Desde una mirada psicodinámica y, a través de varias viñetas clínicas, se ofrece una perspectiva de la anorexia nerviosa, en la que los mecanismos de identificación/desidentificación con las figuras de apego primario, el imperativo de construir una existencia desalienada y la negación de vínculos de dependencia se suma a la mentalización insuficiente del propio cuerpo y de los otros.
Doctora en Psicología. Profesora titular de Psicología Dinámica, Psicología de la Salud, Psicología de las Emociones en la Universidad Pontificia de Salamanca
VOLUNTAD DE AFIRMACIÓN, voluntad DE EXTINCIÓN EN LA anorexia NERVIOSA
Teresa Sánchez Sánchez
tsanchezsa@upsa. es
DISOCIACIÓN CUERPO/MENTE
El dualismo mente-cuerpo, recurrentemente analizado hasta el tópico por la filosofía y la
Psicología, ha enlazado en una correlación inversa el sobredesarrollo de lo intelectual-espiritual
con el subdesarrollo de lo corporal, y viceversa. Así, un adagio antiguo certificaba que “Un vientre
grueso no da un entendimiento sutil”. En las tipografías de la personalidad, primitivas
elaboraciones sobre la caracterología psicológica, se etiquetaba como leptosomático al tipo físico
escuálido, consumido de carnes e hirviente de ideas, de inteligencia vivaz e imaginación cuasi
delirante, asignándose al tipo etiquetado como endomorfo las características contrarias:
prominencia ventral, figura achaparrada, hedonista y espesor de entendimiento. Figuras ambas
que la literatura sustanció en los arquetipos antagónicos, si bien que complementarios, de El
Quijote y Sancho. Pero el dualismo tiene, además de las fisiológicas, profundas raíces históricas
y psicológicas. El resultado de la confluencia de todas las variables es el maniqueísmo y la
escisión occidental entre el cuerpo y la mente (psique, espíritu, alma), condenando al primero y
ensalzando la segunda, como ruta a seguir para una adecuada hominización del ‘cachorro
humano’.
En nuestra tradición, el menosprecio del cuerpo camina parejo a la exaltación del espíritu
(Rodríguez Sutil, 2008). Así lo certifica el Evangelio de San Mateo y la Carta de San Pablo a los
romanos: “Si vivís según la carne, habéis de morir; más si por el espíritu hacéis morir las obras
del cuerpo, viviréis”. Se nos adoctrinaba en las catequesis, exhortándonos a huir de los tres
enemigos del alma: el mundo, el demonio ¡y LA CARNE! El cuerpo es, para San Agustín, pasto
de fangosa concupiscencia, un riesgo para la salud del alma: corrupto, sucio, impuro, mortal,
asqueroso. Sólo mediante la ascesis negadora podría rehabilitarse, convirtiéndose en templo de
Dios. Traigo unas palabras del magnífico ensayo del cirujano C. Pera sobre el cuerpo:
Mientras vive, el cuerpo menospreciado es cuerpo constreñido desde sí mismo, sometido
a la ocultación de su vergüenza original, a pautas de dominación de sus comportamientos
y al control estricto de sus sentimientos, emociones y pasiones, hasta llegar, incluso, a
la aplicación de técnicas puramente punitivas. El cuerpo menospreciado se convierte para
el propio cuerpo, en el enemigo, en el símbolo del mal que ha de ser continuamente
vigilado (Pera, 2006, p. 156-157).
Ser o hacerse hombre implicaba, en cierta medida en nuestro acervo cultural, cultivar lo
intelectual-racional-espiritual en detrimento de la atención al cuerpo. Éste quedó anclado desde
Platón y durante siglos es un inamovible estatus de soporte físico del alma, cuando no cárcel o
yugo que, con sus pasiones y anhelos, atenazaba las más nobles predisposiciones humanas.
Liberarse de la prisión carnal, mediante penitencias, meditación y ayunos, era una de las
prescripciones pastorales frecuentes en el catolicismo. La privación voluntaria de alimento
gozaba de alabanzas, en tanto que la inclinación desmedida a los placeres del paladar se tildó
de pecado capital: la gula. La Iglesia Católica enalteció figuras cuya extremada abstinencia
alimenticia les llevó a la muerte. Práctica, la del ayuno, ejecutada por el mismo Jesucristo en su
retirada al desierto para meditar acerca de su destino divino. Santa Librada y Santa Catalina de
Siena sucumbieron al riguroso ayuno, siendo canonizadas por ello. ¿Ejemplos a seguir? Santa
Catalina, nombrada doctora de la Iglesia, representa el ideal medieval de desligamiento del
cuerpo, dominio de sí y control de las pasiones y apetencias corporales, como cauce para
deleitarse de los verdaderos placeres espirituales. El cuerpo es ese espacio caducable, vulnerable
y deteriorable que, en la tradición mística, coarta el vuelo libre del espíritu. Líricamente lo
cantaba San Juan de la Cruz:
“Mira que la flor más delicada, más pronto se marchita y pierde su olor,
guárdate de caminar por espíritu de sabor…” (Dichos de luz y amor).
NUEVA EPIDEMIA. CAMBIOS EN EL superyo SOCIAL
Todo el exordio anterior no es sino una floritura retórica para constatar que la anorexia nerviosa
ha existido siempre, mientras que lo que ha cambiado es el superyó social respecto a ella. Así,
es la valoración que la Sociedad -mucho más laica ahora y más centrada en la salud que en la
santidad- la que se ha modificado, juzgando distintamente las alteraciones en la función del
comer y del beber. Actualmente, los trastornos alimentarios han pasado de ser esporádicas
manifestaciones excéntricas, a ser una epidemia social cuyo contagio imitativo parece crecer
cada año. Hablamos del superyó social deliberadamente puesto que, al igual que ocurre con el
maltrato doméstico, no es el fenómeno lo que ha cambiado, sino nuestra lente de observación
e interpretación. En el pasado, los casos de anorexia –amén de ser minoritarios- eran valorados
como ‘manías singulares y peligrosas’, pero comúnmente transitorias y raramente de
consecuencias letales. En el pasado, podría incluso embellecerse el síntoma como expresión de
una melancolía amorosa o signo de desapego por lo terrenal. En el pasado era frecuente
embellecerlo en clave romántica como desdén inconformista contra lo prosaico y vulgar de las
cuitas por la supervivencia. Se cuenta que Lord Byron sintió naufragar su enamoramiento cuando
vio comer a su amada, haciéndole evocar con repugnancia el interior nauseabundo de su
estómago e intestino en contraste con su refinada y virtuosa apariencia. Incluso abundan las
creencias que ligaban el ayuno con la templanza, la fortaleza de carácter y los arrebatos místicos.
Actualmente, en cambio, en un mundo exento de intimidad, de romanticismo y de ascética, el
ayuno es lo intolerablemente peligroso. Lo que otrora era reducido a molestas expresiones de
problemas privados y familiares, se ha retraducido en un síntoma público de desórdenes en el
campo de las relaciones interpersonales, los cánones estéticos y la concepción societaria y
comunitaria de la salud. Explico esto último: la Sociedad del bienestar asume el cuidado y la
vigilancia sobre el funcionamiento ciudadano. Cuando éste diverge de lo que la sociedad
contempla como normofuncionamiento, acomete la iniciativa de cuidar de quien, aún en contra
de su propio criterio y voluntad, se muestra desviante (= desafiante a la norma). La salud deja
de ser una responsabilidad personal e íntima a partir del momento en que emerge un síntoma
delator de desarreglo. Se asume entonces como un ‘asunto societario’. Cuando esto ocurre,
como en el caso de los trastornos alimentarios, no se es dueño del síntoma sino que hay que
ecforizarlo, introducirlo en la red de atención socio-sanitaria, e implicar a toda la trama familiar
y asistencial para que cada uno asuma su responsabilidad como factor desencadenante o
coadyuvante y su papel en el proceso de normalización terapéutica.
Hemos aprendido a valorar la anorexia nerviosa como un problema que padecen algunas
personas pero que nos amenaza a todos y a todos nos interpela. Urgidos a dar una respuesta
a esta llaga psicopatológica, cada madre/padre, cada educador, cada publicista, creativo de
moda, fotógrafo, profesor o psicólogo, médico o entrenador de gimnasio, se cuestiona por su
culpa en la transmisión de mensajes contaminantes que conducen a los/las adolescentes al
precipicio de los trastornos de alimentación. Todos nos sentimos concernidos. Nadie se siente
responsable: es el conocido fenómeno de la disolución social de la responsabilidad.
MORIR DE INANICIÓN EN LA SOCIEDAD DE LA OPULENCIA
Deseo resaltar otro hecho que sirve de encuadre general al planteamiento posterior. Vivimos
anegados de excesos. Nuestro entorno social es opulento, obeso, henchido, rebosante. La
nuestra es la Sociedad de la abundancia. Una de las más grandes laceraciones ecológicas
provocadas por el hombre estriba en la ingente cantidad de basura producida. Engullimos y
desechamos a una velocidad tal que el implacable consumismo ha convertido a la humanidad en
plaga planetaria. Cabría calificar a la civilización occidental como la de la sobreestimulación y la
avidez. Somos depredadores de productos de consumo, ingiriendo y desechando todo tipo de
reclamos –incluidos los alimenticios-, rompiendo ciclos biológicos naturales acuñados
eficazmente durante millones de años y que obedecían a necesidades supervivenciales
racionalmente administradas por nuestros antecesores. Ellos, siempre que tuvieran recursos –
puesto que si no el primer menester habría de ser la provisión de alimentos para el clan o la
familia-, comían. El valor del alimento era lógicamente ponderado.
Cuando los sistemas de organización social y distribución del trabajo -la producción en masa, la
alteración de ciclos agrícolas, los transgénicos, las vías terrestres y marítimas de transporte de
alimentos, etc- han ido alejando al hombre de sus fuentes naturales de alimentación, la
ponderación del sustento se ha debilitado en beneficio de otras tareas. Comer deja de ser lo
primordial para devenir algo accesorio, aunque necesario para acometer con energía y alegría
labores más productivas o creativas. “Debes comer para vivir, no vivir para comer”, se
proclamaba en la Retórica a Herenio. Despreocuparse directamente de la obtención de víveres
en favor de otras metas posibilita el desarrollo intelectual, técnico y artístico del hombre. Supone
un avance en la civilización. Pero nos ha hecho perder la perspectiva sobre el valor real del
alimento y llegar a deformaciones perturbadoras: unos lo sobredimensionan, desembocando en
hipérboles de la alimentación sana y natural como la ortorexia, la ingesta compulsiva e
indiscriminada, los refinamientos sibaríticos de los gourmets, etc; otros lo niegan y desvirtúan
pretendiendo que el alimento ofusca y envilece la mente, privándola de sus más excelsas
capacidades poéticas, espirituales o racionales.
Hambre y lucidez, ayuno y virtud, están asociados en el imaginario colectivo del mismo modo
que hartazgo y somnolencia, o banquetes y lujuria. En parte, es por esto, que en la sociedad del
hartazgo y del hastío, negarse a disfrutar de la diversidad, exquisitez y abundancia de alimentos
que seducen desde las abarrotadas estanterías o mercados, contiene un signo de protesta y de
desaire despectivo a la norma social compulsiva de la saturación. Kenneth J. Gergen (1997)
analiza en su libro “El yo saturado”, las consecuencias que sobre la identidad tiene el reiterado
asedio estimular al que se somete al yo en nuestro mundo. El yo es diariamente bombardeado
por multitud de mensajes que invitan –u obligan- a ejecutar determinadas pautas de
comportamiento para conquistar la identidad de ser un buen ciudadano, una persona saludable,
con éxito y feliz.
Parte de las consignas con las que se nos coloniza y adoctrina se plasman en un lema implícito:
“eres lo que comes”, que aún esconde otro más recóndito: “debes comer tales y cuales alimentos
que te aportarán vigor, inteligencia, memoria, salud y cuerpo deseable”. De modo que se
establece la ecuación de que a través del alimento se consigue un proyecto de vida y una
identidad. A través de lo que comemos nos convertimos en aquello que deseamos ser. El
mensaje es una sutil distorsión de la realidad, porque concede al hombre un protagonismo
excesivo en la confección de su vida, anulando otros factores y subrayando –en función de
intereses meramente comerciales- aquellos que sí dependen del control del sujeto: lo que decide
comprar, cocinar y comer. En este mensaje se responsabiliza al sujeto de sus propias
enfermedades y se le otorga la obligación de prevenir riesgos (colesterol, diabetes, hipertensión,
obesidad, cáncer, estreñimiento, etc), a la par que se le convierte en artífice máximo de su
propiedad corporal.
FULGOR Y MELANCOLÍA DEL CUERPO COMO BARRO
He aquí al hombre convertido en arquitecto de su figura, en artista que pule y retoca sus
imperfecciones, en cincelador de su imagen, en programador de su éxito o fracaso interpersonal.
He aquí a la comida, en el otro extremo del binomio, metamorfoseada de combustible energético
para la supervivencia, en el atanor alquímico que transforma los nutrientes que contiene en
belleza, en salud, en vida, en éxito, en relación. La comida es el pincel que actúa sobre el cuerpo
interpretado como lienzo artístico. ¡Qué desarbolado poder, qué desmesurada sobrevaloración,
qué abdicación de la racionalidad! Aleccionadora reflexión la que sigue:
En el mundo occidental el cuerpo humano se ha convertido en el icono cultural por excelencia,
omnipresente y predominante. objeto semiótico, cargado de signos propios, …la búsqueda de la
perfectibilidad corporal ha abierto el camino a la progresivamente extendida cultura de la
modificación del cuerpo, en bastantes ocasiones llevada hasta sus últimas consecuencias: desde
el adelgazamiento obsesivo en la mujer joven que puede abocar a la terrible anorexia nerviosa,
y el excesivo remodelado muscular de los gimnasios –“construcción del cuerpo” (body building)
se dice-. (…) En esta moderna cultura de la modificación del cuerpo éste es asumido como un
“proyecto individual”, en el que cada uno –dueño de su propio cuerpo- se ocuparía de su diseño
(Pera, 2006, p. 39).
Desmenuzar la perversión del mensaje publicitario y de la cultura nutricional al uso, por más
políticamente correcta que sea, es imprescindible, para comprender la masificación del fenómeno
de la anorexia. ¿No puede comprenderse que la responsabilidad no está sólo en los modistos,
en las tallas 34 o 32, en las evanescentes modelos de pasarela, en las actrices de moda? El
problema va más allá: tiene que ver con el profundo cambio en la valoración de la comida,
elevada a una categoría artística y mítica: cincel de escultor, pincel de pintor, cuadrícula de la
fortuna sexual, laboral y social que vayamos a tener en la vida. Antes de que el bisturí del
cirujano plástico intervenga, puliendo y recortando, succionando o implantando, está la comida
capaz de convertir la herencia de la naturaleza en materia prima susceptible de transformarse a
gusto del consumidor. ¡Por la comida al cielo de lo que queremos ser y por la comida al infierno!
El cuerpo ha devenido una base manipulable, modificable. Podemos rebelarnos contra la genética
heredada. Nos condiciona pero no nos limita. No es una realidad inapelable y, además, es la
carta de presentación y la herramienta comunicativa, diferenciada de los demás y expresiva. El
joven toma su cuerpo como performance, lo deconstruye, lo personaliza, casi –como se hace
con los coches- puede tunearlo, customizarlo (acoplarlo a sus propios gustos para salir del
anonimato de lo corriente). En un mundo masificado, escapar de los imperativos de la vulgaridad
se convierte en un culto privado que adquiere caracteres obsesivos. El joven ha aprendido a
tratar su cuerpo como opción, no como imposición. No acata su constitución anatómica como un
pasaporte insobornable, sino que pretende metamorfosearse en múltiples adaptaciones
(estéticas, de ropaje y peluquería, las más veces) que a veces pasan por la performance del
cuerpo. Éste es considerado campo de exploración, de experimentación, de exhibición y de
identificación. Como expresé en otro lugar:
El cuerpo es el muestrario teatral ante el otro-público… La pertinaz ansia de identificación con
un referente interno o con un modelo externo, unida a la necesidad de singularizarse, conduce
al sueño de esculpir su posesión más cercana y exclusiva: el cuerpo. Para ello usa los recursos
más variados: piercing, branding, burning, cutting, peeling, lifting, stretching, tatoo,
decoloraciones y pigmentaciones del pelo o la piel, vestimentas grunge, punk, rockers, etc. Todo
ello destinado a fabricar un yo que afiance su consistencia, aunque se deshilache a cada paso
(Sánchez, 2006a, p. 55).
En esta misma órbita hay que encuadrar algunos trastornos de alimentación: son una
consecuencia más, la más grave por sus efectos, de la nueva concepción del cuerpo, por una
parte, y del significado del alimento, por otro, y del papel de diseñador de sí mismo –pudiendo
deconstruir y construir caprichosamente- que se le confiere al sujeto. La combinación de estos
tres elementos es decisiva para desatar los trastornos de anorexia. Podemos hipotetizar que
este cuadro es la función resultante de:
Alteraciones en la percepción e internalización de la corporeidad.
Interpretaciones irracionales y creencias delusivas –o delirantes- sobre el alimento en sí y
sobre el hecho de ingerirlo.
Sobreinvestimiento del yo, o lo que es lo mismo, convicción narcisista exagerada acerca del
papel protagónico del yo en el cumplimiento de la tarea identificatoria: ser quien uno quiere
ser o quien uno cree que debe ser.
ANOREXIA: COMORBILIDAD
Existen muchos otros enfoques y abordajes de los trastornos alimentarios. No pretendemos la
vanidad de tener la clave para la comprensión de patología tan compleja como sobreestudiada.
Hemos de tener un dispositivo conceptual que nos ayude a entender para desplegar luego, con
la menor iatrogenia posible, las vías de intervención correctiva. Desde nuestra experiencia
clínica, y sin ser especialistas en TCA, sospechamos que los llamados trastornos de alimentación
no pueden ser tratados como una entidad psicopatológica aislada y separada de otras
manifestaciones disfuncionales. ¿Es lícito contemplar a un paciente como alguien que tiene sólo
anorexia nerviosa? Desde la óptica psicoanalítica, incluso desde la fenomenológica,
existencialista o humanista se hace impensable e irrepresentable la anorexia como un trastorno
que brota de la nada y que emerge en un sujeto por lo demás razonablemente sano e integrado.
Por el contrario, creemos imprescindible al hablar de anorexia hacerlo en un contexto de
comorbilidad. Coincidimos con Caparrós y Sanfeliú (1997, p. 18) cuando afirman que: “por
llamativa que resulte, la anorexia es sólo emergente de una personalidad o personalidades
concretas y no la personalidad misma”.
En efecto, aunque el trastorno alimentario se ofrezca a la vista como el síntoma más llamativo
y peligroso (por el riesgo de muerte y graves secuelas orgánicas que conlleva), nuestra escucha
diagnóstica y terapéutica debe ir más allá: encontrar las conexiones de lo que se evidencia como
grito –el enflaquecimiento extremo- con todo cuanto permanece en registros más silentes, quizá
incluso solapados por la propia anorexia. La anorexia, con ser un cuadro severo, no puede
escindirse del resto de la personalidad, ni abstraerse como una alteración susceptible de
erradicarse sin necesidad de modificar muchas otras variantes, tal vez más discretas, pero no
por ello baladíes, del padecimiento psíquico. En todos los casos se presenta, por supuesto, una
“tergiversación simbólica del significado de la ingesta”, pero las razones de la distorsión son muy
diferentes y en ellas anida la clave del diagnóstico diferencial. Al igual que cree Vandereycken
(1994), es temerario tratar la anorexia como un síndrome desligado del análisis de la
personalidad de base. Cada anorexia tiene un trasfondo. La constelación de dicho trasfondo va
desde la psicosis a la neurosis (fóbico-obsesiva, la de tipo restrictivo, histérico la de tipo
purgativo), pasando por la modalidad psicosomática, narcisista y perversa. Hemos de discernirlo
para poner el síntoma en perspectiva.
En la clínica psicoanalítica nos encontramos con personas que han tenido en el pasado episodios
transitorios y circunstanciales de anorexias leves, superadas a tenor de los cambios madurativos
o psicoterapéuticos cuando el conjunto de sus enlaces intrapsíquicos o sus vínculos relacionales
se han reorganizado. Nos topamos con personas que nos consultan debido a la preocupación
familiar causada por el trastorno alimentario, pero en el curso de la anamnesis averiguamos y
desciframos los sutiles conductos que articulan el síntoma, por el cual se nos requiere, con otros
mecanismos y procesos mentales, así como con otros síntomas. En ocasiones, por último,
solicitan nuestra ayuda a causa de un abanico de disfunciones e insatisfacciones y, en el seno
de las cuales, pero no más subrayados que otros problemas, aparecen las conductas alimentarias
extrañas. Vemos, por tanto, que en cualquiera de las tres variantes de motivos de consulta, el
trastorno alimentario remite, a priori o a posteriori de la demanda inicial, a un estudio
comprensivo global que nos obliga a contemplarlo como una expresión más entre otras –de
distinto rango, profundidad, antigüedad y gravedad- de trastornos de la personalidad.
Ordinariamente, como decíamos antes, la anorexia es un síntoma polivalente que concurre junto
con otras manifestaciones semiológicas diversas de carácter psicótico, neurótico o límite. Es, por
tanto, en relación con las restantes expresiones del malestar psíquico como únicamente
podemos intentar comprender su significado, sus ciclos, el porqué de su aparición; en fin: todo
lo que concebimos como elección del síntoma. Sorprende oír en congresos y debates públicos
referencias a la anorexia cual si configurara una condición sustantiva por sí misma, como si se
incardinara en un sujeto de forma distónica, cual si sobreviniera ex nihilo. No existe un tipo puro
de patología anoréxica. El síntoma posee unos trazos comunes, pero no se da en el vacío. De
ahí que lo eficaz terapéuticamente en un caso sea inútil o perjudicial en otro.
El uso del diagnóstico reductivo “anorexia nerviosa” conlleva dos males cuando menos: el
primero es que cuando decimos “Rosaura es anoréxica” estamos suprimiendo otros rasgos y
categorías que nos permitirían comprender el síntoma anoréxico a la luz de otras
manifestaciones o evidencias. Desatendemos otras líneas que aportarían a nuestro análisis y
tratamiento una perspectiva holística y significante. El segundo es que, al subsumir la
versatilidad de signos comórbidos en derredor del síntoma anoréxico y al interpretar todas las
restantes distorsiones como causas o efectos de la anorexia, convertimos en nuclear el problema
de alimentación, en vez de alinearlo entre otras expresiones psicopatológicas múltiples en una
visión más global.
Por otra parte, el hecho de considerar el trastorno alimentario en sí mismo, despojado de sus
nexos de significado y de las ramificaciones cognitivas y dinámicas que lo enlazan a cuadros
psicopatológicos más amplios, podría comportar ciertos riesgos: no es lo mismo tratar una
anorexia en una personalidad histérica, que otra en un entramado melancólico o esquizofrénico;
no es equivalente una anorexia en un síndrome delirante hipocondríaco que una anorexia
depresiva asociada a un duelo crónico. No olvidemos ni soslayemos tampoco que los cambios en
los síntomas pueden ser un resultado de significantes culturales, pero el trasfondo de la falla, de
la angustia y de los conflictos son ubicuos en el tiempo y en el espacio.
En resumen: introducir la idea de comorbilidad en la valoración de los cuadros de anorexia nos
parece insoslayable, habida cuenta de que nunca estamos ante un emergente separado de los
demás. Es sencillamente impensable para el psicoanálisis un diagnóstico solo de anorexia
nerviosa. Siempre remitirá a un encuadre más complejo con arborizaciones enmarañadas que
han de desenredarse y reestructurarse. Se nos presenta siempre como un trastorno tornasolado,
cuya naturaleza y pronóstico dependerá del tipo de personalidad en que se inserte. Es una
locura del cuerpo (Sanfeliú, 1997), pero su causa está en la comunicación con lo mental y lo
interpersonal.
LA MADRE NUTRICIA Y EL APEGO
Señalaba Tremolieres que alimentarse, proporciona al niño su primera noción de existencia, de
relación con el mundo. Así que, no es baladí suponer que rechazar el alimento o expelerlo implica
una cierta forma de repudio de la relación con el mundo. Mundo que, en las primeras fases de
existencia, está siendo conocido a través de la madre. Subrayaremos la existencia de una
probable fusión simbiótica y ambivalente entre la madre y el niño/la niña que luego devendrá
un obstáculo serio en las futuras fases de separación-individuación. La simbiosis con la madre
impide a la niña vivirse autónoma, darle un sentido a su vida desde su yo (capacidad personal)
y desde su ello (deseo genuino). Se pensarán y reconocerán solo desde la mente de sus madres,
consagrando sus vidas a la consecución del deseo y del pensamiento de la madre. Se ven como
las ve su madre, confunden sus opiniones con las oídas e internalizadas desde la impronta
materna. Están configuradas a partir del deber ser para la madre. Si hay simbiosis, hay
ambigüedad, si hay ambigüedad hay confusión, si hay confusión hay despersonalización,
oclusión o forclusión de la propia identidad. Asentir a la madre Diosa es una fórmula habitual en
las anorexias psicóticas, tanto melancólicas como esquizoafectivas. En la clínica oímos
recurrentemente en su boca: “mi madre dice que yo”, “a mi madre no le parece bien que yo”,
“a mi madre le gustaría mucho que yo…”. Pero se olvidan de afirmar su deseo o lo ignoran. Esa
es la tragedia: no creen pertenecerse a sí mismas.
La función nutricia de la madre no precisa explicarse. Madre = alimento es un axioma que
procede de la biología, pero que la psicología matiza, porque el alimento materno tiene
connotaciones muy diferentes vinculadas al deseo que la madre sienta por su hijo, a sus
expectativas, anhelos y miedos, a las ansiedades por su función de madre, a su ser-en-el-mundo
conformado antes y después de la maternidad, etc. No es, por tanto, el hecho de alimentar a la
cría, sino la fruición o frustración, el amor o fastidio, la generosidad o usura, el eros y el thánatos
que ponga en ello, lo que decantará la balanza. La interiorización de una madre narcisista y
voraz que usa al hijo/hija como posesión, juguete o prolongación de sí produce el singular
resultado frecuente en muchos casos de anorexia: la madre está profundamente incorporada
(es decir: ‘in-corporada’, tragada, hecha cuerpo, habitando desde dentro a la hija), aunque como
objeto malo: es la madre negativa, la madre-bruja, la madre-madrastra de Blancanieves que da
un alimento envenenado para eliminar a la rival en belleza, feminidad y juventud (Woodman,
1994).
La hija anoréxica ha desarrollado esa arma de agresión para expresar su resentimiento contra
ella y emanciparse, aún a costa de morirse. Rechaza a nivel consciente e imitativo adoptar
cualquier semejanza con ella. No desea sino ser diferente, desmarcarse, negarla para así poder
afirmarse. A menudo, la identificación inconsciente con la madre introyectada es tan intolerable
que, como afirma Martínez García de Castro (1989), para destruir a la madre de dentro, se
destruyen a sí mismas. Las anorexias con un trasfondo melancólico (en nuestra experiencia las
más frecuentes) presentan esta particularidad: para eliminar la crítica machacona y la
desvalorización materna, recurren a la negación del alimento que la madre les suministra. Es
algo así como “no quiero nada tuyo, porque todo lo que tú me das me aniquila”, “tu alimento,
viniendo de ti, es veneno, me mata, me impide ser yo misma”.
La anorexia, tanto la privativa como la purgativa, es una expresión del rechazo al alimento que
infla, deforma, convierte el cuerpo en arcilla para el moldeamiento materno a su imagen y
semejanza. La paradoja anoréxica consiste en que al negar (el alimento) se afirman en su
identidad. La única autonomía posible pasa en estas modalidades de anorexia por declarar una
guerra civil en el interior del cuerpo contra los vestigios de la madre invasora y/o rechazante,
succionadora de la identidad. A menudo se ve a la joven anoréxica zafarse del proyecto materno
sobre su futuro cultivando aspectos diametralmente opuestos a los aclamados por su madre. Su
proclama de identidad podría ser: “sólo puedo ser contra ti, nunca junto a ti; quiero ser yo, no
que tú me conviertas en parte de ti misma, en un clon tuyo, en tu prótesis”.
La desidealización y la contraidentificación con la madre exigen un duelo que deja desguarnecida
a la hija de referentes y ávida de depositarlos en ideales femeninos antimaternos. A menudo
este proceso es convulso y autodestructivo, ya que se puede desencadenar un mecanismo de
vuelta contra sí misma de la hostilidad no dirigida hacia el representante materno: se desea
matar todo cuanto de la madre exista en ella. E. Moreno se pregunta por este abismo:
“¿cómo se las arregla la niña para reestructurar su narcisismo? ¿Qué procesos tienen
lugar desde la renuncia y separación de la MADRE, con mayúsculas, hasta la adquisición
de un ideal del yo propio, con funcionamiento adecuado a su realidad?” (Moreno, 1997
b, p. 234).
Hemos observado en la clínica cómo madres muy ególatras, ansiosas por la pérdida de su
juventud y belleza, trasmiten a sus hijas adolescentes, el marchamo de su yo ideal, exigiéndoles
subrepticiamente que culminen todos sus proyectos inconclusos, resuelvan sus frustraciones,
materialicen sus ambiciones y luego se los entreguen como ofrenda. Madres-Diosas, cuyas hijas
nacen para ser la segunda oportunidad de sí mismas, condenadas a la emulación, a la adoración,
a la despersonalización.
La madre de Mª Ángeles le reprochaba a su hija anoréxica su parecido físico con su padre, en
vez de con ella, tan guapa, elegante y atractiva. Mientras que Mª Ángeles se oculta bajo holgados
jerséis y ropas amorfas, la madre luce seductora. Siente vergüenza de su hija y le dice que no
vaya a la playa para que los conocidos no la vean tan delgada, porque acaso piensen que no
sabe alimentarla, juzgándola mala madre. Mª Ángeles adora el sol, necesita impregnarse de
calor (a menudo presenta hipotermia), pero renuncia a bañarse para no disgustar a su madre y
no provocar su reproche. En este contexto de despojamiento afanítico, como diría E. Jones, en
el que ni siquiera se te permite ser quien eres, sino sólo quien debes ser para la madre, la
supervivencia psíquica pasa por la negación rebelde frente a ella. Afirmación del yo aún a costa
de la oclusión del cuerpo y sus necesidades nutricionales, que permanecen significantemente
cargadas de lo materno desde la infancia.
La fantasía inconsciente de la anoréxica melancólica es “mi cuerpo no es tu cuerpo”, “yo no soy
tú, no quiero ser tú, no me gusta lo que eres y lo elimino de dentro de mí desechando lo que
me das, porque no quiero existir para ti, sino para mí misma”, “fastídiate porque no elijo ser tu
sueño, buscaré un ideal en el que no puedas reconocerte, en el que te sientas fracasar, del que
no puedas vanagloriarte”. ¿Crueldad? Por supuesto. Es la respuesta rabiosamente afirmativa
ante la afánisis (supresión fundamental de la identidad que lleva a no ver, tratar ni sentir al otro
como diferente de uno mismo).
ANOREXIA: PARADOJAS DE VIDA Y MUERTE
El título de este trabajo apunta a la paradoja: “afirmación/extinción”. Pero no es la única. Se
hermana con otras: “no como, luego existo”, “niego mi cuerpo para afirmar mi identidad”, “si
consumo, me consumo”. negación y afirmación convergen en la dialéctica anoréxica:
Lo que consumo, me consume (psíquicamente).
Lo que no consumo, me consume (físicamente).
Moraleja: No consumir para no consumirme psíquicamente, aunque me consuma y me
extinga corporalmente.
Comer es fracasar, sucumbir a la debilidad de la carne, al prosaico deleite material. Alimentar la
carne aleja a la anoréxica de su ambición de poder, de su control sobre sus miserias. Doblegar
la necesidad para exaltar el espíritu. El adelgazamiento extremo es un indicador parasuicida que
exhibe la tendencia a no ser nada, a reducirse a cero, a desaparecer y extinguirse por
consunción, escenificando la fantasía del contra-cuerpo, del espíritu incorpóreo, de la sustancia
etérea y evanescente. Marion Woodman considera a las anoréxicas adictas a la perfección. Existe
una adicción cuando la personalidad queda congelada en un único punto, excluyendo todos los
demás e imposibilitando la consecución de cualquier equilibrio. El adicto a la perfección se
extenúa en esa lucha sin tregua contra el espejo, que es su asesino, puliendo incesantemente
sus imperfecciones, erráticas e irreductibles. Siempre sobra algo, siempre falta algo, siempre
hay algo fuera de sitio, inarmónico, desequilibrador:
El adicto a la perfección está simulando, no la vida, sino la muerte. Casi inevitablemente, una
mujer obsesionada por la perfección se verá a sí misma como una obra de arte, y su terror real
es que esa obra de arte, algo absolutamente precioso, pueda en algún momento quedar
destruida. Se trata a sí misma como una pieza exclusiva de porcelana Ming (…) Moverse hacia
la perfección es alejarse de la vida o, lo que es peor, no entrar nunca en ella… (Woodman, 1994,
p. 84).
Frecuentemente, las anoréxicas deponen toda espontaneidad para ejercitar un férreo control
sobre sus actividades, pensamientos, relaciones, conversaciones. Nada se deja al albur de las
circunstancias o los imprevistos. La ilusión de control induce en ellas una cierta euforia. Parecen
embriagadas de sí mismas, embargadas del placer que les aporta su resistencia heroica al
hambre. En ciertas fases del declive anoréxico el clínico se tropieza con actitudes de
autosuficiencia y megalomanía que le repelen contratransferencialmente. Ella se exhibe
triunfadora frente al común de las personas llenas de flaquezas y atentados a la perfección.
Comer es plebeyo, ayunar noble y sublime, signo de superioridad mental. Desfallecer en el ayuno
es la única existencia válida. También M. Hernández lo constata:
La anoréxica rechaza el deseo porque… desear es necesitar, necesitar es depender y depender
es antinarcisista; este discurrir en su realidad interna se sustituye por el de la realidad externa:
desear es tener hambre, el alimento representa al otro, el otro del que dependo amenaza mi
autonomía, entonces… no quiero comer (Hernández, 2002, p. 128).
En una paciente, Rosa, confluían varios signos de significado único: a la par que adelgazaba, sus
pisadas se hacían también más leves y silenciosas, dejaba de usar zapatos de tacón o suela,
limitándose sólo a los de goma, su voz cobraba tonos sutiles, aniñados, ñoños, a la par que
inaudibles. De forma que, en mi contratransferencia, me acometía el temor a no verla (el
estrechamiento de su cuerpo), a no sentirla (su carácter casi fantasmagórico a veces me
sobresaltaba), a no escucharla (obligándome a forzar la escucha para que no se escaparan sus
palabras). Así se lo interpreté, enlazando la yuxtaposición de todas estas manifestaciones
fenoménicas. Cuando la anorexia fue remitiendo, el tamaño de su letra fue también aumentando,
el timbre de su voz –sin dejar de ser bajo- se hizo más audible, se atrevía a llamar al timbre
cuando llegaba –para hacer notar su presencia, en vez de esperar a que yo abriera la puerta
cuando despedía al paciente que la precedía- y se atrevió esporádicamente con los zapatos
femeninos (en sustitución de las botas de goma infantiles). Estas coincidencias eran
notablemente significativas; un trasunto claro de su voluntad de extinción y de muerte, de su
deseo de ser nadie, de desaparecer.
M. Recalcati, en La última cena, lo expresa de forma incomparablemente bella:
“Es un intento fallido de desaparecer frente a la mirada, en tanto ésta es convocada, parecería
que en el fondo elegirían la invisibilidad para volverse visibles como cadáveres” (Recalcati, 2004,
p. 93).
¡Cuántas veces Rosa se lamentaba ante mí de la invisibilidad para la madre dentro de la casa,
de sentirse tratada como a un fantasma, al que ni se ve ni se pregunta, ni se escucha! Alguien
insignificante e ignorado. La madre de Rosa habla, a veces riñe a los electrodomésticos cuando
no funcionan bien o cuando está enfadada, pero puede pasarse horas sin dirigirse a su hija para
interesarse por lo que hace. Si Rosa trata de ayudar en las faenas domésticas, su madre anula
su trabajo rehaciendo lo que Rosa ha hecho. Le demuestra que no existe porque lava de nuevo
los platos previamente lavados por ella o barre el suelo ya barrido. Rosa deduce: “soy irrelevante
en la vida de mi madre, en la vida en general”. Pero también desespera de hacerse ver y oír.
Habla con su enfermedad en el único código (el de la salud/enfermedad físicas) que cree que
entiende su madre, enfermera de profesión. Extrema sus síntomas para conseguir lo imposible:
que su madre se percate y al fin la visibilice, la haga nacer verdaderamente, y no como la
primera vez. Ella se da a la madre como cuerpo destruido, en venganza y en sacrificio. En
venganza porque, si muriera –imagina ella-, su madre se daría al fin cuenta de que tuvo una
hija y la perdió; en sacrificio porque, inmolando su vida, no amada ni cuidada por la madre,
aspira a merecer el perdón por haber nacido.
Lacan solía decir que el apetito de la anoréxica es de muerte, pero también de recomienzo, de
regresar a la inocencia de partida, al vínculo primario fatalmente envenenado desde la base.
Ferenczi (1931) enfatizó el nexo existente entre los hijos no deseados y la pulsión de muerte.
Es entre ellos y ellas donde abundan las anorexias, aunque se camufle el rechazo y el abandono
inconsciente con sobreprotección y sobrealimentación. La fantasía de Mariana, con episodios
anoréxicos intermitentes a lo largo de sus últimos diez años (entre los 16 y los 26), era que la
única comida que tenía derecho a tomar era la comprada y cocinada por su padre, mientras que
la preparada por su madre era sólo para su hermano Manuel; comida que ella pensaba no tenía
derecho a ingerir porque su madre no la había querido nunca. “Si quien me dio la vida no me
quiso jamás, cómo voy a aceptar que me alimente. Yo existo contra su voluntad, no puede
importarle si me alimento o no” y, a mayores, “¿cómo puede ser bueno lo que ella me dé?”.
Baravalle et als (1993) advierten que, con frecuencia, en el historial de las anorexias se
encuentran madres que atiborran la boca de alimentos, pero desdeñan escuchar y atender las
verdaderas necesidades de la hija. Lo que ansía la anoréxica es la mirada confirmatoria y
validatoria de su madre, el deseo que le hurtó al nacer. Se desvitaliza como expresión del nodeseo que recayó sobre ella: “Si no querías darme la vida, yo me la arrebato para así
complacerte, ¡Oh, madre Diosa!”. Su cuerpo es la nada, existen como cuerpo vacío, como cuerpo
malo que va estrechándose hasta dejar de ser (Luján, 2006). Parafraseando a Neruda, cabría
decir: “Para que tú me perdones, mi cuerpo se adelgaza como las huellas de las gaviotas en las
playas”.
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