El libro ‘Niños sin etiquetas’ es una radiografía de los errores más comunes en la crianza contemporánea y de cómo influyen los prejuicios en el desarrollo de los hijos.
En la era postcoronavirus, expresiones como “yo a tu edad” o “en mis tiempos” como modelos de educación ya no se podrán aplicar a los niños de hoy, porque el mundo ha cambiado en cuestión de meses. Sin embargo, algunos estereotipos y enseñanzas transmitidas de generación en generación también están a tiempo de cambiar. Los psicólogos Alberto Soler y Concepción Roger publican Niños sin etiquetas (Paidós) como llamada de atención a las familias y al modelo de educación. Soler recomienda alejarse de etiquetas como “niños tiranos, desobedientes, celosos, princesas y guerreros”, porque si se repite mil veces una idea, el niño acabará creyéndola y actuando en consecuencia.
Pregunta. Educamos a los hijos como nos han educado y no como nos gustaría. ¿Qué deberíamos cambiar?
Respuesta. Un primer paso sería tomar conciencia sobre cómo nos comportamos con los niños. A veces, cuando se dan situaciones que requieren más de nosotros, en las que bajamos la guardia, conectamos el piloto automático y hacemos lo que han hecho con nosotros. No solo nuestros padres, sino la sociedad, la publicidad, incluso los programas de televisión con modelos de educación basados en estereotipos, premios y castigos. Las formas importan y mucho, y ser respetuoso con los niños, atender sus necesidades y distinguirlas de los caprichos, no es incompatible con establecer normas y límites. El cambio está en nuestra forma de relacionarnos con ellos y deshacernos de esas formas de educar aprendidas.
P. En el libro habláis de los “miedos que se heredan”. ¿Nuestros hijos van a heredar el miedo a la pandemia o a salir de casa?
R. Hemos visto noticias con palabras como “UCI, morgue, muertos, enfermos”. Es un campo semántico que está provocando una ansiedad brutal: “el mundo es peligroso, los demás son peligrosos”. Deberíamos hacer una “desescalada” también a nivel conductual. Cuando hablamos del miedo, los niños viven las situaciones filtradas por sus padres, que son su referente social; en función de cómo ellos lo vivan, así lo viven sus hijos. Y aunque existe cierta predisposición genética que nos puede hacer más o menos miedosos, debemos distinguir entre lo posible y lo probable. ¿Es posible que te contagies? Sí. ¿Es probable? No. Entonces, manteniendo las normas de higiene de manos y cierta distancia social debemos hacer esa desescalada proporcional: ser prudentes, pero no transmitir angustia a los hijos.
P. Entre los primeros meses y seis años se desarrolla la estructura cerebral que tiene que ver con la personalidad del niño. ¿Cómo influyen los patrones familiares en su desarrollo?
R. No tenemos recuerdos de forma explícita por debajo de los cuatro años, pero sí tenemos aprendizajes de forma implícita, por ejemplo, cuando les decimos “esto lo hago por tu bien”, "porque lo digo yo" o "quien bien te quiere, te hará llorar”. ¿Cuál es el problema? Que va a asociar amor con dolor, y lo verá de forma natural en una relación abusiva de pareja. Hay una complicidad criminal con los malos tratos a los niños, igual que teníamos con las mujeres, porque tratar mal es maltratar. No queremos culpabilizar a nadie, todos los padres lo hacen lo mejor que saben y pueden, pero es importante ser conscientes de lo que decimos y hacemos mal.
P. ¿Por ejemplo, qué errores hemos interiorizado, sin darnos cuenta?
R. Si de manera sistemática estamos desatendiendo, amenazando, chantajeando, castigando, ignorando al niño… hay que tener una cosa muy clara: hacer daño no educa, al contrario. El castigo es hacer daño a otra persona, sea físico o mental, para que escarmiente. Nos parece inaceptable en las relaciones entre adultos, pero lo hemos normalizado en las relaciones con los niños, a los que no solo maltratamos cuando les ignoramos cuando nos piden atención, pensando erróneamente que es un capricho, sino también cuando les ofrecemos todos los días una dieta obesogénica o cuando les etiquetamos como “conflictivos”, “irresponsables”, “desobedientes” o “torpes”.
P. ¿Qué riesgo implica educar a los niños con esas etiquetas?
“Hay que alejarse de etiquetas como tirano o desobediente porque si se repite mil veces, el niño lo cree y actúa en consecuencia”
R. El problema de las etiquetas es que es muy fácil ponerlas, pero muy difícil deshacerse de ellas. Y además, la persona que tiene una etiqueta acaba comportándose de esa forma. Por ejemplo: “¿Para qué me voy a esforzar en esto, que a lo mejor me interesa, si mis padres dicen que soy un vago?”. Deberíamos ser menos simplistas y más descriptivos, centrarnos más en la conducta que en la persona. Si les hemos etiquetado como “parásitos sociales” lo acabarán integrando como una parte definitoria de su personalidad. Todos tenemos una identidad, y si no la tenemos todavía, como los niños, nos la van a crear con esas etiquetas negativas.
P. ¿Cómo un efecto pigmalión a la inversa?
R. Eso es, existen muchas investigaciones sobre el tema. El experimento de Rosenthal y Jacobson, el “Pigmalión en las aulas”, demostró ya en los años 60 que los chicos etiquetados como “buenos alumnos” recibían más estímulos en clase, los profesores les preguntaban más, mantenían el contacto visual y elogiaban su esfuerzo. Esos chicos acababan el curso siendo más inteligentes y con mejores calificaciones, pero solo porque se les había dado una etiqueta que a los otros no. Esto cuando hablamos de niños pequeños es aún peor: solo si damos las mismas oportunidades, todos podrán desarrollarse por igual.
P. Hablando de oportunidades, la pandemia ya ha reflejado la brecha social y digital entre las familias que tenían ordenadores o conexión a Internet y las que no. ¿Cómo garantizar esa igualdad en la educación del futuro?
R. En España, en la Educación ha pasado lo que en Sanidad: la pandemia ha sacado a la luz nuestras vergüenzas, las cosas que han funcionado mal durante años. Es verdad que no tenemos un “manual pandémico”, pero durante meses hemos puesto la instrucción por delante del acompañamiento y la compresión de los niños. Tenemos que buscar alternativas y eso pasa por dinero: se trata de bajar ratios, sí, pero aumentando el profesorado y los centros. ¿No hemos sido capaces de levantar hospitales de campaña en tiempo récord? Pues igual hay que empezar ya a construir “escuelas de campaña” y contratar más profesores. Es inaceptable que se planteen aulas de 15 alumnos, dividiendo la semana en días en el colegio y días en casa con educación a distancia, y que ese gasto lo asuman las familias. Porque además, lo más probable, es que lo asuman las madres, que muchas se planteen dejar el trabajo para quedarse en casa con sus hijos. Si ese modelo se impone, las mujeres volverán a ser las grandes olvidadas, que sacrificarán su carrera profesional por la familia.