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En la mente de un obseso compulsivo con los virus: `La sociedad no está preparada´



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Noticia | 23/07/2020

Chema Ortiz teme enfermar de un virus o una bacteria. Prescindió del sexo y se autoconfinó entre 2006 y 2008. Ahora su miedo es real. No es un caso único.


Chema Ortiz empieza el ritual de llegar a casa. Se frota los pies en el primer felpudo, el que está justo a la entrada. Cuando gira la llave, salta y cae sobre el segundo felpudo. “Segunda limpia de seguridad”. Estira la mano hacia su derecha, donde tiene colocado un zapatero, y coge un palillo para repasar las suelas. Después pasa un trapo de usar y tirar. Frota bien. Se pone las zapatillas de andar por casa. Se limpia las manos concienzudamente. Se cambia de ropa. Se vuelve a limpiar. Termina su protocolo y respira ya en su “zona de confort”, donde todo sigue milimétricamente colocado. Limpio. Impoluto. Chema, con 36 años recién cumplidos, sufre un trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC) diagnosticado a los 13, lo cual le provoca una preocupación excesiva por la limpieza, los virus, las bacterias. Ahora, en tiempo de pandemia, su temor se multiplica. Con la covid-19, sus años de terapia han saltado por los aires. “Porque son mis miedos de siempre, con lo real añadido”.


En la Comunidad de Madrid hay entre 39. 000 y 65. 000 personas con este trastorno mental grave, según el Plan estratégico de salud mental 2018-20. Pero estas estadísticas no reflejan las consecuencias de un hecho como el confinamiento, el miedo al virus, a contraer una enfermedad o los efectos de la desescalada. Los expertos creen que no se sabrá su incidencia en la población hasta dentro de varios años.
 

Los miedos de siempre



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Chema se cuida para no contagiarse y para no contagiar a los demás. “Y eso que yo no tengo ninguna enfermedad física, pero siempre procuro dar todo limpio, ordenado, perfecto”. Se ha leído libros de psicología, sociología, antropología. Necesita convivir consigo mismo. “El tema de los gérmenes es muy emocional, muy primitivo, porque el tema del miedo a una enfermedad es uno de los más primarios que hay”. Dice que eso le hace ser muy esclavo. Busca la perfección, la limpieza absoluta, la simetría y se viste siempre de manera conjuntada. Hoy toca el verde. Pantalones verdes, camisa a cuadros verde, camiseta interior verde y recién limpia, para que su piel no toque directamente con la camisa.


“El tema del miedo a una enfermedad es uno de los más primarios que hay”
La ducha es un suplicio. La mente le lleva por un laberinto peligroso que le hace pensar que lo que sale de las tuberías no es agua limpia, sino miles de bacterias que acaban rebozándose en su cuerpo. Cocinar, un horror. Todo puede estar podrido, infectado, tener anisakis. Las relaciones sexuales ya las ha descartado. Todas sus novias le han dejado por lo mismo. Hace tiempo lo hacía “por complacerlas” pero, minutos antes, a escondidas, se tomaba un Lexatín. Y no funcionaba. Descubrió que el miedo a contaminarse superaba al deseo. Incluso cuando empezó a ir a las discotecas con los amigos, visitar al baño se convertía en un conflicto. Suciedad, orín, olores… gastaba papel a raudales para evitar tocar cualquier superficie. Ya entonces, un beso en la mejilla le espantaba. Se escabullía y se iba al lavabo a frotarse. Que no quedara nada. Nada de nada.


Utiliza un móvil con tapa, sin WhatsApp, para tocar las teclas lo imprescindible. Solo para descolgar y llamar. Su ordenador tiene las letras borradas de tanto limpiar el teclado. Usa un pequeño aspirador para que las motas más insignificantes no se cuelen por ninguna rendija. Que no quede nada. Nada de nada.


Lo real añadido


El confinamiento le ha hecho revivir experiencias que creía tener ya controladas. Habla de un cortafuegos que su mente había conseguido organizar antes de la pandemia para frenar el pánico. “Porque el miedo es como el fuego, si no lo controlas un poco, te acaba quemando”. Agradece el trabajo de Violeta, su psicóloga, con quien ha seguido una terapia de exposición y prevención de respuesta y había alcanzado un equilibrio “entre lo que piensas y lo que haces”. Aguantaba mejor el desorden, salía a la calle con ciertas prevenciones, pero sin exagerar, tenía algo de vida. Pero llegó la pandemia y los malos recuerdos.


Se remonta a 2006, cuando tuvo un confinamiento autoimpuesto que duró dos años. Dos años enteros en “una cárcel de lujo”, su casa, de la que salió un par de veces “por razones médicas”. Su cabeza explotó, se adentró en una profunda depresión y se encerró, literal y metafóricamente. En aquella época engordó hasta los 110 kilos. Se estabilizó después con trabajo, psicólogos y medicación: “tomo antidepresivos porque me doy cuenta de la enfermedad que tengo. Y otra cosa que es ISRS, inhibidores de recaptación de serotonina”. En 2008 empezó a salir a la calle con guantes y patucos, y evitaba rozar barandillas, pomos o asientos comunes. Recuerda que para volver al exterior se ayudó de un manual de la NASA que explica cómo los astronautas vuelven a acostumbrarse a la brisa en su cara, al sol en la piel, a que alguien les toque de nuevo.


Su dolencia en realidad trata del miedo “a la exposición con otros seres humanos, a la calle”, y por tanto debe reducir al máximo las posibilidades de un contagio. De pequeño le expulsaron del colegio por faltar a clase cada cierto tiempo (“además, los padres de mis compañeros se quejaban porque no querían a un niño con enfermedad mental en clase”) y de mayor le han despedido de varios trabajos por necesitar “recargarse” en casa tras varios días de “exposición”. Es complicado llevar una vida común. Si sale un día, esa noche el estómago se le cierra, no cena, y necesita al menos 24 horas para desinfectarse del todo. Guarda en su bolsillo una tarjeta azul que acredita una discapacidad mental y que enseña cada vez que busca un trabajo. No ha tenido suerte. Vive del dinero que le dan sus padres.


Reaprendió a salir a la calle y a socializar gracias a movimientos asociativos donde encontró refugio y comprensión, como en la Afaep (asociación de familiares y amigos de enfermos psíquicos) y la federación Salud Mental Madrid. También ha aprendido a cargar con el estigma. “La sociedad no está preparada”.


El psiquiatra Mariano Hernández da una charla en la Federación Salud Mental Madrid el pasado noviembre ante familiares y personas con algún trastorno mental.
El coronavirus lo ha trastocado de nuevo. Ver gel hidroalcohólico en cualquier rincón, los guantes, las mascarillas…y las noticias sobre un virus que no ha desaparecido, tiene un resultado demoledor en su anterior cortafuegos: es como darle un gramo de coca al drogadicto, una botella de ginebra a un borracho, provocarle ansiedad al ansioso.


La tormenta perfecta


“Muchas personas tienen miedo a retomar la vida anterior al coronavirus. No se atreven a salir de casa”, explica Adriana Sanclemente, coordinadora de la Federación de Salud Mental Madrid.


Javier Prado, psicólogo clínico y vocal de la asociación Anpir (asociación nacional de psicólogos clínicos y residentes) piensa que la covid-19 ha supuesto una “tormenta perfecta” para Chema y pacientes como él. Se prevé que los profesionales sanitarios en primera línea sufrirán entre un 5% y un 15% de trastorno de estrés postraumático. También experimentarán reacciones intensas -principalmente a causa del miedo al contagio- otros colectivos por la prolongación de la cuarentena o por la pérdida de seres queridos. Y los más afectados serán las personas con psicopatología previa. “A las pacientes con TOC les está costando desescalar. Porque ahora ya no se trata de un miedo infundado, su miedo existe, tienen la sensación de que tenían razón y sus trastornos se sistematizan”, explica Prado.


“A las pacientes con TOC les está costando desescalar. Porque ahora ya no se trata de un miedo infundado, su miedo existe”

El psicólogo clínico incide en el problema del estigma asociado a los trastornos mentales. “A la gente con un problema de salud mental le cuesta creer que lo tiene”, en parte porque no quieren que les tachen de locos. Por eso mismo, continúa, los efectos de la pandemia en la salud mental de muchas personas no se verán reflejados en las estadísticas hasta dentro de un tiempo. “Quizás se atrevan a ir al médico dentro de unos ocho o diez años, cuando el problema sea grave”.


La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte que uno de cada cuatro personas padecerá una enfermedad mental a lo largo de su vida. Apunta también que el sistema de vida actual va a producir que, en 2030, la primera causa de discapacidad a nivel mundial sea la psicosocial. Actualmente, el 3% de la población tiene un comportamiento psicótico y hace unos meses se estimaba que unas 650 personas podrían presentar un primer trastorno de esas características el próximo año en Madrid. Tras la pandemia, esos números cambiarán, explica Prado. “También puede pasar en Barcelona o determinados sitios de Castilla la Mancha. Pero claramente la magnitud del estrés en Madrid ha sido la mayor de todo el país”.


Chema ha vuelto a llevar consigo su botiquín de emergencia, un pastillero donde tiene a mano Lexatín, pasiflora y valerianas. Le da tranquilidad. Igual que el gel, los guantes, la mascarilla y la distancia de seguridad. Lleva años yendo al psicólogo y tiene que empezar ahora, de nuevo, a crear nuevas herramientas.


“Es curioso, muchos no van al especialista porque piensan que están locos y no quieren que se lo digan”, apunta Prado. “Pero en realidad ahora sufren de exceso de cordura”.

Fuente: El País
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