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La comida como interacción social.

Fecha Publicación: 01/03/2009
Autor/autores: Mª Consuelo Carballal Balsa

RESUMEN

La comida tiene un complejo conjunto de significados, puede ser prestigio, riqueza, estatus es un medio de comunicación y de relaciones interpersonales, puede ser una expresión de hospitalidad, amistad afecto, buena vecindad, etc. Es un medio de placer y gratificación personal y un alivio del estrés. Son fiestas, ceremonias, ritos, días especiales y nostalgia del hogar, la familia y los buenos tiempos. En ocasiones es una expresión de individualidad y sofisticación, un medio de expresión personal y una forma de sublevación.

También implica tradición, costumbre seguridad. Como señala Todhunter, hay comidas de domingo y comidads de diario, comodas familiares, comidas de invitados, comidas con propiedades mágicas y comidads para la salud y la enfermedad. Se abordará los sitemas de clasificación de las comidas, la comida y la relación con el yo, las fuentes de conflictos que provoca, la relación culpabilidad-placer y como símbolo de estatus de identidad social y cultural.


Palabras clave: Comida, Cultura, Interacción social
Tipo de trabajo: Conferencia
Área temática: Psiquiatría general .

La comida como interacción social.

Resumen

La comida tiene un complejo conjunto de significados, puede ser prestigio, riqueza, estatus es un medio de comunicación y de relaciones interpersonales, puede ser una expresión de hospitalidad, amistad afecto, buena vecindad, etc. Es un medio de placer y gratificación personal y un alivio del estrés. Son fiestas, ceremonias, ritos, días especiales y nostalgia del hogar, la familia y los buenos tiempos. En ocasiones es una expresión de individualidad y sofisticación, un medio de expresión personal y una forma de sublevación. También implica tradición, costumbre seguridad. Como señala Todhunter, hay comidas de domingo y comidads de diario, comodas familiares, comidas de invitados, comidas con propiedades mágicas y comidads para la salud y la enfermedad. Se abordará los sitemas de clasificación de las comidas, la comida y la relación con el yo, las fuentes de conflictos que provoca, la relación culpabilidad-placer y como símbolo de estatus de identidad social y cultural.

Abstract

The food has a complex set of meaning, can be prestige, wealth, estatus is mass media and of interpersonal relations, it can be an expression of hospitality, friendship affection, good vicinity, etc. It is means to please and personal allowance and a lightening of stress. They are special celebrations, ceremonies, rites, days and nostalgia of the home, the family and the good times. Sometimes it is an expression of individuality and sophistication, means of personal expression and a form of revolt. Also it implies tradition, custom security. As it indicates Todhunter, there is comidads of Sunday and comidads of newspaper, familiar cofashions, meals of guests, meals with magical properties and comidads for the health and the disease. Sitemas of classification of the meals will be approached, the food and the relation with I, the sources of conflicts that cause, the relation culpability-pleasure and like symbol of estatus of social identity and culture.

Introducción

La comida, la alimentación, el peso… siempre han sido temas que han interesado a las sociedades; por supuesto y como resulta evidente, a las sociedades en desarrollo, por su carencia y a las sociedades desarrolladas, las sociedades del bienestar, por su exceso. Ya desde el siglo pasado, muchos profesionales de la medicina consideran que la obesidad es la principal amenaza para la salud a la que se enfrentan las sociedades occidentales, lo cual incluiría a más de la mitad de la población adulta. Un ejemplo de ello lo podemos encontrar en un congreso patrocinado por el gobierno de los Estados Unidos en la década de los 80, donde se determinó que se debía considerar obesa a cualquier persona cuyo peso superara en 2, 26kg su peso ideal, recomendando para ello una dieta baja en calorías. (1).

Una de las primeras investigaciones relativas al campo de la alimentación fue dar respuesta a la pregunta de: “¿por qué la gente come lo que come?” desarrollándose así, las teorías sobre la elección de la comida como medios para comprender la elección de la dieta de los individuos y poder animarles a comer de manera más saludable.

Los tres enfoques teóricos principales destacan la influencia del aprendizaje social y asociativo, que se desarrollaría especialmente en la infancia, donde las elecciones y hábitos alimentarios de sus padres resultan determinantes, las cogniciones respecto a la comida como medio de elección del alimento (vegetarianismo, ortorexia…) y los aspectos psicofisiológicos relativos a la influencia que los sentidos, los psicofármacos, las sustancias neuroquímicas y el stress sobre el hambre y la saciedad principalmente. (2, 3, 4)

Sin embargo todos estos marcos teóricos, no son suficientes para explicar los complejos significados que rodean la elección de la comida, ya que esta tiene lugar en el seno de experiencias sociales y culturales, en sociedades que desde antaño han desarrollado una serie de códigos que de distinta forma evolucionaron a lo largo de los años.

De hecho, los alimentos representan aspectos de la identidad del sujeto en términos de género y a la idea de ser mujer; sexualidad (5) ya que comida y sexo se asemejan biológicamente al ser impulsos básicos que perpetúan la vida; culpabilidad: el concepto de “los pecados de la carne” indica que tanto el la comida como el sexo son, al mismo tiempo, actividades placenteras y que generan sentimientos de culpabilidad; autocontrol: Crisp (6) compara a la conducta anoréxica con el asceta en cuanto a su “disciplina, frugalidad, abstinencia y represión de las pasiones”; amor; poder… 

Como señala Todhunter (7): la comida es prestigio, estatus y riqueza… es un medio de comunicación y de relaciones interpersonales… una expresión de hospitalidad, amistad, afecto y buena vecindad en momentos de tristeza o peligro. Simboliza la fuerza la salud y el éxito. Es un medio de placer y gratificación personal y un alivio del estrés. Supone fiesta, ceremonia, rito, días especiales; nostalgia del hogar, la familia y “los buenos tiempos”. Es una expresión de individualidad y sofisticación, un medio de expresión personal y una forma de sublevación; pero sobre todo es tradición, costumbre y seguridad… Hay comidas de domingo y comidas de diario; comidas familiares y comidas de invitados; comidas con propiedades mágicas y comidas para la salud y la enfermedad.

Para abordar esta cuestión es oportuno plantearse ¿qué es para el ser humano el acto de comer? y ¿qué es la comida? .

El acto cotidiano de comer, acto repetitivo, es también, inconscientemente, un acto místico, que, a través del ser, mediante un proceso de reunificación y de reafirmación, transforma en humano aquello del universo que es comestible. Comer, para los hebreos, es hacer de un pedazo del mundo un pedazo de mí y de un pedazo de mí un pedazo de Dios. En cambio, para los cristianos, la frase de Jesús: «Tomad y comed: este es mi cuerpo» indica un cambio en el orden de permutaciones, puesto que entonces es el pedazo del mundo lo que es un pedazo de Dios y lo que más tarde se convertirá en parte de mí.

Frédéric Lange (8) desde una óptica psicoanalítica y más profana, aunque teniendo en cuenta lo sagrado, propone cierto número de definiciones del verbo «comer». Asocia y analiza en torno a la comida y la ingestión, el problema desde varias perspectivas

1. - En relación con el mundo:
«Ingerir es situarse bajo el diente, experimentar la resistencia del mundo. Comer significa llegar a las manos con el mundo. Comer quiere decir, pues, enterarse del mundo en que se vive. »
«El que come calma la rabia que tenía contra el mundo y contra sí mismo al digerir el mundo del que ha tomado una porción. Al hacer esto, ordena el mundo, lo hace inteligible, lo hace suyo y con él alcanza la madurez. »

2. - En relación con el tiempo:
«La comida es para el que come un medio de situarse en el espacio y de resistir al tiempo. »

3. - En relación con el narcisismo:
«Comer es en fin encontrar, verse y tomarse al absorber una carne muy similar a la propia, es encontrar en el mundo un espacio que devuelve la propia imagen, un lago en el que narciso puede mirarse. »

4. - En relación con la psicopatología:
«La ingestión da al que come la sensación de una inmersión disolvente mediante la cual deja de ser él mismo. En ese preciso momento, comer, toma, pues, el aspecto de una ceguera parcial o total, de una tentativa embrutecedora, de una pérdida de consciencia o de interés por sí mismo y por el mundo. El que come se cierra, se obtura. Para él la comida es una droga. »

5. - En relación con Dios:
«Ingerir significa restaurarse [. . . ], sustentarse [. . . ], metamorfosearse [. . . ]. Como los apóstoles de la Cena, el que come accede a lo divino mediante la ingestión de los manjares. »
«Comer es acceder a un mundo cada vez más cercano, más abierto, más inteligible, más generoso y más disponible, más húmedo y que ofrece un contacto más íntimo que de costumbre. Es poder entrar en comunicación con el mundo y, sobre todo, es poder pasar: la comida es un puente que comunicación con el mas allá.


La comida como producción cultural

Los médicos y filósofos antiguos, comenzando por Hipócrates, definieron la comida como “cosa no natural” incluyéndole entre los factores de la vida que no pertenecen al orden natural de las cosas sino al artificial. Es decir, perteneciente a la cultura que el hombre mismo construye y gestiona.

La comida es cultura cuando se produce, porque el hombre no utiliza solo lo que se encuentra en la naturaleza (como hacen todas las demás especies animales), sino que ambiciona crear su propia comida, superponiendo la actividad de producción a la de captura. La comida es cultura cuando se prepara, porque, una vez adquiridos los productos básicos de su alimentación, el hombre los transforma mediante el uso del fuego y una elaborada tecnología que se expresa en la práctica de la cocina.  

La comida es cultura cuando se consume, porque el hombre, aun pudiendo comer de todo, o quizá justo por ese motivo, en realidad no come de todo, sino que elige su propia comida con criterios ligados ya sea a la dimensión económica y nutritiva del gesto, ya sea a valores simbólicos de la misma comida. De este modo, la comida se configura como un elemento decisivo de la identidad humana y como uno de los instrumentos más eficaces para comunicarla.

Como señala Máximo Montanari (9) la idea de comida se asocia gustosamente a la de naturaleza, pero el nexo es ambiguo y fundamentalmente impropio, de hecho, los valores esenciales del sistema alimenticio no se definen en términos de naturalidad, sino como resultado y representación de procesos culturales que prevén la domesticación, la transformación y la reinterpretación de la naturaleza.

Para Fiddes (10) la caza sería más significativa en la evolución de la humanidad moderna que el desarrollo posterior de la agricultura pues “es más civilizado, más humano, cazar animales salvajes que andar encorvados rebuscando todo un maldito día para encontrar unas bayas”. La caza significó, pués, la separación de los humanos de la naturaleza. Además el derramamiento de sangre sería fundamental para el valor de la carne ya que “matar, cocinar y comer la carne de otros animales proporciona la autentificación de la superioridad humana frente a la naturaleza”.

Pero, ¿qué es lo que distingue la comida de los hombres de la de los demás animales? El hombre además de consumir recursos disponibles en la naturaleza aprende a producirlos por sí mismo con la práctica de la agricultura y la ganadería. Esto, sin embargo, se refiere, a la fase preliminar del hallazgo de la comida, no a las modalidades de su consumo. Además, el hombre, al ser omnívoro, selecciona la comida según preferencias individuales y colectivas ligadas a valores, significados y gustos diferentes cada vez.  
Sin embargo, todo esto no basta, sin embargo, para identificar el modo de comer de la especie humana, porque incluso las demás especies animales, aunque sea del modo más elemental, desarrollan hábitos precisos y gustos diferenciados.

Por lo tanto, el principal elemento de diversidad consiste en el hecho de que el hombre, y solo él, es capaz de encender y usar el fuego, y que esta tecnología nos permite, junto a otras, «hacer cocina».

Cocinar es una actividad humana por excelencia, es el gesto que transforma el producto de la naturaleza en algo profundamente diferente: las modificaciones químicas que produce la cocción y la combinación de los ingredientes permiten llevar a la boca una comida, si no totalmente artificial, sin duda construida. Por eso en los antiguos mitos y en las leyendas fundacionales la conquista del fuego representa (simbólica pero también material y técnicamente) el momento constitutivo y fundador de la civilización humana.  

Lo crudo y lo cocido, a los que ClaudeLévi-Strauss (11) dedicó un ensayo justamente célebre, representan los polos opuestos de la contraposición -por otra parte ambigua y nada simple, entre naturaleza y cultura.

En la mitología griega el fuego pertenecía solamente a los dioses, hasta que el gigante Prometeo desvela el secreto a los hombres. Es un gesto de piedad hacia estos seres desnudos e indefensos, de los que el hermano Epitemeo, encargado de distribuir las diferentes habilidades entre los seres vivos, se había olvidado: para remediar esta distracción, Prometeo roba el fuego en el taller del dios Efesto y lo regala a los hombres. De este modo se convierte en el verdadero artífice de la civilización humana, que con el nuevo instrumento logra alzarse desde el nivel animal y aprender las técnicas de dominio de la naturaleza. El control del fuego permite al hombre, en cierto modo, hacerse divino, no estar sometido por más tiempo, sino ser señor de los procesos naturales, que aprende a controlar y a modificar. Por eso Prometeo se gana la ira de los dioses y es castigado de forma ejemplar.

El clarísimo peso simbólico del acto celebrado y representado por el mito se refleja en la imagen de la cocina, que, ligada al uso del fuego, se convierte en un elemento fundamental de la identidad humana. Desde aquel momento ya no se puede ser hombre sin cocinarse la propia comida, y el rechazo a la cocina asume un significado de protesta hacia la «civilización», exactamente como el rechazo a lo doméstico en las prácticas de producción de la comida. La idea del artificio, que transforma la naturaleza, preside durante siglos la actividad del cocinero. Formas, colores y consistencias son modificadas, plasmadas, «creadas» con gestos y técnicas que encierran una distancia programática con la «naturalidad». El cocinero típico de las culturas premodernas, al menos hasta el siglo S. XVII es un «artista» que no respeta en su totalidad las propiedades origina¬les de los productos

En las primeras sociedades de cazadores-recolectores les bastaba el aprovechamiento de los recursos naturales, con el crecimiento de la población y la necesidad de abastecerse de mayores cantidades de comida nacieron poco a poco sociedades diferentes, dedicadas a la agricultura y al pastoreo, que producían su propia comida seleccionando los recursos disponibles e interviniendo de manera más activa en la definición de los equilibrios ambientales.

Este paso de la economía depredadora a la economía de producción representó un cambio decisivo en la relación entre los hombres y el territorio, así como en la cultura de los hombres. Sin embargo, no impidió que sobreviviesen formas mixtas de aprovisionamiento alimenticio, que duraron milenios incluso después de la introducción de las prácticas agrícolas en la época neolítica. Los dos modelos constituyeron incluso en época histórica dos maneras diferentes de entender la relación entre hombre y ambiente, polos extremos de una dialéctica de múltiples implicaciones materiales y simbólicas que, de algún modo, ha llegado hasta nuestros días.

La óptica en la que nos movemos hoy en día puede despistarnos: el hombre de la civilización industrial o posindustrial está tentado de reconocer una «naturalidad» fundamental en la actividad agrícola, que respecto a nuestra experiencia consideramos como tradicional y por eso tendemos a considerarla como originaria y arcaica. Respecto a la evolución productiva inducida por la irrupción de la industria en la época contemporánea, esto podría justificarse; sin embargo, la invención de la agricultura fue percibida por las culturas antiguas exactamente al contrario. La perspectiva mental de los antiguos situó la agricultura como el momento de la ruptura y la innovación, como el salto decisivo que forma al hombre civilizado separándolo de la naturaleza, es decir, del mundo de los animales y de los «hombres salvajes» (personajes enigmáticos que volverán frecuentemente a las leyendas y las tradiciones populares a lo largo de toda la época histórica y hasta nuestros días).

El hecho es que la domesticación de las plantas y de los animales permite de alguna manera al hombre poseer el mundo natural, alejarse de la relación de total dependencia en la que siempre había vivido, porque incluso el aprovechamiento del territorio a través de las actividades de caza y recolección requiere una habilidad, un conocimiento, una «cultura». Esta ruptura se representa de modo ejemplar en la mitología de muchos pueblos que se convirtieron en agricultores sedentarios. En las leyendas, en los cuentos, en los mitos de fundación, estos representaron la invención de la agricultura como un gesto de violencia hecho a la Madre Tierra, herida por el arado, trastornada por la irrigación y por los trabajos agrarios: de ahí los rituales de fecundidad, que tenían también el objetivo, explícito o implícito, de expiar una falta cometida.

Según Twigg (12) para la mayoría de las personas, la carne es la piedra angular de una comida y para los vegetarianos, el alimento que debe evitarse; por lo tanto es un elemento central de lo que comemos o evitamos comer: ”la carne es la más alabada de las comidas. Es el centro en torno al cual se prepara una comida; en cierto sentido representa la misma idea de comida”.


Modificación de elementos

La agresividad de este gesto se confirma en el plano histórico por el carácter tan expansivo de las sociedades agrícolas, que tienden a instaurar mecanismos de crecimiento demográfico desconocidos para los pueblos de cazadores y recolectores( 9). Estos últimos (como demuestran los estudios etnográficos realizados en grupos supervivientes de este tipo, por ejemplo los pigmeos africanos) observan un riguroso régimen de control de los nacimientos, dirigido a mantener estable la consistencia de la población, que en caso de crecimiento no podría sobrevivir con ese tipo de economía. Los pueblos agricultores, al contrario, desarrollan con el sedentarismo una tendencia al crecimiento y a la conquista de nuevos espacios para cultivar. Por eso los estudios más recientes consideran probable que la difusión de la agricultura en la tierra no haya sucedido en varios lugares simultáneamente, sino que sea fruto (como demuestran los restos arqueológicos, lingüísticos y genéticos) de la expansión de grupos humanos a partir de un núcleo territorial bien definido, situado en los altiplanos de Oriente Medio, la llamada media luna fértil. Allí nació la agricultura hace aproximadamente diez mil años, y fue conquistando poco a poco los territorios de Asia centrooriental (hace nueve mil años) y de América, unida entonces a Asia en el punto del actual estrecho de Bering (hace ocho mil años).

Europa fue colonizada en dirección opuesta (entre ocho mil y seis mil años atrás). Casi todos los estudiosos están de acuerdo en la razón: el nacimiento de la agricultura debió de ser, fundamentalmente, una cuestión de necesidad, ligada al crecimiento demográfico y al hecho de que la economía de caza y recolección ya no era suficiente, quizá debido a cambios climáticos y ambientales que habían desertizado las zonas forestales. Más tarde el mecanismo demográfico empezó a crecer sobre sí mismo.

Fueron seleccionadas las plantas más productivas y nutritivas, pero sobre todo se prestó atención a los cereales. Cada parte del mundo tuvo el cereal de su elección: el trigo se difundió en la región mediterránea, el sorgo en el continente africano, el arroz en Asia y el maíz en América. En tomo a estas plantas, se organizó la vida de aquellas sociedades: relaciones económicas, formas (el poder político, imaginario cultural, rituales religiosos (encaminados a propiciar la fertilidad y la abundancia de alimentos). La misma creación de la ciudad, considerada por los antiguos como lugar por excelencia de la evolución civil (como muestra la coincidencia semántica, en latín, entre civitas y civilitas, «ciudad» y «civilización»), no sería concebible sin el desarrollo de la agricultura, ya sea en el plano material (acumulación de bienes, riqueza, tecnología), ya sea en el plano mental (la idea de que el hombre se convierte en dueño de sí mismo y se aleja de la naturaleza construyéndose un espacio propio en el que vivir).

En este proceso de evolución las sociedades humanas no se adaptaron simplemente a las condiciones impuestas por el ambiente. Algunas veces incluso las modificaron de manera profunda, introduciendo cultivos fuera de sus áreas originarias y transformando el paisaje en función de los mismos. Basta pensar en el cultivo de arroz de Asia nororiental o en la viticultura de Europa centroseptentrional -una auténtica apuesta tecnológica contra las condiciones ambientales que comenzó en la Edad media y prosiguió en la Edad Moderna.

En este contexto cultural las primeras sociedades, todavía muy enraizadas en los ritmos naturales y en el ciclo de las estaciones, elaboran la idea de un «hombre civil» que construye artificialmente su propia comida: una comida que no existe en la naturaleza y que sirve para señalar la diferencia entre hombres y animales.

En el área mediterránea -el área del trigo- es el pan el que desempeña esta fundamental función simbólica además de nutritiva: el pan no existe en la naturaleza y solo los hombres saben hacerlo, para lo que han elaborado una sofisticada tecnología (desde el cultivo del grano hasta la preparación final) una serie de operaciones complejas, fruto de largas experiencias y reflexiones. Por ello el pan simboliza la salida del estado animal y la conquista de la «civilización». En los poemas homéricos, la Iliada y la Odisea, la expresión comedores de pan es sinónimo de hombres Del mismo modo, en la epopeya de Gilgamesh -el primer texto literario conocido, escrito en Mesopotamia hace unos cuatro mil años- se cuenta que el hombre salvaje salió de su estado de menoría solo en el momento en el que tomó conciencia de la existencia del pan. Fue una mujer la que se lo dio a conocer, en concreto una prostituta; de este modo, se atribuye a la figura femenina el papel de guardiana del saber alimenticio, además de la sexualidad, lo que, por otra parte, parece corresponderse con la realidad histórica: los estudiosos están de acuerdo en admitir una prioridad femenina en la obra de observación y selección de las plantas que acompañaron el nacimiento de la agricultura en las primeras aldeas. La misma importancia simbólica revisten el vino y la cerveza, bebidas fermentadas que, como el pan, no existen en la naturaleza, pero representan el resultado de un saber y una tecnología compleja: el hombre ha aprendido a dominar los procesos naturales dirigiéndolos a su propio beneficio.

Lo que llamamos cultura se encuentra en el punto de intersección entre la tradición y la innovación. Es tradición cuando está constituida por los conocimientos, las técnicas y los valores que nos han sido transmitidos. Es innovación cuando estos conocimientos, técnicas y valores modifican la posición del hombre en el contexto ambiental y le dan la capacidad de experimentar nuevas realidades. Podríamos definir la tradición como una innovación bien lograda. La cultura es la interfaz entre las dos perspectivas.

Nacimiento de una nueva alimentación

 

En el desarrollo histórico de las sociedades humanas, la economía «doméstica» basada en la agricultura y el pastoreo se contrapone a la economía «salvaje» de apropiación de la comida: criar animales o cazarlos, cultivar los frutos o recogerlos en su estado salvaje ( 9 ). Desde este punto de vista, la contraposición entre los dos modelos alimenticios atraviesa ambos sectores del reino animal y vegetal. Pero una segunda oposición, paralela a la primera, es aquella que surge entre sedentarismo y nomadismo. Y desde este punto de vista la perspectiva cambia, porque el pastoreo y la caza, siendo ambos practicados en los espacios incultos y boscosos, acaban por acercarse como tipología económica, oponiéndose a la imagen sedentaria del cultivo agrícola. En este sentido, la dialéctica cultivo-selva, que materializa el contraste cultura-naturaleza, tiende a oponer plantas y animales, productos vegetales y cárnicos (u obtenidos de los animales, como los lácteos).  

En la Edad media europea la dinámica salvaje/doméstico alimenta un debate continuo sobre los modos de producción y el tipo de vida que estos conllevan. En particular, es muy acentuada la contraposición entre el modelo de vida de la tradición griega y romana, fundado en la agricultura, y el modelo germánico, basado en el aprovechamiento del bosque (recolección, caza, pastoreo). Pero justamente en la Edad media la relación entre aquellos dos modelos alimenticios comienza a cambiar. Hasta entonces habían sido el símbolo de dos civilizaciones diferentes, una de las cuales despreciaba a la otra como inferior y«bárbara».  

Cuando los «bárbaros» irrumpieron en el Imperio y poco a poco se apoderaron de él, tomando las riendas del poder, su cultura (incluso alimenticia) se afirmó y se puso, por así decirlo, de moda, como siempre sucede con las costumbres de los vencedores -el American way of life del siglo xx, es un ejemplo. Cazar y pastorear en el bosque no se volvieron a considerar costumbres impropias o «incivilizadas», es más, se convirtieron en el eje de una nueva economía. Al mismo tiempo, sin embargo, también la tradición agrícola romana se difundió entre los bárbaros, ya sea por el prestigio que esta tradición conservaba, ya sea por la fe cristiana, que estaba también «de moda» en los primeros siglos de la Edad Media: no por casualidad el cristianismo, nacido en el ámbito cultural mediterráneo, había asumido como propios símbolos litúrgicos como el pan, el vino y el aceite de la tradición griega y latina. Del cruce entre estos dos caminos, que se integraron el uno con el otro, nació durante la Edad media una cultura alimenticia nueva, que hoy reconocemos como «europea»: esta ponía en el mismo plano el pan y la carne, la actividad agrícola y el aprovechamiento del bosque. Desde aquel momento los dos modelos productivos no fueron ya símbolos de dos diferentes opciones culturales, sino elementos de un mismo sistema de valores basado en la complicidad y el recíproco apoyo de la economía agraria y la economía forestal.

Dos modelos de economía que los griegos y los latinos habían contrapuesto como imágenes, respectivamente, de la cultura y de la naturaleza, mientras que en realidad representaban dos expresiones de cultura diferentes, dos maneras diversas de construir la relación entre el hombre y el medio.  
De este injerto nació un régimen alimenticio caracterizado principalmente por la variedad de los recursos y de los productos consumidos, variedad de la que surge la extraordinaria riqueza del patrimonio alimenticio y gastronómico europeo, que aún hoy es único en el mundo.

Dominio del tiempo y el espacio

La dinámica entre naturaleza y cultura se expresa también en su problemática relación, a veces ambigua, instaurada desde las sociedades tradicionales con el tiempo, es decir, con la estacionalidad de los productos alimenticios, con los ritmos anuales de rendimiento de las plantas y de los animales. Armonizar el ritmo de vida propio con el de la naturaleza ha sido siempre una exigencia primaria de los hombres, que, sin embargo, al mismo tiempo perseguían el objetivo de controlar, modificar y hacer frente a los principios naturales.

El edén, el paraíso terrestre, en la Biblia no conoce estaciones: una eterna primavera permite a los hombres tener siempre alimentos frescos, siempre a mano, siempre iguales a sí mismos. Lo mismo sucede en Jauja, el lugar mágico de la abundancia soñado por el imaginario popular de la Edad media y Moderna.

La ciencia y la técnica (primero en el ámbito de la economía agrícola y después a través de la revolución industrial) han estado siempre al servicio de este proyecto, mediante dos líneas de acción principales: prolongar el tiempo y detenerlo. Las estrategias para alcanzar estos objetivos fueron, respectivamente, la diversificación de las especies y las técnicas de conservación de los alimentos.

El primer objetivo era diversificar las especies para hacerlas producir durante más tiempo a lo largo de todo el año. Los textos agronómicos de todas las épocas han dedicado muchas páginas a esta cuestión. La multiplicación del número de especies cultivadas y los cuidados prestados a la diversificación de sus tiempos decrecimiento pretendían superar, ampliamente, los límites naturales de producción: por ejemplo, se seleccionaban y cultivaban muchas especies de manzanas, peras y otras frutas.  

El segundo objetivo es elaborar métodos eficaces de conservación de los productos vegetales y animales, para poder utilizarlos más allá de su ciclo natural de crecimiento. La alimentación campesina, en particular, ha tendido siempre hacia productos y comidas que se podían conservar durante mucho tiempo, sobre concentrándose en aquellos, como los cereales y las legumbres, que se podían almacenar durante meses, o incluso años, simplemente conservándolos en lugares secos, elevados o subterráneos. En cuanto a los alimentos perecederos, se han dedicado muchas energías a lo largo de los siglos con el objetivo de elaborar técnicas muy diferentes para mantenerlos en sazón

Antiguamente se trataba de mantener los alimentos como la naturaleza los producía aislándolos del aire, por ejemplo -aconsejaba Aristóteles- envolviendo las manzanas en una capa de arcilla. Pero el método de conservación más usado fue el secado, practicado al calor del sol (allí donde el clima lo permitía) o bien con el humo (en los países fríos), pero más normalmente (y en todas partes) con la sal, protagonista de primerísimo plano de la historia de la alimentación, ya que, además de dar sabor a los alimentos, tiene la propiedad de secarlos y por tanto de mantenerlos en sazón. Carne, pescado y verduras se han conservado tradicionalmente en sal, lo que constituía la principal garantía de subsistencia de una economía rural que no podía confiarse al mercado cotidiano o al capricho de las estaciones. Por este motivo, podemos pensar en el gusto salado como la característica de la cocina pobre.

Otros procedimientos de conservación fueron aquellos a base de vinagre y aceite (el primero mucho más accesible que el segundo), de miel y de azúcar. Este último, introducido en Europa en la Edad media, fue durante mucho tiempo privilegio de unos pocos, y solo perdió su carácter elitista a principios del siglo XIX: se creó entonces, durante varios siglos, una contraposición entre gusto dulce y gusto salado como atributos de modelos alimenticios socialmente diferenciados. Sin embargo, en general, todas estas sustancias (la sal y el azúcar o la miel y el vinagre o el aceite) servían para conservar productos solo a costa de «modificar» de manera más o menos radical su gusto original.  

El mismo principio -manipular y modificar las cualidades naturales de los alimentos- valía para una técnica también muy difundida como la de la fermentación, decisiva desde el punto de vista cultural (y simbólico, si se quiere) por ser la expresión de la capacidad humana de sacar ventaja, controlándolo, de un proceso natural en sí mismo negativo como el de la putrefacción. De esta capacidad nacieron inventos extraordinarios como el queso y otros derivados de la leche, los jamones y otros fiambres que unen la fermentación y la salazón. La fermentación ácida de verduras como la col se utilizó en regiones centro-septentrionales de Europa, en China, Japón y otras regiones del mundo.

Solo el uso del frío (además de las técnicas «selladoras» de las que hablaba Aristóteles) podía permitir formas de conservación más respetuosas con la naturaleza original de los productos. Desde la Antigüedad se ha recogido y utilizado nieve y hielo para este fin, ya sea en estructuras privadas (neveras de las casas patronales o agrícolas), ya sea por iniciativa pública (en París la última nevera común fue construida a mediados del siglo XIX).

La industria del frío, que durante el siglo XIX creó los primeros frigoríficos y más tarde los congeladores, ha marcado un cambio decisivo hacia la posibilidad de conservar los alimentos sin alterar el gusto de base.

Los métodos de conservación de los alimentos, perfeccionados bajo el impulso del hambre, han sobrepasado rápidamente tal dimensión con una especie de transferencia tecnológica que los ha visto aplicados a la alta gastronomía: han nacido así muchas delicatesen destinadas al mercado. Pensemos en el fiambre y en los quesos, o en la gran tradición de las confituras, «productos típicos» que constituyen una parte decisiva de nuestro patrimonio gastronómico. De este modo se revelan los lazos, a veces insospechables, entre el mundo del hambre y el del placer.

El invento no nace solo del lujo y el poder, sino también de la necesidad y la pobreza -y, en el fondo, es esta la fascinación de la historia de los alimentos: descubrir cómo los hombres, con su trabajo y fantasía, han intentado transformar las dentelladas del hambre y el ansia de la penuria en potenciales ocasiones de placer.

La lucha por el dominio del espacio es una especie de alternativa (o variante) al juego del tiempo: procurarse el alimento en otros lugares, más o menos lejanos, intentando vencer la servidumbre del territorio además del cambio estacional de los productos.  

La acción sobre el espacio y la acción sobre el tiempo se entrecruzan y refuerzan una a otra. Pero con el paso de los siglos la primera tiende a ser más importante que la segunda; el fenómeno es visible ya en la Edad media, con el crecimiento de las rutas comerciales, y siempre es más evidente con los viajes alrededor del mundo, que se multiplican a principios del siglo XVI.  

El paso decisivo fue la revolución de los transportes, inducida por la industrialización de los siglos XIX y XX, que permitió resolver en otro lugar los problemas de aprovisionamiento alimenticio, restándoles importancia a las técnicas de diversificación productiva y a las de conservación, o al menos combinándose con ellas con un peso cada vez más significativo. Finalmente, la relación de los hombres con el espacio se ha modificado radicalmente, ampliándose hasta explotar en la lógica de la aldea global.

Hoy en día en los países industrializados es posible encontrar productos frescos en cualquier época del año, utilizando el sistema-mundo como área de producción y de distribución. Esto constituye una auténtica revolución, si pensamos en la nueva dimensión planetaria de la economía alimenticia y en la amplitud del cuerpo social involucrado (al menos en los países ricos, los mecanismos del mercado global y la drástica bajada de los costes han alargado, potencialmente, la franja de consumidores a casi la totalidad de la población). En el plano cultural, sin embargo, esta revolución solo es aparente: las necesidades y los deseos que satisface son necesidades y deseos antiguos, aunque en un tiempo se cumplían en espacios más limitados y para un número más reducido de consumidores.

Los alimentos fuente de conflictos sociales

Y el hombre creó sus plantas y sus animales. Pero aquel hombre históricamente no existe, es una abstracción que se encarna en hombres concretos, que viven en sociedades más o menos complejas en el interior de las cuales los enfrentamientos de poder y los conflictos por el control de los recursos son una realidad permanente.  

En las sociedades más simples la contraposición se da entre clases dominantes y clases subordinadas en comunidades y territorios. Por ejemplo, la sociedad feudal de la Edad media europea vio emerger un grupo dominante de señores que controlaban el trabajo campesino, el aprovechamiento del bosque y los intercambios comerciales. En una palabra, los nudos de la producción y de la economía alimenticia. En este contexto las revueltas o, más a menudo, las protestas campesinas (que raramente asumen el peso y la amplitud de verdaderas revueltas) tienen como objetivo el mantenimiento de derechos adquiridos, cuando estos se ponen en duda: esto ocurre, en particular, cuando el privilegio señorial tiende a excluir del uso del bosque a la población, reservando para sí los derechos de caza o pasto.  

La popularidad de leyendas como la de Robin Hood refleja no solo la fascinación por las aventuras al margen de la ley, sino también «la imagen utópica de un mundo en el que se pudiese ir a cazar y comer carne libremente». La libertad de acceso a los recursos naturales es un motivo central en las reivindicaciones de los campesinos ingleses en 1381, así como en la Alemania de 1525.
En Italia, el país de más fuerte y decisiva tradición urbana, se ejercieron formas análogas de dominio por parte de la ciudad sobre el territorio circundante, que en la Edad media tomó el nombre de contado (del que viene contadini). El condado se convertirá en un espacio de control ciudadano sobre todas las de la producción alimenticia: el trabajo de los campesinos, la distribución de los productos a través de los mercados o las manufacturas alimenticias. También en este caso un grupo dominante (la clase de poder en la ciudad) logra imponer un «orden» alimenticio que tiene como primer objetivo satisfacer las propias necesidades (el aprovisionamiento de productos para los mercados y consumos urbanos) normalmente con perjuicio del consumo de la comunidad rural sometida.

Las tensiones explotan sobre todo en los casos de penuria alimenticia o de carestía, cuando los habitantes del condado se agolpan a las puertas de la ciudad en busca de comida y son -en los casos más dramáticos - violentamente expulsados.

Más complejos son los conflictos «transversales», que no ocurren en el interior de un conjunto social y político, sino entre una sociedad (su grupo dominante) y otra. Aún refiriéndonos a los ejemplos precedentes, si un señor feudal o una ciudad controlaban los recursos alimenticios del territorio sometido, al mismo tiempo se establecían tensiones y conflictos con otros señores y otras ciudades, que podían llevar a una relación dominante/dominado entre las dos instituciones paralelas.  
En la época de desarrollo de los estados nacionales o de sistemas políticos más complejos, la relación dominante/dominado se aplicaba a mayor escala. Es típico el caso de la Inglaterra moderna, que a través de la clase de los terratenientes ejercía un estrecho control sobre los recursos alimenticios irlandeses, haciéndose llegar los productos más valorados (carnes, trigo etcétera) y dejando en el lugar, destinados al consumo local, solo los productos de menor valor comercial y nutritivo. Gracias a este mecanismo, durante el curso del siglo XIX los campesinos irlandeses se vieron obligados a consumir casi exclusivamente patatas, de modo que la doble carestía de 1846 y 1847 diezmó a la población y la empujó a cruzar el océano: no por falta absoluta de comida, sino porque el sistema económico-alimenticio estaba gobernado por un rígido mecanismo de dominio del más fuerte sobre el más débil.

Además, a principios del siglo XVI los mecanismos de control del espacio alimenticio habían crecido a escala mundial, con la afirmación del dominio europeo (Estados y compañías privadas de explotación) en el continente asiático y, tras el «descubrimiento» de Colón, en el americano. En todas las latitudes, los equilibrios económicos y las estructuras productivas del Nuevo Continente fueron alteradas en favor de los dominadores europeos, que utilizaron los territorios conquistados como espacios productores de comida, exportando a ultramar todos los productos fundamentales de la dieta europea, plantas y animales: antiguas plantas mediterráneas (la clásica tríada trigo, vid y olivo) así como los principales animales de pasto (bueyes, caballos, cerdos) pasaron en aquellos años más allá del gran mar océano. Lo mismo sucedió con el café y la caña de azúcar, productos de origen mediooriental que los árabes y los turcos habían descubierto a los occidentales y que estos no tardaron en trasplantar en las colonias americanas para satisfacer los nuevos deseos del Viejo Continente, con lo que comenzó un capíitulo importante en la historia de la colonización y del esclavismo.

Menos devastadora fue la transformación de las economías asiáticas, que, sin embargo, también estuvieron muy condicionadas por los intereses de las compañías comerciales y el consumo de los europeos. El encuentro entre países ricos y países pobres, que, a pesar de la buena voluntad de unos pocos y el ambiguo paternalismo de muchos, revela cada vez más el gigantesco conflicto de intereses contrapuestos que caracteriza la sociedad actual, es casi la versión ampliada -fruto de la economía global de los enfrentamientos por el control y el uso de recursos alimenticios que desde siempre han acompañado la historia de los hombres.

Las diferencias culturales en las formas de cocinar

Las tensiones culturales que implican las prácticas de cocina hacen que no sean ideológicamente neutras y no sea fuente de discrepancias. Por ejemplo, la costumbre de Carlomagno de comer carne asada y su rechazo a la carne hervida es fácil intuir, más allá de las predilecciones individuales, también están presentes algunos valores culturales bien definidos, como los que Lévi-Strauss nos ha enseñado a leer en las modalidades de cocción de los alimentos.

No solo en las sociedades tradicionales, sino incluso en la actualidad, lo asado y lo hervido desempeñan funciones opuestas en el plano simbólico, «significan» cosas diferentes en el habitual juego de oposiciones entre cultura y naturaleza, lo doméstico y lo salvaje. Oposiciones ambiguas, porque incluso la elección a favor de la naturaleza es eminentemente cultural.

 

En la elección de los alimentos y de las técnicas de cocción, el asado está precisamente en la parte de la «naturaleza» y de lo «salvaje», porque no requiere otros medios además del fuego, sobre el que la carne se cuece violenta y directamente. ¿Qué otra cosa podríamos imaginar al final de una batida de caza, como las que solían hacer los aristócratas medievales y del Antiguo Régimen, sino un animal asado, girando sobre las llamas de una hoguera? Para aquellos hombres el gusto fuerte de la carne asada era una costumbre que rozaba la obviedad, y como tal aparece en la descripción de las costumbres de Carlomagno.

Lo hervido, en cambio, que «media» a través del agua la relación entre fuego y comida, y requiere el uso de un recipiente o sea una manufactura «cultural»- para contener y cocinar las carnes, tiende a asumir significados simbólicos ligados más bien a la noción de domesticidad. El ámbito natural de este tipo de preparaciones es, de hecho, más la cocina campesina que el bosque.

Una verdad que se prolonga hasta nuestros días y ha sido confirmada por una gran cantidad de indicios, no solo escritos sino también arqueológicos.

La gran protagonista de esta cocina (como hasta hace poco tiempo sucedía en nuestros campos) era la olla colgada sobre el fuego siempre encendido protegido por un círculo de piedras en medio de la habitación. También en las chimeneas de pared de las casas burguesas , se colgaban ollas, e incluso las cocinas monásticas daban preferencia a las preparaciones en olla (de carnes pero sobre todo de legumbres y verduras).

Los valores simbólicos atribuidos a los hervidos (domesticidad, cultura, una «dulce» relación con la comida-se basaban en una realidad de mayor economicidad y rentabilidad (valores importantes en el mundo campesino y extraños para la mentalidad aristocrática). Cocinar en una olla, en vez de hacerlo directamente en el fuego, significaba no desperdiciar los jugos nutritivos de la carne, retenerlos y concentrarlos en el agua. El caldo así obtenido se podía reutilizar para otras preparaciones, junto con nuevas carnes, cereales, legumbres o verduras.

Cuando se usa una olla se piensa en el ahorro, en la conservación. Además, el empleo del agua era indispensable cuando se trataba de cocinar carnes saladas, como eran, en su mayor parte, aquellas consumidas por los campesinos (mientras que la carne fresca era más bien una señal de privilegio social).

En la oposición asado/hervido hay también, implícita, una contraposición de género. La olla que hierve en el fuego doméstico pertenece a la competencia femenina. La gestión del fuego para asar la carne es frecuentemente una operación masculina, que inspira imágenes de brutal simplicidad, de dominio inmediato sobre las fuerzas naturales. En toda su ambigüedad, estas imágenes continúan condicionando nuestra manera de pensar la relación con los alimentos. Las barbacoas al aire libre, que ostentan gestos rudos y maneras esenciales, son el residuo de sugestiones antiguas, que aún hoy se contraponen a la complejidad de la cocina elaborada y doméstica. Los utensilios de picnic se compran hoy en el supermercado y el carbón listo para usar sustituye a la búsqueda de leña y ramas para encender el fuego, pero la ilusión es siempre la de una relación fuerte y directa con la naturaleza, para construir o reencontrar. El estilo de vida del cazador, o quizá del vaquero, no ha perdido su fascinación e incluso puede llegar a ser un factor de identidad nacional cuando se asimila de manera consciente al ideal de una sociedad, como la estadounidense, que admira la cocina europea pero sigue considerándola excesivamente sofisticada.

Cocina y prácticas de salud

El uso del fuego y las prácticas de cocina sirven para «mejorar» los alimentos, desde el punto de vista no solo del gusto sino también de la seguridad y de la salud. La complicidad entre cocina y dietética (5) es un dato permanente y, por así decirlo, originario de la cultura alimenticia, que quizá podamos atribuir al momento mismo en el que el hombre aprendió a usar el fuego para cocinar los alimentos. Este simple gesto tuvo seguramente desde el inicio el objetivo de hacer la comida más higiénica y más sabrosa: podemos decir que de algún modo la dietética nace con la cocina.  

Con el paso del tiempo esta relación se hizo más consciente y elaborada, y evolucionó como ciencia dietética dentro de la reflexión y la práctica médica: así sucedió en la Grecia antigua, donde, entre los siglos V y IV a. de C. , Hipócrates de Cos fundó una escuela de pensamiento que duró en Europa un par de milenios; así sucedió en otras civilizaciones como la india o la china, que elaboraron un pensamiento médico y filosófico estrechamente ligado a las prácticas de cocina, lleno de significativas conexiones con la tradición occidental.

La medicina premoderna ha sido definida a menudo como «galénica» en honor del médico romano Galeno de Pérgamo (siglo I a. de C. ), cuyas enseñanzas, que retomaban y desarrollaban las teorías de Hipócrates, permanecieron vivas hasta pasado el siglo XVII. Esta se basaba en un principio fundamental, del que derivaba la mayor parte de las ideas y las prácticas relativas al cuidado del cuerpo: cada ser vivo -hombres, animales, plantas- posee una «naturaleza» particular debida a la combinación de cuatro factores, combinados de dos en dos: calor y frío, seco y húmedo. A su vez, estos derivan de la combinación de cuatro elementos (fuego, aire, tierra y agua), que constituyen el universo. El hombre puede decir que goza de una salud perfecta cuando en su organismo los diferentes elementos se combinan de manera equilibrada, proporcionada. Si uno de ellos prevalece sobre los demás, por un estado ocasional de enfermedad, por la edad (los jóvenes son más «cálidos» y «húmedos», los ancianos más «fríos» y «secos»), por el clima y el ambiente en el que uno vive, por la actividad que se desarrolla o por cualquier otra razón, es indispensable restituir el equilibrio con las medidas adecuadas, como el control de la alimentación.  

Por ejemplo, la persona que esté afectada por una enfermedad que le hace demasiado «húmedo» debe preferir alimentos de naturaleza «seca», y viceversa. El individuo que goza de buena salud, en cambio, debe consumir alimentos equilibrados o, como se decía, «moderados». Justo aquí es donde interviene la cocina, entendida como el arte de la manipulación y de la combinación, dado que en la naturaleza no existen alimentos perfectamente equilibrados.

Se necesita por lo tanto una intervención para corregir las cualidades naturales del producto (clasificadas según una complicada tabla de intensidad o «grados») y reconducirlos a su justa medida. Si un alimento está desequilibrado por «calor», habrá que modificarlo hacia el «frío», o bien acompañarlo con ingredientes «fríos» según dos líneas principales de actuación: las técnicas de cocción y las modalidades de combinación entre alimentos. Sobre esta base se asienta la idea, típica de la cultura antigua, medieval y renacentista, de que la cocina es fundamentalmente un artificio, un arte combinatorio que tiende no ya -como nos podría parecer obvio- a valorizar la naturaleza de los productos, sino a rectificarla, a corregirla.

El hecho de considerar un alimento como “caliente” o “frío”no depende tanto de su temperatura sino del valor simbólico que se le adjudica pudiendo variar éste de una cultura a otra. Así, la Medicina Tradicional China se basa en la alternancia y equilibrio de dos energías Universales y Primarias: el Ying y el Yang (13): El Ying es materia y simboliza el frío, la noche, la mujer, la luna… El Yang es energía y simboliza el día, lo masculino, el sol, el calor…
Por lo tanto, cualquier desviación de la salud sería un desequilibrio en este sistema consistiendo, de forma muy simplificada, en la falta de Ying y exceso de Yang (ardor de estómago, úlcera, alergia alimentaria, gastroenteritis…) o falta de Yang y exceso de Ying (estreñimiento, obstrucción intestinal, cáncer colo-rectal…). De esta manera, una yangnificación del estómago (uno de los cinco órganos principales y generador de la energía básica para el funcionamiento vital, lo que en términos de fisiología occidental llamamos proceso metabólico de oxidación-reducción) produciría calor, dolor, infección, postración, etc y se trataría con una alimentación fría o Ying.
Cualquier órgano o víscera es susceptible de sufrir estos procesos de exceso o falta de Energía, de hecho, en Medicina Tradicional China también se habla de la Yangnificación del Mental, concepto que se correlacionaría en la Medicina Occidental con un exceso de emotividad, ansiedad, y angustia que podría llegar a convertirse en un cuadro de características maniformes y/o histéricas en el que estarían desaconsejados el trigo, el pollo, las carnes rojas (por ser alimentos calientes) y el sabor amargo siendo su tratamiento dietético con alimentos fríos como el guisante, el cerdo y los sabores salados.

Bajo esta óptica se explican, sobre todo, las indicaciones sobre cómo cocinar los alimentos, que encontramos tanto en los recetarios de cocina como en los textos de dietética: una correspondencia precisa que debe mediar entre el tipo de carne (de diferente calidad según el género, la edad y el sexo del animal) y la cocción a la que está destinada. Si las carnes son secas, será preferible añadir agua, o sea, hervirlas; las húmedas habrá que secarlas, asándolas. «Las carnes de ciervo se comen hervidas -escribe el médico Antimo en el siglo vi-; los asados, si son de ciervo joven, son buenos. Pero si el ciervo es viejo, son pesados.

Criterios análogos orientan las combinaciones, otro punto fuerte de la dietética antigua y medieval que ha determinado muchas elecciones en el campo gastronómico. Elecciones que más tarde entraron en la costumbre y se conservan en la actualidad: ¿por qué se come el queso con peras o el melón con jamón? La combinación se basa en ambos casos en la dietética premoderna, que desconfiaba de muchos tipos de fruta (entre los que se encuentran las peras y el melón), juzgados como excesivamente húmedos y peligrosos para la salud: la función del queso o el jamón (ambos «secos») era la de «secar» la naturaleza de los productos a los que acompañaban.  

Como alternativa se puede recurrir al elemento secante por excelencia, la sal (en Francia se acostumbra rociar con ella el melón). Pero aquellas frutas no son solamente húmedas, sino también peligrosamente frías. Acompañando el melón con un vino fuerte y dulce (en Francia se sirve a menudo con un vasito de oporto) el problema se resolverá de manera excelente. En cuanto a las peras, no es casualidad que aparezcan cocidas en vino en la mayor parte de los menús medievales y renacentistas (incluso hoy en día es una tradición que se conserva en muchos lugares).

El «cocinero galénico», en cuya profesionalidad se reúnen el arte de la cocina y la sabiduría médica, presta una extraordinaria atención también a las salsas, que, oportunamente combinadas con carnes y pescados, tienen precisamente el objetivo de equilibrar las viandas, haciéndolas al mismo tiempo digeribles y sabrosas. Se unen ambas cualidades porque un principio esencial de la cocina y la dietética premodernas es que los alimentos, para que sean bien asimilados por el organismo, deben despertar a los jugos gástricos a través del placer de comer.


Que el deseo constituye el símbolo sensible de una necesidad, que el placer de satisfac

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