La ponencia de esta mesa redonda intenta dar cuenta de tres objetivos principales. En primer lugar, intenta presentar las posibilidades de la Educación Social como profesión social y educativa emergente en nuestro territorio. Porque encuadrar la cuestión de la profesionalización de los educadores sociales -sea cual sea su ámbito y lugar de trabajo- nos permitirá aterrizar mejor en la temática que nos ocupara a continuación: la acción y la actividad educativas. Para este segundo desarrollo recurrimos al tránsito que empieza con la diferencia (no contraposición) establecida por Aristóteles entre praxis y poiesis (retraducidas para la ocasión como acción y actividad)- y que es retomada por pensadores contemporáneos de la talla intelectual de Karl Marx, Hanna Arendt o Cornelius Castoriadis.
Dicha distinción nos permitirá, por último, pensar y comprender mejor las finalidades y funciones asociadas al trabajo educativo, así como diferenciarlas de las tareas y actividades concretas que el educador social realiza con los sujetos de la educación. Al fin y al cabo, y este es nuestro verdadero anhelo, se trata de poder pensar y debatir acerca de qué tipo de profesionales somos, deduciéndolo de aquello que hacemos y de las visiones que se sostenemos de las personas con las que trabajamos. Dejando de lado disquisiciones teóricas y laborales propias de batallas entre tribus universitarias y profesionales por el monopolio de ámbitos laborales, parece incontestable que la historia de esta profesión en España ha pasado por el acompañamiento físico y simbólico en la tarea de transmisión de conocimientos y pautas culturales. Esta es, sin duda, la significación que la acción y la actividad educativa tienen para el educador social. Sobre este eje puede pensar su función y sus tareas a la vez que diferenciarse de otros profesionales con lo que puede y debe trabajar en contextos sociales, educativos, sanitarios, etc. Es en la naturaleza de la acción del educador y en la de las actividades que realiza con el sujeto de la educación, ambas tendientes a la adquisición de herencias culturales de época, donde puede encontrarse la llave para comprender la particularidad que diferencia las funciones, el trabajo, el diseño, la programación, las tareas, etc. , de los educadores sociales de las de maestros, psicólogos, terapeutas, trabajadores sociales, etc.
La educación social como profesión: Entre la acción y la actividad educativa.
José García Molina*; Nacho Fuerte**; César Haba***.
* Profesor de la diplomatura de Educación Social en la Universidad de Castilla-La Mancha.
** Educador Social en La Residencia terapéutica para Enfermos Mentales de Camarena (Toledo). Miembro-coordinador del grupo de Formación Permanente de APESCAM (Asociación profesional de educadores sociales de Castilla La Mancha).
*** Educador social en el marco de justicia juvenil como educador en medio abierto en la provincia de Alicante. Vocalía de Relaciones Internas de ASEDES (Asociación Estatal de Educación Social).
PALABRAS CLAVE: Educación social, Profesión, Praxis, Poiesis, Acción, Actividad.
(KEYWORDS: Social Education, Profession, Praxis, Poiesis, Action, Activity. )
Resumen
La ponencia de esta mesa redonda intenta dar cuenta de tres objetivos principales. En primer lugar, intenta presentar las posibilidades de la Educación Social como profesión social y educativa emergente en nuestro territorio. Porque encuadrar la cuestión de la profesionalización de los educadores sociales -sea cual sea su ámbito y lugar de trabajo- nos permitirá aterrizar mejor en la temática que nos ocupara a continuación: la acción y la actividad educativas. Para este segundo desarrollo recurrimos al tránsito que empieza con la diferencia (no contraposición) establecida por Aristóteles entre praxis y poiesis (retraducidas para la ocasión como acción y actividad)- y que es retomada por pensadores contemporáneos de la talla intelectual de Karl Marx, Hanna Arendt o Cornelius Castoriadis. Dicha distinción nos permitirá, por último, pensar y comprender mejor las finalidades y funciones asociadas al trabajo educativo, así como diferenciarlas de las tareas y actividades concretas que el educador social realiza con los sujetos de la educación. Al fin y al cabo, y este es nuestro verdadero anhelo, se trata de poder pensar y debatir acerca de qué tipo de profesionales somos, deduciéndolo de aquello que hacemos y de las visiones que se sostenemos de las personas con las que trabajamos.
Dejando de lado disquisiciones teóricas y laborales propias de batallas entre tribus universitarias y profesionales por el monopolio de ámbitos laborales, parece incontestable que la historia de esta profesión en España ha pasado por el acompañamiento físico y simbólico en la tarea de transmisión de conocimientos y pautas culturales. Esta es, sin duda, la significación que la acción y la actividad educativa tienen para el educador social. Sobre este eje puede pensar su función y sus tareas a la vez que diferenciarse de otros profesionales con lo que puede y debe trabajar en contextos sociales, educativos, sanitarios, etc. Es en la naturaleza de la acción del educador y en la de las actividades que realiza con el sujeto de la educación, ambas tendientes a la adquisición de herencias culturales de época, donde puede encontrarse la llave para comprender la particularidad que diferencia las funciones, el trabajo, el diseño, la programación, las tareas, etc. , de los educadores sociales de las de maestros, psicólogos, terapeutas, trabajadores sociales, etc.
Elementos comunes de referencia.
Empezar tomando partido es quizás más propio de una discusión entre amigos o enemigos que de una ponencia, conferencia, mesa redonda u acto de talante académico. Sin embargo, queremos empezar explicitando lo que pretendemos y deseamos al pensar y escribir este texto; sin olvidar que al ser varios los que escriben, él mismo es el fruto aún inmaduro de una diferencia, de una multiplicidad de anhelos, voluntades, palabras y prácticas. Se impone pues un ejercicio ético mediante el que poner mínimamente de acuerdo nuestras concepciones acerca de la educación social como profesión y acerca de lo que sus profesionales desarrollan, tanto en su tiempo/espacio laboral como en el desarrollo de sus responsabilidades profesionales. Por suerte, también hay que decirlo, creemos que es más lo que nos une que lo que nos separa.
Entonces, este primer punto es un intento de explicitar, con la mayor claridad posible, algunos de los puntos de anclaje que mueven a lo pensado, lo producido y lo por pensar todavía. En última instancia, es una nueva excusa y oportunidad para seguir pensando lo que hacemos, por qué lo hacemos y, en definitiva, qué tipo de profesionales somos.
. La Educación Social como profesión emergente.
Para empezar cabría decir que la Educación Social viene configurándose en nuestro país como una nueva y emergente profesión social y educativa. Algunos autores relevantes en el campo de la pedagogía social española se vienen ocupando, especialmente en la última década, de esta cuestión debiendo destacarse la relevancia que viene cobrando una Educación Social entendida, y practicada, como un derecho de la ciudadanía y como un modo de intentar paliar o minimizar algunas de las injusticias sociales y de las desventajas de carácter personal que encontramos en la vida cotidiana de las sociedades democráticas que cuentan con un Estado de Derecho (Sáez, 1996 y 2003; Petrus, 1997; Núñez, 1999; Caride, 2002; García Molina, 2003). Desigualdades, injusticias, vulnerabilidades o exclusiones sociales que, de una u otra manera, creemos son susceptibles de encontrar ciertos elementos de solución o mitigación a través de programas, proyectos, acciones o actividades educativas.
De todas formas, sería una ingenuidad pretender que la educación pueda, por sí sola, dar respuesta concluyente a estos graves problemas. Si el escenario es complejo y plural, el abordaje de las causas y consecuencias de la exclusión social tiene que ser integral en su definición y horizontal o transversal en sus procesos de gestión. La luchas contra la exclusión en todas sus formas y modalidades requiere una acción disciplinar y profesional colectiva; es decir, acciones donde se combinen políticas públicas, profesiones sociales y participación ciudadana.
De otra forma parecemos condenados a perpetuar esta política y práctica, tan desafortunada y estéril, del parche y el devaneo superficial. En otras palabras, tanto en su dimensión territorial como en la que se refiere a colectivos identificados como excluidos, marginales, minorizados, no es posible combatir la vulnerabilidad y/o exclusión social si no creamos, por una parte, una plataforma para lograr la inclusión o la incorporación permanente de los ciudadanos y, por otra, se auspician buenos dispositivos para conseguir calidad de vida en todos los amplios sentidos que alberga esta expresión. La Educación Social puede constituir una de las palancas en este trabajo de Hércules; una brújula desde la que orientarse para evitar la exclusión social así como para auspiciar la inserción social, cultural y laboral de las personas en situación de vulnerabilidad. Desde este punto de vista la educación puede ser un instrumento excelente para movilizar y comprometer. 1 Todo esto puede quedarse en palabras vacías y en mera retórica. Por ello pensamos que la educación debe contribuir a este proceso con planteamientos menos retóricos e idealistas, con propuestas más prudentes y modestas pero más seguras y válidas. Así la ciudadanía en general y, especialmente, las personas y grupos en situación de vulnerabilidad y exclusión social en particular, pueden encontrar en esta profesión y en sus profesionales ciertas respuestas a diversas cuestiones relacionadas con el riesgo social, pero también a dudas, incertidumbres e inquietudes personales.
Entonces la acción y la actividad de la Educación Social se piensa mirando hacia la ciudadanía; es un derecho de la ciudadanía que alude a todo ese tipo de prácticas profesionales que, además de la transmisión de la cultura de época, intentan generar socializad y producir vínculos sociales auspiciando redes de relaciones entre los seres humanos y promoviendo la cooperación entre los ciudadanos en situaciones de necesidad/vulnerabilidad. En suma, frente al individualismo imperante en nuestras sociedades globales, la educación social y sus profesionales tratan de hacer ciudadanía en los nuevos escenarios económicos, políticos y éticos. Hablar de educación social en nuestros días debiera asociarse entonces a una profesión social y educativa emergente - que presta sus servicios al derecho de la ciudadanía a la educación y a la calidad de vida- y que se caracteriza por su particularidad pedagógica y educativa, tal como afirma la definición de educación social de la Asociación Estatal de Educadores Sociales (ASEDES):
[La educación social es un] “Derecho de la ciudadanía que se concreta en el reconocimiento de una profesión de carácter pedagógico, generadora de contextos educativos y acciones mediadoras y formativas, que son ámbito de competencia profesional del educador social, posibilitando:
· La incorporación del sujeto de la educación a la diversidad de las redes sociales, entendida como el desarrollo de la sociabilidad y la circulación social.
· La promoción cultural y social, entendida como apertura a nuevas posibilidades de la adquisición de bienes culturales, que amplíen las perspectivas educativas, laborales, de ocio y participación social. ”2
En cualquier caso, para aclarar un poco más esta dimensión educativa de la profesión, proponemos no perder de vista aquella advertencia que realizara, hace ya más de dos siglos, F. Herbart “no puedo concebir la educación sin instrucción”3. A mediados del siglo pasado, Hanna Arendt (1996: 208) ampliaría la expresión dando pie a todo un posicionamiento pedagógico, que entiende como tarea de los expertos en pedagogía. La idea central gira en torno a algo tan, aparentemente elemental como que “no se puede educar sin enseñar al mismo tiempo; una educación sin aprendizaje es vacía y por tanto con gran facilidad degenera en una retórica moral-emotiva. Pero es muy fácil enseñar sin educar, y cualquiera puede aprender cosas hasta el fin de sus días sin que por eso se convierta en una persona educada. ” Por tanto, entendemos que la enseñanza y el aprendizaje no son competencia exclusiva de los maestros y de la institución escolar. En todo caso quizá pudiera serlo la enseñanza de las disciplinas o materias académicas (matemáticas, historia, física, geografía, etc. ), pero ello no agota, ni mucho menos, las posibilidades de la enseñanza-aprendizaje.
Cualquiera que pretenda ser educador social debe hacer una apuesta por enseñar los saberes y contenidos culturales de necesidad y valor social en nuestra época. Sabemos que la educación no se limita a ello, pero si se produce un vaciamiento, una sustracción, de la transmisión de los contenidos culturales valiosos y habilitantes para la vida social (ocupando su lugar los discurso de la ayuda, la asistencia, la prestación, el recurso, la mera ocupación del tiempo, etc. ) se desvirtúa profundamente lo que de fundamental tiene cualquier profesión educativa. Los educadores sociales dejan de ser educadores para convertirse en “bomberos” que apagan los fuegos de las problemáticas y las necesidades sociales, animadores de tiempos que otras instituciones no pueden ocupar, controladores de la ocupación de personas o, y esto nos parece más grave, gestores de la vida privada de las personas con las que trabajan.
En cualquier caso, nos interesa rescatar particularmente esta idea que señala a una profesión generadora de contextos y de acciones mediadoras y formativas. En esta frase puede condensarse, aunque luego lo desarrollaremos con mayor amplitud, lo esencial de este texto, a saber, la diferencia entre acción y actividad en la praxis del educador social. A través de ella pretendemos explicar la diferencia entre:
· lo que el educador pone a funcionar en la relación educativa que siempre pasa por jugar su propio deseo, su palabra, el ejercicio de la autoridad, la toma de decisiones y las acciones mediadoras y de enseñanza sin poder conocer ni prever, en ninguno de los casos, el curso de la propia acción, sus efectos ni sus alcances. Todos estos aspectos remiten, como es obvio, a la puesta en marcha de acciones intangibles e inmateriales que surgen del agente de la educación y que lo exponen como sujeto singular en una relación educativa con un sujeto de la educación
· lo que debe hacer y que nos remite tanto a la dimensión de la labor (en el sentido arendtiano que luego explicaremos) como a la del trabajo o la fabricación de artificios, materiales didácticos, espacios y tiempos predeterminados que promuevan y faciliten la adquisición cultural o aprendizaje del sujeto de la educación. Esta dimensión del laborar y el trabajar del educador remiten, en el primer caso, a lo que se hace para el mantenimiento y desarrollo de la vida biológica y, en el segundo, a los procesos de fabricación de ciertas pequeñas obras o empresas que finalizan cuando el objeto está terminado.
. Praxis y poiesis. Acción y actividad.
Cabe introducirnos ahora en los citados conceptos acción y actividad, objeto de esta mesa redonda, en el campo de la educación social. Para intentar explicitar nuestros supuestos tomaremos como referencia la diferencia (que no contraposición) establecida por Aristóteles entre praxis y poiesis (y que nosotros retraduciremos como acción y actividad), así como las sugerentes revisiones y propuestas de Hanna Arendt incardinadas bajo el significante: condición humana. 4
Poiesis: Aristóteles reserva el concepto de poiesis para designar aquello que nos conduce a una obra (ergon), actividad material de producción o fabricación, en la que se da un control explícito sobre lo producido y que, por lo tanto, es susceptible de ser evaluada dentro de los límites que regulan su validez respecto a un modelo (una idea previa). La actividad cesa cuando la obra está terminada y su objetivo cumplido. Construir una casa o hacer un dibujo son ejemplos de una actividad exterior al agente que las produce y que cesa cuando el producto se consigue. De esta manera, la actividad (poiesis) deviene un medio para lograr un fin que sólo necesita de la pericia del “artesano” y de un material a transformar.
Praxis por el contrario, remite a una actividad que no se acaba, que no se agota en la producción o fabricación de objetos y que, por decirlo de forma simple, no produce nada. Aristóteles dice en su Metafísica que la praxis es una acción que no tiene otro fin que ella misma, que perfecciona al agente y no tiende a la realización de una obra fuera de este agente: su fin último no es más que el ejercicio mismo de la acción. Por ello es una acción que tiene que ver con la vida pública, la relación con los otros, la política, la virtud y “la vida buena”. La praxis es una acción que necesita de otros humanos para poder existir ya que en ella aparece la identidad singular de cada individuo, identidad que sólo puede mostrarse en las relaciones con los otros que responden a ese sujeto que aparece en su propia acción.
Aristóteles establece la distinción en las siguientes líneas de su Ética a Nicómaco: “La poiesis tiene un fin diferente a ella misma, mientras que la praxis no lo tiene: ella es en si misma su propio fin”. Algunos ejemplos de praxis que Aristóteles nos muestra remiten al “pensar”, el “bien vivir” o “la vida virtuosa” en la que reside la felicidad de los hombres. Los anteriormente apuntados no son actos que sirvan como medios para alcanzar la virtud, comprendida ésta como un fin; su propio ser de actos actualiza la virtud, son la virtud misma. Por eso, allí donde la actividad misma es su propio fin, y no un medio para otro fin, lo que tiene valor es la actividad, nos seguirá recordando el filósofo griego5.
Esta última referencia a la praxis nos acerca al pensamiento de Hanna Arendt (1993). Para esta pensadora la acción, junto con la labor y el trabajo, es uno de los elementos característicos de la condición humana que conforman la vita activa. Para esta pensadora contemporánea, la labor sería la actividad (o conjunto de actividades) íntimamente unida a la naturaleza y a la persistencia de la vida biológica del cuerpo. Laborar remite pues a todas las actividades necesarias para poder comer, descansar, reproducirse, etc. El trabajo, a diferencia de la labor, sería la actividad (o conjunto de actividades) que nos proporciona "un artificial mundo de cosas claramente distintas de todas las circunstancias naturales". Mediante el trabajo construimos objetos que entran a formar parte de nuestro mundo de cosas y que a la vez que son usados configuran nuestras formas de vida. La acción, sin embargo, es “la actividad a través de la cual revelamos nuestra única y singular identidad por medio del discurso y la palabra ante los demás en el seno de una esfera pública asentada en la pluralidad. ”6 Arendt recurrirá al concepto de acción para dar cuenta de ese elemento de la condición humana que no señala nada parecido a una actividad manual, instrumental o técnica (como si lo sería la labor y/o el trabajo) sino que debe ser entendida como praxis mediante la que el hombre aparece en el mundo, en el espacio publico y se muestra a los demás. La acción es “la única actividad que se da entre los hombres sin la mediación de cosas o materia” (Arendt, 1993: 21). La pluralidad de los hombres y su necesidad de relacionarse y diferenciarse a la vez es la base de la acción humana. La acción tiene que ver con los asuntos y las relaciones humanas, es el espacio por excelencia de la política y de la discusión y debate sobre los asuntos que tienen que ver con el vivir juntos. Por ello, la acción, emprende algo nuevo que escapa siempre del rígido esquema de los fines-medios como pasa con la poiesis (o como pasa en la fabricación vinculada al mundo del trabajo).
Un último apunte antes de continuar con el siguiente apartado. Estas tres actividades (labor, trabajo y acción) no deben ser comprendidas como excluyentes entre sí. Es decir, lo que Arendt nos propone es una abstracción teórica para entender diferentes dimensiones de la condición humana. Parece innecesario destacar que si no se diera la labor no tendría lugar el trabajo y sin él, sin un mundo objetivo de cosas en el que habitar, no se hablaría de la acción como condición humana que da pie a la vida política (discurso y palabra en el seno de una esfera pública asentada en la pluralidad). Sin embargo, esta triple distinción puede permitirnos entender algo de nuestras prácticas profesionales cuando las vinculamos tanto a las cosas que hacemos como a la visión de las personas con las que trabajamos. Si bien en nuestras prácticas estas tres dimensiones del actuar humano se dan conjuntamente, podemos intentar pensar conjuntamente en qué medida alguna de ellas se impone a las otras y cómo esa hegemonía genera orientaciones, condiciones de trabajo y efectos diferentes en lo cotidiano de nuestras profesiones.
. La modernidad y el triunfo del homo faber.
Productividad y creatividad, que iban a convertirse en los ideales más elevados e incluso en los ídolos de la Época Moderna en sus fases iniciales, son modelos inherentes al homo faber, el hombre como constructor y fabricante.
H. Arendt: La condición humana.
Siguiendo de nuevo la estela de H. Arendt, podemos constatar como una de las transformaciones clave de nuestras sociedades en la entrada a la modernidad fue lo que esta pensadora conceptuó como el auge de lo social. Si bien el desarrollo de esta idea requiere de un análisis más amplio y complejo, queremos destacar dos situaciones que tocan de lleno a la realidad de las exigencias sociales que envuelven a nuestros trabajos.
Por un lado, se consolida una expansión de las actividades económicas como objeto central y referencial de la actividad política y de la vida pública. Esta centralidad de lo económico conlleva, inevitablemente, un deterioro y destrucción de la esfera pública (ámbito de la convivencia donde la acción y la libertad pueden existir porque los ciudadanos pueden hablar en nombre propio). Esta centralidad de la economía genera las condiciones de posibilidad del universo del homo faber, universo del trabajo y la fabricación en el que todo tiene que servir para algo, todo esfuerzo debe ser útil y rentable; presentarse como un instrumento o medio para alcanzar alguna otra cosa, beneficio, plusvalía. La antiguas preguntas del “qué” y “por qué” dejan paso a la hegemonía del “cómo”, la atención al Ser se desplaza hacia el proceso y se instaura una insistencia en considerar toda cosa como resultado de un proceso de fabricación que tiene como resultado una nueva forma de actuar en forma de fabricación y de razonar en forma de “tener en cuenta las consecuencias” que borra del escenario lo inesperado (Arendt, 1993: 326). In crescendo la actividad va a ir inscribiéndose en esta lógica fabricadora, calculadora, economicista y pragmática en la que la “racionalidad utilitarista” y la pregunta “¿cómo se hace esto?” y “¿para qué sirve?” se convierten en el leitmotiv de todo actuar. El fin no es otro que un inmediato y mayor beneficio/resultado a corto plazo (“prohibidos los esfuerzos y metas a largo plazo”) sin pararse demasiado a preguntar: ¿qué hago?; ¿por qué lo hago?; ¿para quién lo hago?
Por otro, la burocracia accede al primer plano de los asuntos de la política y del gobierno. La política, lejos de aquella práctica clásica “del vivir juntos en la polis” y donde cobraba pleno sentido la acción, se convierte en una ciencia del gobierno de los individuos. “La sociedad espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta mediante la imposición de múltiples y variadas normas, todas las cuales tienden a normalizar a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente” (Arendt, 1993: 51).
Entonces, el cambio de la época clásica a la época moderna trae consigo un modo diferente de concebir la esfera de lo público retraducida ahora como la sociedad. Este cambio en la racionalidad radica principalmente en difuminar en una única forma de gobierno lo que en la época clásica se dividía en dos diferenciadas: la forma de gobierno relacionada con lo privado de la de lo público. La forma de gobierno de lo privado se correspondía con aquellas actividades relacionadas con la labor y el trabajo y respondía a la lógica de la gestión de los asuntos de la economía (riqueza-consumo) propia del ámbito doméstico y de la familia. Y es en lo privado, en lo doméstico, donde tiene protagonismo la intimidad. Lo íntimo, lo de uno, es la frontera clave a partir de lo que se concibe lo de todos, lo común, lo público. Son cuestiones de asociar y agrupar en ordenes diferentes lo que identifica la vida del hombre como ser social, es decir que vive necesariamente en sociedad; ordenes que se remiten de uno a otro, pero diferentes. Lo común y lo público por un lado y lo íntimo y lo privado por otro. De esta forma lo público, se correspondería con el espacio común a todos aquellos que necesariamente disponiendo de lo privado ya cubierto, gobernado, participarán de los asuntos de la polis en libertad mediante la acción, la palabra y la persuasión.
El hecho de no existir en la época clásica conceptos como el tan manejado en nuestra época como lo social, se debe a que en la época clásica lo social equivalía a una cuestión de lo privado, pues remitía directamente a las actividades propias de gestión en cuanto a la labor y el trabajo, espacio carente de libertad, donde lo íntimo no era cuestión pública. Lo social no se concebía por lo tanto como un asunto público. Sin embargo, en con el advenimiento de la modernidad lo público pasa de ser el lugar de los iguales, del interés común y la política, para ser definido como el espacio donde se da cuenta del interés individual de cada uno de los miembros del conjunto y por lo tanto, como hemos dicho, atravesado por la economía y el gobierno de la conducta. Prueba de ello son las consecuencias que los avances de la ciencia económica y la estadística suponen para la ciencia política a partir de entonces y también la regulación mediante formas de control como “la policía” de aquellos sujetos, grupos y/o comunidades que en libertad, establecían en la conducta sus diferencias, sobre todo cuando el poder político se transformó en un asunto de los estados-nación que comenzaban a gestarse. De esta forma y tomando como referencia “la unidad” social por excelencia, es decir la familia, vemos como en la época clásica éstas se gobernaban bajo el esquema de lo privado, mientras que con la modernidad llega la “invasión de las formas de gobierno de lo privado a lo público”. Los gobiernos nacionales gobiernan a sus súbditos como si de una familia se tratase, difuminándose la libertad propia del espacio público y girando hacia la consideración del ciudadano como un hijo, o miembro de una familia cuyo padre-gobernante se refleja en el propio estado. La intimidad pasa entonces a considerarse una cuestión pública conllevando necesariamente una regulación basada en lo subjetivo que toma como referencia la conducta de unos individuos que deben homogeneizarse.
De alguna manera el triunfo del trabajo y la fabricación de objetos como ordenador de la vida social ha traído asociado también cierto triunfo de una visión pragmática y utilitarista de la vida humana, del estar en el mundo y, por tanto, de las propias relaciones sociales. Hoy día, y en este sentido, analizando los vectores de fuerza que recorren nuestra contemporaneidad, nos damos cuenta de la importancia que para cualquier sociedad occidental supone el hecho de estar ocupado, o de igual forma, según se mire, el no estarlo. Tener un trabajo se considera, desde hace mucho tiempo, una evidente razón asociada a lo productivo y por lo tanto una forma privilegiada de estar en el mundo. No tenerlo o estar des-ocupado, se asocia a algo negativo, improductivo. Lo ocioso, la teoría, el pensamiento y la vita contemplativa, la retórica, etc. , están en horas bajas porque el sujeto desocupado, el sujeto que no produce, el sujeto que piensa y habla, el que se muestra en su singularidad, acaban siendo candidato a ostentar cualquiera de los tipos de estigma que Goffman supo describir y desarrollar magistralmente. 7
Estar ocupado se ha convertido en sinónimo de éxito social, de posibilidad de consumo tanto de los objetos que el trabajo produce como del propio tiempo de ocio. Quizás por ello la ocupación -en el sentido de estar visiblemente ocupado-, y no la acción –que no indicaría más que la presencia de un ser humano particular-, acaba por convertirse en algo tan valorado en nuestro tiempo. La ocupación como hábito y rutina que nos mantiene ocupados parece haberse erigido en un requisito necesario para habitar nuestra época, para no ser excluidos de un sistema (modo de pensamiento y acción) que se piensa a sí mismo como producción en serie, propio de la sociedad de consumo. Trabajo y hábito, la ocupación entendida como sinónimo de éxito y libertad, dentro de una sociedad de consumo que discurre por vías demasiado alejadas de esa otra dimensión de la condición humana referente a la acción -que en el sentido arendtiano correspondía a la libertad del espacio político donde cada individuo juega su capacidad de acción y con ello revela de su singular identidad-. Trabajo y consumo, fabricación y economía, siguen siendo elementos centrales en la concepción de nuestra época y, por lo tanto, pensamos que atraviesan de forma estructural parte del imaginario de las instituciones en las que trabajamos. Ese atravesamiento en el imaginario institucional se deja sentir normalmente en el pensamiento acerca de cuál es nuestra tarea y qué debemos esperar/exigir de las personas con las que trabajamos. En torno a estas reflexiones y sus implicaciones para lo educativo se articulan los siguientes apartados de este texto.
Acción, actividad y ocupación en la Educación Social
el hecho de situar la educación en el centro mismo de la poiesis tiene como objetivo negar, por un lado, la indeterminación del sentido, entendida como irreducible a una significación cualquiera y de rechazar, por otro lado, la indeterminación del sujeto, entendida como Spaltung, es decir, en tanto que sujeto dividido, no clausurable, sujeto deseante.
J. -B. Paturet: De la responsabilité en éducation.
A partir de los conceptos y reflexiones anteriores y sus implicaciones para lo educativo vamos a situar la práctica educativa del profesional de la educación social. Para ello vamos a distinguir la práctica educativa de la relación educativa, aunque evidentemente una no puede, o no debe, darse sin la otra. Francis Imbert afirma que la acción da cuenta de una actividad que hace volar en pedazos el modelo de una relación instrumental sujeto/objeto, agente/paciente, y que preferencia una interacción generalizada de dos polos y de los procesos de subjetivación que resultan de ello. 8
Es interesante pues concebir la relación educativa, desde las significaciones que la acción desprende para la práctica profesional, como el soporte que fundamenta una interacción que procura un espacio de aparición de dos sujetos que, en cualquier caso están convocados a la realización de actividades diferentes. Todos los modelos educativos que se “dignen” de definirse como tales, incluyen como necesaria una relación entre el agente y el sujeto de la educación, si bien es una relación mediada por los contenidos culturales de la transmisión educativa. 9 De su articulación y significaciones dependerá un modelo u otro de práctica educativa, pero también un modo de entender la relación como soporte y no como finalidad de la misma. De ahí podemos extraer que la cultura, o los objetos culturales con los que el educador trabaja, articulan toda relación educativa a una práctica educativa. En la relación educativa, o en otras palabras, en el establecimiento de un vínculo educativo entre educador y sujeto de la educación (que se posibilita a través del propio deseo de educar del agente, del ejercicio de su autoridad de saber, de las modalidades en las que se presentan tanto él mismo como el trabajo a realizar, etc. ) encontramos la base sobre la que se puede construir un trabajo educativo. Pero esa premisa no es suficiente si después no se concreta en actividades en las que el educador fabrica algo (los propios objetos de mediación con el sujeto de la educación), y el sujeto de la educación también (la acción del agente le impulsa y le motiva a “hacer cosas” a una actividad de aprendizaje y formación).
Por lo tanto, proponemos la relación educativa como ese espacio/tiempo indeterminado en el que la palabra y la acción posibilitan la aparición tanto del educador como del sujeto de la educación, y en el que el establecimiento de la relación educativa (de un vínculo educativo entre dos sujetos) permite y da paso a los espacios/tiempos de la práctica o la tarea educativa propiamente dichas (o el espacio y tiempos del hacer cosas). Desafortunadamente, en nuestra opinión, se observa una creciente valoración del hacer, de la dimensión técnica de la tarea de educar y una depreciación de esa necesaria acción que permite el vínculo educativo y el espacio de aparición de dos sujetos. Los educadores sociales (no sabemos en qué medida también otros profesionales de lo social, lo educativo, lo sanitario, etc. , ) caen frecuentemente en una confusión. En su adoración por la dimensión técnica que nos indica cómo se hace, se olvidan de que en esa relación “se las tienen que ver” con un sujeto particular (que habla y que desea, que tiene una voluntad propia) y se pierden en el intento de fabricación no ya de objetos mediadores sino del propio sujeto, de su voluntad, de su moralidad y de su conducta.
Diversos pedagogos actuales han criticado duramente este intento siempre fallido de construir/fabricar un sujeto de acuerdo a los imaginarios institucionales o particulares del educador. El problema general que se nos plantea es si aún queda sitio en nuestras instituciones para una praxis, una acción o una inter-acción, o estamos en riesgo de desarrollar una poiesis generalizada, un hacer, una actividad fabricadora del tipo de aquellas que se ejerce de parte de un agente sobre un material o sobre sujetos objetivados y/o reificados (Imbert, 2000: 13). Este mismo tema ha sido desarrollado por Merieu (1998) al plantearse la cuestión de la fabricación del sujeto de la educación tomando como modelos de referencia los catastróficos resultados que se desprenden de las historias del monstruo de Frankenstein, Pigmalion, Pinocho, Robocop, etc. La ilusión de fabricación choca, tarde o temprano, con un sujeto que se resiste al poder que quiero ejercer sobre él y cuya libertad escapa siempre a mi voluntad (Meirieu, 1998: 19).
Porque si en lo básico estamos de acuerdo con aquella máxima del pedagogo Antonio Gramsci, quien afirmaba que educar es hacer al hombre actual a su época, no hay que confundir al sujeto con los dictum de la época. No abogamos aquí por ver si es más importante el sujeto o la época o, dicho de otra forma, si la finalidad es el propio sujeto, más allá de cualquier condicionamiento social, o que el sujeto se parezca a la época más que a sí mismo. Esta discusión es tan estéril como inconveniente porque finalmente de lo que se trata no es de conseguir un individuo identitario, un sujeto libre de todas las cadenas de lo social (en la onda de la ilusión roussoniana), como tampoco lo es crear un individuo para la sociedad. En cualquier caso el reto de la educación es siempre intentar esa práctica de imposible equilibrio y relación entre un sujeto particular y las necesarias condiciones mínimas de homogeneidad que cualquier espacio social demanda. En otras palabras, lo que la educación persigue es un sujeto en la sociedad. Es el siempre difícil juego de articulación entre lo particular y lo universal en el que individuos y sociedades siguen su particular relación de malestar. 10
La relación educativa se basa siempre en una acción en la que se permite la aparición de un sujeto que desea y habla en nombre propio. La tarea educativa que se sostiene sobre esta relación es la que permite que todo ello tome cuerpo, se materialice en actividades que pueden producir y fabricar conocimientos objetivados, objetos técnicos listos para ser usados, obras de arte o ingeniería, etc. , que nuestra época demanda conocer y utilizar. Pero en cualquier caso, las modalidades de acceso, de uso y la elección de cuáles serán apropiadas y cuales desechadas acabarán siendo decisión del propio sujeto por mucho que nos empeñemos en lo contrario. Creemos que se entiende que, aunque una cosa y la otra no son lo mismo, no son ni excluyentes ni independientes. Lo que queremos hacer notar es que una praxis educativa, es decir aquella que pretende ir más allá de la mera fabricación de un sujeto o aplicación de técnicas (que es entendida como un movimiento, un acompañar, un nunca acabado que consiste en hacer sitio al que llega y, mediante la actividad, ofrecerle los medios que necesita saber y dominar para poder ocuparlo esos lugares) no se agota ni en el deseo, ni en la palabra, ni en la técnica: acción y actividad son necesarias y deben ser integradas/articuladas en todo proyecto educativo. La primera otorga el sentido de lo humano y reconoce la pluralidad y singularidad de los hombres, la segunda permite que todo ello entre en el mundo (o en la institución) a través de los objetos, los espacios y los tiempos que produce. Pero justamente porque toda relación educativa es diferente, las actividades pedagógicas deberían resistirse ser definidas desde el punto de vista del dispositivo hegemónico o la tecnología que acaba equiparando a todos los sujetos como iguales, como objetos en serie.
En definitiva, y siguiendo de nuevo a Meirieu:
La educación está llena de porque es una aventura imprevisible en la que se construye una persona, una aventura que nadie puede programar. [. . . ] La ambición de dominar por completo el desarrollo de un individuo, ya sea pasando por la creación de reflejos condicionados al modo de Pavlov, ya sea mediante el despliegue de herramientas tecnológicas al estilo de Skinner y de la enseñanza programada, es siempre una ambición perversa y mortífera.
. Visiones del educador.
Después de lo dicho, ¿en qué consiste su tarea como educador? ¿Qué le diferencia de otros agentes educativos y sociales? ¿Qué tienen que ver un educador de adultos, un educador especializado y un animador sociocultural? ¿Qué tienen en común un educador que trabaja en el ámbito de la salud mental con otro que trabaje en prisiones o en un centro de protección a la infancia? En definitiva, ¿cómo es posible que profesionales que trabajan en instituciones diferentes, que realizan tareas que, a simple vista, no tienen nada que ver entre ellas, con individuos de muy diversas características sociales, culturales, etc. , acaben siendo agrupados bajo el epígrafe educador social? La respuesta, de nuevo se antoja compleja pero no imposible. En todo caso, creemos que existe una lógica que establece cierta línea de continuidad entre unos y otros. Evidentemente, ésta no hace referencia a los lugares, tareas concretas e instrumentos específicos que utilizan, sino que apunta a la función o finalidad que persigue.
Permítannos un nuevo ejemplo. Nadie ignora que un traumatólogo, un dermatólogo o un cirujano pertenecen a la muy prestigiosa comunidad de los médicos. Sin embargo cada uno de ellos hace cosas muy distintas al resto, incluso trabajan en lugares tan diferentes como hospitales, centros de salud, consultas privadas o como visitadores a domicilio. Sus conocimientos y técnicas son diferentes y por ello, aunque puedan tener cierta base se conocimientos comunes, no suelo recurrir al cirujano cuando padezco algún tipo de erupción cutánea. ¿Por qué, entonces, todos pueden ser considerados médicos? Seguramente, además de haber obtenido una formación que les sanciona socialmente para ejercer esa función, porque en última instancia se dedican a cuidar de nuestra salud. Esa es su función, aunque no estén capacitados para curar cualquier enfermedad ni hacer frente a cualquier situación de malestar físico.
¿Cuál es ese nexo de unión en el profesional de la educación? El agente de la educación social es un mediador entre el sujeto de la educación y la sociedad en la que ambos habitan. Es un pasador de sus contenidos y formas culturales en tanto esa misma sociedad demanda que ese trabajo se lleve a cabo. Es decir, la responsabilidad y competencia que reúne a los diferentes profesionales de la educación es que saben enseñar cosas y se hacen cargo, con intensidades y modalidades distintas, de sostener ese proceso hasta que el otro las aprenda y las pueda hacer propias. El educador social, la educación social en general, trabaja para que el sujeto de la educación pueda pertenecer a un lugar y participar de él desde su singularidad, establecer recorridos personalizados haciendo suya la palabra que le permita dar continuidad o intentar cambiar ciertas ideas o maneras de hacer de ese marco. Las metas y responsabilidades profesionales del educador social se ubican, como ya se ha apuntado, en establecer una mediación entre el sujeto y la cultura basada en una transmisión educativa efectiva que posibilite la incorporación de los nuevos que llegan al mundo, así como la adquisición de contenidos de la cultura y modos sociales de proceder que posibilitan la relación con los demás, su reconocimiento (circulación social normalizada) y -en la medida en que pueda darse- la promoción cultural, social y económica del sujeto de la educación. El educador es ese vehículo que posibilita que algo diferente ocurra a fuerza de promover nuevas experiencias y formas de pensar que se sostienen sobre la base del “hálito de aquel aire respirado por aquellos que nos han precedido”, en clara referencia a las palabras de Simone Weil.
Vinculando esta toma de posición con los elementos previos que hemos ido desarrollando en el primer punto, podemos desplegar brevemente tres formas diferentes de significarse el educador que, como venimos desplegando no son ni excluyentes ni se encuentran en estado puro. Esta exposición es, al modo de los tipos ideales weberianos, una abstracción que nos permita pensar algunos de los elementos que encontramos en nuestra práctica profesional.
Educador como agente. Se trata del educador es un “actor” caracterizado por ocupar un lugar de mediación y transmisión. Mediante su deseo, su palabra y el acto de la donación el educador transmite algo que tiene que ver con su propio deseo a la vez que media y transmite con respecto a algo que no le pertenece: la cultura. El educador no es su propietario sino, como todos los humanos, sus usufructuarios. La cultura, en su sentido más amplio, se constituye como ese espacio y medio en el que son posibles las acciones y, por lo tanto, las relaciones humanas. Es la acción, praxis, la que transversalmente acompaña esta visión del educador como agente. El educador se expone, aparece en la oferta que realiza al sujeto de la educación e intenta movilizar la relación desde su propio deseo, desde él mismo. ello no significa, más bien todo lo contrario, que cierra la posibilidad de hacer aparecer otro sujeto. Como hemos dicho la identidad de uno sólo puede ser desvelada, nombrada y certificada por el otro. El ámbito de la acción humana no es posible en soledad, necesita del encuentro entre los individuos. En este caso, el educador como agente sabe que debe propiciar y sostener un encuentro con otro sujeto particular y, por ello, dedica toda su imaginación pedagógica al intento de establecer y habilitar una relación educativa a partir de su propio deseo, de su relación particular con el saber, con la cultura de época, con el pasado y con su tiempo.
La acción del educador trata de convocar a un tiempo y un lugar de trabajo, genera un ambiente y prepara un lugar para el otro, pone los medios para acompañar al sujeto de la educación y sostener el proceso hasta que él mismo pueda y quiera responsabilizarse de la oferta educativa realizada. Educador que ya es sinónimo de agente de la educación que en este caso media para que se inicie la propia actividad del sujeto.
Educador como artesano. En esta acepción encontramos al educador ocupado en actividades de fabricación de “objetos de/para el aprendizaje”; es decir, concentrado y ocupado en construir objetos de mediación que permitan aterrizar en una praxis educativa su deseo de educar, la relación educativa. A esta práctica Meirieu le llama “el bricolaje pedagógico” ya que de alguna manera intenta fabricar objetos (juegos, herramientas, materiales) con los que el sujeto puede experimentar y aprender. Es la poiesis, la actividad, la idea central que sostiene esta forma de concebir la actividad del educador. Esta visión centra la práctica educativa del profesional en una finalidad prevista de antemano, casi siempre tendiente a logros finalistas considerados como óptimos o adecuados al encargo, pero que en todo caso no dejan de ser un medio para un fin. El educador como artesano es pues un homo faber, que despliega su quehacer como la actividad (o conjunto de actividades) que proporciona "un artificial mundo de cosas”.
La creación de objetos de mediación, función esencial a la praxis educativa, chocará ineludiblemente con un “impedimento” cuando el educador artesano cambie la orientación de su fabricar del objeto al sujeto (en el artificial mundo de cosas lo que se crea son los objetos que condicionan la existencia de los sujetos, pero que no los fabrican en sentido estricto). El verdadero problema, ya lo hemos dicho es el educador artesano, el fabricador, que aspira a demiurgo, que sueña con fabricar un sujeto a su imagen y semejanza o a la del imaginario de la institución para la que trabaja. modelado y/o fabricación” que toman como “materia prima” a un sujeto convertido en “objeto defectuoso”, un sujeto desviado que hay que cambiar y re-construir. En cualquier caso la ilusión siempre acaba en fracaso porque el sujeto siempre acabará revelándose aunque sea para recordar “que no es un objeto que se construye, sino un sujeto en construcción” (Meirieu, 1998:73).
Educador como burócrata. En esta tercera dimensión encontramos la idea del educador como gestor que nada tiene que ver con el hombre de acción ni con el constructor de objetos. Es el educador ocupado en, y que ocupa los, espacios y tiempos de la institución. El educador se convierte así en una herramienta misma dentro de un complejo que evalúa y mide, en términos de rentabilidad y eficacia de lo perseguido en la institución. Es el educador que mide el tiempo y el espacio en su sentido más estrecho, el de itinerario previsto. Es el gestor del tiempo y el espacio a los que el sujeto debe plegarse, habituarse, en los que debe ocuparse, estar ocupado. El educador no construye objetos, sino tiempos y espacios de circulación que gestiona independientemente de la particularidad, de las necesidades o voluntades de los sujetos de la educación que, de nuevo, han sido convertidos en mero objeto de tránsito y ocupación. Actuar como un burócrata, en la dimensión en que Max Weber nos enseñó el auge de la burocracia en las sociedades modernas, significa dejar de ser un agente que desea y habla para convertirse en un dispositivo despersonalizado de gestión. La finalidad no es exactamente algo que tenga que ver con el aprendizaje y la adquisición de la cultura en sentido amplio, sino con el sometimiento, la obediencia a las normas institucionales, lo que despliega en sí mismo una “sutil forma de dominación”. El educador burócrata entiende su “práctica educativa” (para nosotros no merece tal consideración) desde lo objetivo de los criterios de funcionamiento, organización y eficacia institucional, aspectos que, desafortunadamente, no siempre sabemos articular con la acción y la actividad propiamente educativas. El educador burócrata antepone el imaginario institucional y sus aspiraciones de orden a cualquier consideración particular de los sujetos que en ella habitan y trabajan.
. Visiones del sujeto de la educación.
De la misma forma que con el educador ocurre con las significaciones del sujeto de la educación. Entenderle como mero homo laborans u homo faber, como individuo que se ocupa en el consumo y la fabricación de las cosas del mundo, acaban produciendo prácticas educativas diferentes y diferenciadas. Evidentemente es muy difícil abstraer cada uno de ellos sin hacer evidente la relación con el tipo de educador significado anteriormente.
Sujeto de la educación como sujeto de deseo. Concebir al sujeto de la educación como sujeto de deseo y de palabra significa reorientar la acción al sentido original de praxis dando cobijo a la ética como sostén de la relación y la práctica educativa. Permite dar importancia a la aparición de un sujeto que se muestra, se diferencia y que necesita ser escuchado para que ello sea posible. Esa escucha debe permitirnos aprender la diferenciar la necesidad, normalmente de la institución, de la demanda propia del sujeto. Permite, en otras palabras, diferenciar entre el síntoma social que llevó al sujeto a la institución y su síntoma particular, lo que verdaderamente le preocupa y le ocupa y, aunque en ocasiones nos cueste entenderlo uno y otro no tienen por qué coincidir. Es clave prioritaria para concebir el establecimiento de un vínculo educativo que permita la concreción de la práctica educativa dando cuenta del deseo del sujeto y su palabra dentro de un proceso educativo.
Sujeto de la educación como homo faber. Tras esta idea se sostienen las prácticas educativas que tienen como finalidad, y a veces como único motivo, la ocupación laboral del sujeto. El sujeto es entonces un individuo que debe ser capaz de hacer, de construir o de fabricar algo y el educador propone los materiales, los tiempos y los espacios para esa construcción de conocimientos y/u objetos necesarios o valiosos para el aprendizaje de la vida social. ello es complementario al sujeto de deseo porque, evidentemente, para vivir en sociedades como las nuestras el imperativo del mundo del trabajo -que ya hemos comentado- marca decididamente la necesidad y conveniencia de un sujeto hábil, manipulador, capaz de manejar utensilios y herramientas, etc. Algunas de las teorías basadas en el learning by doing conciben ante todo a un sujeto de la educación que manipula y construye objetos como medio para su formación. Nada tenemos por principio contra esta forma de materialidad pedagógica si, por el contrario, la misma no degenera en una mera ocupación repetitiva, en el hábito de la cadena de montaje y producción que encontramos en muchos talleres ocupacionales. Y no porque tengamos algo contra esa práctica en sí misma, sino porque antes que considerarla educativa la consideramos directamente una práctica de trabajo. El sujeto de la educación pasa a ser un individuo que trabaja, que está predeterminadamente ocupado en una tarea de fabricación en serie y que, por ello mismo, no se halla inmerso en un tiempo/espacio de aprendizaje y/o educación propiamente dichos.
Sujeto de la educación como individuo ocupado. Este último a significación conlleva un imaginario en el que se da mayor importancia a que el individuo “haga algo” que al valor social o educativo de lo que se hace. Es la actividad mediante la que pasa-el-tiempo la que prima sobre las necesidades y motivaciones del sujeto de la educación, incluso sobre el valor del contenido de la actividad misma. Esta consideración significa dar una mayor importancia al tiempo objetivo (tiempo institucional e institucionalizado) que al tiempo subjetivo de la construcción de un sujeto particular en un proceso educativo, con lo que la relación educativa suele quedar desvirtuada, convertida en mero control de la producción y de la conducta de un sujeto en un tiempo/espacio previsto.
Ver y significar al sujeto de la educación como individuo ocupado impide tanto el establecimiento de un vínculo educativo (una relación entre dos sujetos y mediada por la palabra y cultura), como la producción de objetos culturales de valor, creación en la que el sujeto puede ir conformando algo de su propia identidad mediante la creatividad y la utilización técnica y/o tecnológica de herramientas de época. En el imaginario del individuo ocupado lo importante es el dispositivo de control que nos permitirá conseguir que cumpla con los objetivos bien de producción, bien de disciplina, norma y hábito. El individuo ocupado no tiene subjetividad porque no tiene nada que decir, nada que mostrar, nada particular más allá del cumplimiento del mandato institucional que lo inserta en un dispositivo de organización espacial y temporal y al que debe plegarse para beneplácito del educador burócrata que controla el buen tránsito del mismo.
A partir los siguientes cuadros intentamos mostrar, de forma resumida y gráfica, algunas de las propuestas que han guiado nuestra exposición y que esperamos sirvan para generar conversaciones y un prolífico debate entre los distintos profesionales convocados a esta mesa redonda. Al fin y al cabo esa debiera ser la finalidad de un espacio como este. No hemos pretendido demostrar nada parecido a una tesis finalista, sino ex-poner a la consideración de los que ahora leen este texto algunas reflexiones que permitan seguir abriendo las preguntas clave que rodean a nuestras profesiones.
A partir de ahora sólo nos queda sugerirles que se atrevan a leer y se arriesguen a pensar -incluso contra sus presupuestos que es casi como decir contra ustedes mismos- para poder debatir, aprender y negar lo sabido que es una buena forma de no-saberlo-todo para poder seguir sabiendo.
PD: Posibles cuestiones para establecer un debate
>B>1. Del sujeto de una disciplina al sujeto como enigma.
De todos es sabido que los presupuestos y conceptos con los que pensamos y trabajamos profesionalmente conforman la realidad en la que nos movemos y, por lo mismo, nuestras expectativas y acciones en relación a los tiempos, los espacios y los sujetos mismos. El lenguaje, por tanto, es a la vez nuestra base, nuestra herramienta y nuestra “atadura”, en cuya red podemos quedar atrapados si no somos capaces de deconstruir nuestras propias concepciones teóricas. Un paradigma, una teoría es una visión del mundo que nos orienta y nos otorga cierta seguridad, pero ello no debe hacernos olvidar que en cada sujeto habita algo particular, una singularidad que escapa a cualquier intento de homogeneización discursiva. El sujeto descrito por las disciplinas teóricas no tiene por qué ser, por qué coincidir necesariamente con el que se nos muestra en nuestra práctica profesional. ¿Qué hacer entonces?
Quizás podríamos debatir sobre las ventajas e inconvenientes de pensar “el sujeto desviado” cuando no coincide con los presupuestos de la ciencia y/o disciplina o asumir ese vértigo, esa falta de seguridad que significa estar ante un sujeto enigmático y construir una práctica profesional (cualquiera sea esta) desde el mostrarse de dos sujetos que pueden establecer una relación. Quizá pensar sobre ello nos permita ubicar nuestra propia práctica y detectar las posibles tendencias o hegemonías de unas concepciones sobre otras: ¿permitimos la aparición de un sujeto? ¿Construimos un sujeto de acorde a ciertos presupuestos? ¿Es el sujeto el que se construye a través de nuestra acción mediadora?
2. ¿Qué esperamos de las personas con las que trabajamos? ¿Sobré qué se sustenta la relación que establecemos con ellas?
Creemos que los modelos de relación propuestos, sin aspirar a que puedan encontrarse en estado puro en la realidad de las prácticas profesionales y, por lo tanto, sin ser excluyente entre sí, pueden ayudarnos a pensar los puntos fuertes sobre los que construimos nuestra relación profesional con las personas de
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