La agresividad es una característica inherente a la naturaleza humana y en muchos aspectos ha sido fundamental para la supervivencia de la especie. Sin embargo, en los últimos años asistimos con creciente alarma al incremento de las conductas agresivas y antisociales en los adolescentes y en los jóvenes de las sociedades occidentales, y a la tendencia al descenso en la edad de los jóvenes que cometen actos delictivos.
Por otra parte, las alteraciones del comportamiento sin uno de los motivos de consulta más habituales en Salud Mental de niños y adolescentes y están presentes en la gran mayoría de los trastornos psicopatológicos de la infancia. Entre estas alteraciones, los trastornos de conducta destacan por el carácter profundamente perturbador de sus síntomas y por la distorsión que introducen en la vida emocional y relacional de quienes los sufren. Las dificultades en el abordaje de este tipo de situaciones son múltiples: desde las diferencias conceptuales a la necesidad de análisis e intervenciones desde diversos ámbitos (sanitario, social, educativo, legal. . . ) pasando por los interrogantes psiquiátricos, psicológicos, familiares y sociales, así como las cuestiones de tipo ético y laegal que suscitan. Este trabajo pretende ser una reflexión sobre estas dificultades, que desafían nuestra capacidad de pensar y responder de una forma multidisciplinaria a un trastorno para el que no existen tratamientos más o menos estandarizados y requiere la elección de distintas modalidades de intervención según las características individuales, familiares y sociales del paciente.
Trastornos de conducta en la infancia y la adolescencia. Un desafío a nuestra capacidad de adaptación como terapeutas.
Lourdes Sipos Gálvez.
CSM Puente de Vallecas. Madrid
E-mail: lourdesipos@hotmail. com
PALABRAS CLAVE: Agresividad-violencia, trastorno de conducta, trastorno disocial, Niños, Adolescentes.
(KEYWORDS: Agressivity-violence, Conduct disorder, Disocial disorder, Children, Adolescents. )
Resumen
La agresividad es una característica inherente a la naturaleza humana y en muchos aspectos ha sido fundamental para la supervivencia de la especie. Sin embargo, en los últimos años asistimos con creciente alarma al incremento de las conductas agresivas y antisociales en los adolescentes y en los jóvenes de las sociedades occidentales, y a la tendencia al descenso en la edad de los jóvenes que cometen actos delictivos.
Por otra parte, las alteraciones del comportamiento sin uno de los motivos de consulta más habituales en Salud Mental de niños y adolescentes y están presentes en la gran mayoría de los trastornos psicopatológicos de la infancia. Entre estas alteraciones, los trastornos de conducta destacan por el carácter profundamente perturbador de sus síntomas y por la distorsión que introducen en la vida emocional y relacional de quienes los sufren.
Las dificultades en el abordaje de este tipo de situaciones son múltiples: desde las diferencias conceptuales a la necesidad de análisis e intervenciones desde diversos ámbitos (sanitario, social, educativo, legal. . . ) pasando por los interrogantes psiquiátricos, psicológicos, familiares y sociales, así como las cuestiones de tipo ético y laegal que suscitan.
Este trabajo pretende ser una reflexión sobre estas dificultades, que desafían nuestra capacidad de pensar y responder de una forma multidisciplinaria a un trastorno para el que no existen tratamientos más o menos estandarizados y requiere la elección de distintas modalidades de intervención según las características individuales, familiares y sociales del paciente.
Introducción
Los profesionales que trabajamos en el ámbito de la Salud Mental de niños y adolescentes sabemos cuán a menudo las alteraciones del comportamiento aparecen como motivo de consulta en la clínica. La preocupación de padres, profesores y otros adultos que rodean al niño por ciertas conductas que resultan perturbadoras en las relaciones o en el desarrollo de actividades académicas, familiares. . . es con frecuencia el origen de una demanda de valoración diagnóstica y asistencia, no siempre justificada. En ocasiones esta preocupación se relaciona con el desconocimiento de las características evolutivas del comportamiento infantil o con la existencia de expectativas inadecuadas y habitualmente “adultomórficas” respecto a este comportamiento. Por otra parte, las alteraciones de conducta están presentes en la gran mayoría de los trastornos psicopatológicos de la infancia y son por tanto un síntoma del cuadro primario y no un diagnóstico en sí mismas. Pero también nos encontramos con situaciones en las que el trastorno de conducta destaca por el carácter profundamente perturbador de sus síntomas y por la distorsión que introduce en la vida emocional y relacional del niño o adolescente.
En la evaluación de la conducta del niño, el resultado dependerá en gran medida del criterio de normalidad utilizado. Entre los diversos criterios posibles, la normalidad como ajuste se refiere a la capacidad de adaptación del individuo al medio, de forma que todas aquellas conductas que produjesen dificultades a nivel de las relaciones interpersonales, laborales o en el rendimiento escolar, desde un punto de vista subjetivo o de acuerdo con un juicio externo, supondrían una patología (1).
Desde esta perspectiva, la variedad de comportamientos anómalos que pueden presentarse es enorme, pero cuando los adultos hablamos de conductas problemáticas o perturbadoras nos referimos habitualmente a aquellas relacionadas con la transgresión de la norma, la desobediencia o la agresividad y la violencia. Pero si bien estos comportamientos resultan molestos para la familia y el entorno no son necesariamente más patológicos que una excesiva obediencia del niño. La obediencia patológica también puede comprometer significativamente el desarrollo y justificar el tratamiento, pero no se considera como entidad psicopatológica en una cultura que da un gran valor social a la conformidad (2).
La agresividad y la violencia no están contempladas en los manuales clasificatorios de psiquiatría como un trastorno específico. La agresividad es una característica inherente a la naturaleza humana que en muchos aspectos ha sido fundamental para la supervivencia de la especie y no es fácil definir los límites entre agresividad normal y patológica. Díaz Atienza (3) considera que son muchos los cuadros psicopatológicos que hacen especialmente vulnerables a los niños y jóvenes al desarrollo de conductas agresivas o violentas. Estos trastornos (que incluyen desde reacciones de adaptación hasta las psicosis de la infancia) pueden favorecer la aparición de acting agresivos pero en modo alguno conllevan la agresividad como repertorio conductual intrínseco al padecimiento. La condición psicopatológica actúa como sustrato facilitador pero es necesaria la confluencia de otras circunstancias para que la agresividad aparezca. Sin embargo en los trastornos de conducta el aspecto clínico más llamativo es precisamente la agresividad, la violencia, que puede manifestarse de diversas formas y suele ser el motivo de demanda de asistencia.
Consideraciones generales
Las clasificaciones más habitualmente utilizadas en clínica e investigación psiquiátrica
( la clasificación de los Trastornos Mentales y del Comportamiento de la OMS de 1993: CIE 10 y la cuarta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría: DSM IV) establecen categorías específicas para los trastornos de conducta, con criterios diagnósticos casi idénticos pero con algunas diferencias en su conceptualización:
-la CIE 10 describe una categoría principal de trastornos de comportamiento de comienzo habitual en la infancia y la adolescencia en la que destacan el trastorno hipercinético y el disocial (de la conducta). Este último se subdivide en subtipos socializado y no socializado según el niño tenga o no amistades estables y relaciones normales con los compañeros, e incluye el trastorno limitado al ámbito familiar y el trastorno oposicionista desafiante.
-el DSM IV engloba los trastornos de conducta dentro de los llamados trastornos por conductas perturbadoras, junto con el trastorno por déficit de atención con hiperactividad y el negativismo desafiante, y los clasifica únicamente en función de la edad de comienzo: de inicio en la infancia (antes de los 10 años) y de inicio en la adolescencia (después de los 10 años).
Los trastornos del comportamiento implican la transgresión de las normas sociales y de relación interpersonal que han sido aceptadas por un grupo y regulan las relaciones entre sus miembros. Suponen la violación de un código determinado de conducta y tienen un efecto perturbador sobre otras personas. Se caracterizan porque perturban y preocupan mucho más a las personas que rodean al niño o al adolescente que a él mismo, tienen una dimensión claramente agresiva y responden mal, en términos generales, tanto a los premios como a los castigos. Estos últimos sólo consiguen reforzar las conductas inadecuadas del niño o adolescente que se siente cada vez más incomprendido, rechazado y aislado socialmente.
El trastorno disocial consiste en un patrón persistente de comportamiento en el que se violan los derechos básicos de los demás y las normas sociales apropiadas a la edad. Tiene un carácter agresivo, antisocial y retador y se da de forma reiterada en el hogar, el colegio, con los compañeros y en la comunidad. Da lugar a una conducta social desadaptada, con agresividad, osadía, manipulación de las relaciones interpersonales, desacato a los valores establecidos, reacciones negativas a los convencionalismos y actos impulsivos e impremeditados, suscitando una elevada conflictividad social.
Incluye una amplia gama de conductas que van desde la desobediencia, las mentiras, el absentismo escolar, las fugas de casa, las amenazas y agresiones físicas. . . hasta el vandalismo, la violencia sexual y el homicidio, pasando por la provocación de fuegos, la crueldad con los animales, el abuso de drogas, asaltos, robos. . . Pese a la actitud provocadora y el carácter arrogante y egocentrista que suelen adoptar estos niños o adolescentes, con una imagen de dureza, frialdad, desconfianza y distanciamiento, es frecuente encontrar síntomas depresivos y de ansiedad, con una imagen personal deficiente, baja autoestima, inseguridad, humor deprimido, tristeza y sentimientos de soledad. La incapacidad para querer y sentirse querido distancia a estos niños y adolescentes del mundo emocional que nos es común y nos hace sentir parte de la comunidad. La ideación suicida, las tentativas de suicidio y los suicidios consumados se dan con una frecuencia superior a la esperable.
Aproximadamente una tercera parte de los casos sufre en algún momento una depresión mayor y un elevado número de estos adolescentes consumen alcohol y/o otras drogas(4).
En estos trastornos, la interacción de factores individuales, familiares y sociales en el desarrollo del comportamiento y sus alteraciones confirma una vez más el paradigma de la etiología biopsicosocial de los trastornos psiquiátricos.
Entre los primeros se incluyen factores genéticos, neuroquímicos, neuroendocrinos, neuroanatómicos y otros factores de vulnerabilidad neurobiológica como la torpeza motriz, las alteraciones inespecíficas del EEG, los déficits cognitivos y las dificultades en el aprendizaje, particularmente en habilidades verbales. La asociación de signos neurológicos menores con dificultades en el lenguaje, tanto en la esfera expresiva como en la comprensiva es uno de los datos más característicos de los adolescentes con conductas delictivas (5). Los déficits en el aprendizaje son muy prevalentes en los jóvenes con trastornos de conducta y el grado de dificultad, particularmente en habilidades verbales, a menudo se corresponde con el grado de desadaptación de los chicos(1).
Las características del medio familiar que predisponen al desarrollo de un trastorno disocial incluyen el rechazo y abandono por parte de los padres, las prácticas educativas incoherentes con disciplina dura, los abusos físicos y/o sexuales, la carencia de supervisión, la institucionalización desde o durante los primeros años de vida, los cambios frecuentes de cuidadores o figuras de referencia y las familias numerosas y/o desorganizadas.
La asociación de déficits cognitivos, síntomas neurológicos o episodios psicóticos con un ambiente familiar violento y agresivo es tal vez uno de los factores de riesgo más significativos para la instauración de un trastorno de la conducta(4): el niño o adolescente con estas características tiende a reaccionar con impulsividad e hiperactividad ante los factores ambientales estresantes y esta impulsividad e hiperactividad del niño favorecen el maltrato y las conductas agresivas por parte de los padres. Este modelo de aprendizaje, unido a las dificultades de comprensión del lenguaje y de expresión verbal, favorecerá la instauración de conductas agresivas como modo habitual de relación con los demás. Por añadidura(1), el abuso físico a menudo conduce a la lesión cerebral, la cual a su vez es asociada con impulsividad y fluctuaciones en el afecto y el temperamento.
Los factores sociales cumplen un papel en la génesis de las conductas delictivas. Existen ciertos correlatos de clase social que son probablemente más importantes que el estatus socioeconómico per se en la etiología de la conducta antisocial(1): el tamaño excesivo y la desorganización del medio familiar, la pobre supervisión y una elevada prevalencia de enfermedad mental y física, están con frecuencia asociados al bajo nivel socioeconómico. La ausencia de acceso a servicios médicos, psiquiátricos y sociales debe ser también considerada.
De acuerdo con el modelo sociológico(5) las conductas violentas son la expresión de los valores que rigen en ese mundo segregado y aparte que es el mundo de la delincuencia. La discriminación social, la falta de recursos económicos y educativos. . . contribuye a que muchos jóvenes consideren que no es posible acceder al mundo de los ricos y privilegiados por medios legítimos y opten por la vía delictiva. La asociación con otros adolescentes violentos tiene un valor fundamental, ya que son un modelo a imitar y una vía de transmisión de convicciones morales. La conducta delictiva sería además un medio eficaz para alcanzar la aceptación por parte del grupo. Sin embargo, las conductas antisociales preceden muchas veces al hecho de pasar a formar parte de una banda de delincuentes y para muchos jóvenes con conductas antisociales de carácter grave pertenecer o no a un grupo de compañeros y la opiniones que éstos puedan tener tiene poca importancia y repercusión en sus decisiones personales. Es esencial por tanto no concluir que robos reincidentes, mentiras reiteradas, asaltos o posesión de armas peligrosas son conductas adaptativas normales en minorías de jóvenes en condiciones de pobreza.
Las sociedades occidentales han experimentado en los últimos años un aumento de las conductas agresivas y antisociales en los adolescentes y en los jóvenes, con una mayor frecuencia en el medio urbano (8%) que en el rural (4%) y con tendencia al descenso en la edad de los jóvenes que cometen actos delictivos(4). Aunque no todas las conductas delictivas son consecuencia de un trastorno de conducta, este diagnóstico explica el 50% de las condenas por delincuencia juvenil y la proporción es todavía mayor entre los jóvenes encarcelados(2) y las consultas por problemas de conducta en niños y adolescentes de ambos sexos se han multiplicado en los servicios de psiquiatría y salud mental(5). Estos datos nos obligan a plantearnos qué características de nuestro estilo de vida actual contribuyen a esta situación que constituye un motivo de alarma creciente entre todos aquellos que se sienten involucrados en la atención y el cuidado a la infancia.
Mardomingo (4)señala a este respecto el papel esencial que los medios de comunicación cumplen en nuestra sociedad en la transmisión de valores y mensajes de toda índole a los niños y a los jóvenes. La televisión ofrece modelos de identificación e imitarlos implica estar al día, formar parte de un grupo y compartir un mundo de intereses y opiniones comunes. Pero con excesiva frecuencia la televisión presenta las agresiones gratuitas, la prepotencia y la imposición por la fuerza como símbolos de poder e importancia personal, de tal forma que quien lo practica debe ser respetado y hasta admirado. También son cada vez más los niños que pasan horas y horas solos delante del televisor, sin tener a su lado un adulto que critique en voz alta y de forma fundada las imágenes y los contenidos que está viendo.
Los modelos agresivos que la televisión propone y la ausencia de pautas educativas en casa y en el ambiente social, favorece la aparición de trastornos de conducta y los más vulnerables son los niños que pertenecen a una clase social desfavorecida con pocos medios económicos y un bajo nivel cultural(4. )
Por otra parte, la falta de implicación de los padres en el cuidado y la educación de los hijos, delegada en familiares u otros cuidadores, o la excesiva permisividad de los estilos educativos hacen que, en opinión de Mardomingo(4), muchos niños lleguen a la adolescencia sin que los padres les hayan transmitido unas pautas elementales de educación, sin saber lo que se espera de ellos y sin que les hayan puesto límites a su comportamiento.
El aumento en la prevalencia de los trastornos de comportamiento infantil es especialmente preocupante cuando consideramos que en un porcentaje elevado de casos el pronóstico a largo plazo se presenta sombrío. Las formas leves tienden a mejorar a lo largo del tiempo, en especial en aquellos casos sin psicopatología coexistente y con un funcionamiento intelectual normal. Las formas graves siguen en su mayoría un curso crónico que desemboca en un trastorno de personalidad antisocial en la edad adulta. El número y variedad de los síntomas, su persistencia en el tiempo y el tipo de situaciones en las que el individuo se ve enfrentado con la ley influirán en la aparición de este trastorno en el adulto. Además un número no desdeñable padecerán otras patologías psiquiátricas más o menos severas, como trastornos de ansiedad, abuso de sustancias. . . (1).
Para determinar el pronóstico, la gravedad, cuantificada por el número de síntomas es un indicador más adecuado que el tipo específico de sintomatología. El comienzo precoz y la gravedad de las conductas agresivas es un dato de mal pronóstico, así como la asociación de un trastorno por déficit de atención con hiperactividad.
Aspectos diagnósticos y terapéuticos
Desde el punto de vista teórico el trastorno de conducta no presenta una gran complejidad, pero en la práctica el manejo de estas situaciones se revela como un reto a la capacidad diagnóstica y terapéutica de los profesionales implicados.
Para realizar una evaluación adecuada es necesario obtener información de diversas fuentes: el niño, la familia, el colegio, los servicios sociales. . . y no es raro que los datos y las opiniones sobre la situación difieran notablemente entre ellos. En el caso de niños o adolescentes acogidos en instituciones, encontramos con frecuencia múltiples cambios en el lugar de residencia y escolarización, los cuidadores y figuras de referencia. . . que limitan notablemente las posibilidades de información y también de apoyo en la intervención terapéutica.
La escasa, y a veces nula, colaboración del paciente y la familia es una dificultad añadida para definir el cuadro clínico, la frecuencia y gravedad de los problemas de conducta, el contexto en el que aparecen y los factores desencadenantes, el momento de inicio y su coincidencia o no con acontecimientos vitales estresantes. . . así como la evolución a lo largo del tiempo y las repercusiones en el desarrollo cognitivo, emocional y social del niño. Es fundamental conocer también las características de la estructura y la interacción familiar, la situación social, económica y laboral de los padres así como la posible existencia de problemas de salud en éstos.
El objetivo de esta evaluación es tanto la delimitación del cuadro clínico como la determinación de los factores de riesgo individuales, familiares y sociales que actúan como factores causales, mantenedores y/o desencadenantes de las alteraciones conductuales.
La actitud arrogante y oposicionista de estos pacientes provoca con frecuencia un sentimiento de rechazo en los profesionales que dificulta la detección de otros trastornos psicopatológicos que pueden estar en el origen de las conductas antisociales, o de situaciones concomitantes (alteraciones orgánicas, déficits específicos de aprendizaje, situaciones de abuso físico y/o sexual, psicopatología de los padres. . . ) cuya ignorancia o infravaloración ensombrece el pronóstico al privar a estos niños de intervenciones terapéuticas, educativas y/o sociales que precisan.
La actitud tranquila y firme, pero carente de rechazo y prejuicios es fundamental en la relación con estos chicos y sus familias, habituados a ser objeto de juicios de valor, reprimendas o sanciones de diverso tipo pero generalmente con escasa experiencia en ser escuchados por alguien cuyo objetivo es la comprensión de la situación para contribuir a su resolución.
Pero es necesario evitar cuidadosamente las actitudes ingenuas y la identificación emocional con el paciente. No debemos nunca olvidar la tendencia de estos niños y adolescentes (y lo que decimos para ellos es con frecuencia igualmente válido en relación a sus familias) a la manipulación, y su dificultad para asumir la responsabilidad de sus conductas, tergiversando o malinterpretando a menudo los hechos y las intenciones de los que les rodean.
La realización de un diagnóstico correcto, excluyendo la existencia de otros trastornos que justifiquen las alteraciones del comportamiento, es importante no sólo desde el punto de vista clínico sino que puede tener consecuencias muy significativas a nivel legal. En este sentido no es raro que nos encontremos en situaciones comprometidas que nos colocan entre el deber de confidencialidad y lealtad hacia el paciente y la necesidad de transmitir, bien a la familia, bien a otros profesionales o instituciones, información obtenida o inferida en el marco de la consulta, a fin de prevenir situaciones de riesgo para el paciente o los que le rodean. La actitud honesta y sincera con el paciente, en especial si ya ha tenido ocasión de comprobar nuestro compromiso con su situación, es esencial para que las tensiones generadas no comprometan de forma irreparable la relación terapéutica. La cooperación, a veces inevitable, con el sistema judicial suele ser especialmente conflictiva no sólo desde la perspectiva ya mencionada de la relación terapeuta-paciente, sino también a nivel ético para muchos profesionales.
La diversidad de cuadros clínicos y situaciones involucradas en este trastorno así como la variedad de posibilidades etiológicas y factores de riesgo condicionan la imposibilidad de definir un abordaje único y eficaz en los trastornos de conducta. Ningún tratamiento en concreto se ha mostrado especialmente útil en la mejora del pronóstico a largo plazo. Para una elección terapéutica adecuada es fundamental considerar el cuadro como un proceso crónico de la infancia cuyo tratamiento deberá mantenerse, en la gran mayoría de los casos, a lo largo de los años. Además tiene que adaptarse a las características individuales, familiares y sociales del paciente. En consecuencia, el tratamiento debe tener un carácter multidisciplinar y exige la colaboración de profesores, psicólogos, trabajadores sociales. . . además de la intervención clínica.
Las intervenciones posibles incluyen la integración del niño en programas educativos y/o recreativos comunitarios, el refuerzo del aprendizaje escolar, el entrenamiento en habilidades sociales y resolución de problemas, la terapia cognitivo-conductual y la administración de fármacos. Sin embargo el tratamiento individual suele ser insuficiente y la atención a la familia resulta imprescindible: el entrenamiento de los padres en estilos educativos adecuados y la terapia familiar cuando se detectan problemas significativos en la interacción y comunicación entre los miembros de la familia son las modalidades más habituales. Los padres tienen que aprender a adaptar sus expectativas a las posibilidades de su hijo y establecer con ellos compromisos realistas que deben mantenerse y cumplirse(4). No es infrecuente la necesidad de un tratamiento individualizado para alguno de los padres que pueden presentar trastornos psicopatológicos, adicciones. . .
Sin embargo, en muchas ocasiones las posibilidades de intervención se ven limitadas, cuando no imposibilitadas, por la actitud de los pacientes y las familias. La falta reiterada en la asistencia o el abandono de las consultas de Salud Mental, la falta de sentimientos de culpa o remordimiento, la tendencia a responsabilizar a otros de sus conductas alteradas, la escasa tolerancia a la frustración y los estilos comportamentales impulsivos, la falta de comprensión de las normas básicas de relación interpersonal y social, y la dificultad en la expresión verbal de los conflictos representan escollos importantes que favorecen el desánimo y la inhibición terapéutica. Frente a esto no hay que olvidar que muchos de estos niños pueden lograr la normalización de su conducta y una adaptación vital que compensa las dificultades y el esfuerzo que exige el tratamiento.
Otro de los aspectos que a menudo ensombrece el pronóstico es la limitación en el tiempo de los recursos disponibles mientras que por lo general los factores de mantenimiento actúan de forma crónica. Las dificultades en el establecimiento de una relación de confianza con el paciente y la familia; las demandas, con frecuencia poco realistas por parte del entorno, respecto a la evolución; la necesidad de coordinación con otros profesionales implicados en el caso. . . conlleva un gran consumo de tiempo y energía. El trabajo con estos niños y adolescentes es además un proyecto a largo plazo, con fases diversas en cada una de las cuales es preciso establecer prioridades entre las diversas intervenciones.
La necesidad de colaboración y coordinación estrecha entre profesionales e instituciones plantea también dificultades en el manejo de estos casos en la medida que implica diferentes criterios en la conceptualización de estas situaciones, en la filosofía respecto a la forma de intervención más adecuada e incluso en los objetivos de estas intervenciones.
Las dificultades en el abordaje de los trastornos de conducta dotan de especial importancia a los aspectos preventivos.
De las consideraciones previas sobre el origen de estos trastornos se desprende la idea de que la prevención no es tan sólo una cuestión que afecte a los profesionales clínicos o educadores. Toda la sociedad es responsable del clima ético en que se desarrollan nuestros niños y de los valores y normas que les transmitimos en nuestra relación cotidiana. Y también de las actitudes y medidas sociales frente al fenómeno de la violencia, que pueden limitarse a la mera represión de estas conductas y al rechazo y la marginación social de sus autores o buscar el medio de crear un ambiente que minimice los riesgos para este tipo de conductas.
Parafraseando un artículo periodístico aparecido recientemente (Educación. EL PAÍS, 1 de diciembre de 2003) “ se necesita todo un pueblo para educar a un niño y los vientos soplan muy fuertes. Pero hay dos formas de hacerles frente. En el viejo proverbio unos optaron por frenarlos levantando un muro. Otros construyeron molinos de viento. ”
Bibliografía
1. Ortuño Sánchez-Pedreño, F. ; Llorens Rodríguez, P. ; y otros. “Trastornos de conducta en la infancia y la adolescencia. ” En “Manual del Residente de Psiquiatría” Tomo II, págs. 1527-1550. Editado por Cervera Enguix, S. ; Conde López, V. Y otros. Madrid, 1997.
2. Popper, Ch. W. y Steingard, R. J. “Trastornos de inicio en la infancia, la niñez o la adolescencia. trastorno disocial y trastorno negativista desafiante” En: “Tratado de Psiquiatría” capítulo 23, págs. 791-802. Directores: Hales, R. E. ; Yudofsky, S. C. y Talbott, J. A. American Psychiatric Press. Washington, 1995. Edición española: Áncora, S. A. Barcelona, 1996.
3. Díaz Atienza, J. “La violencia escolar: diagnóstico y prevención”.
usuarios. discapnet. es/border/TLPAtnz. htm
4. Mardomingo Sanz, M. J. “Trastornos de conducta. agresividad y violencia” En: “Psiquiatría para padres y educadores”. Capítulo 3, págs. 85-121. Narcea, S. A. de Ediciones. Madrid, 2002.
5. Mardomingo Sanz, M. J. “Trastorno de la conducta” En: “Psiquiatría del niño y del adolescente” capítulo 16, págs 451-476. Ed. Díaz de Santos, S. A. Madrid, 1994.
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