La tradición médica occidental se ha asentado sobre el llamado Principio de Beneficencia que exige que los clínicos procuren el bien a los enfermos. Aunque se ha puesto relación esta actitud con el precepto hipocrático Primum Non Nocere, la realidad es que el mandato benficentista no se limitaba a la prohibición de dañar, sino que busca además hacer el bien. Pero era el médico, y sólo él, quien determinaba qué era el bien para el enfermo, y cómo y cuándo había que procurárselo. El enfermo era considerado como una persona incapaz e inmadura que debía ponerse literalmente en mano del médico. Esta orientación paternalista, esencia de la práctica médica clásica, no ha entrado en crisis prácticamente hasta las últimas décadas del siglo XX, en las que el reconocimiento del Principio de autonomía y del derecho al consentimiento informado ha permitido, entre otros cambios, que se reconozca que el enfermo es un ser con capacidad de toma de decisiones sobre su persona.
No fue hasta 1881 cuanto el estado de Massachussets fue el primero en reconocer el procedimiento para la hospitalización voluntaria, dado que hasta el momento la medicina tenía el pensamiento que la enfermedad mental de forma invariable destruía la capacidad de toma de decisiones1. De esta manera, el enfermo deja de ser un ser incapaz e inmaduro a causa de su enfermedad pasa a participar activamente en su asistencia, expresando sus intereses y preferencias al respecto, en un proceso en el que los clínicos facilitan información y el paciente consiente la realización de procedimientos diagnósticos y terapeúticos. Un tratamiento médico adecuado es actualmente uno de los mas importantes derechos del paciente, por lo tanto, es deseable que todos los pacientes participen en el proceso de tomar la decisión, aunque estén gravemente enfermos o mentalmente enfermos. El paciente psiquiátrico tiene los mismos derechos y autonomía para decidir acerca del tratamiento que le ha recomendado su médico, al igual, que otro tipo de enfermos, sin embargo, el derecho de autonomía y de rechazar un tratamiento puede llegar a ser problemático cuando una enfermedad mental interfiere en la habilidad del paciente para tomar una decisión informada.
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