Necesitamos un concepto amplio de racionalidad para llegar a comprender la relación que hay entre las diversas dimensiones dle ser humano, desde lo fisiológico hasta las cuestiones relacionadas con el sentido de nuestra existencia. Las relaciones interpersonales son el lugar en el que se conectan todos estos aspectos de nuestra vida.
La racionalidad y las relaciones interpersonales.
(Rationality and intersubjectivity. )
Eduardo Lostao Boya.
Fundación Edetania (adscrita a la universidad Miguel Hernández de Elche)
PALABRAS CLAVE: Intersubjetividad, Otro, conciencia, Espiritualidad.
(KEYWORDS: Intersubjectivity, Other, Consciousness, Spirituality. )
[25/2/2004]
Resumen
Necesitamos un concepto amplio de racionalidad para llegar a comprender la relación que hay entre las diversas dimensiones dle ser humano, desde lo fisiológico hasta las cuestiones relacionadas con el sentido de nuestra existencia. Las relaciones interpersonales son el lugar en el que se conectan todos estos aspectos de nuestra vida.
Abstract
We need a wide concept of rationality in order to understand the relation between every area of the human person, from the physiological one to the one that has todo with last questions of our lifes. Intersubjectivity, and the study of the relations between persons, is the place where all these areas live together.
Introducción
Es cierto que el ser humano, como suele decirse, es un ser absoluto, es decir, que posee una dignidad absoluta, que es un fin y no un medio. Pero esto es sólo una verdad a medias. Lo cierto es que también tengo experiencia de que yo sólo llego a ser yo en la relación con otras personas. Sólo en la relación con los otros se pone en juego el fondo de mi realidad y, por tanto, sólo en esas relaciones empiezo a conocerme de verdad. Por eso se dice en filosofía que la persona es absoluto y relación al mismo tiempo. Y por eso se dice que la relación interpersonal es constitutiva de la autoconciencia humana. El conocimiento que el ser humano tiene de sí mismo es inseparable de la relación con otras personas y, por tanto, el contenido de dichas relaciones, de lo que son y de lo que deben ser, de lo que dieron y de lo que darán de sí, es inseparable del conocimiento que tenemos de nosotros mismos o, por decirlo crudamente, es constitutivo de la opinión que la realidad, en términos absolutos, nos merece.
Esta concepción se opone a la idea según la cual la identidad del ser humano está en su autoconciencia solitaria, que ha sido determinante en todo el desarrollo filosófico e histórico de la modernidad. Y también se opone, paralelamente, a que sea la conciencia del individuo solitario la última instancia en la que se diriman los problemas acerca de qué sea lo real, qué sea lo racional y cuál sea la esencia de la libertad. Los problemas antropológicos que se derivan de esa concepción que ensalza al individuo solitario son enormes, y los estragos vitales que produce son aún mayores.
Al contrario, hay que decir que la puerta de la realidad, de la racionalidad y de la libertad es la relación con otras personas. No porque no pueda ser fuente de conflictos, sino porque -a través de la superación de los mismos, cuando sea preciso- es la única manera de vivir en la realidad. Estamos tan lejos de nosotros mismos como lejos estemos de las demás personas. En la medida en que ignoramos esto, no vivimos, vivimos menos o malvivimos. Y, en la medida en que no vivimos en la realidad, se produce necesariamente un efecto de sustitución, por el que acabamos moviéndonos en una falsa realidad -con unos falsos criterios de racionalidad y de libertad- confinada en el interior de nuestra conciencia solitaria y que, inevitablemente, es la raíz de innumerables desajustes psicofísicos, de micro-roturas anímicas y obsesiones que pueden degenerar en trastornos psiquiátricos.
La libertad
No hay nada mejor que el amor, que la relación con otras personas. Sin embargo, que estemos hechos para amar y crecer en el amor, no es algo que yo pueda elegir libremente. Puedo elegir ir hacia otras personas o no ir, pero no puedo elegir tener que ir, ni que el amor sea la última verdad del ser humano. Por eso, si elijo no ir me destruyo. Destruyo lo que soy realmente, y destruyo la misma libertad con la que me he destruido. Mi realidad y mi libertad crecen en la medida en la que me embarco libremente en lo que soy. En otras palabras, no es cierto que mi posición en la realidad sea la de un ser separado que, desde la soledad de su isla decida libremente cuáles van a ser los términos en los que le va a concernir la realidad. No decido libremente estar hecho para el amor y no decido libremente que los otros me van a concernir. Las otras personas me conciernen tanto como yo mismo. Si no me ocupo ni preocupo por los que están a mi lado, aunque sea fruto de mi libre elección el no hacerlo, ocurre que soy, realmente, un poco miserable. En una experiencia tan sencilla se ve que mi libertad vive gracias a mi relación con los otros. Pues no hay libertad sin yo, y no hay yo sin otros. Sin otros, lo que hay es un sustituto de realidad.
Desde un punto de vista más formal, la cuestión se puede formular así. La idea de que podría existir en la realidad un único sujeto que, además de único, sería libre, es doblemente absurda. En primer lugar, la experiencia del amor es incontestable: no hay un yo verdadero donde no hay un tú. Cuando amo, veo que es gracias a esa relación que se pone en juego todo lo que yo soy. Es decir, no hay en la subjetividad nada por detrás de esta vocación de amor, no hay ninguna habitación solitaria en la que podría encerrarme para descubrir lo que verdaderamente soy. Todo lo que soy se pone en juego en la relación con otros, ahí es donde verdaderamente empuño mi ser y mi libertad. Por tanto, no se sabe qué quiere decir que podría existir un sujeto único y solitario: es una idea contradictoria en sí misma, absurda y, por tanto, convertirla en deseable es enfermizo.
En segundo lugar, un sujeto único no puede ser libre: ¿para qué, con respecto a qué, separado de qué? La elaboración filosófica de esta cuestión, llevada a cabo en autores como Emmanuel Lévinas o Rafael Alvira, podría ser muy larga y compleja. Pero es fácil ver, de un golpe de vista, lo absurdo de esa tesis. Al contrario, la fuente de la libertad es la relación entre personas, entre seres que, a la vez, son absolutos y relación. Soy libre, y a la vez estoy volcado hacia otra persona. Somos absolutos, pero dándonos la cara. Estamos separados, y el amor requiere esta diferencia, pues si no hay diferencia no hay amor. Amar es amar a otro. Pero, a la vez, esta diferencia no es ausencia de relación, hay diferencia y unidad al mismo tiempo. Pues bien, la libertad necesita de esta relación en la separación, y de esta unidad en la diferencia. Como ha mostrado el profesor Alvira, esta diferencia es la nada de la que vive la libertad, y es la nada inmiscuida en todos los problemas clásicos del existencialismo. Por ser absoluto y libre estoy separado y, en cierto modo, enfrentado a la nada. Lo terrible es cuando esa nada no es la diferencia que me separa de otra persona. Cuando no tengo a los otros, me quedo sólo con la nada, mientras que si amo, la nada queda en medio y empiezo a comprender su sentido positivo en la constitución metafísica de la realidad1.
La libertad sólo crece en el amor, cuando se va hacia otro. Ahí empuño mi libertad y empuño mi realidad. Por eso, es ahí donde me poseo plenamente. Paradójicamente, sólo cuando me entrego, me poseo, cuando me pierdo, me gano. Y esto es crucial: del mismo modo que entregarse a otro es disponer de sí, ser libre para entregarse, es decir, ser libre con respecto a sí mismo, cuando pierdo de vista a los demás, pierdo también mi libertad sobre mí mismo. Pero, es todavía peor: precisamente porque no hay un yo sin un tú, cuando se pierde el tú ocurre, necesaria e inevitablemente, que hay una sustitución del tú, bien sea una obsesión referida a mi cuerpo o a determinados pensamientos que, en ambos casos, se presentan como lo real, pero que, en definitiva, dan lugar a una perversión de la atención y de la conciencia, que se curva sobre mí mismo.
Es sabido, que desde algún tipo de “tic nervioso” hasta determinadas obsesiones psicológicas de gran envergadura, son intercambiables por otros de especie parecida, pues lo fundamental ahí no es el contenido concreto de la obsesión –estar obsesionado por esto o por aquello-, sino un desajuste de la atención que, curvada sobre mí mismo, se clava en algún aspecto concreto de mi ser. Y también es de experiencia pública, que estos fenómenos y las conductas y pensamientos asociados, funcionan como mecanismos, como cadenas casi necesarias de acontecimientos. Precisamente ahí es cuando sentimos la necesidad de liberarnos de nosotros mismos. Pero es esta libertad la que consiste, esencialmente, en estar referido a otras personas. Las obsesiones son una sustitución del tú digno de todo mi amor, por algún aspecto de la realidad que es reconfigurado y valorado erróneamente a través de mis pensamientos, y convertido, por tanto, en algo irreal, en un fantasma que, sin embargo, quiere presentarse como la realidad tal cual es. Entonces, el objeto de la obsesión es mi otro, mi interlocutor, pero, por ser un falso otro, ocurre que también el yo que se pone en juego es un falso yo, y que la espontaneidad y creatividad que en mí suscita ese diálogo, es una espontaneidad envenenada. No se quiere aquí decir que una obsesión determinada no esté originada en algún desequilibrio bioquímico, sino describir la salud, la forma de su comportamiento, es decir, de aquello que se pierde cuando tiene lugar una obsesión. A la vez, también parece importante tener en cuenta que la relación entre los desequilibrios bioquímicos y la conducta con respecto a los otros y la manera de tomarse la vida el paciente, pueden tener en muchos casos, no una relación puro de causa y efecto, sino una relación circular de mutua potenciación. Pero es que, además, la corrección por medio de medicamentos, de un desequilibrio bioquímico, necesita ir acompañada de una reconfiguración del mapa del mundo, de los nuevos criterios valorativos con los que el paciente debe empezar a aprender a vivir. Lo que se quiere decir, en suma, es que esos criterios dependen de nuestra capacidad para ver a los otros en tanto que otros y que la atención al otro real –y no a mis construcciones psicológicas sobre el otro- es en sí misma la forma de la libertad.
Ser libre respecto de sí mismo, es poder entregarse a otro. Ser verdaderamente yo, es ir hacia un verdadero otro -pues también el otro puede ser convertido en un producto de mi psicología, en un fantasma-. Por eso mi libertad no es como la del absurdo sujeto solitario, al que la realidad sólo le concierne en la medida en la que él decide cómo y hasta qué punto le va a concernir, sino que mi libertad está antecedida por la esencia de la realidad misma que, al mismo tiempo, es la condición y la garantía de dicha libertad, de tal modo, que si libremente voy contra la realidad del amor, es precisamente la libertad lo que acabo perdiendo.
La racionalidad
Es libre el que puede entregarse a otro. El tú, el verdadero tú, digno de todo mi amor, es un criterio cierto de libertad. Y también es un criterio de racionalidad, aunque le cueste creerlo a quien piense aún que la verdad es un dominio exclusivo de las ciencias positivas. No hay en la tierra realidad más rica y compleja que la del ser humano, y no se sabe qué podría significar la palabra racionalidad, ni porqué la racionalidad debería ser digna de estima, si no es porque tiene que ver con lo que la realidad es. Pero en nada se pone en juego toda la realidad del ser humano como en el amor. Todo el mundo lo sabe. El problema es que nuestros otros saberes y nuestras otras ignorancias a veces nos inducen a sospechar que el fondo de la realidad está hecho de otra cosa y de otros poderes, anónimos, impersonales e implacables. Pero el ser humano es real y, en términos absolutos, de cara a determinar qué es lo racional, el saber que el hombre gana sobre sí mismo en el amor, está más próximo a la realidad que el saber de las ciencias positivas. La antropología filosófica ha defendido con insistencia la necesidad de contar con los diferentes modos de aproximarse al conocimiento del ser humano, tanto en las ciencias positivas como en las ciencias humanas, así como en la insuficiencia de un discurso estrictamente metafísico acerca del hombre. No se está criticando esto, sino que se quiere decir que la realidad del ser humano sólo se pone en juego del todo en el amor -tampoco en la autoconciencia del individuo solitario- y que, por tanto, qué es lo real y qué es lo racional sólo el amor nos lo dice.
Esto es particularmente relevante en un saber que, como la psiquiatría, tiene una vocación esencialmente interdisciplinar, pues si el hombre sólo se pone en juego en las relaciones interpersonales, entonces qué tipo de conductas interpersonales estén funcionando como deseables y correctas, tiene un papel absolutamente decisivo en las prácticas terapéuticas de la psiquiatría y tiene un papel absolutamente decisivo a la hora de interpretar los conocimientos que la psiquiatría, en su vertiente de ciencia positiva, tiene acerca del ser humano. La función de un medicamento, el conocimiento de sus efectos en un ser humano, sólo se puede aclarar en base a unos criterios de normalidad o de salud psicológica sacados de la conducta pública de la vida ordinaria. Por tanto, qué concepción, por ejemplo, de la libertad, o del amor, ejerza ahí como criterio, condiciona todo el proceso de conocimiento hasta los niveles más fisiológicos del ser humano.
Ningún saber positivo puede pretender dictaminar que es lo racional en el hombre, no puede pretender ser superior al saber que adquirimos en nuestra vida ordinaria ni, en suma, tener alguna superioridad sobre aquellas experiencias en las que el ser humano pone en juego todo su ser. Por eso, nuestro conocimiento acerca de la realidad y nuestras preguntas acerca del ser humano, son una pregunta acerca de la naturaleza y la realidad del amor.
La sospecha de que esto no sea así ha motivado numerosas teorías acerca de la realidad del ser humano que tienen un denominador común: sostener que en el fondo del hombre palpita un poder impersonal que lo dirige a sus espaldas: las leyes de la materia inanimada, los instintos, la libido, la voluntad de poder, etc. A estas teorías debemos importantísimos descubrimientos, como es obvio. Pero son falsas ahí donde quieren poner una fuerza rectora anónima e impersonal en el centro de cada persona. Pero, además de ser falsas, en este sentido, en el plano especulativo, son deletéreas y paralizantes en el orden existencial porque cierran la puerta a toda esperanza en aquello que esperan, o quizás sólo les gustaría poder esperar, aquellos que se aman verdaderamente.
Sin embargo, el amor, una verdadera relación con un tú verdadero, es la experiencia del verdadero yo, y este yo, el yo que empuña todo su ser y toda su libertad para decir a otro “yo te amo”, sabe que, realmente, no hay por detrás de esa declaración una fuerza anónima que maneje los hilos, un mecanismo automático que le ponga las palabras en los labios, sino que es él quien habla y quien ama, y que, eso precisamente, es la libertad. Por supuesto que un ser de carne y hueso está sometido a multitud de avatares psicofísicos, pero no ver la realidad, que se pone en juego al amar, es una gran ignorancia, y salirse de esa relación de amor para, desde fuera, pretender ver en algún elemento impersonal la esencia de la realidad del ser humano, es una forma de perversión de la atención, cuyas profundísimas razones espirituales se salen del marco de estas consideraciones, pero que es la hermana mayor de esos fenómenos a los que nos hemos referido más arriba, en los que la atención pierde la referencia a un verdadero tú, se curva sobre sí misma, como un pelo torcido que se clava sobre la propia carne.
En toda desesperación y en toda justificación teórica de la desesperación hay necesariamente, como uno de sus elementos constitutivos, un paso en falso, que consiste en haber saltado fuera del lugar en el que el yo es yo cuando está cara a cara con un tú2. Y, al revés, esa posición, cara a cara -como diría Lévinas-, en la que de algún modo toco el fondo de mi realidad en el amor a otra persona, esa posición difícil, de equilibrista existencial, es la raíz de lo espiritual -lo espiritual aquí, en carne y hueso-, es la raíz de la esperanza o, como diría también Lévinas, es la apertura de lo divino.
Dios. El poder más delicado
Emmnanuel Lévinas es uno de los filósofos que más ha recalcado este punto: la relación con las otras personas es la relación con Dios y el modo en el que nos abrimos al conocimiento de lo divino . En eso consiste la religiosidad básica de los seres humanos. Si tenemos, parece ser, una insistente tendencia a clavar la vista en el suelo que se mueve bajo nuestros pies y a magnificar esas fuerzas que operan a nuestra espalda, ese poder anónimo que sería el fondo de la realidad, también podemos hacer justicia a la realidad del amor. La relaciones interpersonales son la bisagra del sentido que la realidad tiene para nosotros. La experiencia de amar a otra persona, de ser el dueño de las palabras que dicen “yo te amo”, es la experiencia, tangible -pero, se dirá, demasiado bonita para poder creerla- de que es absolutamente imposible que la realidad sea en el fondo fruto de un poder anónimo y ciego. Precisamente, porque esta capacidad de revolverse y de empeñarse en amar a otra persona, por encima de cualquier cosa, manifiesta un poder superior.
La realidad es, entre otras cosas, poder. ¿Por qué? Pues porque sería absurdo decir “he aquí la realidad” y, acto seguido, ser capaz de señalar alguna otra cosa, distinta de eso que hemos llamado realidad y que, sin embargo, pudiera ejercer algún tipo de poder sobre ella. Pero la realidad es el poder más delicado, pues no se puede poseer por la fuerza el corazón de otra persona. Es imposible. Y, sin embargo, el corazón de otra persona es la vida en estado puro, es la realidad. Pero sólo se pueden amar los que se entregan libremente. Y esto es lo crucial. Que no hay poder en el universo todo que pueda entregarme el corazón de otra persona, como una fuerza ciega que dirigiera sus actos. Porque, sencillamente, eso no es una persona. Extraño: ¡todo sería fruto de un poder ciego, pero resulta que ese poder ciego no puede hacer todo lo que tiene lugar en la realidad! Y esto es asombroso. No hay en el universo poder, ni fuerza, ni ley física, que pueda hacer lo que sólo una persona que empuña su libertad puede hacer cuando se entrega por amor a otra persona.
Es muy simple, tan simple y tan bello que nos resistimos a creerlo. Pero es real, y para negarlo hay que dar ese salto, fuera de la mirada de la persona la que amamos. Y, si nos cuesta creerlo, es precisamente porque advertimos que este es un terreno que tiene que ver con eso que llamamos fe y que, no obstante, no es como normalmente pensamos que es. Pues la fe, aquí, es advertir lo infinito del amor, es darse cuenta de que el amor anuncia más amor, y de que todo el bien que anuncia no depende exclusivamente de nosotros, del mismo modo que nuestra existencia ni la del universo que habitamos ha sido una creación nuestra. Pero esta fe no es un dogma que nos impusieran desde fuera: es uno y lo mismo con la experiencia de la realidad y, por tanto, con la experiencia de la racionalidad misma de lo real en cuanto tal. Entregarse a la realidad, a la racionalidad, a la libertad y a la fe en el amor y su esperanza, es difícil. Nos cuesta entregarnos a la verdad, aunque vemos que es lo mejor. Esta es una especie de patología primigenia, que viene del brazo de la condición humana. No es que no creamos en Dios, es que no creemos en el hombre, es que no me creo lo que está pasando cuando amo a otra persona, no me atrevo a decir que eso es la realidad, ni me atrevo a entregarme a lo que ese amor anuncia. Con mucha rapidez perdemos el equilibrio, saltamos fuera del alambre en el que miramos de frente a otras personas, y empezamos a creer en el vacío por el que nos precipitamos. Necesitamos fe en el ser humano a fuerza de comprender lo más delicado: que no hay nada más real que el amor.
Tomarse la libertad y la palabra, sabiendo que se es el dueño de de lo que se hace y se dice; poder ser responsable: es absolutamente imposible separar esta experiencia, que constituye la esencia de la salud mental, de las implicaciones que tiene con respecto a la pregunta por cual sea la esencia de la realidad en cuanto tal y, por tanto, qué sentido tiene la existencia y qué es lo que nos cabe esperar a los seres humanos.
Dios, lo divino, el amor y la esperanza, no son cuestiones desligadas del tuétano mismo de la realidad del ser humano y, por tanto, no son ajenas al problema de en qué consista lo racional. Una antropología basada en la naturaleza de las relaciones interpersonales puede contribuir a mostrar la estrecha relación que hay entre nuestros desequilibrios psicofísicos y las cuestiones últimas de la existencia humana, porque éstas no se resuelven en el ático de las conciencias solitarias, sino en la cotidianeidad de nuestra vida en común, es decir, ahí donde se muestran dichos desequilibrios. Cualquiera que haya pasado por una facultad de filosofía habrá sido capaz de advertir que las preocupaciones filosóficas y la necesidad de resolver racionalmente algunas cuestiones centrales de nuestra existencia, en muchos casos van unidas a desajustes en la estabilidad mental, no como relaciones burdas de causa y efecto, sino circularmente, como ocurre en cualquier biografía. Pero estos casos de extrema atención a lo racional, no son esencialmente distintos de la necesidad que todos tenemos de comprender nuestra vida, lo que se vuelve especialmente acuciante cuando alguien se encuentra necesitado de ayuda médica.
Para esta racionalidad tan importante y cotidiana, que se revela contra cualquier reduccionismo teórico, es para la que necesitamos ahondar en este vínculo estrechísimo que hay entre las relaciones interpersonales y las cuestiones últimas de la existencia humana. Lo espiritual no tiene lugar en una especie de alma escondida en algún rincón del individuo, a la que sólo él tendría acceso, y dentro de la cual, al margen de lo que ocurre en el mundo, el individuo pudiera aclararse con respecto al sentido de la existencia. No. Lo religioso pertenece al terreno de las relaciones interpersonales, a lo cotidiano de nuestra vida en común con otros seres humanos, es decir, lo religioso, en este sentido primigenio y elemental, es uno y lo mismo con ese espacio que constituye nuestro anclaje en la realidad, y con respecto al cual se sabe si existe un desequilibrio mental o psicofísico.
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