El año 2020 pasará a la memoria como aquel en que nos robaron la primavera. El estado de alarma obligó al confinamiento total. En aquel marzo más antipático que de costumbre releí El cero y el infinito (1941) de Arthur Koestler, novela inspirada en los procesos de Moscú de los años treinta.
Condenado a una muerte segura por el estalinismo, el protagonista afronta los interrogatorios de los chequistas y la tortura psicológica. Los días de Rubachof, que así se llama, son espantosamente repetidos: tan solo varían en lo que atañe al contenido de los interrogatorios y los recuerdos que el prisionero convoca en un esfuerzo titánico para no perder la noción del tiempo.
Rubachof camina por la celda sin parar hasta que le duelen las piernas para tenderse en el camastro donde, a veces, habita algún sueño: «Se acordaba de un joven camarada, de oficio peluquero, que le había contado que durante su segundo y más largo año de prisión soñó con los ojos abiertos durante siete horas. Llegó a hacer veintiocho kilómetros en una celda de cinco pasos de largo, haciéndose ampollas en los pies sin darse cuenta».
Esa sensación, soñar con los ojos abiertos, la experimentamos casi todos. La impresión de que lo que nos ocurría podía ser una jugada perversa de nuestro submundo onírico, irrumpía en las conversaciones como vivencia común.
Otro comentario reiterado era que «esto no podía pasar de verdad». La sensación de estar inmersos en una película distópica que se acabaría cuando vencieran los «buenos» -la «salvación en el último minuto» que inventó Griffith- se desvaneció en cada prórroga del estado de alarma. Los días, con sus siniestras curvas estadísticas, se parecían tanto que poco importaba ya que fuera lunes o domingo.
Una encuesta de Open Evidence, spin-off de la UOC dirigida por Francisco Lupiañez, revela que el 60 por ciento de españoles se sienten tristes, deprimidos o desesperados por el futuro inmediato. Casi la mitad de los encuestados padece trastornos psicológicos. El sondeo, que tuvo su primera oleada entre el 24 de abril y el 17 de mayo, se completa con más datos esta semana. Con pequeñas variaciones porcentuales, españoles, italianos y británicos coinciden en que «el gobierno no se ha de centrar solo en prevenir el contagio, sino también en evitar una importante crisis económica».
La encuesta corrobora las advertencias de la doctora de la OMS Dévora Kestel en una entrevista para ABC: tal vez una vacuna o un tratamiento frenará al Covid-19, pero las secuelas mentales del confinamiento y muertes de seres queridos sin ritualización funeraria, junto a la pérdida de empleos desquiciarán nuestras mentes.
Habida cuenta de que sólo el 2 por ciento de los presupuestos sanitarios se invierte en salud mental, el desfase con la demanda social va a ser tan dramático como el que se produjo en los primeros meses de la pandemia.
Como declaraba Kestel, los efectos colaterales del coronavirus se han traducido en alcoholismo, violencia dentro de la familia, consumo de drogas, ansiedad, depresión, insomnio, estrés postraumático y suicidios. Afectaciones psicosomáticas que se enmarcan en el SSI (Síndrome de Soledad Inquieta), el síndrome de la cabaña (miedo a salir de casa) e incremento de TOC: lavado obsesivo de manos por miedo al contagio en los hipocondríacos.
Nuestra soledad inquieta se ha agravado, si cabe, por un gobierno nacional errático -test sí, test no, mascarilla no, mascarilla sí- y otro gobierno autonómico más preocupado en marcar territorios secesionistas que en la salud de los catalanes. La prórroga del estado de alarma y la privación de movimientos hunde más la economía y ahonda incertidumbres personales.
Es la hora de los psiquiatras.