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La mentira del `querer es poder´ que culpabiliza a los niños



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Noticia | 19/11/2021

En muchas ocasiones, nuestros hijos ponen todo lo que está en sus manos para conseguir el objetivo, sin embargo, no siempre basta con buenas intenciones.


Desde que tenemos uso de razón, nuestros padres y maestros nos han transmitido la idea de que la consecución de lo que nos proponemos depende, casi exclusivamente, de nuestra actitud y esfuerzo. Por supuesto que dichas habilidades son necesarias para alcanzar una meta por muy cotidiana que sea, pero son insuficientes. Frases como “el que la sigue, la consigue”, “puedes proponerte todo lo que quieras en esta vida” o el archiconocido “querer es poder” son solo algunos ejemplos. En muchas ocasiones, nuestros hijos ponen todo lo que está en sus manos para conseguir el objetivo, sin embargo, no siempre basta con buenas intenciones. En ocasiones uno quiere, no obstante, no puede.


Me parece peligroso e injusto el mensaje que se manda desde algunos sectores dejando la posible consecución de determinada meta única y exclusivamente a las ganas y actitud positiva de la persona. No señores, no, no siempre querer implica poder. Creo que lanzamos una idea muy perversa y poco realista a nuestros hijos cuando les decimos que se pueden proponer lo que quieran en la vida, ya que gracias a su voluntad y esfuerzo lo conseguirán. Ojalá fuera así siempre.

Si entramos de lleno a hablar de las personas que están diagnosticadas de trastornos tan complejos y delicados como son la depresión, el trastorno bipolar o los trastornos de ansiedad, también vemos que, en ocasiones, se les critica que están sufriendo porque no tienen la actitud y la fuerza suficiente para salir de la situación. No es cuestión de actitud ni de querer, es cuestión de poder. Por supuesto que la persona que está viviendo un duelo complicado por una muerte, una separación o un despido laboral tiene ganas de salir y dejar atrás esa mala racha, pero no tiene que ver con querer, sino con poder.



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Hace un par de años recibía en consulta a Jaime, un niño encantador y alegre de siete años diagnosticado de TDAH. Este solía tener unos ataques de ira muy fuertes. Sus padres estaban muy preocupados por estos arranques de rabia y buscaban una solución. El primer día que vino a consulta, después de tener varias sesiones con sus progenitores, le pregunté: ¿Por qué crees que estás aquí? Casi sin mirarme, mientras observaba el despacho en el que se encontraba, me dijo que se enfadaba muy a menudo y que pegaba, empujaba y decía cosas feas a las personas que más quería. Luego, me miró fijamente y me manifestó: “Sé que la culpa de todo esto es mía. Me enfado mucho y lo pago con mis padres. Y luego, me siento muy mal, pero no sé qué puedo hacer”.


Me quedé pensando unos segundos en lo que acababa de expresarme Jaime. Además, era una idea que parecía estar muy arraigada y que resultaría difícil modificar. Expresaba su descontrol cuando le venía a visitar el enfado y reconocía que no tenía manera de gestionarlo bien, sin embargo, se echaba la culpa de estos episodios porque tanto sus padres como la sociedad en la que vive (que es la misma que la tuya y la mía) le repetían constantemente “si quieres, puedes; es cuestión de proponérselo”. Le insistían en que dejaría de comportarse así cuando él quisiera y pusiera de su parte. Y nada más lejos de la realidad en el caso concreto de Jaime. No obstante, volvamos a la consulta.


Miré relajadamente a Jaime y le dije: “Te voy a pedir un favor. Cada vez que estornudes intenta no cerrar los ojos. No quiero que cierres tus ojos cuando estornudes, ¿de acuerdo?”. En ese momento, me interrumpió: “Pero si eso es imposible”. Entonces le contesté: “Efectivamente, Jaime, por mucho que queramos dejar los ojos abiertos cuando estornudamos, no lo conseguiremos. ¿Qué te parecería si te obligara a no cerrar los ojos cuando estornudas? Y, encima, si no lo consigues, te echo la bronca, te castigo y añado que te esfuerzas muy poco en conseguir las cosas. Que eres un vago. . . ”. En ese momento Jaime negaba con su cabeza: “Me parecería mal”. “Pues esto mismo es lo que estamos haciendo los adultos contigo”, le dije.


Jaime me miraba atónito sin comprender nada. Continué: “Por supuesto que no eres capaz de evitar cerrar los ojos al estornudar. Nadie lo puede hacer. En el caso concreto de tus ataques de furia, los adultos te estamos exigiendo que te controles y, cuando no lo haces, nos enfadamos contigo y eso trae cola, ¿verdad? Pero el caso es que te estamos pidiendo que hagas algo que no puedes hacer, que se escapa de tus manos. Queremos que te controles, pero no sabes cómo hacerlo. No es cuestión de que quieras o no, sino de que puedas”. Parecía que Jaime comenzaba a entender lo que quería transmitirle. “Vamos a hacer un trato. Por ahora no te vamos a exigir que te controles porque aún no sabes cómo hacerlo. Ahora bien, como yo te voy a enseñar trucos y te voy a ayudar a gestionar tu rabia, cuando sí que tengas esos recursos, entonces, y solamente entonces, estaremos los adultos en disposición de pedirte que gestiones esos ataques de rabia. ¿Te parece buena idea? ¿Aceptas el trato?”. Nos dimos la mano y comenzamos a trabajar en equipo.


¿Qué le pasaba a Jaime? Que no era capaz de regular sus emociones, sobre todo la rabia, algo que les ocurre a muchos niños. El problema era cómo los adultos enfocábamos el problema. No estábamos en nuestro derecho de exigirle que lo “solucionara” él porque aunque quería, no podía. Después de cada rabieta, Jaime sentía una gran culpa que le llevaba a pedir perdón a sus preocupados padres con la sana intención de no volver a hacerlo más. A pesar de sus ganas de no repetir la rabieta, el caso es que caía una y otra vez en este círculo vicioso. El problema se mantenía porque los padres y los profesores de Jaime entendían que la solución del problema estaba en sus manos y que tenía que querer y echarle ganas. Cuando él quisiera, todo se solucionaría. Evidentemente, tuve que reunirme tanto con los padres como con los profesores para explicarles lo que estaba pasando, qué estaba manteniendo el problema y cómo poner en marcha el nuevo plan de acción. Trabajar todos en equipo y proporcionar a Jaime estrategias de consciencia y regulación de la rabia nos permitió alcanzar el principal objetivo terapéutico.


La culpa es un sentimiento que visitaba frecuentemente a Jaime. En concreto después de cada rabieta. La culpa suele aparecer cuando existe una discrepancia entre lo que quiero y lo que tengo o debo hacer. Por ejemplo, Jaime se enrabietaba mucho cuando se acababa el tiempo de jugar a la videoconsola. Como había una diferencia muy grande entre lo que quería hacer (seguir jugando a la PlayStation) y lo que debía hacer (dejar de jugar porque sus padres le decían que se había acabado el tiempo), comenzaba la pataleta: gritos, insultos, golpes, llantos, súplicas, etc. Cuando se calmaba tras un tiempo largo, aparecía la culpa, el arrepentimiento y Jaime pedía perdón a sus padres. A mayor discrepancia entre lo que queremos y lo que debemos, mayor culpa.


Con el caso de Jaime, he querido reflejar un ejemplo de que nuestros hijos siempre quieren hacer las cosas bien y que estemos contentos con ellos, pero no siempre están en disposición de conseguirlo. Por este motivo, no basta con una buena actitud y alta motivación para conseguir las cosas. A veces no disponemos de los recursos necesarios o, simplemente, no es el día. Para acabar, me gustaría recomendaros un cuento que refleja de manera brillante la idea que he pretendido transmitiros en este artículo. El cuento se titula De verdad que no podía. Su autora es Gabriela Keselman y las ilustraciones de Noemí Villamuza. Un cuento tan bello como real.


*Rafa Guerrero es psicólogo y doctor en Educación. Director de Darwin Psicólogos. Autor de los libros de Educar en el vínculo (2020), Vinculación y autonomía a través de los cuentos (2021) y Los 4 cerebros de Arantxa (2021).

Fuente: El País
Palabras clave: niños, psicología, culpabilizar

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