Las personas que deben someterse a procederes invasivos, ya sean diagnósticos o terapéuticos como las intervenciones quirúrgicas experimentan sentimientos ambivalentes ante estos, por una parte la operación representa la posibilidad de recuperar la salud y por otra, constituye una fuente generadora de miedo e incertidumbre ante las posibilidades de complicaciones y mutilaciones.
El acto quirúrgico condiciona con frecuencia la presencia de niveles elevados de ansiedad y depresión, que a veces imposibilita la realización de la intervención quirúrgica, desde el punto de vista subjetivo, muchas de estas intervenciones pueden vivirse como agresiones, aunque técnicamente no se consideren como tales, por lo que se convierten en situaciones generadoras de un elevado nivel de estrés con todo el posible acompañamiento sintomático de este.
Por esto no solo debe atenderse a lo que verbaliza el paciente como sus propios temores y preocupaciones, quejas de malestares estomacales, excesivo frío de la habitación, etc. , si no también a las manifestaciones no verbales que nos transmita, entre ellas expresiones de la cara, la mirada, sudoraciones, temblor, intranquilidad. Además de lo detectado en la vigilancia de enfermería de aquellos cambios fisiológicos que puede presentar el paciente como alteración de la frecuencia cardiaca, variación de la tensión arterial, sensación de disnea u opresión precordial no justificada, nauseas, cefaleas, insomnio, pesadillas, etc. (1, 2)