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La perversión femenina.

Fecha Publicación: 01/01/2002
Autor/autores: Juan José Ipar

RESUMEN

¿Hay mujeres perversas? Pregunta ciertamente ardua, puesto que supone que antes de contestarla haría falta saber con exactitud qué es la perversión y qué es una mujer. Ambas preguntas han acumulado una tal cantidad de respuestas a lo largo de la literatura psicoanalítica- para limitarnos de alguna manera- que el estado de la cuestión ha devenido harto confuso y su elucidación tan engorrosa que desistimos de buscar alguna clave ordenadora y nos limitaremos a aportar algo más a la confusión reinante.

De cualquier modo, veamos el asunto desde un respecto, en principio, lógico. En nuestra pregunta, la perversión es considerada como una clase de individuos entre los cuales se trata de saber si es o no correcto incluir en ella a siquiera algunas mujeres.


Palabras clave: perversión
Tipo de trabajo: Conferencia
Área temática: Personalidad, Trastornos de la Personalidad .

Juan José Ipar.

Filósofo y médico psiquiatra
Docente de psiquiatría
Titular de Epistemología, Curso superior para especialistas en psiquiatría, UDM UBA
Universidad de Buenos Aires

[otros artículos] [4/2/2002]



¿Hay mujeres perversas? Pregunta ciertamente ardua, puesto que supone que antes de contestarla haría falta saber con exactitud qué es la perversión y qué es una mujer. Ambas preguntas han acumulado una tal cantidad de respuestas a lo largo de la literatura psicoanalítica- para limitarnos de alguna manera- que el estado de la cuestión ha devenido harto confuso y su elucidación tan engorrosa que desistimos de buscar alguna clave ordenadora y nos limitaremos a aportar algo más a la confusión reinante. De cualquier modo, veamos el asunto desde un respecto, en principio, lógico. En nuestra pregunta, la perversión es considerada como una clase de individuos entre los cuales se trata de saber si es o no correcto incluir en ella a siquiera algunas mujeres.

En su conferencia sobre el fetichismo (1908), Freud señala que por lo menos la mitad del género humano- se refiere a las mujeres- es fetichista de la ropa. Esta afirmación es dudosa. Es cierto, sí, que las mujeres en general muestran una preocupación por los vestidos que suele ser quasi patológica por lo intensa. Pero esta pasión no es de ningún modo exclusiva de las mujeres: basta observar el famoso cuadro de Rigaud en el que aparece Luis XIV en traje de corte para vernos forzados a admitir que esta disparidad en cuanto a la indumentaria entre hombres y mujeres se remonta al siglo XIX y que solamente en la cultura burguesa posterior a la Revolución Francesa el hombre parece haber abandonado a las mujeres las artes de la seducción y la elegancia. Es a partir de esta época que pasamos a identificar coquetería y frivolidad con feminidad.

Por otra parte, las mujeres no tienen una relación perversa con la vestimenta tal como la muestran los verdaderos fetichistas masculinos en los que el contacto hipererotizado con prendas femeninas es precondición (Vorbedingung) del goce sexual. Esta afirmación freudiana debe ser entendida, pues, como uno de los muchos y amables dardos que los hombres solemos dispensar a la vanidad femenina. Esta urgencia en ser admirada, vista, considerada, asediada, en fin, deseada, forma verdaderamente el núcleo íntimo de toda mujer y en ocasiones es capaz de sustituir por completo al goce sexual concreto. La vanidad fálico-narcisista referida al cuerpo se traslada a los vestidos y cosméticos que exaltan y corrigen el cuerpo natural y lo aproximan al ideal de belleza en vigencia.

En la perspectiva freudiana, el fetichismo y las perversiones en general tienen que ver con lo fálico y la fórmula acuñada por Freud es que el perverso reniega (verleugnen) de la castración, especialmente de la femenina y que es por ello que aún los varones “normales” necesitan percibir algún fetiche- algo que cuelgue y brille- en el supuestamente castrado cuerpo femenino, que atenúe el horror y, más aún, lo transforme en fascinación. Por ello, concluimos que el “fetichismo” femenino busca, no un goce sexual directo, sino la rendida admiración masculina.
¿Qué es la castración a la que alude Freud en su fórmula? Es la percepción (Wahrnehmung) de la falta de pene en la mujer. El niño varón fácilmente puede desmentir tal percepción y tranquilizarse figurándose que hay un pene escondido después de todo o que ya le va a crecer, etc. Pero una niña no puede desmentir su propia falta de pene tan rotundamente, toda vez que tiene ante sí la continua percepción de ello.

La desmentida va acompañada regularmente por una retracción o evitación que protege al sujeto de la reaparición de la impresión penosa. Algo de esto también ocurre en todas las mujeres y se traduce en un reforzamiento de la prohibición de tocarse e investigar sus genitales. El “derecho” a la masturbación es una bandera ya tradicional del feminismo. Por tanto, si una mujer renegara de algo tan evidente y próximo, se internaría en el campo de la psicosis y no en el de la perversión. Freud también señalaba que era la castración así entendida lo que motivaba esta preocupación femenina por la perfección corporal, debido a que el cuerpo en su conjunto adquiría un valor fálico, aunque hay que admitir que tal cosa no deja de ocurrir también entre los varones. La relación falo-cuerpo en la mujer sería el reverso de una sinécdoque y en lugar de una pars pro toto (la parte vale por el todo) sería un totum pro parte [absente] (el todo vale por la parte supuestamente ausente).

 


Condenada, entonces, al equívoco de considerarse a sí misma un ser castrado, lo propio de la mujer es albergar en su interior un rencor inextinguible dirigido inicialmente a la madre precisamente por haberla concebido hembra. La Medea de Jean Anouilh es la viva personificación de esta pasión arrasadora que se dirige primero hacia Jasón y luego hacia sus propios hijos. Una mujer que repudia su feminidad porque la ve como debilidad: eso es lo que Medea no puede perdonarse ni asumir, transformando, como decía Coco Chanel, su debilidad en fuerza. Quizá el “rencor inextinguible” sea un camino por el cual se llega a la perversión, entendida como perversión moral, esto es, sentirse bien haciendo el mal a sabiendas. Esta malignidad se complementa en los perversos con el placer de escandalizar al prójimo, especialmente a las figuras paternas que encarnan la ley y los imperativos del deber.

La paciente homosexual de Freud tiene un rencor inextinguible hacia el padre y lo demuestra exhibiéndose en público con la dama-de-dudosa-reputación. Con ello la paciente da a entender que ha renunciado a buscar el reconocimiento y el amor del padre. Ha fallado en ella lo que H. Deutsch llama la “vuelta hacia el padre” tras la decepción con la madre.

 

Lacan transforma la fórmula freudiana y plantea que el problema del perverso no es la caída del falo materno sino la supresión del falo en el deseo materno. Si el deseo de la madre no se dirige a ningún falo viviente, se diluye el deseo y la esperanza de alguna vez poseerlo. Falla tanto la promesa (Versprechen) del goce fálico, cuanto el aplazamiento (Aufschiebung) “para cuando seas grande”. En términos freudianos, no se instala adecuadamente la represión y el niño no ingresa en la latencia.
El Otro se vuelve un desierto de goce, cosa que viene a desmentir la imagen popular del perverso como un monstruo libidinoso con una insaciable sed de goce, aunque esta claro que muchos perversos se ven a sí mismos como seres dotados de una sexualidad exuberante y promiscua, medio por el cual intentan reactivamente desmentir este “desierto de goce” en el Otro.

Al estar el falo forcluído en el deseo de la madre, el perverso se siente llamado a restituirlo. El destino del perverso es completar al Otro y darle consistencia.
El falo es, además, el don simbólico que viene a completar la carencia del Otro. La niña, mutilada imaginariamente, pasa a esperar del padre el don. La donación no se verifica en la paciente homosexual de Freud. La madre “no ha renunciado a gustar” y el nacimiento del hermanito viene a probar que todos los regalos serán para ella. La joven pierde la esperanza de alcanzar el goce fálico y se transforma en el chevalier servant de la dama-de-dudosa-reputación y, como dice F. Sauvagnat, pasa a encarnar ella misma una figura del don. En el amor cortés reflejado en las novelas de caballería del Medioevo, el caballero está al servicio de su dama sin aspirar a goce fálico alguno con ella: todo lo da y nada reclama. La joven paciente tampoco espera nada de Freud y el análisis está en un punto muerto, tan muerto como el falo que se le ha prometido.

 

Volvamos ahora a nuestra pregunta acerca de la existencia de mujeres perversas y démosle una vuelta más. Si es más o menos obvio que sí hay mujeres perversas, ¿porqué preguntamos? Es manifiesto que usualmente nos defendemos de esta idea ensayando agudezas del tipo “No hay mujeres perversas, son todas locas”. Es posible que ocurra con este tema lo que ocurría otrora con la sexualidad infantil, tan evidente como resistida. En la óptica masculina, la mujer es siempre madre y novia, un “eterno femenino que nos eleva” como quería Goethe. Y luego están las putas, las malvadas, las villanas, que están aparte y abocadas al mal, pero que, en el fondo de sus negros corazones, son igualmente novias y madres en pos de una redención. Lo resistido es la figura de la madre mala, manipuladora, corruptora y asesina. Muchos perversos viven sus vidas ligados a una madre de dichas características sin jamás poder denunciar la situación. Una reciente película de P. Almodóvar, Todo acerca de mi madre, lo ejemplifica cumplidamente. El título recuerda el de otro film con B. Davis y Ann Baxter llamado All about Eve, que se estrenó entre nosotros con el sugestivo título de La malvada.

El tema del film de Almodóvar- corrijamos el título y llamémosle Todo acerca de mi malvada madre- es que la madre oculta al padre y es por ello que el hijo varón le dice que sólo vive media vida. Lo curioso es que esta denuncia de la maldad materna es presentada como un homenaje a la madre y se nos muestra cómo un grupo de esforzadas mujeres corrigen sus desaciertos y se reivindican como mujeres y madres. Como en La flor de mi secreto, la mujer se decepciona del hombre y encuentra refugio en una grupo femenino. El hombre aparece siempre como frustrante e incapaz de estar a la altura del amor femenino. En resumen, vemos aquí un intento de explicar la perversidad materna como un efecto de otra insuficiencia o perversidad, la masculina. Curiosa fórmula ésta de denunciar y exculpar simultáneamente al otro echándose la culpa a sí mismo.

 


La mujer tiene, entonces, su implicación en las perversiones no tanto como perversas “directas”- es cuestionable la existencia de verdaderas fetichistas o exhibicionistas, etc. - sino, más bien, como un oculto poder detrás del trono, como madre y gestora de perversos. La famosa marquesa de Merteuil de Las relaciones peligrosas que manipula y derrota al libertino vizconde de Valmont- un supuesto gozador- es un buen ejemplo de lo que decimos. Ella no es una perversa en el sentido clínico usual, pero sí lo es- y en grado sumo- en función de los manejos y maquinaciones que pergeña para controlar la conducta ajena.

Falta en ella un auténtico goce fálico que se ve sustituido por este goce auténticamente perverso de hacer y deshacer- más bien deshacer- vidas ajenas. La inermidad de Valmont ante ella se patentiza hacia el final cuando, después de renunciar al amor de Mme. Tourvel, va a reclamar el premio de su apuesta y se encuentra con la negativa de la marquesa, quien además le informa: “Yo no le gané a Mme. Tourvel, le gané a ud. ”. Tras esta estocada mortal es cuando Valmont encuentra fuerzas para denunciar socialmente a la marquesa (haciendo públicas las cartas intercambiadas por ellos), aunque debe pagar su denuncia con la propia vida, haciéndose matar en duelo por el inexperto caballero Danceny. La marioneta Valmont, ya inútil y sin vida propia, desaparece de la escena tras la muerte simbólica de su perversa dueña y manipuladora.

La mujer tiene, pues, un lugar crucial en la perversión o, mejor, en los vínculos perversos en los que manipulan por lo común a sus hijos haciéndolos actuar alguna perversión manifiesta y reteniéndolos a su lado para gozar de ellos.


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