La niñez es la etapa evolutiva más importante ya que en ella se logran las adquisiciones básicas que tendrán trascendencia e implicancias durante toda la existencia del hombre; adquisiciones que permitirán poseer las habilidades necesarias que favorezcan la adaptación y el desempeño adecuado dentro de su contexto. El juego acompaña el paso de este desarrollo. Es el propósito de este trabajo descubrir la importancia de la actividad lúdica dentro de los tres primeros años de vida. Dado que son diversos los aspectos (biológicos, psicológicos y sociológicos) que forman parte del crecimiento y maduración del niño, se describirán, partiendo de una integración de distintos autores, las características generales que adquieren los procesos, la manera en que el crecimiento y la maduración tienen lugar en la actividad lúdica, condicionando intereses y preferencias, lo que permitirá enumerar los juegos esperados a cada edad, considerando la manera en que la realidad socio-cultural modifica o amplía a los mismos.
Se analiza el juego simbólico como expresión de fantasías, miedos, angustias y deseos particulares, adquiriendo las tonalidades singulares de la vida del niño. Asimismo la expresión simbólica de esta actividad fundamenta el empleo del juego como herramienta diagnóstica y terapéutica. Finalmente y de acuerdo a las posibilidades que brinda el juego de estimular la creatividad, la reflexión, la participación, la ejercitación de habilidades y destrezas, la adquisición de nuevas nociones, pero fundamentalmente de prever, anticipar y ensayar soluciones a posibles o reales conflictos, se evaluará el juego como herramienta favorecedora de la capacidad de resiliencia.
El juego en la niñez.
Estefania Cerone.
Trabajo presentado para la graduación como Lic. en psicología - Universidad Argentina John F. Kennedy.
Resumen
La niñez es la etapa evolutiva más importante ya que en ella se logran las adquisiciones básicas que tendrán trascendencia e implicancias durante toda la existencia del hombre; adquisiciones que permitirán poseer las habilidades necesarias que favorezcan la adaptación y el desempeño adecuado dentro de su contexto. El juego acompaña el paso de este desarrollo. Es el propósito de este trabajo descubrir la importancia de la actividad lúdica dentro de los tres primeros años de vida. Dado que son diversos los aspectos (biológicos, psicológicos y sociológicos) que forman parte del crecimiento y maduración del niño, se describirán, partiendo de una integración de distintos autores, las características generales que adquieren los procesos, la manera en que el crecimiento y la maduración tienen lugar en la actividad lúdica, condicionando intereses y preferencias, lo que permitirá enumerar los juegos esperados a cada edad, considerando la manera en que la realidad socio-cultural modifica o amplía a los mismos. Se analiza el juego simbólico como expresión de fantasías, miedos, angustias y deseos particulares, adquiriendo las tonalidades singulares de la vida del niño. Asimismo la expresión simbólica de esta actividad fundamenta el empleo del juego como herramienta diagnóstica y terapéutica. Finalmente y de acuerdo a las posibilidades que brinda el juego de estimular la creatividad, la reflexión, la participación, la ejercitación de habilidades y destrezas, la adquisición de nuevas nociones, pero fundamentalmente de prever, anticipar y ensayar soluciones a posibles o reales conflictos, se evaluará el juego como herramienta favorecedora de la capacidad de resiliencia.
Introducción
Dentro del ciclo evolutivo, la niñez es la etapa más importante porque en ella se logran las adquisiciones básicas que tendrán trascendencia e implicancias durante toda la existencia del hombre; adquisiciones que permitirán poseer las habilidades necesarias que favorezcan la adaptación y el desempeño adecuado dentro de su contexto.
Durante los tres primeros años se consolidan diversos logros que se suceden rápidamente, de manera interrelacionada, como ser: la motricidad y la marcha; el lenguaje y la evolución de la actividad mental.
El desarrollo de los primeros años del niño es fundamental para la construcción de la subjetividad, la formación de un Yo autónomo y el establecimiento de las condiciones necesarias para alcanzar las primeras relaciones objetales. Uno de los aspectos más importantes de esta etapa de la niñez, que colaborará en el sano desarrollo psico-afectivo, es la actividad lúdica pues le permite al niño:
. Ejercitar las habilidades y destrezas alcanzadas, tomando conciencia de sus propias posibilidades y limitaciones físicas e intelectuales.
. Construir nociones y conceptos a través de sus propias vivencias.
. Expresar sus gustos e inclinaciones, sus deseos y fantasías.
. Desarrollar su capacidad imaginativa.
. Ensayar soluciones a sus conflictos, dominar su miedo, tramitar su angustia.
Por lo expuesto precedentemente, el presente trabajo investigará la importancia del juego durante los tres primeros años de vida.
Los objetivos propuestos son:
1) Describir los aspectos físicos, psíquicos y socio-culturales del desarrollo infantil y su influencia en la actividad lúdica.
2) Indagar la importancia de la participación de los adultos en el desempeño lúdico.
3) Estudiar el juego simbólico, como medio de expresión de la propia vida y de tramitación de los miedos y angustia.
4) Evaluar los fundamentos del juego como herramienta diagnóstica, terapéutica y favorecedora de la capacidad de resiliencia.
Acerca del juego
Diversos autores han estudiado la actividad lúdica en la niñez y se han centrado sobre diversos aspectos de la misma [1, 2, 3, 4, 5, 6]
El juego es la actividad propia de los niños, a la que dedican mucho tiempo. Freud [1] manifiesta que es la ocupación más intensa y preferida del niño. En esta ocupación, tomada muy en serio, el niño emplea grandes montos de afecto. Sin embargo, esta investidura afectiva, no lo lleva a confundir la realidad con su mundo del juego.
El niño puede jugar solo o con otros niños con quienes forma un sistema psíquico cerrado a los fines del juego, y aunque no juega para los adultos como si fueran su público, no oculta su jugar de ellos.
La tesis de Winnicott [5] se apoya en una concepción del juego como aquella capacidad de crear un espacio intermedio entre lo que está afuera y lo que está adentro, que no se vale de juegos regulados, adquiridos como fantasías o rituales, sino que se sitúa en el origen de la experiencia cultural. Considera el juego como una primera manifestación de vivencias creadoras, logradas a través de los objetos transicionales.
No se encuentra adentro (según cualquier acepción de la palabra). Tampoco está fuera porque no forma parte del mundo repudiado, ni del No Yo o lo que debió reconocer como verdaderamente exterior, fuera del alcance del dominio mágico. Así, el juego es una experiencia creadora, en el continuo espacio-tiempo; es una forma básica de vida. En esa zona intermedia que es el juego, el niño reúne objetos y fenómenos de la realidad exterior y los usa como muestra derivada de la realidad interna o personal. El autor sostiene que para dominar lo de afuera es preciso hacer cosas, y hacer cosas lleva tiempo. Jugar es hacer. Para Aberastury [4] las bases de la actividad lúdica son:
. La sustitución del objeto originario (cuya pérdida se teme y lamenta),
. La distribución de sentimientos en múltiples objetos,
. La elaboración de sentimientos de pérdida, a través de la experiencia de pérdida y recuperación.
Finalmente, Piaget [3] explica la evolución del juego de acuerdo a las etapas o estadios de la inteligencia por los que el niño atraviesa. Para este autor, la inteligencia es la forma de equilibrio hacia la cual tienden todas las estructuras. Constituye unos de los mecanismos psíquicos más importantes para los intercambios entre el sujeto y el universo. El equilibrio entre las acciones del organismo sobre el medio y las acciones inversas es lo que caracteriza a la adaptación.
Dentro de la adaptación, se distinguen dos procesos:
1) asimilación. Es el proceso en el cual el sujeto transforma la realidad en función de sus posibles esquemas de acción sobre ella [7].
2) acomodación. Constituye el proceso por el cual el niño transforma sus esquemas en función de las exigencias de la realidad.
Piaget [8] define a la actividad lúdica como uno de los polos en equilibrio: la asimilación. El juego deforma el mundo conforme sus deseos para asimilar lo real al Yo. Esto ocurre cuando la asimilación se disocia de la acomodación antes de reintegrarse en las formas de equilibrio permanente.
Entonces, podemos mencionar como características del juego las siguientes:
1) Comienza desde el momento en que la asimilación supera a la acomodación.
2) Empieza por confundirse con el conjunto de las conductas sensorio-motoras de las cuales constituye un problema: el de los comportamientos que no necesitan acomodaciones nuevas y se reproducen por puro placer funcional.
3) Se realiza simplemente por placer. Sin embargo, el factor primario del juego y que, en general, prima sobre la búsqueda de gozo como tal, es la asimilación simple (la repetición de un acontecimiento, aún uno penoso).
4) El objetivo es la actividad lúdica en sí misma, por eso no interesa obtener eficacia o perseguir resultados. Esto define su carácter autotélico. Aunque, no significa que el jugador no se interese por su juego.
5) Se realiza por iniciativa propia.
6) Existe un compromiso activo por parte del niño.
7) En el juego, los conflictos más precisos son transpuestos en forma tal que el Yo suprime el problema o hace que la solución sea aceptable, puesto que en las conductas del juego, el Yo somete al universo entero logrando librarse de los conflictos.
Los primeros años: características generales
Aberastury [4] considera necesaria la comprensión de la evolución del niño, dado que hay relaciones entre la maduración y el desarrollo que motivan la aparición o desaparición de un juego en una determinada etapa, pudiéndose encontrar a cada edad siempre el mismo juego. Más aún, no jugar en el momento adecuado al juego acorde al desarrollo acarrea perturbaciones.
Por ello estimamos importante estudiar las características generales de la niñez durante los tres primeros años, de acuerdo a los objetivos propuestos, para comprender cómo inciden los factores madurativos y del desarrollo en la actividad lúdica.
A continuación, se expone un gráfico en el que se destacan las principales conductas esperadas a cada edad, de acuerdo a los procesos de desarrollo y maduración, y cómo las mismas tienen su influencia en las distintas actividades lúdicas.
Antes del nacimiento
La historia de un niño comienza antes de su nacimiento, con hechos anteriores que dejarán marcas en su persona. Antes de su concepción, ya tiene un lugar dentro de las representaciones fantasmáticas de sus padres, que de alguna manera lo predeterminan: cómo se llamará, cómo lo imaginan, qué se espera de él. Todo está dentro del deseo de sus padres.
Desde las primeras interacciones con la madre, el bebé empieza a tener una imagen acerca de quien es, su lugar dentro de la familia en la cual ha nacido; sabe que pertenece a una sociedad y a una nación determinadas, y que está envuelto en una serie de confesiones ideológicas y/o religiosas. Esta comunicación, en esencia preverbal y de carácter emocional, se establece en forma inconsciente y puede o no devenir conciente con el tiempo.
La madre es el primer objeto a través del cual se va constituyendo el sujeto. Por eso el concepto que tenga aquella de él, además de los aspectos constitucionales del bebé, determinará y conformará su psiquismo, incluyendo su identidad. La identidad es una estructura cambiante, dado que si bien permite reconocerse como siendo el mismo a través de los años, se complejiza al ir incluyendo una sucesión de imágenes de nosotros mismos en el curso del tiempo, diferentes entre sí, pero formando parte integral de la representación que tenemos de nuestra persona [9]. De estas imágenes o representaciones intrapsíquicas se pueden reconocer dos orígenes: aquellas relacionadas con estímulos provenientes desde el propio sujeto y las de origen externo entre las que se encuentran las que tienen que ver con la forma y calidad emocional, cómo la madre pudo interactuar con el recién nacido a través de la alimentación, la comunicación, la mirada, las caricias. Esta influencia del exterior opera aún antes del nacimiento.
A su vez, el niño habitualmente forma parte del proyecto de una familia que también lo condiciona. La familia es la matriz de la identidad, es decir que imprime a sus miembros un sentimiento de identidad independiente.
Por medio de los procesos de socialización, las familias programan y moldean las conductas del niño y su sentido de identidad. La acomodación al grupo familiar y la asunción de las pautas transaccionales de la estructura familiar a través de los diferentes acontecimientos de la vida acompañan el sentimiento de pertenencia, que influye en el sentimiento de identidad. Las pautas transaccionales son las normas que regulan la conducta de los miembros de la familia, mantenidas por dos sistemas de coacción. El primero es genérico e implica las reglas universales que gobiernan la organización familiar. El segundo sistema de coacción es idiosincrásico, e implica las expectativas mutuas de los diversos miembros de la familia [10].
La acomodación de la familia a las necesidades del niño delimita áreas de autonomía que son experimentadas como separación: se le ha creado un territorio psicológico y transaccional [10].
A su vez la familia forma parte de una estructura más amplia que es la sociedad, que de igual modo imprime características singulares al desarrollo del niño y a la relación que éste mantiene con sus progenitores. Esta influencia puede descubrirse por medio de los conceptos que se sostengan sobre qué es un niño, cuál es la importancia de la infancia y cuáles son las necesidades biológicas, psico-afectivas y sociales del niño.
Los primeros meses
La conducta social más temprana se observa a los 15-20 días, cuando el niño responde sacando la lengua después de que un adulto haya efectuado dicha acción. El aspecto emocional se traduce en una única expresión que es el llanto, el que puede adquirir distintos tonos que le permiten a la madre diferenciar las causas que lo originan [11].
Asimismo, “el recién nacido (…) tiene como defensa reflejos que irán desapareciendo durante el primer año de vida, es decir que los primeros reflejos presentes en el momento del nacimiento van dando paso a acciones que al complejizarse permiten la estructuración psíquica y la construcción del pensamiento y el lenguaje” [12]. La maduración del Sistema nervioso Central (en adelante SNC) permite pasar de la actividad refleja involuntaria a la actividad psicomotriz voluntaria [12]
El desarrollo biológico brinda el fundamento sobre el que se apoya el desarrollo psico-afectivo. Numerosos autores se han dedicado a estudiar los aspectos psíquicos del niño [5, 12, 13, 14, 15], entre los que se encuentra Margaret Mahler [16] Dicha autora postula que durante los dos primeros meses de vida hay una relativa ausencia de catexia de estímulos externos y predominan los procesos fisiológicos. El recién nacido se encuentra la mayor parte del día en un estado de semisueño y semivigilia. Sólo se despierta cuando tiene hambre u otras presiones originadas por sus necesidades de manera tal que, cuando éstas son satisfechas, cae nuevamente en el sueño.
En esta fase el bebé desconoce la existencia de un agente maternante. El bebé se halla en una situación de desorientación alucinatoria primitiva considerando la satisfacción de las necesidades dentro de su órbita omnipotente, incondicionada y autística.
La fase autística, como Malher denomina al período que comprende estos dos primeros meses, permite lograr el equilibrio homeostático del organismo en el medio ambiente extrauterino, mediante mecanismos somatopsíquicos fisiológicos. Es decir, la consolidación postnatal de desarrollo fisiológico extrauterino.
La maternación permitirá gradualmente que el niño salga de su tendencia innata a la regresión vegetativa, promoviendo la conciencia sensorial de ambiente y del contacto con él. En otros términos, tiene que ocurrir un desplazamiento progresivo de la libido desde dentro del cuerpo a la periferia.
Este giro catéxico, alrededor del segundo mes, permite el inicio de la órbita simbiótica, en la cual el niño se muestra absolutamente dependiente de su copartícipe simbiótico. El infante se comporta y funciona como si él y su madre fueran una unidad dual, un sistema omnipotente.
El hecho de investir a la madre dentro de esa unidad hace de esta fase el terreno propicio a partir del cual se forman todas las relaciones humanas siguientes. El Yo rudimentario del pequeño tiene que complementarse con la relación emocional establecida con los cuidados maternos. Dentro de esta dependencia fisiológica y sociobiológica con la madre, se estructura la diferenciación que lleva a la organización para la adaptación: el Yo en funcionamiento. En otras palabras, la preocupación maternal primaria, conductas de sostenimiento, es el organizador simbiótico que da lugar a la individuación, es decir, al nacimiento psicológico.
Erikson [14] sostiene que la confianza necesaria que permite crear en el niño la base para un sentimiento de identidad, no está en relación a la cantidad de alimento o a la demostración de amor, sino a la cualidad de la relación materna. Las madres, en su cualidad, deben combinar el cuidado sensible de las necesidades infantiles con el firme sentido de confiabilidad personal.
Winnicott, en una ampliación del trabajo Transitional Objects and Transitional Phenomena publicado en 1951 [5] ha otorgado importancia a la función ambiental para la maduración personal. Para él, el elemento fundamental de esta función también es la madre. Asevera que la sensible adaptación de la madre a las necesidades de su hijo tiene por base la identificación con él. Éste evoluciona poco a poco en personalidad y carácter, y esta adaptación le otorga confiabilidad, al mismo tiempo que permite el afianzamiento de diferentes capacidades. La experiencia con esta confiabilidad a lo largo de un período hace nacer un sentimiento de confianza en el bebé. La fe en la confiabilidad de la madre, y por extensión en otras personas y cosas, permite la separación Yo - No Yo. El amor de la madre, que no es lo mismo que la satisfacción de las necesidades de dependencia, es el que ofrece la oportunidad para el tránsito de la dependencia a la autonomía, porque el espacio potencial se convierte en una zona infinita de separación.
Alrededor del tercer mes, se suscita una respuesta inespecífica que se denomina sonrisa social, tras el encuentro con una cara (frente a frente) en movimiento, que señala la entrada en el estadio de la relación con un objeto que satisface las necesidades [16].
El infante poco a poco comienza a percibir que la satisfacción de sus necesidades proviene de algún objeto-parte, aunque aún perteneciente a la órbita de la unidad dual omnipotente simbiótica. La madre es aún un objeto parcial. La necesidad se va transformando en deseo y, posteriormente, en el afecto específico de anhelo ligado a un objeto. Al mismo tiempo ocurre el nacimiento de la imagen corporal como representaciones del cuerpo contenidas en el Yo rudimentario. Dichas representaciones median entre las percepciones internas y las externas. Las sensaciones internas del infante, que constituyen el núcleo de su sí-mismo, son el punto fundamental en la cristalización del “sentimiento de sí-mismo” en torno al cual se establece el “sentimiento de identidad” [16].
Erikson [14] lo denomina Confianza Básica porque el niño debe adquirir una confianza tal que le permita confiar tanto en la mismidad y continuidad de sus proveedores externos, como en él mismo, de manera tal que pueda crearse el sentimiento de identidad y futuro sentimiento de ser aceptable y confiable para otros.
En la construcción de ese “sí mismo” o conciencia de mismidad, donde el cuerpo, la psique y lo mental son uno y sólo uno, participan todas las exploraciones que realice el niño, desde sus primeras relaciones con el mundo y con su propio cuerpo [7].
Este contacto frecuente con objetos y situaciones permite que los reflejos indiscriminados lleguen a convertirse en acciones discriminadas, voluntarias e inteligentes [7].
El comienzo de la actividad lúdica
En sus publicaciones más importantes Piaget [3, 8, 17] distinguió cuatro estadios del desarrollo cognitivo del niño, que están relacionados con actividades del conocimiento como pensar, reconocer, percibir, recordar y otras.
El primero de los cuatro estadios distinguidos por Piaget es el Periodo Senso-Motor que se extiende desde el nacimiento hasta los dos años aproximadamente, y precede al lenguaje. Allí, en el niño se produce la adquisición del control motor y el conocimiento de los objetos físicos que lo rodean.
La manipulación de los objetos se consigue después de su captación visual. Durante el tercer mes se completa el cristalino, lo que le permite al lactante converger los ojos sobre un objeto, cuando se le es acercado a la nariz. A esta edad trata de alcanzar y golpear objetos, pero sin lograr abrir los dedos para asirlos.
A los cuatro meses, si toman algún objeto con la mano, no pueden soltarlo voluntariamente; esto lo logra alrededor del quinto mes, donde manipula y suelta todas las cosas. Simultáneamente, a los cincos meses estudia sus dedos, juega con ellos y se los mete en la boca.
Con el advenimiento de la actividad perceptual dirigida hacia exterior, la atención del infante se expande gradualmente: el niño ya no entra y sale del estado de alerta, sino que tiene un sensorio en permanente estado de alerta durante la vigilia. A este proceso Malher [16] lo denomina ruptura del cascarón.
Tanto Piaget [3] como Aberastury [4] coinciden en situar el comienzo de la actividad lúdica alrededor de los cuatro meses, momento en el cual el bebé puede controlar sus movimientos, coordinándolos con la vista. Si el objeto está cerca puede acercar su mano para tomarlo, habiéndolo previamente focalizado con sus ojos. Pero, no sólo toca los objetos, sino que los lleva a su boca y los abandona a su voluntad.
Para Piaget [8] los juegos de ejercicio son los primeros en aparecer y no suponen ninguna técnica particular: son simples ejercicios que ponen en acción un conjunto variado de conductas sin modificar su estructura tal cual se presenta en el estado de adaptación actual. Es decir, que ejercen su estructura en el vacío con el placer mismo de funcionamiento como único fin.
No son de orden fijo o reflejo, sino que la actividad lúdica desborda ampliamente los esquemas reflejos y prolonga casi todas las acciones. Resumiendo, su función es ejercer las conductas por el simple placer funcional o placer de tomar conciencia de sus nuevos poderes. A través de los primeros juguetes, el bebé satisfará sus necesidades de agarrar, succionar o morder para alcanzar y consolidar sus destrezas y habilidades motoras.
El primer juego es “las escondidas” que consiste en esconderse tras la sábana o cerrar los ojos, lo que implica la desaparición o pérdida momentánea del mundo. Para Camels [6] constituye el primer juego de ocultamiento, dentro de los juegos de crianza en el cual se estimula y actualiza el miedo básico a la pérdida de referencia visual, otorgándole en el mismo acto las herramientas para elaborarlo. Además, permite elaborar la angustia del desprendimiento, el duelo por un objeto que deber perder.
Con el sonajero también se puede hacer aparecer y desaparecer algo: los sonidos. El niño sabe que golpeando los objetos se pueden producir sonidos. Algunos de éstos lo sobresaltan. Por eso el sonajero, además, le sirve para reproducir los sonidos y vencer el miedo. Sin embargo, no sólo con el sonajero se reproducen sonidos y se puede jugar.
Los babeos que son los primeros intentos de expresión (verbal) comienzan siendo objetos concretos para la mente, con los que se puede jugar. Así la repetición es un juego verbal.
Tanto el sonajero como el trozo de sábana que lleva a la boca y tras el cual se esconde simbolizan a su madre; y él puede así, manejarla con su mano. En esta etapa los juguetes son chupados, explorados, mordidos y tirados contra el suelo, a la espera de que le sean devueltos. Estos juegos lo tranquilizan y le permite experimentar (a través del ejercicio de la destreza que implica tomar y soltar los objetos) que puede perder y recuperar lo que ama.
Al encontrar la forma de elaborar sus angustias de pérdida, reclama con urgencia incontrolable la presencia de sus verdaderos objetos: los padres. Sobre todo de su madre, necesita saber que no ha desaparecido, que puede tenerla y contar con ella. Llora y se enoja si no lo consigue. Es que no ha logrado la permanencia de objeto, razón por la cual no dispone de la capacidad de comprender que puede estar en otro lado y se la puede encontrar.
Alrededor de los seis meses comienza la aparición de los dientes. Además, a partir de este momento, el lactante puede darse vuelta completamente, quedando sentado. Irá descubriendo sus pies, los que no reconoce como propios; por eso los mirará, chupará y morderá. El dolor que le cause morderlos lo sorprenderá.
Sin embargo, el bebé comenzará a diferenciar su propio cuerpo del de su madre: son pequeños intentos de separación-individuación. Esto se comprueba a través de conductas tales como tirar del pelo, las orejas o la nariz de la madre, poner comida en la boca de la madre y poner el cuerpo tenso para separarse de ella, conducta que le permite la exploración manual, visual y táctil del rostro, las partes vestidas y desnudas del cuerpo de la madre. Estos primeros intentos de ruptura se realizan de manera pasiva, es decir, permaneciendo en el estadio de unidad dual con la madre. Al niño le gusta aventurarse si su motricidad se lo permite; tratan de deslizarse del regazo materno, gatear y jugar, aunque permaneciendo lo más cerca posible de los pies de su madre.
Asimismo, a partir de los seis meses, encuentra un nuevo interés en sus juegos. Descubre que algo hueco puede contener objetos. Este descubrimiento es el anuncio de la forma adulta de expresar amor: entrar en alguien, unirse y separarse.
Utiliza todo cuanto sea penetrable y con lo que se pueda penetrar. Los ojos, oídos y boca de las personas que están cerca. Los objetos preferidos son objetos pequeños: herederos de sus dedos exploradores.
Luego de realizar estos juegos con su cuerpo y con el de las personas que lo rodean, pasa a jugar con cosas inanimadas: bañera, caños, tacitas, cerraduras, que son objetos de sus juegos. Un palo, un lápiz, todo sirve para poner y sacar, unir y separar.
Los aportes de Winnicott [5] respecto de los fenómenos transicionales permiten ampliar la comprensión acerca del proceso de separación-individuación del niño. El autor señala que en un principio el Yo dependiente del lactante no distingue entre “Yo” y “No Yo”. Es la madre o figura materna la que aportará un sostén a dicho Yo, a través de sus cuidados.
El bebé concibe la idea de que podría satisfacer su creciente necesidad, que surge de la tensión instintiva, pero no sabe qué debe crear para tal fin. En ese momento, la madre le ofrece su pecho con las correspondientes ansias de alimentarlo. Cuando dicha adaptación a las necesidades del niño es bastante buena, en otros términos, cuando la madre es suficientemente buena, se produce la ilusión en el bebé de que existe una realidad exterior que corresponde a su capacidad de crear.
El bebé percibe el pecho que le ofrece su madre porque ha creado uno en ese momento y lugar. El pecho es concebido como parte de él; su madre da leche a un bebé que es parte de ella.
Por otra parte, la madre no sólo ofrece la posibilidad para la ilusión sino que debe desilusionarlo gradualmente para preparar las frustraciones intrínsecas al destete. La tensión de vincular la realidad interior con la exterior se alivia con una zona intermedia de experiencia que no es objeto de ataques. Esta zona intermedia, que Winnicott [5] denominó “fenómenos transicionales” y que podemos ubicar entre el erotismo oral y la verdadera relación de objeto, es necesaria para la iniciación de la relación del niño con el mundo, la que debe ser posibilitada por una crianza bastante buena. Ésta necesita de un ambiente emocional exterior y de determinados elementos tales como los objetos transicionales. Denomina objetos transicionales a todos aquellos objetos que la madre coloca al alcance de los niños (sonajeros, muñecos, etc. ). A través de estos objetos, y sobretodo cuando se queda sólo, el niño se ilusiona, crea, imagina, empieza a jugar. En la evolución infantil, el niño va a pasar de estos objetos al juego. Estos objetos ayudan al crecimiento y con él, a la salud; y conducen a las relaciones del grupo, a la socialización.
La secuencia de hechos observables comienza con la introducción del puño en la boca del recién nacido hasta el apego por un osito, muñeca o cualquier juguete, ya sea duro o blando. Como mencionábamos anteriormente, la fase intermedia entre el pulgar y el osito, es decir entre el erotismo oral y la verdadera relación de objeto, la constituye los fenómenos transicionales. Se trata del uso de objetos que no forman parte del cuerpo, aunque el niño no los reconoce del todo como pertenecientes a la realidad exterior.
La actividad autoerótica de succionarse el pulgar puede complejizarse con determinadas experiencias como introducir un pedazo de sábana o frazada con los dedos de la otra mano (a la del pulgar succionado), puede también ocurrir que se aferre a un trozo de tela al que puede llegar a succionar. Desde los primeros meses el niño puede arrancar lana y reunirla para acariciarse. Además se producen movimientos de masticación, junto a balbuceos, ruidos anales, etc. Puede suponerse que estas experiencias funcionales estén acompañadas por la formación de pensamientos o fantasías.
Consecuentemente, alguno de estos fenómenos adquiere vital importancia en el momento de dormirse pues es una defensa contra la ansiedad. Así se convierte en lo que este autor denomina objeto transicional, como primera posesión. Si bien la relación con la primera posesión tiene vinculaciones con el objeto exterior (pecho materno) y con los objetos internos (pecho mágicamente introyectado), es distinta de ellos.
Estas pautas de fenómenos transicionales empiezan desde los cuatro o seis meses hasta los ocho o doce meses, aunque las mismas pueden persistir en la niñez, por ejemplo, en los momentos de soledad, a la hora de acostarse, al hallarse en situaciones de peligro o con un estado de ánimo deprimido.
Si bien los varones tienden a adquirir juguetes duros, mientras que las niñas se orientan a la adquisición de muñecos que conformen una familia, no existe diferencia apreciable entre la adquisición del objeto transicional como primera posesión “No Yo”.
Desde los siete u ocho meses el niño comienza con una pauta visual de “verificación de la madre”. Una vez que el infante ha llegado a individuarse lo suficiente como para reconocer el rostro de la madre, se aplica a una mayor exploración, controlando y comparando los rasgos del rostro de otros y de la madre con las imágenes internas que tiene de éste último (compara lo familiar con lo no familiar). Asimismo, a partir del octavo mes, se observa lo que Spitz [15] denominó “angustia del octavo mes”, que implica la curiosidad del niño acerca del extraño, para averiguar sobre él, tan pronto como éste desvía su mirada. Es la reacción frente a extraños, expresada a través de gritos, llantos, aferrarse a los padres o huir. Esta angustia representa la adquisición del esquema familiar y el contraste que siente por lo desconocido.
A partir de los ocho meses, aparecen las primeras conductas inteligentes. Hay intencionalidad sobre las acciones, y por ello se está frente a la presencia de la inteligencia. Los esquemas conocidos se aplican a situaciones nuevas, siendo susceptibles de continuarse por intermedio de manifestaciones lúdicas en la medida en que son ejecutadas por pura asimilación.
La movilidad de los esquemas permite la formación de verdaderas combinaciones lúdicas. Así el sujeto pasa de un esquema a otro sin ensayarlo ni esforzándose por la adaptación.
Simultáneamente, en esta época se manifiestan las diferencias anatómicas sexuales en los juegos: las niñas prefieren depositar objetos en un hueco, repitiendo la experiencia. Por su parte, el varón elige juguetes con los que pueda penetrar. La elección por el tipo particular de juego se hace patente, a pesar de que su interés no es exclusivo dado su condición bisexual.
Busca en el agua, la tierra y la arena los sustitutos permitidos de las heces y la orina, con lo cual dejan de ser sustancias para convertirse en objetos tales como niños, castillos, animales salvajes, mangueras para apagar incendios, líquidos con poderes mágicos. Más tarde, el adulto le brindará plastilina con la que moldeará objetos. Paralelamente, el desarrollo psicomotor también permitirá al infante lograr autonomía. Durante los ocho y nueve meses, puede observarse una oposición del pulgar completa, permitiéndole utilizar sus manos como pinzas. A esta edad, ya gatea y sube algún tramo de una escalera, aunque no puede bajar [11].
Recién a los once meses gatea hacia atrás y baja de alguna escalera o cama primero con los pies. Si se toma de algún objeto, puede mantener su equilibrio, y a partir de los once a trece meses, comienza a caminar [11].
Como la fecundidad le empieza a interesar, sus juguetes predilectos serán los tambores, globos y pelotas y demás juegos simbolizantes del vientre fecundo. Luego, el tambor (que puede ser reemplazado por una olla y una cuchara) se convierte en un medio de comunicación y por último en un objeto para la descarga de las tendencias agresivas. Esta descarga motriz está facilitada por el hecho de que es irrompible, lo que disminuye en el niño el temor a sus tendencias destructivas y, en consecuencia, también la culpa.
El cuerpo de la madre y el propio se simbolizan con las esferas. Niño y niña se identifican con su madre y quieren un hijo dentro de su cuerpo, lo fantasean y juegan con ese deseo; hijo que se hará palabra (pues la palabra es un objeto concreto capaz de reemplazar mágicamente al objeto real externo). Cuando dice “nene” es como si tuviera un hijo.
Muñecas y animales corporizan a estos hijos fantaseados, objetos de amor y malos tratos. De este modo comienza el aprendizaje de la maternidad y la paternidad. Todos los utensilios y elementos que sirvan para recibir y dar alimentos, o para someter a privaciones a sus hijos, condensan la experiencia de pérdida y recuperación. Tanto niños como niñas juegan indistintamente a alimentar y alimentarse.
De la locomoción al lenguaje
Habiendo adquirido la locomoción, el infante se esforzará por alcanzar su autonomía y salir del alcance materno. Ahora que puede andar no vacila en satisfacer su necesidad de actividad y su curiosidad, encontrándose muchas veces, en situaciones peligrosas.
Con el estímulo de las funciones autónomas, tales como la cognición, y en especial, la locomoción vertical, comienza el idilio con el mundo. Caminar en postura vertical cambia el plano de su visión. La principal característica de este periodo de ejercitación de la locomoción es el gran investimiento narcisístico del niño en sus propias funciones, su propio cuerpo, objetos y objetivos de su realidad en expansión. También se lo puede ver con una gran impermeabilidad a los golpes y caídas y otras frustraciones como el arrebatamiento de un juguete por otro niño. La locomoción vertical produce un gran regocijo sobre el humor general del infante [16].
En síntesis: la marcha tiene variados significados, tanto para la madre como para el deambulador. Para éste, es la demostración de que puede incorporarse al mundo de los seres humanos independientes. Es importante para que el niño experimente un sentimiento de seguridad en sí mismo, la expectación y confianza de la madre de que su hijo puede lograrlo. El aliento inicial lo impulsa a intercambiar parte de su omnipotencia mágica por el placer de la propia autonomía y creciente autoestima [16].
Cuando la madre no está cerca de él, el niño sufre una bajada en su tono, disminuye su movilidad gestual y de actuación, se reduce su interés por el ambiente y está preocupado con una atención concentrada hacia adentro, llamada “evocación de imágenes”.
El ejercicio y dominio de las propias habilidades y capacidades autónomas tienen sustento en una inteligencia exclusivamente práctica (anterior al lenguaje) que se aplica a la manipulación de objetos utilizando percepciones y movimientos de acción organizados en “esquemas de acción” [8]. Estos esquemas de acción se multiplican y diferencian hasta alcanzar una flexibilidad que le permite al niño lograr variados resultados.
Así los distintos esquemas de acción de épocas anteriores y los nuevos que se van adquiriendo se coordinan de tal manera que formarán más tarde las nociones o conceptos del pensamiento propiamente dicho. Es decir que se produce una interiorización de los esquemas, lo que indica la posibilidad de una combinación mental interiorizada dando nacimiento a la inteligencia representativa. Luego del primer año, el niño comienza a descubrir medios nuevos; no sólo trata de reproducir el resultado obtenido anteriormente, sino que además tratará de comprender fenómenos nuevos.
Así, tras un acontecimiento fortuito, el niño se divierte en combinar gestos inconexos entre sí, sin querer experimentar realmente con ellos. Luego, repite los gestos habituales y hace un juego de combinaciones motoras. Estas combinaciones son nuevas y casi inmediatamente lúdicas; inadaptadas a las circunstancias exteriores. El niño complica las cosas y repite minuciosamente todos sus gestos (útiles e inútiles) con el fin de ejercer su actividad de la manera más completa posible. “El juego se presenta bajo la forma de una extensión de las funciones de la asimilación más de allá de los límites de la adaptación actual” [3].
Durante el período sensorio-motor se construyen las categorías de objeto, espacio, causalidad y tiempo. Son categorías de acción pura, todavía no son nociones de pensamiento [8].
La noción de permanencia de objeto no es innata, necesita varios meses para construirse. Supone la localización del objeto, que a su vez supone la organización del espacio; éste, por su parte, presume relaciones particulares del tipo arriba-abajo, etc.
Piaget [17] da cuenta de que la sola percepción del objeto no implica la creencia en su permanencia. La construcción del esquema de objeto va a tener diversas influencias en el área afectiva: se trata principalmente de la objetivación de los sentimientos y su proyección en otras actividades que no son únicamente las del Yo.
El esquema de objeto permite la discriminación de un polo exterior respecto de uno interior; se perciben de este modo, los objetos como exteriores e independientes del Yo. Estos objetos, al igual que el Yo, son concebidos como activos, vivos y conscientes, fundamentalmente esos objetos que son llamados personas. De esta manera, los sentimientos elementales de alegría, tristeza, éxito, fracaso, etc. son experimentados en relación a dichos objetos (cosas o personas).
Por su parte, Winnicott [18] quien también entiende que los primeros objetos no son percibidos como fenómenos No Yo, sostiene que para lograr gradualmente la percepción objetiva de los objetos y poder percibirlos como exteriores, se necesita un ambiente facilitador o lo suficientemente bueno que acompañe al bebé mientras afronta la pérdida de omnipotencia que implica este proceso y consecuentemente favorezca el desarrollo de la capacidad de uso del mismo.
En relación con el espacio, Piaget [8] sostiene que al comienzo, el recién nacido no posee un espacio en tanto “continente” puesto que no hay objeto. Los espacios que existen son heterogéneos unos con otros, y se centran sobre el cuerpo propio. Existe el espacio bucal, el espacio visual, el espacio táctil y el espacio auditivo. Si bien estos espacios se centran sobre el cuerpo propio, se hallan incoordinados entre sí. Sin embargo, al final de los dos años existe para el niño un espacio general que contiene a todos los demás. Este espacio caracteriza las relaciones de los objetos entre sí, incluido el propio cuerpo. Es la coordinación de los movimientos la que permite la elaboración de este logro. Así, los desplazamientos de los objetos se coordinan y se pueden deducir y prever con respecto a los desplazamientos personales.
Paralelamente a la objetivación de las series temporales se construye la categoría de “causalidad”; ambas se reconocen durante el curso del segundo año. En torno a los quince meses, la madre ya no sólo es “base de operaciones”, sino que se va transformando en una persona con la cual el deambulador quiere y tiene necesidad de compartir sus descubrimientos, cada vez más amplios, del mundo. Así, el niño trae continuamente las cosas halladas al regazo de la madre [16].
La fuente de máximo placer del niño pasa a ser la “interacción social”, desplazando el interés por la locomoción independiente y la exploración del mundo inanimado. Por otra parte, con la incipiente conciencia de separación, el niño comprende que sus deseos y los de su madre no siempre son idénticos.
Junto al reconocimiento de la madre como persona separada, se despierta la conciencia de la existencia separada de otros niños, evidenciado por el hecho de que los niños muestran un deseo de tener o hacer lo que otro u otros niños hacen o tienen, es decir, un deseo de actividad especular, de imitación e identificación con el otro niño. Estos desarrollos ocurren en medio de la fase anal, con las características de adquisividad, celos y envidias típicas de la misma [16].
Por otra parte, el descubrimiento de la diferencia sexual anatómica estimula la adquisición de una conciencia más neta del propio cuerpo y de la relación de éste con los cuerpos de otras personas. Al experimentar su cuerpo como una posesión propia no deja que lo manejen.
Mahler [16] sostiene que la extensión del mundo madre-hijo permite incluir al padre, aunque no sólo desarrolla relaciones con éste, sino también con otras personas del ambiente. Relacionarse con adultos sustitutos le permite enfrentar las ausencias de la madre. Sin embargo, hay un alejamiento deliberado del extraño pues es sentido como una amenaza para la unión exclusiva con la madre, por el hecho mismo que ciertas personas pudieran volverse significativamente importantes en la vida del niño.
Los descubrimientos de incipiente autonomía e interacción social se expresan en variadas palabras y comunicaciones gestuales, tales como “hola”, “mirá”, “mamá”. Con ellas se pide que se satisfagan sus deseos, solicitan la atención de otros y muestran su deleite.
Además, en esta misma etapa, se alcanza la organización lúdica denominada “ritualización”. La misma consiste en la reproducción de una secuencia de actividad con el objetivo de cumplir con todos sus pasos sin buscar variaciones sobre un resultado final. Estos rituales se van constituyendo casi en lúdicos, testimoniando una mayor fertilidad de combinaciones [3].
Al tomar esquemas serios o elementos de ellos, los rituales se destacan de su contexto y se los evoca simbólicamente, aunque sin conciencia de “hacer como sí”. El niño se limita a reproducir los esquemas tal cuales son, sin aplicarlos simbólicamente a objetos nuevos, pero, al no haber representaciones simbólicas, se trata casi de un símbolo en acción.
Cuando la ritualización se realiza sobre objetos cada vez más inadecuados (respecto de la actividad adaptativa) se puede ubicar la génesis del símbolo lúdico.
A partir de aquí se interioriza la imitación, constituyéndose la imagen mental. De manera que la evocación deja de ser un acto para ser representada. Esta transición se da alrededor de los dieciocho meses.
El niño hace un doble uso de la imagen mental:
1) En el sentido de juego, a través del símbolo lúdico.
2) En el sentido adaptativo, a través del pre-concepto o evocación verbal de una experiencia vivida. Finalmente, a partir de los dieciocho meses, el niño utiliza esquemas ya conocidos y ritualizados en el curso de juegos motores, pero:
1) Los asimila con objetivos nuevos que convienen a la adaptación en efectiva.
2) De esta manera dichos esquemas no son puestos en acción en objetos ordinariamente aplicados. Estos nuevos objetos son utilizados con el único fin de permitir imitar o evocar los sistemas en cuestión sin ocasionar una extensión del esquema.
Los dos puntos precedentes caracterizan el comienzo de la ficción. Se los puede resumir en aplicación de un esquema a objetos inadecuados y evocación por placer. Por otra parte, alrededor de los dieciocho meses los deambuladores tienen grandes ansias de ejercitar su autonomía, más aún, prefieren que no se les recuerde que a veces no pueden arreglárselas solos.
En relación a su estado de humor, predominan la insatisfacción general, la insaciabilidad, la tendencia a rápidos cambios estados de ánimo y a berrinches. Tienen un deseo alternante de alejar a la madre y de aferrarse a ella. La ambivalencia es característica de este período. Posteriormente, la gama de afectos experimentados se irá ampliando. Se observan signos de identificación con las actitudes de otros, en especial, el padre o la madre, dando muestras de un nivel mayor de identificación.
Los niños se preocupan por saber donde se halla su madre y tienen la capacidad para comprender que puede estar en otra parte y se la pueda encontrar. Esto fue descripto por Piaget [3] como la “permanencia de objeto”. Sin embargo, al niño no le gusta ser abandonado pasivamente y muestra dificultades en el proceso de despedida, expresadas bajo reacciones como aferrarse de la madre acompañadas por depresión y por una incapacidad (breve o prolongada) de dedicarse a jugar. Pero, con el tiempo, los niños se van haciendo capaces de dejar a la madre activamente y por propia iniciativa.
A partir de los veintiún meses el niño encuentra la distancia óptima respecto de su madre, que lo estimula, le ofrece la oportunidad de ejercer autonomía y un placer creciente en la interacción social.
A partir del lenguaje
Los elementos de individuación que posibilitan funcionar a mayor distancia y sin la presencia física de la madre son: 1) El desarrollo del lenguaje como designación de objetos y expresión de deseos con palabras específicas. Nombrar objetos le proporciona la sensación de que puede controlar el ambiente.
2) El proceso de internalización que se refiere a actos de identificación con la madre y el padre; y la internalización de reglas y exigencias.
3) El progreso de la capacidad de expresar deseos y fantasías mediante el juego simbólico; y su uso para fines de dominio.
En relación a la aparición del lenguaje, Piaget [8] sostiene que la aparición del lenguaje favorece la profundización de relaciones interindividuales, a través de la comunicación, iniciadas con la imitación. Siguiendo el eje teórico del autor, podemos enunciar las siguientes consecuencias a partir de la aparición del lenguaje:
1) El mundo se convierte en prestigioso y seductor: ahora los adultos expresan sus pensamientos y voluntades.
2) El lenguaje permite formular las acciones propias, inclusive las pasadas. Dichas intercomunicaciones transforman aquellas conductas materiales en pensamiento.
3) A pesar de que el lenguaje permite expresar explicaciones, los niños no logran discutir entre sí puesto que lo que explican lo hacen como si fuera para sí mismos. Hasta los siete años les cuesta ponerse en el lugar del que nada sabe. Por ejemplo, pueden hallarse varios niños en una misma habitación hablando, pero no dialogan, sólo sostienen “monólogos colectivos”. Lo que interesa de esta situación es la posibilidad de excitarse mutuamente a la acción.
4) Estos monólogos que acompañan juegos y acciones son los equivalentes del lenguaje interior del adulto. Se diferencian de estos últimos por ser pronunciados en voz alta y por su carácter de auxiliadores de la acción inmediata.
Simultáneamente a la posibilidad de comunicación con el medio, se encuentra el desarrollo de los sentimientos interpersonales. Los sentimientos interindividuales son los afectos, las simpatías o antipatías ligados a la socialización de las acciones. Son espontáneos y nacen de un intercambio de valores que cada vez se torna más rico.
La simpatía será dirigida a aquellas personas que respondan a los intereses del sujeto y que lo valoren. Más aún, la simpatía supone una valoración mutua y dos valores que permitan el intercambio. En cambio, la antipatía nace de la desvaloración y de la ausencia de una escala común de valores.
Dentro de los valores interindividuales deben destacarse aquellos dirigidos a las personas que el niño juzga como superiores a él: sus padres y otros adultos. Este sentimiento particular que es el respeto está compuesto de afecto y temor; temor que proviene de la desigualdad que interviene en la relación. Basta para que estos adultos respetados pronuncien consignas u órdenes para que éstas se conviertan en deberes.
Esto está sumamente relacionado con los sentimientos morales, que son aquellos que nacen de la relación entre niños y adultos. La obediencia constituye la primera moral del niño y su criterio de bien es expresado por la voluntad de los padres. Gracias al respeto emanan las reglas propiamente dichas [8]. La moral de los niños es considerada heterónoma, pues emana de la voluntad de los adultos respetados como los padres.
Entonces los primeros valores morales son incorporados a través del respeto unilateral, tomados al pie de la letra sin ser comprendidos. Para que estén organizados coherentemente y adquieran cierta autonomía debe desarrollarse el respeto mutuo.
Por otra parte, se pueden describir algunas diferencias en el desarrollo de los niños con el de las niñas: los niños en una situación favorable, tienden a desvincularse de su madre y disfrutar del funcionamiento en su mundo en expansión. Las niñas, en cambio, absorbidas por la presencia de la madre, exigen mayor cercanía y están envueltas en los aspectos ambivalentes de la relación. Esto se vincula al hecho de que la herida narcisista que experimentan las niñas por no tener pene, es reprochado a la madre. Además, los niños son más motores que las niñas y se interesan ante objetos en movimiento, tales como autos y trenes.
La tarea de lograr ser un ser separado es más difícil para las niñas puesto que, como señaláramos, al notar la diferencia sexual se vuelven contra la madre para reprocharle, exigirle y sentirse defraudas por ella. No obstante, persisten ambivalentemente ligadas a ella [16].
Se alivia en parte el temor a la pérdida de objetos y de abandono, aunque la situación se complica
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