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Ortega y Gasset y el estrés. Ensimismamiento y alteración.

Autor/autores: Ricardo Aranovich
Fecha Publicación: 01/01/2003
Área temática: Ansiedad, Trastornos de ansiedad y relacionados con traumas y factores de estrés .
Tipo de trabajo:  Comunicación

RESUMEN

El pensamiento del filósofo español José Ortega y Gasset ilumina aspectos fundamentales para la comprensión del estrés y de sus consecuencias biológicas. En este trabajo, el autor expone que la posibilidad que tiene el hombre de volverse sobre sí mismo es el recurso insustituible para afrontar los estados de alteración y anomia que son consecuencia del modo de vida actual.

Palabras clave: Ortega y Gasset, estrés


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Ortega y Gasset y el estrés. ensimismamiento y alteración.

Ricardo Aranovich.

Médico psiquiatra, actualmente dedicado a la práctica privada.

[5/2/2003]


Resumen

El pensamiento del filósofo español José Ortega y Gasset ilumina aspectos fundamentales para la comprensión del estrés y de sus consecuencias biológicas. En este trabajo, el autor expone que la posibilidad que tiene el hombre de volverse sobre sí mismo es el recurso insustituible para afrontar los estados de alteración y anomia que son consecuencia del modo de vida actual.

Abstract

The thought of the Spanish philosopher J. Ortega y Gasset (1883-1955) highlights some essential characteristics of life, which are an absolute must for human understand of stress and their biological outcomes. Starting from the orteguian theoretical frame, the author indicates in this paper that human faculty of turn into itself is an irreplaceable tool against alteration and anomia, two psychological conditions arised from the current lifestyle.



La palabra estrés se oye con creciente frecuencia. Se la utiliza para hacer referencia a una consecuencia aparentemente inevitable de un estilo de vida cada vez más generador de tensión y ansiedad. El estrés no es nuevo; existe en toda la escala de los vertebrados, y nuestros ancestros cavernícolas debían estresarse bastante cada vez que se enfrentaban con un mamut o un tigre de colmillos de sable. La diferencia consiste en que el cavernícola, después de enfrentar la situación peligrosa , y si lograba sobrevivir, se refugiaba, como su nombre lo indica, en su segura caverna. Allí quedaba a salvo, al menos por un tiempo. En cambio, frente a los perseguidores actuales el hombre no tiene caverna en la que refugiarse. La sensación de riesgo es constante, y la reacción del estrés –cuyo objeto es adaptar a una exigencia temporaria–, se prolonga de un modo permanente. Es esa permanencia la que da lugar a las enfermedades por estrés, a las que en realidad habría que denominar «enfermedades por estrés prolongado».

Desde el punto de vista estrictamente biológico el estrés se caracteriza por una descarga de hormonas suprarrenales o corticoides, producida, a su vez, por una hormona de la hipófisis, que responde a un estímulo originado en el cerebro. O sea que tenemos un encadenamiento de acciones hormonales que se inicia en el sistema nervioso y termina en las suprarrenales. Mediante esta reacción el organismo se prepara para responder a las exigencias del entorno.

El estrés es una reacción normal y necesaria para el mantenimiento de la vida. Pero sucede que el ser humano ostenta el dudoso privilegio de poder desencadenar la reacción de estrés no sólo ante peligros físicos reales, que llamaríamos de la naturaleza, sino también frente a peligros de la vida civilizada. Es así que un mecanismo biológico útil para una situación breve termina desequilibrando al organismo por activarse de un modo permanente y contraproducente para enfrentar riesgos como el de perder el empleo, encontrarse en dificultades bancarias o matrimoniales, padecer la soledad, o el desafío de tener que mudarse, o bien estar muy enojado con alguien o asustado por cualquiera de esas situaciones. Esa es la causa de la epidémica explosión de las llamadas «enfermedades por estrés»: hipertensión, úlceras duodenales, depresión, obesidad, diabetes, infarto cardíaco y similares.

¿Cómo es posible que hayamos llegado hasta este punto en que nos autoenfermamos y, a pesar de todos nuestros esfuerzos, en lugar de acercarnos a la felicidad nos alejamos cada vez más de ella? Pareceríamos hallarnos ante una alternativa de hierro: o progreso con estrés o tranquilidad merced a un retorno a formas pastoriles de vida, una fantasía colectiva de problemática realización, ya que no resulta tan fácil volver atrás. Hace falta pensar, y para hacerlo bien debemos buscar ayuda. Claro que la ayuda, para ser efectiva, debe provenir de alguien de indudable valía; si no, correríamos el riesgo de confundirnos más aún. Hay pensadores que logran pasar la prueba del tiempo; en su genialidad, se adelantan a su época y resultan entonces actuales para quienes constituyen su posteridad. Tal es el caso de José Ortega y Gasset. Revela esa condición en toda su obra y en particular, para el tema que nos ocupa, en su conferencia «Ensimismamiento y alteración», que pronunció en Buenos Aires en 1939, como parte de un curso sobre El hombre y la gente. En 1939, recordemos; cuando ya se había desatado la estresante segunda guerra mundial.

Para ilustrar el concepto de alteración, Ortega nos coloca imaginativamente frente a una jaula de monos, y nos hace ver de qué modo nuestro primo lejano está «. . . constantemente alerta en perpetua inquietud, mirando, oyendo todas las señales que le llegan de su derredor, atento sin descanso al contorno, como temiendo que de él llegue siempre un peligro, al que es forzoso responder automáticamente con la fuga o con un mordisco. . . ». Así, el mono está siempre pendiente de lo que no es él mismo, de lo otro (otro, en latín: alter). «El animal es pura alteración», dice Ortega, «no puede ensimismarse. » El hombre, en cambio, «. . . puede, de cuando en cuando, suspender su ocupación directa con las cosas, desasirse de su derredor, desentenderse de él y, sometiendo su facultad de atender a una torsión radical –incomprensible zoológicamente– volverse, por decirlo así, de espaldas al mundo y meterse dentro de sí, atender a su propia intimidad o, lo que es igual, ocuparse de sí mismo y no de lo otro, de las cosas». El hombre puede ensimismarse.

 

Para Ortega, «el mundo es la total exterioridad, el absoluto fuera que no consiente ningún fuera más allá de él. El único fuera de ese fuera que cabe es, precisamente un dentro, un intus, la intimidad del hombre, su sí mismo que está constituido principalmente por ideas». «. . . Si el hombre goza de ese privilegio de liberarse transitoriamente de las cosas y poder entrar y descansar es porque con su esfuerzo, su trabajo y sus ideas ha logrado reobrar sobre las cosas, transformarlas y crear en derredor un margen de seguridad siempre limitado pero siempre o casi siempre en aumento. Esta creación específicamente humana es la técnica. Gracias a ella y en la medida de su progreso el hombre puede ensimismarse. . . » Respecto de esto, quisiéramos agregar que –si bien es cierto que la técnica proporciona al hombre ese margen de seguridad que le permite desatender el entorno, se ha ido convirtiendo también en una fuente de estímulos y exigencias que desnaturalizan esa función. Con lo que el hombre actual ha pasado a ser habitante de una selva tecnológica en la que, para sobrevivir, se debe estar en permanente alerta. La técnica, que debiera ser instrumento al servicio de la liberación del pensamiento, se ha desvirtuado en su función al pasar a ser un fin en sí misma, al convertirse en tecnología.

Ortega nos describe tres pasos sucesivos: en el primero, el hombre está alterado; en el segundo, se ensimisma; en el tercero, vuelve al mundo para actuar en él según el plan preconcebido: es el momento de la acción. «El destino del hombre es, pues, primariamente, acción. No vivimos para pensar, sino al revés: pensamos para lograr pervivir. ». Pero «el hombre no está nunca seguro de que va a poder ejercitar el pensamiento, se entiende, de una manera adecuada; y sólo si es adecuada es pensamiento. O dicho en giro más vulgar: el hombre no está nunca seguro de que va a estar en lo cierto, de que va a acertar. Lo cual significa nada menos que esta cosa tremenda: que a diferencia de todas las demás entidades del Universo, el hombre no está, no puede nunca estar seguro de que es, en efecto, hombre, como el tigre está seguro de ser tigre, y el pez de ser pez. » (P. 88, L. 39. ) «Mientras el tigre no puede dejar de ser tigre, no puede destigrarse, el hombre vive en riesgo permanente de deshumanizarse. » (P. 89, L. 26. ) «La suerte de la cultura, el destino del hombre, depende de que en el fondo de nuestro ser mantengamos siempre vivaz esta dramática conciencia. . . » (P. 90, L. 18. )

Desde esta perspectiva, el pensamiento no es un don ni un regalo ni una cualidad ingénita al hombre, sino una penosa conquista; «. . . como toda conquista –sea de una ciudad, sea de una mujer–, siempre inestable y huidiza. . . » (P. 92, L. 17). Al volver sobre el tema de la fecunda relación que debe existir entre el pensamiento y la acción, expresa Ortega: «. . . Acción no es cualquier andar a golpes con las cosas en torno, o con los otros hombres: eso es lo infrahumano, eso es alteración. La acción es actuar sobre el contorno de las cosas materiales o de los otros hombres conforme a un plan preconcebido en una previa contemplación o pensamiento. . . » (P. 92, L. 26). Y observa que, a la aberración intelectualista, que aísla a la contemplación de la acción, ha sucedido la aberración opuesta: la voluntarista, que se exonera de la contemplación y diviniza la acción pura. «. . . Amenaza perderse, si no se pone remedio, la capacidad de ensimismarse, de recogernos con serenidad en nuestro fondo insobornable. Se habla sólo de acción. Los demagogos, empresarios de la alteración, que ya han hecho morir a varias civilizaciones, hostigan a los hombres para que no reflexionen, procuran mantenerlos hacinados en muchedumbres para que no puedan reconstruir su persona donde únicamente se reconstruye, que es en la soledad. . . » (P. 95, L. 22)

 

Sabemos que las ideas que asustan o enojan generan desarreglos hormonales más o menos permanentes, y que esos desarreglos pueden enfermarnos. Cuanto más alterados estemos, menos posibilidades tendremos de contrarrestar el impacto de los acontecimientos circunstanciales. Ortega pide: «. . . suspender un momento la acción que amenaza con enajenarnos y con hacernos perder la cabeza; suspender un momento la acción, para recogernos dentro de nosotros mismos, para pasar revista a nuestras ideas sobre la circunstancia y forjar un plan estratégico. . . » « Sin retirada estratégica a sí mismo, sin pensamiento alerta, la vida humana es imposible. ¡Recuérdese todo lo que el hombre debe a ciertos grandes ensimismamientos! No es un azar que todos los grandes fundadores de religiones antepusieran a su apostolado famosos retiros. . . »

Solo en la medida en que logremos recuperar y acrecentar capacidad de ensimismarnos nos acercaremos a la verdadera libertad, la libertad interior, única forma de no quedar expuestos a estados de ánimo catastróficos a partir de acontecimientos externos. El hombre afronta en ello un desafío evolutivo. No es posible volver atrás, a los serenos tiempos de la vida sin estrés (si es que tales tiempos existieron, como se los imagina). En consecuencia, debemos evolucionar desarrollando las capacidades que el tiempo nos reclama. De esa manera nos elevaremos sobre nuestra propia condición animal, y avanzaremos un paso hacia el ideal humano.

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