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Noticia | 14/08/2020

¿Por qué tenemos más miedo a que un extraño nos contagie el coronavirus?



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En los días más duros de la pandemia de coronavirus en España, poco después de que el Gobierno decretara el estado de alarma, un mensaje se repetía constantemente en las comparecencias televisadas del presidente Pedro Sánchez: “El virus no entiende de fronteras, territorios ni ideologías”. Era la respuesta del Estado a las peticiones de algunas autonomías de confinar totalmente la ciudad de Madrid, que en aquellos momentos concentraba la mayoría de los casos.


Los positivos se contaban por miles; los fallecidos, por centenares. En las UCI no había camas para todos. Y en medio de ese panorama desolador, las redes sociales mostraban imágenes de la Sierra madrileña tomada por los domingueros y los medios informaban de ciudadanos que abandonaban en masa la capital en dirección a sus apartamentos en la costa valenciana. Los residentes autóctonos entraron en cólera.


Lo mismo ocurría en otros focos iniciales de contagio como Barcelona. Los habitantes de regiones catalanas de montaña como la Cerdanya o de playa como la Costa Brava renegaban de los ‘pixapins’ (modo burlesco con el que la gente “de comarcas” se refiere a los “urbanitas” que se desplazan fuera de la ciudad en vacaciones y fines de semana) que venían a “traerles el virus”. En aquellos días, la tensión era palpable.


Pero el Gobierno no cedía: “No es momento de división ni de resaltar diferencias. La unidad de acción con las comunidades autónomas es fundamental”, insistía en marzo la portavoz del Gobierno, María Jesús Montero, después de que algunos presidentes autonómicos como el catalán Quim Torra, el vasco Íñigo Urkullu o el gallego Alberto Núñez Feijóo, expresaran reiteradamente su desencanto.


Los ánimos se fueron calmando a medida que se aplanaba la curva, pero ahora vuelven los lamentos. Coincide la operación salida de agosto con la amenaza de una segunda oleada de Covid-19 , que altera de nuevo nuestros hábitos de convivencia. En algunos casos esta angustia se ha manifestado en episodios rayanos en la xenofobia.  Temporeros en Lleida, extranjeros que malvivían en una nave industrial de Albacete o inmigrantes que llegaron en patera a la costa murciana han sido señalados como responsables de algunos brotes.


Pero si el virus es un problema global y solo se puede combatir con responsabilidad individual y comunitaria, solidaridad y civismo,  ¿por qué surgen estas actitudes inmorales? El filósofo Eduardo Infante lo atribuye, entre otros motivos, a la “nosofobia”, o el miedo irracional a enfermar. “Vivimos en una sociedad muy infantilizada, que a menudo juzga por las emociones”, explica. “Y las fobias solo se curan a través del conocimiento. Es una cuestión biológica: la zona del cerebro que regula el miedo es la amígdala, un órgano que compartimos con los reptiles. Cuando se activa entramos en pánico y perdemos la capacidad de razonar.  Nos dejamos llevar por nuestros instintos”.


Una de las frases más célebres de Star Wars resume esta idea. “El miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento. El miedo es el camino hacia el Lado Oscuro”. Alentar el odio y el miedo y apelar a un enemigo exterior que amenaza nuestra identidad es uno de los paradigmas de discursos nacionalistas como los que calaron en la Alemania de los años 30. “No en vano, el nacionalismo nace en el Romanticismo, un movimiento cultural en el que primaba la pasión por delante de la razón”, ilustra Infante.


Buscar un culpable externo en tiempos de pandemia no es nuevo. El sociólogo Jordi Busquet recuerda que “en la Edad media ya se acusó a los judíos de ser los causantes de la peste negra por medio del envenenamiento de pozos. Pero único cierto es que aquella epidemia afectó en menor medida a la comunidad judía por sus hábitos de higiene”. 670 años después, y a pesar de que la ciencia ya es capaz de dar explicaciones racionales a las crisis sanitarias, líderes mundiales como Donald Trump han optado por actuar con insensatez: primero negando la evidencia, después culpando a China y últimamente insistiendo en que el virus “desaparecerá” pronto.


Aun así,  el temor a ser contagiado por “el otro” no deja de tener lógica en el contexto de una pandemia que se transmite a través del contacto humano. Lo irracional es pensar que solo lo portan los extraños. “Tendemos a protegernos de lo que percibimos como agresiones externas, pero es un prejuicio pensar que la salud de una comunidad dependa de la presencia de agentes externos nocivos”, reflexiona el profesor de filosofía de la UOC Miquel Seguró.


Hay quienes buscan motivaciones políticas en el rechazo a lo que viene de fuera. “Puede tener algo que ver con una visión nacionalista de la vida, pero yo hablaría más de biopolítica y de su relación con los conceptos de comunidad e inmunidad (en su doble concepción jurídica y médica), tal como la establece el filósofo italiano Roberto Esposito”, dice Seguró. “La comunidad determina la fractura de barreras de protección de la identidad individual; la inmunidad constituye el intento de reconstruirla en una forma defensiva y ofensiva contra todo elemento externo capaz de amenazarla”, cita.


La socióloga y profesora de la UOC Natàlia Cantó, en cambio, no cree que las reacciones de desconfianza ante los “forasteros” se deban atribuir principalmente a inclinaciones nacionalistas, provincianas y mucho menos xenófobas. “Algo de eso habrá, pero creo que la explicación es mucho más sencilla. Las autoridades han dado instrucciones claras: piden expresamente a la gente que no se desplace si no es necesario y que se respete la distancia física con el fin de frenar la propagación del virus. Entonces, cuando la gente ve que su pueblo se llena de visitantes que proceden de ciudades donde la situación epidemiológica es peor, se enfadan. Es lógico”, arguye.


“No creo que el mensaje sea que el que viene de fuera es malo o peligroso. Simplemente es una apelación a la solidaridad. Si te recomiendan que te quedes en tu casa, haz caso y no vengas donde yo vivo porque yo no sé si eres un peligro para mí y para mi familia”, concluye.

Fuente: La Vanguardia
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