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Cómo el cerebro crea las motivaciones y el deseo de vivir



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Noticia | 28/02/2021

El impacto motivador de la dopamina se refleja en la incontinencia que todos sentimos en seguir comiendo una vez que hemos abierto boca con el primer canapé.


Quienes la conocieron dicen que mi bisabuela Rosa, que vivió hasta los 103 años, había perdido las ganas de vivir y solo deseaba morir. Pero mi tía-abuela Felisa, que vivió hasta casi los 102, nunca perdió esas ganas y siempre, hasta sus últimas horas, encontró un motivo para seguir viviendo, fuera la boda de un sobrino, el bautizo de un nuevo miembro de la familia, la copita de aguardiente o el turrón de la feria del pueblo. Siempre me he preguntado qué habría en el agotado cerebro de cada una de mis dos ancianas para albergar tan diferente sentimiento.



Una posible respuesta me lleva a los muchos años en que en nuestro laboratorio de la Universidad Autónoma de Barcelona hemos explorado el comportamiento de las ratas que presionan una pequeña palanca del interior de su jaula para activar el dispositivo que envía pequeñas descargas eléctricas a su cerebro a través de un electrodo en él implantado. Nunca dudamos de que esas descargas eran placenteras y por eso las ratas presionan la palanca continuamente, horas e incluso días, hasta caer rendidas de inanición. Cuando eso hacen, las neuronas de una región del tronco del encéfalo (área tegmental ventral) liberan a través de sus prolongaciones el neurotransmisor dopamina en otra región de la base del cerebro (el núcleo accumbens). Por eso, durante los primeros años de investigación creímos, y así lo explicábamos a nuestros alumnos, que la dopamina era la sustancia cerebral que producía el placer.



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Pero las cosas cambiaron cuando la revista Nature publicó un artículo que mostraba que las ratas seguían presionando la palanca incluso cuando la dopamina se había agotado y ya no se liberaba en su cerebro, es decir, que seguía habiendo placer sin dopamina. ¿Qué hace entonces la dopamina, nos preguntamos extrañados? Hallazgos experimentales recientes lo han puesto de manifiesto. Por un lado, ahora sabemos que cuando se reduce la dopamina del cerebro de las ratas inyectándoles sustancias que la inhabilitan (6-hidroxi-dopamina) su capacidad de sentir placer no se desvanece, pues siguen intactas sus reacciones positivas al gusto dulce. Los enfermos de párkinson, que también tienen escasez de dopamina en su cerebro, tampoco pierden sus reacciones de placer ante el gusto dulce. Por otro lado, también se ha comprobado que los ratones con déficit de dopamina muestran una pérdida total de interés o motivación para realizar conductas, como presionar una palanca o recorrer un laberinto, encaminadas a conseguir placeres como la comida, y solo si se les restauran los niveles de dopamina en los lugares cerebrales donde normalmente se libera los animales recuperan la motivación y el comportamiento para conseguirla.



Es muy importante fomentar que los mayores tengan una vida personal y social lo más rica y activa posible para que su cerebro libere dopamina.


Por todo eso, lo que ahora creemos que hace la dopamina cuando se libera en el cerebro es aumentar la motivación y el valor incentivo de las cosas agradables, produciendo deseo, aunque sin causar placer ni tener un verdadero impacto hedónico. Es como si esa sustancia motivase a hacer lo necesario para conseguir lo bueno, el placer, donde quiera que lo haya. Curiosamente también, hay datos que indican que los enfermos de párkinson tratados con sustancias como la l-dopa, que incrementan la dopamina cerebral, no aumentan sus reacciones positivas al placer, pero sí exhiben cierta motivación compulsiva, un aumento del deseo por actividades como juegos, hobbies, compras, pornografía, internet en general, etc, incluso cuando no se ve en ellos un aumento de placer que pudiera justificar ese comportamiento.


Ese impacto motivador de la dopamina se refleja de manera muy especial en la incontinencia que todos sentimos en seguir comiendo una vez que hemos abierto boca con el primer canapé o una patata frita en una celebración. Más que abrir el apetito, que ya llevamos, lo que parece ocurrir con la primera y contenida degustación es una liberación de dopamina cerebral que aumenta el valor incentivo de los estímulos relacionados con el placer, con la comida en este caso, pero no el placer mismo, haciendo más intensa y frecuente la conducta en curso que lo busca. Es por lo que tras la primera patata frita ya no somos capaces de contenernos y parar de comer. Ese incentivo parece especialmente fuerte en el adicto a una droga, o a cualquier otro tipo de adicción, ante cualquier estímulo relacionado con su consumo. La sola visión del “camello”, del lugar donde se obtiene la droga puede disparar la dopamina cerebral y con ella el deseo y la motivación de hacer lo que haga falta para conseguirla.


Ahora sabemos también que la dopamina aumenta cuando somos estimulados por toda clase de novedades, es decir, cuando ocurren cosas nuevas e inesperadas en nuestro entorno, lo que la neurociencia llama “error de predicción”. La novedad está casi siempre presente en la rica vida de los jóvenes, pero mucho menos en la muchas veces empobrecida vida de los mayores, a los que la debilidad, la pereza o la falta de apoyos familiares les refugia en el sedentarismo y el encierro. Es, por tanto, muy importante fomentar por todos los medios el que los mayores tengan una vida personal y social lo más rica y activa posible para que su cerebro libere dopamina y, con ella, aumente y mantenga en pie su motivación y sus deseos de seguir viviendo incluso en edades avanzadas.


Ignacio Morgado Bernal es catedrático de psicobiología en el Instituto de neurociencias y en la Facultad de psicología de la Universidad Autónoma de Barcelona. Es autor de ‘Deseo y placer: la ciencia de las motivaciones’ (Ariel, 2019).


 

Fuente: El País

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