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Perspectiva de un residente `Algo así como un hogar`



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Noticia | 05/01/2022

Vuelvo a estar de guardia. Tras las puertas de la consulta, ahora vacía de pacientes, el bullicio del pasillo de Urgencias parece apaciguado, como en sordina. Ruido de palo, suave, en consonancia con la calle desierta al otro lado de la ventana. Anochece y es diciembre: el frío y la llovizna retienen a los enfermos en sus casas. La sala de espera está por fin a medio gas y en el sistema informático, hace un rato, casi no quedaban nombres. Cuando enciendo el “busca” y miro la pantalla puedo ver que se ha pasado la medianoche. Es ya el día siguiente y eso significa que, además de cumplirse la decimosexta hora de trabajo, hoy es mi cumpleaños. Contemplo la calle a través del cristal empañado y se adivina poco acogedora. Es curioso, pero me reconforta estar aquí dentro, en el hospital, el día en que cumplo veintinueve, sentado a solas en esta habitación blanca. A mi izquierda, el ordenador que llevo minutos sin utilizar entra en reposo.



Salgo de la consulta y enfilo el hall de ascensores, los mismos que me llevarán del subsótano de la Urgencia a la última planta donde se alinean, contiguos, los dormitorios del personal de guardia. No me cruzo con nadie de camino. De piso rectangular y forrados por planchas de madera clara, los dormitorios consisten en poco más que una litera, una repisa esquinera que hace las veces de mesa y un aparte embaldosado, separado por una puerta corredera, que alberga un pequeño baño. No tardo en echarme en la cama. Así tumbado, me da por pensar en ese curioso sentimiento de pertenencia que me ha venido hace un rato allí abajo, en la consulta. Bien es verdad que a estas alturas de la noche mis pensamientos no son exageradamente sensatos, pero casi podría decir que me siento como en casa.


Le doy vueltas al día: llegar justo de tiempo al hospital y, antes de acudir al pase, sacar un folio en blanco de una de las impresoras de la Urgencia para poder apuntarme los pacientes pendientes. Desayunar con los compañeros. Preguntarles qué tal su guardia y escuchar alguna respuesta comodín teñida de cansancio. Interesarme por qué van a hacer de saliente. Entre cafés y tostadas con tomate, y con una pizca de humor, apuntar los recados de la noche y los ingresos. Apurar el tiempo de reposo antes de dar por iniciado el día. Recoger el pijama blanco de tres piezas, camisola, pantalón y bata, antes de subir a planta para cambiarme y contrastar el pase con el equipo de enfermería. Saludar a los pacientes en el pasillo, recibir respuesta de algunos y no de otros –cosas de la psiquiatría– . Escuchar el busca sonar por primera vez y mirar quién llama de reojo, anticipando. De repente caer en la cuenta de que es ya la hora de la comida; qué raro, no era consciente hasta ese momento pero ahora muero de hambre. Intentar descansar unos minutos después de comer, por si las moscas, por si la noche se complica y hay que alejar el sueño. Cumplir con la tarde, cada vez más cansado. Cenar. Atender a los pacientes noctámbulos que afirman sufrir a partir de las once de la noche. Tirarme en la cama. Pensar.


 
Y eso hago ahora: en decúbito, pienso. Pienso en la rutina que acompaña a cada guardia. En los paisajes conocidos del hospital, con su asepsia, sus corredores y sus techos bajos. En las caras familiares, receptivas a mi fatiga; compañeros de otras especialidades que empeñan sus jornadas en asuntos particulares que en poco me atañen pero que tanto se parecen a los míos. En las horas acumuladas en estos tres años de residencia. En los pacientes que son río, porque pasan siempre y, hasta cierto punto, siempre parecen el mismo; intento de hecho recordar mi primera consulta y fallo estrepitosamente. ¿Cómo se llamaba? ¿Qué le sucedía? El olvido es ingrato con los detalles, me hace homogeneizar los eventos del pasado y traiciona a las peculiaridades de cada enfermo que me pidió ayuda.


Juego con las imágenes repetidas, con el ir y venir de la memoria entre la monotonía de los días. Una sencillez acompaña al hábito, a esa rutina que apacigua y transforma, casi, en hogar estas paredes. Me estoy quedando dormido con el runrún de los recuerdos, confiado, en mi habitación de la undécima planta. Parece que por fin llega el sueño. Iluso. A la que me pongo de costado, dándole la espalda, suena estrepitoso el “busca”. En la salita de triaje, un enfermo pregunta por un psiquiatra. No sé si estoy despierto, pero me visto y acudo a la llamada. En el ascensor, bajando, me miro en el espejo triple que recubre las paredes; guiño los ojos intentando componerme. ¿Cómo se llamaba mi primer paciente?


El Dr. Paúl de la Cruz Ballano es médico residente de Psiquiatría. 


 


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Fuente: Univadis
Palabras clave: residente, MIR, medicina, sanitario
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