Uno de los primeros enfermos que vi era un psiquiatra, ya mayor, que padecía desde hacía muchos años una esquizofrenia, cuyas voces alucinatorias le hacían sufrir considerablemente. Se dirigían a él de forma coercitiva y, como suele ser, dominando su voluntad, insultándole e incitándole a tener relaciones homosexuales con los seres queridos, entre ellos su padre. Con cierta ingenuidad yo le comentaba que aquellos fenómenos no eran reales, que correspondían a irritaciones en el cerebro, que eran síntomas de una enfermedad que algún día cederían con un tratamiento y otras reflexiones análogas. El viejo psiquiatra me escuchó con paciencia y respeto y al final me respondió: Gracias por sus esfuerzos en consolarme, pero son inútiles. Los enfermos con esquizofrenia dicen que oyen voces, pero yo las oigo de verdad.
Meses más tarde, aún en Francfort, leí un artículo de mi entonces maestro Zutt (1974) en el que comentaba en passant, que la psiquiatría se había olvidado demasiado pronto del problema de la verdad. Desde entonces ambos recuerdos me han acompañado juntos y obligado a reflexionar. Fruto de ello son estas líneas. Por una parte el problema de la verdad está en el centro de la patología psiquiátrica y de la relación médico-enfermo, por otro lado, la investigación psicopatológica se olvidó pronto de él.
Los primeros tratados sobre los delirios introducen en su definición la verdad, o mejor dicho, su ausencia. Para Chiarugi (1795) los delirios son errores patológicos, en los que existe una equivocación en la habilidad para poder juzgar y los define como un fantasear sin fiebre y sin trastornos de conciencia.
La psiquiatría francesa a lo largo del siglo XIX ahonda en esta noción y en ella los delirios se caracterizan como ideas falsas, de origen patológico, resistentes a las argumentaciones lógicas a las que luego se añadió el que alteran el juicio de la realidad, si bien esto último es, desde una perspectiva más amplia y profunda, lo misma que la falsedad de las ideas. Este concepto de delirio persiste hoy día en el Manual Estadístico de la Asociación Psiquiátrica de los EE.UU., en cuya cuarta edición (DSM-IV, APA 1996), la definen como creencias equivocadas que normalmente implican una mala interpretación de las percepciones o experiencias.
Desde esta perspectiva, la psiquiatría francesa del S. XIX y gran parte del S. XX produjo un catálogo de los errores patológicos, entre ellos los delirios de referencia, influencia, persecución, ser controlado, celos, culpa, ruina, hipocondría, grandeza y otros como los delirios exóticos, nihilistas, inducidos y compartidos. La psiquiatría alemana del mismo periodo se desarrolla por un camino más sintético, en búsqueda de estructuras subyacentes a todos los delirios (Sarró, 1982). Incluso algunos autores como Griesinger (1872) en el siglo pasado y Janzarik (1968) y el español Llopis (1954) en este, han defendido la noción de una psicósis única (Einheitspsychose) con manifestaciones distintas según su intensidad y factores circunstanciales.
En la primera mitad del siglo XIX existió en Alemania la escuela llamada idealista o de los psíquicos, de raíz filosófica y volcada a la psicopatología, que desapareció arrollada por perspectivas más puramente clínicas y biológicas. Entre los psíquicos destacan Heinroth, que en 1824 escribió un tratado titulado Sobre la verdad, en el que distingue la verdad objetiva de la subjetiva y describe el comportamiento de los seres humanos en relación con la verdad y el de la verdad en relación con los seres humanos. Más adelante volveré sobre estos dos aspectos, el de que la verdad no es un concepto unívoco y el de su relación con el sujeto, que son claves para el propósito de estas líneas.
La contraposición entre la psiquiatra francesa y la alemana termina en gran parte con la obra de Kraepelin (1899) que hace algo más de cien años creó una nosología hoy día en gran parte vigente. Por otra parte la llamada escuela de Heidelberg, tan bien analizada por Laín (1998), desarrolló una psicopatología en último término dedicada a esclarecer lo que son los trastornos mentales. Así, en 1911 Jaspers (1951) y más tarde K. Schneider (1951) desmantelaron la definición de delirio citada más arriba. En primer lugar, la falsedad de una idea es relativa y accesoria y juega en ella falta de información (como la presunta aristócrata enferma de K. Schneider que luego demostró ser descendiente de un archiduque) y factores culturales y religiosos. A esto cabe añadir que la verdad no anula el delirio, más bien la inflama. Sucede eso muy claro con los delirios de celos en los que el enfermo, convencido que su cónyuge le engaña, busca toda clase de pruebas para demostrar que tiene razón. Si en un momento determinado el ser amado y codiciado decidiera serle infiel, con lo que el delirio se hace verdad, o simplemente decirle que lo ha sido, el delirio no desaparece. Al revés, si el cónyuge, harto de interrogatorios y vigilancia, equivocadamente confiesa hechos que no cometió, el delirante aumenta su desconfianza y el delirio se extiende a infinidad de nuevas situaciones, con el argumento de que sus celos eran verdad y que él (o ella) tenía razón desde el principio.
Volviendo a Jaspers y K. Schneider, la segunda característica, el origen patológico es, según ellos, un reconocimiento en círculo vicioso: el delirio forma parte de la psicopatología porque es mórbido. Finalmente, el hecho de ser irrebatible a la argumentación lógica describe el hecho de que el delirio se impone como certeza absoluta, como revelación, hecho analizado entre otros por Conrad (1997), Zutt y Kulenkampff (1958). Ahora bien, hay que aceptar con Régis que esto no es característico de los delirios, ya que existen errores más tenaces que los delirios.
Cerrado este camino se plantea concebir el delirio de acuerdo con su estructura, con aquello que subyace a toda forma delirante. Para Grühle (1953) consiste en dar un significado anormal a lo percibido a en esta línea K. Schneider describe las dos formas de delirio: la percepción delirante y la ocurrencia delirante. En la percepción normal hay dos momentos, dos miembros, uno que va del objeto al sujeto que percibe, otro, en sentido contrario, que es el significado que el sujeto atribuye al objeto. En el caso del delirio falta este último y el significado está en el objeto es impuesto por él, revelado, y en general referido al sujeto. El perro mueve la pata, lo que significa que el mundo se va a acaba, es un típico ejemplo de percepción delirante. La ocurrencia delirante es más compleja de distinguir, ya que no es bimembre, se trata de intuiciones que asaltan a la mente patológica como nos asaltan a cualquiera de nosotros en cualquier momento. Aquí K. Schneider tiene que hacer referencia a su contenido particular y autoreferencial, dejando claro que su valor diagnóstico es mucho menor que en el caso de la percepción delirante.
Sin embargo, estos conceptos de K. Schneider pueden ser sometidos a critica. Así, de un modo magistral, Hillman (1987) en un trabajo apenas citado pero extraordinariamente esclarecedor, ha analizado el proceso de pensamiento que subyace a la actividad delirante y llega a la conclusión que no es distinto del proceso mediante el cual cada uno constituye su mundo y lo puebla de significados. Dónde está la diferencia se pregunta, la diferencia está en el individuo. Esta conclusión es análoga a la de la última y monumental obra de Ey (xx) sobre las alucinaciones que dice que no existe la alucinación, sólo el que alucina. Más adelante volveré sobre este punto a propósito de un trabajo de Blankenburg (1965), porque es nuclear para estas reflexiones. Las conclusiones de Hillman se aplican con precisión a la percepción delirante y las de Ey a las alucinaciones, pero lo mismo sucede en la intuición delirante.
John Nash (Nassar, 1998) es uno de los matemáticos más geniales de nuestra época. Fue galardonado con el Premio Nobel de economía por el desarrollo de modelos matemáticos complejos sobre la teoría de los juegos que tuvieron su aplicación en economía. Nash padeció una esquizofrenia que le tuvo ingresado en un hospital psiquiátrico durante un largo periodo de tiempo. Entre sus delirios destacaba la persecución de la que se sentía objeto por parte de seres extraterrestres. Ya en el periodo de recuperación un compañero matemático le preguntó que cómo era posible que una persona tan inteligente como él creyera en la existencia de esos seres y en su capacidad para perseguirle, su respuesta fue: las ideas que tenía sobre seres sobrenaturales me venían de la misma forma que lo hacían mis ideas matemáticas. Por lo tanto me lo tomaba en serio. El mismo Nash explicó más tarde que la intuición de grandes matemáticos tampoco se diferenciaban tanto de las ideas delirantes (Nash, 1996).
Una alternativa a la definición de la enfermedad mental en torno a la pérdida de la verdad es hacerlo desde la perspectiva de la falta de libertad. Así lo han hecho, entre otros, Ey (1977) y López Ibor (1966) . Ambos fueron líderes en la Asociación Mundial de Psiquiatría, el uno Secretario General, el otro Presidente, y por lo tanto muy sensibles a la situación de los enfermos mentales en países con libertades comprometidas y los abusos de la psiquiatría en la Unión Soviética que se produjeron hasta la perestroica. Ey llegó a escribir: el hecho psicopatológico y específicamente el psicótico no aparece mas que en las estructuras sociales donde circula bastante libertad para que la falta de libertad salte a los ojos como libertad ontológica (Pahlem, 2000). De un modo indirecto un discípulo de K. Schneider, Kranz (1975), adopta el mismo punto de vista cuando, al analizar la responsabilidad penal de las psicopatías que, siguiendo a su maestro, no son enfermedades sino variaciones del modo de ser psíquico, dice que en círculos forenses la psicopatía tiene valor de enfermedad. López Ibor (1951), yendo más lejos, dice que la imputabilidad en las psicopatías ha de evaluarse desde la pérdida de libertad frente a sí mismo.
Ahora bien, la psiquiatría ha sufrido una transformación profunda en los últimos treinta años. El cierre de los hospitales psiquiátricos, la expansión de la psiquiatría de hospital general y de la comunitaria hacen que la libertad no sea ya un hecho central, ni tan siquiera específico. Sus restricciones en la patología mental no van mucho más allá, aunque sí algo, de lo que sucede con otro tipo de patología.
Llegado a este punto es necesario recuperar el discurso de la verdad desde puntos de vista más modernos, tal y como lo ha hecho Dörr (1995) para el caso de los delirios y extenderlo a toda la patología psiquiátrica. Para ello es necesario considerar a la verdad como un proceso y no como un estado y tener en cuenta las aportaciones de la filosofía de la ciencia (Kuhn (1962), Bunge (1988), de la ontología (Heidegger, 1989) y del psicoanálisis del hecho psiquiátrico.
En primer lugar la verdad no es un concepto unívoco (Ferrater Mora, 1979). Hay una verdad que se opone al error y otra que se opone a lo irreal. Dos más dos son cinco no es verdad porque se trata de un error, y la luna esta poblada de selenitas, no es verdad porque no es real. Además, la verdad es distinta en distintas culturas. Así para el pueblo judío verdad es el asentimiento a la voluntad de Dios, que es lo que expresa la palabra amen. En la Roma clásica verdad se confunde con veracidad, lo que se puede verificar. Gadamer (1970) ha analizado las dos maneras de acercarse a la verdad, una la exégesis teológica de los textos, la otra la jurisprudencia hermenéutica. Sin embargo, es el concepto de Aristóteles el que ha prevalecido a lo largo de la historia. Verdad es la adecuación del logos a la cosa. Logos se suele traducir con pensamiento, si bien significa el pensamiento y su formalización, porque, el pensamiento es por naturaleza propia verbalización (intellectus ex sua natura est locuturus, Juan de Santo Tomás, Cursus Theologicus, 1637-67). Quiere esto decir que si bien los delirios son trastornos del pensamiento, son también trastornos de la comunicación. Hecho este muy importante en el contexto de estas reflexiones.
Para Heidegger hay un concepto de verdad más radical que el de Aristóteles y que subyace a él, que se encuentra en la filosofía presocrática y que es el de aletheia, que es desvelar. La verdad es siempre algo escondido, que es necesario desvelar. Así, dice Heráclito que la naturaleza esconde celosamente sus secretos. En el prólogo del texto de Medicina Interna de Harrison aparece el mismo concepto: la enfermedad descubre sus secretos en paréntesis casuales. Así, la tarea del que busca la verdad es poner las condiciones para que la naturaleza desvele sus secretos y estar atentos a los paréntesis casuales, dejando que las cosas (y las personas) sean lo que son. Se trata, según Heidegger, de respetar la libertad, de no imponer su propia verdad. Verdad y libertad van siempre de la mano. Pero además, continua Heidegger, se trata de un proceso que surge de una relación interpersonal, de una comunicación. Durand (1970) explica que a la hora de comunicar a un enfermo una verdad desagradable se trata de establecer un proceso al final del cual la verdad del médico coincida con la verdad del enfermo. La verdad no es algo que se pueda imponer, se trata de alcanzarla con el otro. En consecuencia, el error del delirio, su falta de libertad son también una falta de comunicación. Blankenburg (1965) lo explica a través de uno de sus enfermos cuyos procesos contenían metáforas luminosas casi idénticas a otras de Rilke. ¿Cuál es la diferencia entre él y el poeta? Al final del análisis llega a la conclusión que solo hay una: finalizado el poema, Rilke corre a su editor para publicarlo y darlo a conocer mientras que el enfermo lo abandona, no lo guarda ni siquiera para sí mismo. Así se comprende lo escrito por Hillman y Ey recogido más arriba, la diferencia está en la persona, no en el fenómeno y la inutilidad y desvarío de materializar una infidelidad para hacer desaparecer un delirio de celos. A celoso le pierde una relación desviada de la pareja, un amor sustituido por un desmedido afán de posesión y dominio que congela la relación y la hace imposible.
El desvelamiento de la verdad en Heidegger tiene un equivalente a nivel clínico con el proceso psicoanalítico. Sólo en la relación de transferencia (y contratransferencia) puede el enfermo recuperar la verdad de su pasado. La relación es tan significativa y poderosa que al final es el objeto de análisis en la neurosis de transferencia. Freud, sin embargo, en un momento muy precoz de su investigación llegó a la conclusión que verdad y realidad no coinciden siempre, que la fantasía reina en el inconsciente. La idea surgió al verse sorprendido por la cantidad de relaciones incestuosas que sus enfermos le contaban y pensó que la sociedad vienesa no podía haber llegado a tal grado de corrupción. Pensó que esos relatos eran consecuencia de una perversa fantasía infantil, pero que tan patógenas eran como si hubieran sucedido de verdad. Aquí dio el psicoanálisis un salto hacia la metáfora que una de sus raíces. Pero, Bettelheim (1984), hace pocos años, justo antes de morir, publicó que su maestro Freud siguió creyendo toda su vida que aquellos relatos perversos eran ciertos y que recurrió a justificarlos por la fantasía para poder seguir viviendo y trabajando en una sociedad que, enterada de sus descubrimientos, le había anatomizado. Con independencia de sus argumentos a favor de uno u otro punto de vista, lo cierta es que el problema de la verdad es, en el psicoanálisis, algo nuclear y al mismo tiempo revolucionario. El tema lo ha tratado Lorenzer (1974) bajo el título La verdad en el conocimiento psicoanálitico, en el que se plantea si el psicoanálisis puede descubrir la verdad mediante el conocimiento de personas concretas. Parte para ello del postulado de Feuerbach según el cual la naturaleza del ser humano no es un abstracto inherente a cada individuo sino que en realidad es el conjunto de las normas sociales. Así la verdad es el problema clave de las teorías de conocimiento y también de las teorías políticas, y se pregunta si el psicoanálisis tradicional romperá la estabilidad de la sociedad. En realidad así ha podido ser, tal y como se deduce de la discusión sobre realidad-fantasia citada más arriba. De hecho, las posturas más radicales en favor de cambios sociales más revolucionarios de los años 60 y 70 están impregnados de psicoanálisis, y no sólo la antipsiquiatría.
La noción de que verdad, libertad, relación y cambio social (o transformación de la naturaleza humana desde encontrarle su sentido) van de la mano y subyacen en muchas religiones. De hecho constituyen el mensaje bíblico. Así Bakan (1991) ha analizado la estrecha relación entre el pensamiento freudiano y la tradición mística judía y para López Ibor (1975), el edificio construido por el médico vienés tiene una estructura gnóstica. La filosofa Zarader (1990) ha hecho un estudio profundo de la obra de Heidegger a la que considera en deuda con la tradición hebraica que ignora. Es una deuda impensada, ese el título de su libro. Se trata de una exégesis de los textos, no de la postura política del filosofo y del grado de su aceptación y compromiso con el nacionalsocialismo. Zarader establece un estrecho paralelismo entre la tradición hebraica y Heidegger, que él nunca reconoció ya que se concentró en las raíces griegas y en concreto presocráticas. Citaré como ejemplo el hecho que las lenguas semitas carecen de vocales lo que obliga al rabino, al leer en voz alta los textos sagrados, a introducirlas, lo cual significa que el mismo pasaje tiene lecturas distintas, según las vocales que se escojan. Todas ellas son verdad, son la parte de la verdad que es relevante para los fieles en el momento de la lectura. La labor del rabino es ser profeta, revelar al pueblo las verdades ocultas. El profeta hebraico es el poeta de Heidegger, aquel que crea (poiesis es crear), la verdad que ilumina a la humanidad en un momento determinado. Esta actividad del profeta-poeta es el modelo para la relación médico-enfermo. El polo opuesto es el de defender que la verdad está impresa en los textos sagrados, dictada por Dios de una vez para siempre, congelada, para ser utilizada como arma y como yugo en una Guerra Santa, tal y como hacen los fundamentalistas.
La relación de todo esto con la práctica clínica cotidiana se comprende mejor siguiendo a Popper (1992) que en su conferencia al ser nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense de Madrid expuso los principios para una ética profesional que resumo a continuación:
· El principio de falibilidad: Quizá yo esté equivocado y quizá usted tenga razón, pero, desde luego, ambos podemos estar equivocados.
· El principio del diálogo racional: Queremos críticamente, (....), poner a prueba nuestras razones a favor y en contra de nuestras variadas (criticables) teorías. Esta actitud crítica a la que estamos obligados a adherirnos, es parte de nuestra responsabilidad intelectual.
· El principio de acercamiento a la verdad con la ayuda del debate: Podemos casi siempre acercarnos a la verdad con la ayuda de discusiones críticas impersonales (y objetivas), y de este modo podemos casi siempre mejorar nuestro entendimiento, incluso en aquellos casos en los que no llegamos a un acuerdo.
Es extraordinario que esos tres principios sean epistemiológicos y al mismo tiempo, sean también principios éticos. Porque implican, entre otras cosas, tolerancia: Si yo puedo aprender de usted, y si yo quiero aprender, en el interés por la búsqueda de la verdad, no sólo debo tolerarle como persona, sino que debo reconocerle potencialmente como a un igual; la unidad potencial de la humanidad y la igualdad potencial de todos los seres humanos es un pre-requisito para nuestra voluntad de dialogar racionalmente. De mayor importancia es el principio según el cual podemos aprender mucho de la discusión; incluso cuando no nos lleva a un acuerdo. Porque un diálogo racional puede ayudarnos a que se haga la luz sobre los errores, incluso nuestros propios errores.
Estos principios epistemiológicos dan lugar a unos Principios para una nueva ética profesional, continua Popper:
1. No hay autoridades
2. Es imposible evitar todos los errores.
3. Sigue siendo nuestro deber hacer todo lo posible para evitar errores.
4. Los errores pueden existir ocultos al conocimiento de todos, incluso en nuestras teorías mejor comprobadas; así la tarea del científico en buscar tales errores.
5. Tenemos que cambiar nuestra actitud hacia nuestros errores. (La actitud de la antigua ética profesional nos obliga a tapar nuestros errores, a mantenerlos secretos y a olvidarnos de ellos tan pronto cómo sea posible)
6. Para evitar equivocarnos, debemos aprender de nuestros propios errores. Intentar ocultar la existencia de errores es el pecado más grande que existe.
7. Tenemos que estar continuamente al acecho para detectar errores, especialmente los propios, con la esperanza de ser los primeros en hacerlo. Una vez detectados, debemos estar seguros de recordarlos, examinarlos desde todos los puntos de vista para descubrir porqué se cometió el error.
8. Es parte de nuestra tarea el tener una actitud de autocrítica, franca y honesta hacia nosotros mismos.
9. Puesto que debemos aprender de nuestros errores, debemos a aprender a aceptarlos, incluso con gratitud, cuando nos los señalan los demás.
10. Necesitamos de los demás para descubrir y corregir nuestros errores y sobretodo, necesitamos a gente que se haya educado con ideas diferentes, en un mundo cultural distinto. Así se consigue la tolerancia.
11. Debemos aprender que la autocrítica es la mejor crítica, pero que la crítica de los demás es una necesidad. Tiene casi la misma importancia que la autocrítica.
12. La crítica racional y no personal (u objetiva) debería ser siempre específica. Hay que guiarse por la idea de acercamiento a la verdad objetiva.
Para terminar y retomando el caso del viejo psiquiatra alemán atormentado por la alucinación de su esquizofrenia, la investigación con neuroimágen le dan la razón en lo de que sus voces eran de verdad. Cuando una persona con esquizofrenia oye voces se activa la corteza cerebral auditiva de la misma manera que lo hace en cualquiera de nosotros escuchando a una persona que habla. Son voces como otra voz cualquiera (figura 1). Merece ser subrayado que en su descripción de los síntomas de esta enfermedad no se refiere a alucinaciones auditivas, sino al hecho que los enfermos oyen voces que dialogan entre sí, comentan la actividad del sujeto, etc. Soslaya así tener que definir lo que es una alucinación y describe el síntomas de un modo perfectamente aprensible en la práctica clínica, pero al mismo tiempo deja claro que son voces, como las que oye cuando le hablan, que las oye de verdad. No son sin embargo verdad ya que se imponen coercitivamente, encierran al enfermo en su autismo y le impiden su desarrollo, su evolución personal. Son voces que impiden la libertad, la relación interpersonal y encontrar el sentido de la propia vida.
He dicho.
Las zonas más claras muestran
una mayor actividad
metabólica, son:
Córtex visual
* ojos semiabiertos
Área de Wernicke
* oye voces alucinatorias
Córtex
orbitofrontal
* Obsesiones y ansiedad (debidos a la
enfermedad)
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