianas y adultas.
Para ello se analizaron cuatro grupos de población cada uno de ellos compuesto por 25 individuos:
q Un primer grupo estaba formado por ancianos mayores de 65 años que en el momento del estudio presentaban un cuadro depresivo. (A.D.)
q Un segundo grupo constituido también por mayores de 65 años pero esta vez sin que presentaran patología psiquiátrica alguna. (A. no D.)
q El tercer grupo lo conformaban adultos jóvenes, entre 21 y 50 años, que presentaban un trastorno depresivo (J. D.), y
q Un cuarto y último grupo de adultos jóvenes procedentes del mundo universitario y sin patología psiquiátrica. (J. no D.)
Todos los pacientes que estaban incluidos en los grupos depresivos cumplían criterios de trastornos depresivo -el 60 % de Episodio depresivo y el otro 40 % de Distimia o trastornos depresivos recurrentes-. Además de la GDS se utilizaron la escala de depresión de Beck y la escala de depresión de Hamilton La elección de estas tres escalas se realizó en función de que cada una de ellas valora aspectos determinados de los cuadros específicos. Así la escala de Beck recoge mas los aspectos cognitivos de la depresión, la escala de Hamilton se centra especialmente en los aspectos más somáticos, cuestión que tienen una gran relevancia en los ancianos, y la G.D.S. que intenta recoger las características más específicas de los trastornos depresivos en los ancianos.Las puntuaciones medias de las escalas para cada grupo se muestran en la tabla V. La GDS alcanzó puntuaciones parecidas en los grupos de depresivos, tanto ancianos como jóvenes. Como era de esperar las puntuaciones de las tres escalas (GDS, Beck y Hamilton) son más elevadas en los grupos de depresivos. Mediante la t de Student encontramos diferencias significativas entre las puntuaciones totales de la GDS entre los grupos de depresivos y no depresivos, tanto de ancianos cómo de jóvenes.
Las correlaciones entre las tres escalas son altas (tabla VI) por encima de 0.88 e incluso de 0.92 entre la GDS y la de Beck. Las tres escalas parecen, pues, medir el mismo constructo aunque en su diseño intentan captar aspectos diferentes de los cuadros depresivos.
La concordancia de los casos de depresión determinados mediante la GDS (puntuación igual o superior a 11) con los diagnosticados mediante criterios clínicos (tabla VII) es de 0.8, un resultado que podemos considerar bueno.
Utilizando 11 como punto de corte de la GDS, ésta escala se mostró como la más sensible, siendo capaz de detectar todos los cuadros depresivos (tabla VIII). Esta sensibilidad es, en parte, efecto del diseño metodológico. La inclusión de un individuo en el grupo depresivo venía condicionada a que cumpliese criterios diagnósticos de depresión. Sin embargo esta escala es la que se muestra menos específica, sólo 0.80 frente a la de Hamilton que es la más específica pero la que posee menor sensibilidad para la detección de patología depresiva en ancianos.
El análisis pormenorizado de la GDS nos mostró ítems con una distribución de respuesta similar entre los ancianos, depresivos o no, y distinta de los adultos jóvenes. Estos ítems: prefiere quedarse en casa en lugar de salir, le cuesta empezar nuevos proyectos o cree que la mayoría tiene mejor situación económica los consideramos genéricos del envejecimiento ya que parecen captar aspectos mas ligados al mismo proceso de envejecimiento que al de la propia depresión. En este sentido esos ítems de la GDS no parecen reflejar aspectos específicos de la depresión en el anciano sino de la senectud.
Otro grupo de ítems, al que llamamos contradictorios, refleja aspectos que parecen encontrarse con mayor frecuencia en los jóvenes depresivos, sería la preocupación por el futuro o el no creer que es maravilloso estar vivo.
También hay ítems específicos, es decir que muestran una mayor tendencia a aparecer en poblaciones ancianas depresivas: no tener esperanza en el futuro, el sentimiento de desvalimiento.
Por supuesto que la vivencia del futuro es diferente entre las poblaciones jóvenes y ancianas. La vivencia de la temporalidad es diferente en función de la etapa que se esté viviendo y eso se muestra así mismo en los cuadros depresivos.
En resumen, la GDS se muestra como una escala sensible para el diagnóstico de depresión y con una alta concordancia con los diagnósticos clínicos, pero con una baja especificidad para los cuadros depresivos del anciano.
Como vemos la evaluación de los trastornos depresivos del anciano nos plantean muchos problemas, comenzando por su delimitación nosológica, es decir el cuestionamiento de la propia existencia individual de los mismos, pasando por la diferenciación de lo que serían síntomas y lo que son afectos específicos de una etapa involutiva normal, hasta llegar a los inherentes a las escalas y cuestionarios utilizados en la evaluación que en su mayoría no son instrumentos diagnósticos ni son medidas absolutas. Evaluar y clasificar los trastornos del paciente es necesario, pero debemos ser conscientes que nuestra capacidad de aprehender la realidad de éste es difícil, que la posibilidad de transmitir esa información es limitada o simbólica y que las clasificaciones no deben convertirse simplemente en recipientes estancos en los que encasillar al paciente.
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