Este artículo breve explora las dificultades para propiciar una "cultura de la paz" sin afirmar un supuesto religioso, lo que resulta una contradicción por su carácter de imposición. La violencia, argumenta el autor, es un componente muy complejo de la psicología humana, todavía poco conocido.
La paz por otra parte se entiende tan sólo como antínomo de la violencia, por lo que cualquier sentido social que se le quiere dar resulta todavíameramente especulativo.
Por qué no puedo imaginarme una cultura de paz que no resulte opresiva.
Ucelay-Da Cal, Enric
[otros artículos] [27/2/2002]
Resumen
Este artículo breve explora las dificultades para propiciar una "cultura de la paz" sin afirmar un supuesto religioso, lo que resulta una contradicción por su carácter de imposición. La violencia, argumenta el autor, es un componente muy complejo de la psicología humana, todavía poco conocido. La paz por otra parte se entiende tan sólo como antínomo de la violencia, por lo que cualquier sentido social que se le quiere dar resulta todavíameramente especulativo.
Abstract
This short article explores the difficulties in favoring a "culture of peace" without affirming a religious supposition, which is a contradiction due to its character of imposition. Violence, the author argues, is a very complex component of human psychology, still little known. Peace, on the other hand, is only understood as the antonym of violence, and therefore anysocial sense given to it is merely speculative.
Enric Ucelay-Da Cal
Nací en Nueva York, hijo de refugiados españoles. Me eduqué en Estados Unidos y soy doctor en Historia por Columbia University. Soy historiador por vocación, fascinado por los ritmos humanos a través del tiempo, en un esfuerzo inabarcable por entenderme a mí mismo en el juego de casualidad-causalidad. He sido durante más de dos décadas profesor –hoy catedrático- en la Universidad Autónoma de Barcelona.
El primer semestre de 2002 estoy en la Venice International University en Venecia, Italia
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Toda reflexión proyectiva o imaginativa que toma una cuestión social y la articula de manera descriptiva en un supuesto futuro revela más sobre su autor que sobre la vislumbrada sociedad por nacer. Es ésta la esencia del pensamiento llamado utópico.
La utopía es, según el diccionario, por definición irrealizable. Por ello, los anhelos que se expresan en su elaboración se giran para indicar a lectores actuales o futuros la incomodidad, el desencaje o, sencillamente, la crítica de un punto de vista determinado a la norma social imperante. Por ello, me presto poco al sueño activo del bienestar dibujado mediante la ausencia de algunos factores decisivos de mi contemporaneidad.
Quien elabore un esquema tal hace dos errores en el manejo especulativo del tiempo histórico.
Primero, supone que la eliminación de un problema constatable produce automáticamente la felicidad, sin poder valorar la interacción de otros factores con aquello que supuestamente se puede suprimir. Segundo, tal enfoque comporte la simplificación del todo engañosa de los variables propios de cualquier contexto social. La supresión de una variable en apariencia negativa puede traer una cadena de consecuencias imprevistas, dada la complejidad del tejido social.
Un ejemplo. A mediados del siglo XX, la OMS impulsó una gran campaña mundial para eliminar la malaria mediante el DDT, aplicado contra la presencia del mosquito Anofeles en tierras húmedas. La erradicación relativa de la enfermedad fue saludada universalmente como un triunfo de la medicina moderna. Pero nadie entonces conocía los efectos nocivos de los pesticidas en el medio ambiente, ni las implicaciones a largo plazo de los PCBs en la cadena alimenticia, por lo que, hoy en día, los llamados “ecologistas” más exaltados tratan las campañas de medio siglo antes de poco menos que criminales. ¿Quién tiene razón? ¿Los arrogantes médicos higienistas de entonces? ¿O los pretenciosos salvadores del medio ambiente de ahora?
La concepción normal de una “cultura de paz”, tal como se manifiesta en las sociedades post-industriales, es religiosa en su sentido más trivial, o, incluso, post-religiosa. Con la convicción que da la fe basada en el recuerdo emotivo de la ceremonia y la costumbre abandonadas, se cree que con la repetición de unos valores de ternura se logrará la supresión de la violencia. Bastaría -piensan muchos con patética ingenuidad- suprimir de principio los juguetes bélicos o los juegos agresivos del patio de recreo, para que surgiera una juventud libre del gusto por la ira.
Reclaman la supresión del contenido del cine y, sobre todo, la televisión, convencidos que la violencia es un mero “fenómeno social”, al que una educación más tolerante y suave, una reducción de estímulos impulsivos, podrá fin para siempre. La negación de tan simplista esquema se puede ver por doquier: el patrón de crianza que ha marcado a los “baby-boomers” -las generaciones nacidas tras la Segunda Guerra Mundial en los países occidentales, con valores fundamentados en el consumo desenfrenado- que ha supuesto que el consentir a los hijos, y el hacerlos partícipes del consumo, lejos de producir unos adultos equilibrados, ha generado mucho más tensión, con los consiguientes comportamientos agresivos.
La supresión de las manifestaciones exteriores de violencia para el consumo se hace muy difícil sin violentar a su vez las demandas de muchos que necesitan de tal ritualización para contener su agresividad interior. Lamentablemente, la violencia es probablemente una característica innata en el hombre, moldeada por millones de años de evolución biológica, contra la que unos escasos tres mil años de civilización humana han hecho relativamente poco efecto. En otras palabras, la violencia es una pulsión tan básica que atraviesa múltiples tipos de comportamiento con sentidos contrapuestos. Ha sido investigada de forma en esencia superficial, desde los parámetros de cada una de las diversas disciplinas sociales, sin tener en cuenta ni los supuestos, ni los resultados de las restantes. No conocemos bien sus ocultas funciones, sus lógicas alternativas, excepto desde el paradigma profesional, muy frecuentemente contaminado por las creencias morales del investigador. Si desconocemos la violencia en toda su complejidad social y tendimos a la caricaturización, menos todavía tenemos idea -excepto, negativamente, por ausencia- de qué es la paz.
Resumiendo, no existe una concepción de la paz que sirva como fundamento para un trabajo sólido en cualquiera de las ciencias sociales, excepto como la superación de la violencia. ello significa que, sencillamente, no sabemos en que consiste la paz, ya que no la conocemos excepto mediante la violencia y no entendemos a ésta más que por sus manifestaciones parciales. Por tanto, formular una auténtica “cultura de paz” es, al menos intelectualmente, inseparable del esfuerzo por entender la “cultura de la violencia”. Para empezar, desde una perspectiva occidental, al confundir ideología pacifista con conocimiento pacífico, se suele desconocer hasta las diversas tradiciones religiosas no cristianas y el desarrollo de su pensamiento sobre el tema. Suponer que se puede acelerar el proceso de educación social, sin tener una noción más profunda de qué se trata, es propio de la religiosidad más barata -la que supone que solamente su ritualización es genuina- y representa una profunda violencia, con toda su hipocresía acompañante.
Por las razones expuestas, no puedo imaginarme una cultura de paz que no resulte opresiva. Por ahora.
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