La pérdida puede ser vivida como un acontecimiento que puede poner a prueba, a veces de manera traumática, las concepciones que el individuo tiene de la vida y del mundo. La naturaleza del duelo, como experiencia humana, debe ser conocida por los médicos.
Las historias de pérdida reflejan un complejo proceso por el que las personas se adaptan a una nueva realidad. Este proceso es a la vez personal, familiar, social y cultural. Los autores subrayan en este artículo la dimensión familiar del duelo.
Aproximación individual y relacional del duelo.
R. Pereira 1; M. Vannotti2.
1 Médico psiquiatra (Osakidetza / Servicio Vasco de Salud) y Director de la escuela Vasco-Navarra de terapia Familiar, Bilbao (España).
2 Médecin adjoint, , PD et MER. Policlinique Médicale Universitaire ; DUPA, Service de Psychiatrie de Liaison, Lausanne (Suiza).
PALABRAS CLAVE: duelo, pérdida, Rituales, Relaciones familiares.
La pérdida puede ser vivida como un acontecimiento que puede poner a prueba, a veces de manera traumática, las concepciones que el individuo tiene de la vida y del mundo. La naturaleza del duelo, como experiencia humana, debe ser conocida por los médicos. Las historias de pérdida reflejan un complejo proceso por el que las personas se adaptan a una nueva realidad. Este proceso es a la vez personal, familiar, social y cultural. Los autores subrayan en este artículo la dimensión familiar del duelo.
Introducción
El duelo, es decir, “el proceso psicológico que se pone en marcha a causa de la pérdida de una persona amada” (Bowlby) (5), es un proceso que afecta de manera fundamental a la red de relaciones de la persona que muere y a cada individuo que forma parte de ella. El proceso de duelo depende básicamente de factores culturales, de pertenencia social, de género y del grado de espiritualidad del sujeto.
Si el hombre es un ser viviente insertado en una comunidad, si el ser humano no puede existir solo, es evidente que la pérdida de un allegado atente contra el sujeto, no sólo por la dura confrontación con su repentina ausencia, sino además porque cuestiona su identidad.
Se podría suponer que las reacciones ante la pérdida son, en parte, innatas. La anticipación de posibles pérdidas empuja al sujeto a preservar a sus allegados y, así también, a la comunidad y a él mismo.
Freud fue el primero en hablar y reflexionar sobre el duelo en su trabajo “Duelo y Melancolía”. El duelo sería el proceso normal que resulta de la pérdida de un objeto -en el sentido psicoanalítico de persona importante para el sujeto-. El allegado al fallecido debe, desinvestir al objeto perdido para volver a investir la energía libidinal sobre otro objeto.
Según otros psicoanalistas -Racamier (15)-, la experiencia de duelo es también el resultado de un aprendizaje de la primera separación con la madre. Este “duelo originario” constituye, a lo largo de nuestra vida, un rastro complejo, vivo y duradero, de lo que estaremos listos “a aceptar perder como precio de todo descubrimiento”.
Este aprendizaje de la pérdida desarrolla en cada individuo una competencia más o menos grande para hacer frente a los duelos futuros, y es la clave de todo movimiento de diferenciación: así las condiciones de la travesía del duelo originario y la cicatriz que conservamos, determinan la capacidad de efectuar los grandes y pequeños duelos y de atravesar las diferentes crisis que, inevitablemente, puntuarán nuestra existencia (7).
Los estudios más frecuentes describen únicamente la reacción individual del duelo, eludiendo los aspectos interrelacionales del proceso. El acento puesto sobre los aspectos individuales de las observaciones sobre el duelo coincide con un cambio en la cultura que, en nombre del individualismo utilitarista contemporáneo, parece privilegiar las necesidades egocéntricas del individuo y poner en un segundo plano la solidaridad: “El contexto cultural en Estados Unidos percibe el duelo como una experiencia individual aislada” (16). El interés exclusivo por los aspectos individuales del duelo acabaría eludiendo los aspectos relacionales, culturales y sociales que desempeñan un papel importante en las características, el tipo y la duración del duelo. El duelo puede concebirse como una experiencia que se articula entre lazos de afecto e interdependencia entre humanos. La muerte implica no sólo procesos de elaboración intra-psíquica sino también la desaparición de una parte del contexto social requerido para permitirle al superviviente comprender, validar y organizar sus percepciones cognoscitivas y sus relaciones sociales (11)3.
Duelo desde el punto de vista individual
La pérdida es seguida por un período de duelo -conjunto complejo de reacciones- que se caracteriza por la interacción de diversos factores conductuales, psicológicos y fisiológicos.
El “trabajo del duelo” puede concebirse como una elaboración activa individual. La reacción emocional del duelo es el resultado de confrontarse con la realidad y descubrir que el objeto amado ya no existe. El sentimiento de abandono y pérdida puede acoplarse también con sentimientos discrepantes de hostilidad y rabia.
Lindemann (12) establece el duelo como un síndrome definido, con una sintomatología somática y psicológica similar en todos los casos: sensación de malestar somático y psicológico que sobreviene en oleadas y un intenso sentimiento subjetivo de malestar, descrito como tensión o dolor psíquico. Estas oleadas se precipitan por contactos emocionalmente significativos, o debido a situaciones o conversaciones que recuerdan al fallecido.
Bowlby (3) dedicó especial atención a la reacción del duelo y la ligó con su teoría del apego (5). Denomina apego a un mecanismo biológico de protección que sirve para asegurar la supervivencia del individuo y de la especie, una conducta instintiva que se da básicamente entre madre e hijo. Así, el apego, es una forma básica de conducta, con sus propias motivaciones internas. La amenaza de ruptura o la ruptura del apego produce una reacción psíquica, somática y vegetativa que denominó síndrome de Respuesta a la Separación y que identificó en niños de la primera infancia separados de sus madres. Estos niños, cuando pierden el contacto visual con la madre, ponen en juego patrones de conducta para restaurar la proximidad del objeto amoroso perdido, desarrollando un síndrome en tres fases: protesta, desesperación y desvinculación. (4).
En sus últimos trabajos (5) Bowlby amplió su teoría del apego para incorporar la respuesta al duelo en adultos: el trastorno emocional que se desarrolla en las etapas iniciales del duelo se debería a la ruptura del vínculo. Añadió una cuarta fase a las tres iniciales: estupor, urgencia para recuperar el objeto perdido (anhelo y búsqueda), desorganización y desesperanza, y reorganización; estableciendo así, una de las diferentes clasificaciones que se han efectuado de las etapas del duelo.
Bowlby también identificó cinco factores que afectan el curso del duelo: identidad y rol del fallecido, edad y sexo de la persona en duelo, causas y circunstancias de la pérdida, contexto social y psicológico y personalidad de la persona en duelo. Concluyó que éste último era el factor de mayor influencia.
El recorrido de la persona frente a la pérdida de un ser amado
El duelo implica diferentes fases, aunque parece que no es necesario atravesar cada una de ellas para superar el dolor. No obstante, la persona cercana al fallecido, experimenta generalmente un sentimiento de desolación y llora la desaparición de la persona amada. A veces, sin embargo, sucede lo contrario, y el sujeto vive una especie de anestesia afectiva que le hace parecer como alguien vacío, aislado o indiferente. Otros manifiestan sentimientos negativos como la agresividad. Cada una de estas reacciones puede considerarse como normal (20).
La persona que pierde a un ser querido pasa por toda una gama de emociones y adopta diferentes comportamientos: en algunas de ellas la manifestación del duelo sigue primero las normas sociales; en otras predomina el estado de shock; algunos manifiestan el deseo de devolver al ser querido a la vida; otros buscan su presencia activamente o tras una aceptación inicial niegan la desaparición, mientras que otros lo aceptan como una fatalidad: “Estaba escrito, le llegó su hora, era su destino”. Hasta la intensidad del dolor puede variar considerablemente de una persona a otra, con arreglo a los siguientes factores:
- El género y la aptitud de la persona para sentir emociones
- Su aptitud para expresarlos
- La cultura de su medio social sobre la expresión de las emociones
- Los contextos socioculturales
Castelli (6) subraya, con pertinencia, que se han elaborado distintos modelos que coinciden en el contenido pero divergen en la clasificación de las manifestaciones y la delimitación de las fases del duelo. Estudios empíricos muestran cómo la sucesión de las fases de duelo y su duración pueden variar sensiblemente. Las etapas dan una imagen de sencillez y de evolución lineal que, la mayoría de las veces, no se encuentra en los procesos de duelo.
El duelo, con las limitaciones que acabamos de citar, puede describirse como un proceso a través de los siguientes estadios:
A. estupor o Shock
B. Confusión
C. Búsqueda
D. Aceptación
E. Reintegración
Resulta especialmente importante que el profesional de la salud, en los servicios de urgencia y de cuidados intensivos, reconozca los tres primeros estadios porque la defunción súbita, a menudo, da lugar al estado de shock, la confusión y la búsqueda (cualquiera que sean los estados emocionales que los caracterizan), antes de que los allegados dejen el hospital. Conocer estas fases permite delimitar y responder adecuadamente a las necesidades de la persona en duelo.
El recorrido que se describe a continuación se relaciona principalmente con la confrontación con la muerte súbita de un ser querido pero, salvo las particularidades enunciadas anteriormente, representa las etapas del proceso de duelo, tal como nos la muestra la clínica.
A. estupor o shock
A menudo, el allegado se agarra desesperadamente al paciente fallecido. Asustado, se deshace en lágrimas, empieza a gritar y tiembla todo su cuerpo. Luego se queda inmóvil. Otras veces el anuncio de la mala noticia provoca una ausencia aparente de emociones y pensamientos. Se trata de reacciones normales que expresan un intento de protegerse contra una multitud de sentimientos abrumadores.
Puede suceder que la persona no sólo se encuentre en estado de shock, sino que también sea incapaz de comprender realmente lo que pasó. La duración e intensidad de esta fase son reveladoras de la amplitud de las dificultades que sobrevendrán durante el duelo.
B. confusión, Desequilibrio
La intensidad de la reacción varía de una persona a otra. Algunos se desorientan totalmente y no logran reaccionar mientras que otros en apariencia pueden, al menos, actuar eficazmente.
En el primero y el segundo estadio, el rol del profesional sanitario consiste en ayudar a la persona en duelo a encontrar el apoyo necesario, por ejemplo cerca de su familia o de sus amigos.
C. Búsqueda
Estos estadios son seguidos por un período de búsqueda caracterizado, como indicó Bowlby, por la urgencia de recuperar, de una u otra manera, el objeto perdido.
En numerosas ocasiones, la persona confrontada con la pérdida puede verse presa de la aflicción. El comportamiento oscila entre la ligera agitación a la búsqueda ansiosa y febril del desaparecido. La mayoría de las veces, estos comportamientos pierden poco a poco su intensidad y el enfrentamiento con la realidad permite asumir actitudes más realistas.
Desolación
Al principio del estadio de búsqueda todas las emociones experimentadas por la persona son dolorosas. No es raro que una profunda tristeza y el deseo de hacer revivir al difunto se acompañen de síntomas físicos tales como agitación, malestares, vómitos y alteraciones del sueño. Más tarde, el sentimiento de desolación se difumina y las crisis de llanto pueden contenerse más fácilmente. Las personas aprenden a dominar su sufrimiento, por ejemplo, llorando cuando el contexto lo permite.
Desesperación
Viene luego la desesperación. La persona en duelo se da cuenta que es impotente para cambiar la situación.
Culpabilidad
El sentimiento de culpa, cuya dimensión es útil evaluar, puede estar justificado o no. Con frecuencia, comprenderlo permite superarlo. Los supervivientes pueden sentirse culpables por ciertos actos o palabras intercambiadas antes de la muerte, aunque éstos/as se hayan producido tiempo atrás en el curso de la vida compartida con el ser querido. Por ejemplo, el hecho de haber deseado, bajo un estado de cólera, la muerte del ser querido, constituye una carga terrible si éste fallece. Del mismo modo, la culpabilidad es más pronunciada cuando los sentimientos que experimentaba el allegado hacia el difunto eran ambivalentes. Puede suceder que el allegado reaccione con enfado hacia el desaparecido al enterarse de su muerte.
El profesional sanitario debe estar muy atento a no despertar o acrecentar estos sentimientos de culpa, especialmente en los primeros momentos tras la muerte. Comentario del tipo “si le hubieran traido antes” o “si nos hubieran hecho caso” pueden generar sentimientos de cupa muy dolorosos que pueden tardar mucho tiempo en desaparecer.
Por último, si el allegado ha tenido algo que ver en la muerte del ser querido, aún de manera accidental, genera unos sentimientos de culpa difíciles de erradicar.
Miedo
El miedo puede tener muchas causas y expresarse de muchos modos. La persona cercana al fallecido puede angustiarse por el clima de incertidumbre (“¿que va a pasar?¿ Podré salir adelante?¿Cuál será mi situación económica?). Además, el miedo puede ser engendrado por sentimientos abrumadores: de no poder dominar sus emociones, de perder la razón o de no hallarse en situación de realizar las tareas más rutinarias.
Celos
La persona cercana al fallecido también puede sentir celos de quienes todavía tienen sus padres, esposos o niños. Si considera tal reacción como anormal e inaceptable, puede ocasionar un sentimiento de culpabilidad.
Malestar
La persona en duelo experimenta, a menudo, desconcierto cuando expresa su dolor, sobre todo en los hombres pertenecientes a una cultura que asocia la exteriorización de los sentimientos con un comportamiento femenino. Los esfuerzos desplegados para rechazar estos sentimientos pueden obstaculizar el duelo. Es lo que sucede particularmente cuando el desconcierto lleva al allegado a aislarse, lo que en general, agrava la situación. También puede suceder que, poco después de la defunción, la persona en duelo se encuentre a disgusto en su nueva situación: por ejemplo, una viuda que se sienta incómoda con la compañía de parejas.
Cólera
La cólera es una reacción completamente normal, sin embargo es influida por una prohibición que la hace más difícil de aceptar. La cólera se dirige con frecuencia contra los profesionales sanitarios que “fallaron” en su tarea. Algunos se enfadan con dios o con el destino y se preguntan por qué les ha tenido que tocar a ellos. Además, la cólera puede dirigirse hacia el difunto; en tal caso, el allegado tiene la impresión de haber sido traicionado. Por ejemplo, una joven viuda que debe sacar adelante a sus niños, quizá sólo puede reaccionar de ese modo. Contrariamente a la tristeza, la cólera puede expresarse con sutileza y la mayor parte del tiempo en casa. Por otra parte, como la cólera se acepta mal por parte de los allegados, la situación se hace difícil para la persona que la expresa.
En los padres que perdieron accidentalmente a un niño, se observa una cólera tenaz y un deseo de venganza contra el que cuidaba del niño fallecido. Esta cólera pretende expulsar y proyectar sobre otro su propia culpabilidad, pero el mecanismo raramente resulta eficaz.
Es muy importante reconocer lo que siente el sujeto en duelo, reconfortarlo y comprenderlo en lugar de juzgarlo.
Negación
La negación se manifiesta a lo largo del duelo. Este sentimiento aumenta y luego se reabsorbe gradualmente hasta la aceptación final de la defunción. Conviene distinguir entre la negación cognitiva o emocional frente a la muerte del otro y el hecho de guardar un vínculo simbólico con el fallecido. La negación puede ser interpretada como un intento de guardar un vínculo con el desaparecido.
El hecho de no sentir ninguna emoción, deliberadamente o no, también constituye una negación Esta actitud puede hacer las veces de medio de defensa contra un dolor demasiado vivo. No obstante, si el sujeto persiste en una actitud de negar la realidad, su duelo corre el peligro de prolongarse o no acabar jamás. Vivirá entonces en compañía del muerto y tendrá la sensación de no estar nunca solo. Dirá que siente su presencia, le hablará, le pedirá ayuda en los momentos difíciles, etc.
D. Aceptación
En general, es necesario dejar que el tiempo haga su trabajo para ir aceptando la nueva situación. Cuando se comprende que la búsqueda del desaparecido y la negación son vanas, se puede aceptar que la vida continúa, aunque ya no pueda ser como antes. La aceptación constituye un tipo de adaptación -emocional y cognoscitiva- a una nueva realidad existencial inscrita en la historia del sujeto. La aceptación de la pérdida es la clave de la viabilidad del duelo.
Según Cuendet (7), la aceptación puede dificultarse cuando:
1. La relación con la persona desaparecida fue ambivalente: en efecto, siempre es difícil decir adiós a una persona querida y detestada a la vez; esta dificultad se agrava aún más si el superviviente no pudo o supo ajustar cuentas con el difunto.
2. La relación con la persona desaparecida fue narcisista: el fallecido fue investido como una parte vital de sí -como un hombre dependiente de una mujer muy contenedora-. La pérdida se vuelve entonces impensable, y basta tan solo el presentimiento de una pérdida para que el sujeto traslade a otro su duelo imposible;
3. No hay señal visible de la muerte, al haber desaparecido el cuerpo. Es el caso, por ejemplo, de los desaparecidos después de un accidente aéreo o un naufragio. En el espíritu de los supervivientes, la esperanza de un posible retorno continúa existiendo, de ahí la imposibilidad de despedirse realmente. Es la razón por la cual se sugiere a los médicos y sanitarios acompañar a los allegados, o asegurarse de que alguien lo haga, a ver los restos mortales del desaparecido con el fin de que la señal de la muerte sea visible y sea vista si es posible, delante de testigos.
E. Reintegración
Este período, largo y difícil, coincide con la aceptación progresiva de la muerte y con un cambio del estado del ánimo del superviviente. En general, no se pueden predecir las consecuencias de los acontecimientos durante este período, pudiendo aparecer retrocesos y recaídas. Las fiestas y los aniversarios continúan evocando cruelmente la pérdida y el dolor. Sin embargo, con el tiempo, el dolor se atenúa y el allegado deja de vivir en el pasado y comienza a mirar hacia el futuro.
La reintegración es también un proceso que puede resumirse así:
1. Aceptar la realidad de la pérdida
2. Elaborar el dolor del duelo
3. Adaptarse a un ambiente en el cual el difunto estará ausente
4. Continuar la vida
Transición del punto de vista individual hasta el punto de vista familiar
Para Parkes (13), la reacción de duelo debe entenderse como una transición psicosocial, que serían aquellos cambios vitales que requieren que las personas revisen profundamente su concepción del mundo. Estos cambios o transformaciones son duraderos en sus efectos o sobrevienen bruscamente llevando consigo la necesidad de cambios rápidos y permanentes de una cantidad masiva de reglas, hábitos, rituales, premisas y construcciones de la realidad. Cuantas más numerosas y de mayor importancia sean las reglas que se deben cambiar, más doloroso y difícil será el duelo y más tiempo y energía requerirá.
Sin embargo, la reacción ante la pérdida no depende únicamente de la magnitud de la transición psicosocial, sino también de los vínculos existentes entre el difunto y el superviviente –en este sentido conecta con las teorías de Bowlby (3, 4, 5). Como consecuencia, el desarrollo del duelo, su duración y complicación dependerá de la magnitud del cambio resultante de la pérdida y de los vínculos biológicos o afectivos entre el fallecido y el superviviente (13).
Para Freud asistimos comúnmente a la resolución del duelo, pero no es inmediata; se realiza más bien lentamente y necesita una cierta dosis de energía psíquica (8). El duelo pretende desvincular al difunto del superviviente. Si el proceso de duelo no se produce normalmente, o se impide su natural evolución de alguna manera, el individuo entra en un duelo patológico. Consideramos un duelo como patológico cuando no se transforma en el curso del tiempo y tiene una duración mayor de dos años. Los duelos patológicos se manifiestan comúnmente por: rituales estereotipados, visitas obstinadas al cementerio o una incapacidad para ir, numerosas fotos del muerto colocadas en las paredes de las viviendas o por el hecho de conservar la urna con las cenizas en el salón o el dormitorio.
Estas familias cultivan así la creencia de que el muerto no murió. Conviene, sin embargo, distinguir entre la creencia de orden espiritual -del tipo: su alma vela por nosotros desde el paraíso- que permite guardar un lazo simbólico con el fallecido y la creencia que niega la realidad de la muerte.
La negación de la muerte es un factor que puede favorecer el desarrollo del duelo patológico. Por las estrategias de evitación, las personas en duelo tienden a aislarse y a no hablar del muerto evitando el dolor intenso que esto produce. Sin embargo, esta actitud dificulta el “trabajo de duelo” e incluso su resolución (12). Así, la evocación constante del fallecido o la negación de la muerte y el sentimiento asociado a ésta impiden el proceso de separación. Aunque la literatura clásica considera la negación como un síntoma de duelo complicado o incumplido, algunos estudios relativizan este punto de vista.
Las razones por las cuales el duelo se vuelve patológico son numerosas. Una de ellas es la ausencia de los rituales del duelo. En el pasado, estos rituales estaban claramente codificados: la viuda, por ejemplo, se vestía de negro durante un período convencional, luego podía “aliviarse” con ropas grises o moradas. Así, gracias a esta codificación de la vestimenta, sabían donde se hallaba en su proceso de duelo, incluida ella misma.
Querríamos, sin embargo, advertir sobre la abusiva utilización de la noción de duelo patológico. Ciertos duelos pueden quedar sólo parcialmente cumplidos o incumplidos sin que esto implique, necesariamente, un duelo patológico
Las respuestas individuales al duelo se asemejan a muchos síntomas de la depresión. Conviene, sin embargo, no confundir la reacción normal del duelo con un estado depresivo. Esta distinción es a veces difícil, debido a que con frecuencia un duelo constituye el acontecimiento desencadenante de un estado depresivo. Es importante hacer la distinción porque en principio no es útil tratar con medicación los síntomas asociados al duelo. Al amortiguar mediante tranquilizantes o antidepresivos el afecto doloroso del allegado, corremos el riesgo de eliminar la reacción emocional necesaria para el trabajo de duelo y favorecer así el deslizamiento hacia un duelo patológico.
Duelo familiar
Si el duelo se centra sobre un solo miembro de la familia, habitualmente el que mantiene una relación más próxima o dependiente con el difunto, se les niega a otros miembros no sólo la posibilidad de acceder a la ayuda terapéutica, sino también, la posibilidad de expresar abiertamente sus emociones, dado que todos ellos deben dedicarse al cuidado del que está “oficialmente” en luto.
Esta asunción “en exclusiva” del papel del duelo, produce frecuentemente problemas, a medio o largo plazo, en otros miembros de la familia, en particular en un duelo patológico.
Definición del duelo familiar
Partiendo de la definición del duelo de Bowlby (5), Pereira (14) define el duelo Familiar como el “Proceso Familiar que se pone en marcha a raíz de la pérdida de uno de sus miembros”. La pérdida o la amenaza de pérdida de un miembro de la familia es la mayor crisis que tiene que afrontar un sistema familiar. El equilibrio de una familia se ve perturbado cuando se añade un miembro, por un nacimiento o una nueva alianza; y, con más razón, cuando la muerte priva a la familia de uno de sus miembros. La amplitud de este shock puede variar con relación a la importancia funcional de la persona perdida y al clima emocional del momento. (2)
La familia pone en marcha una serie de mecanismos defensivos, reforzados socioculturalmente, que tienen como objetivo su mantenimiento. , subrayaremos seis de estos mecanismos de ajuste:
1. -Reagrupación de la familia nuclear.
La familia nuclear refuerza su contacto, restringe su área de movimiento; filtra los contactos con el exterior, delega ciertas funciones a personas cercanas o a miembros de la familia extensa, y en definitiva, “se encastilla” en la casa (“La familia no recibe”), procurando incrementar el tiempo de contacto mutuo y disminuir los estímulos exteriores.
2. -Intensificación del contacto con el resto de la familia o con las personas afectivamente cercanas de la familia (amigos, etc. ).
3. -Disminución de la comunicación con el medio ambiente exterior.
4. -Apoyo social a la continuidad de la familia.
Como es bien sabido, la organización social tiene en la familia su base principal, en la que delega sus funciones de alimentación, cuidado, educación, etc. por lo que socialmente hay un interés evidente para que el grupo familiar siga existiendo a pesar de perder uno de sus miembros. Así, además de la ayuda proveniente del entorno cercano y la familia extensa, las sociedades que disponen de recursos destinan una parte de ellos a favorecer la continuidad de la familia, aunque haya perdido a uno de sus miembros clave. Becas, pensiones, subsidios, seguros de vida, etc. , tratarán de ofrecer apoyo social y económico a la nueva familia.
5. -Exigencia de tregua en los conflictos familiares “antiguos”: reconciliación.
Durante el duelo, se produce una exigencia implícita, y a menudo también explícita, de cese de hostilidades en la familia. Cuando la supervivencia del grupo familiar está amenazada, debe primarse el apoyo mutuo para hacer frente a las adversidades, por lo que se hace necesario una tregua en los conflictos, por muy antiguos que sean.
6. -Conductas de debilidad que reclaman protección.
La reacción de duelo conlleva un intenso dolor y aflicción, con abandono de las tareas cotidianas, aislamiento y situación general de debilidad que genera una actitud externa de compasión y protección.
Reorganización familiar durante el duelo
Varios autores han señalado cómo la muerte de un miembro de la familia supone la muerte de la familia misma, siendo entonces, el objetivo del duelo establecer las bases de un nuevo sistema familiar, que surge del anterior, pero que no será el mismo (9).
En el proceso de duelo el mantenimiento de canales adecuados de comunicación con el medio externo facilita el acceso de las redes exteriores de apoyo y soporte.
La reorganización familiar va a depender de una serie de factores, dentro de los cuales se halla la importancia del desaparecido en el seno de la familia. La desaparición de un miembro que ocupa un papel pasivo y periférico en el sistema familiar no es igual a la de otro que desempeña un papel activo y central.
Una “muerte esperada” permite anticipar progresivamente una reorganización de la vida familiar y hacer frente al acontecimiento doloroso con una preparación mayor. En cambio, una muerte inesperada requiere un cambio inmediato de las reglas de funcionamiento.
La reorganización familiar va a depender también del ciclo vital de la familia. Los roles jugados por el fallecido pueden ser redistribuidos entre el resto de los miembros de la familia, pueden ser asumidos por uno de ellos (hijo parentalizado), o pueden ser mantenidos “en conserva” a la espera de la incorporación en la familia de un nuevo miembro que lo asuma. En definitiva, la familia debe realizar una adaptación progresiva y dolorosa a una nueva realidad en la que el fallecido estará ausente.
Etapas del duelo familiar
Proponemos las siguientes etapas del duelo familiar:
1. Shock inicial y rituales. En esta primera etapa, los rituales van a desempeñar un papel importante porque pueden favorecer la expresión de la aflicción de todos los miembros de la familia. El luto, los funerales, el entierro, las visitas de la familia y de los amigos, etc. , van a anunciar la pérdida, a favorecer su aceptación, y a crear un contexto adecuado para la expresión emocional.
2. Reagrupamiento y encastillamiento de la familia para permitir la reorganización familiar: redistribución de la comunicación interna y de los roles familiares.
3. Reorganización de la relación con el medio externo.
4. Reafirmación del sentimiento de pertenencia al nuevo sistema familiar que emerge del antiguo, y aceptación del comienzo de una nueva etapa familiar.
5. Aceptación familiar de la pérdida.
El final de la etapa de duelo familiar está marcado por la aceptación de sus miembros de una nueva estructura familiar, nacida de la antigua, pero organizada de manera diferente. La figura del fallecido formará parte de la historia de la familia, pero debe dejar de tener influencia directa sobre el funcionamiento de ésta (10).
Repercusiones del duelo sobre la familia
Entre las repercusiones de un duelo no elaborado, conviene recalcar las de su transmisión a través de las generaciones.
Como bien se ha descrito recientemente en un artículo de Cuendet (7), un niño puede ser el portador sintomático de un duelo no elaborado por uno de sus padres. El síntoma de un niño reviste en efecto, múltiples facetas. Lleva en primer lugar el rastro de una “delegación” (17). Este término se refiere al hecho de que el niño, percibiendo con una fuerza incoercible las señales que reflejan los temores, los deseos y los fantasmas de sus padres, puede sentirse investido de una “misión” que tiene que cumplir ante ellos. Desempeñando su misión, que vive como imperiosa y, respondiendo lealmente a la delegación percibida, el niño espera a cambio cubrir su necesidad de ser querido (19). Se trata, entonces, de ayudar a los padres a llorar a su muerto, a separarse después de haber expresado su cólera o haber elaborado las razones de su idealización, con el fin de reinvestir al propio niño.
Para ilustrar esta delegación querríamos evocar una viñeta clínica que presentaremos luego de forma más detallada (cf. 3. 5. ). Nos limitaremos aquí a esbozar muy esquemáticamente la evolución del proceso. Un niño percibe el dolor inconsolable de su madre: ésta había perdido a su hermano en la primera infancia. El duelo personal y familiar -sobrevenido mucho tiempo antes de su nacimiento-, persistente y no elaborado, ha sido bien percibido por parte de este niño que quiere ayudar y consolar a su madre, e intuye, relativamente rápido, que sólo puede hacerlo poniéndose en el lugar del tío muerto en la primera infancia. Piensa que solo de esa manera su madre podrá quererlo, ya que el niño tiene el sentimiento de ser incapaz de consolarla o de aliviarla. La madre, por su parte, no pudo elaborar -debido a la reacción de sus propios padres- el duelo de su hermano; proyectó así su tristeza sobre el niño en cuestión. La mujer en duelo se deshace de su herida escogiendo, inconscientemente, a un niño "predestinado" como ligazón. El niño predestinado es utilizado como sustituto para enmascarar el vacío. Incluso llega a llevar los atributos del muerto (nombre, ciertas características, “cualidades o defectos” del muerto), como si el muerto se reencarnara en un miembro de la familia.
El tabú o el secreto que rodea a la muerte hace que la vida psíquica se restrinja, así como la “mentalización” de las emociones. El síntoma pone en escena lo que no puede decirse. (7)
Relato de una situación de duelo familiar
Desde hace algunos meses, y sin razones aparentes, Miguel, un adolescente de 14 años de edad, inquieta a sus padres por su comportamiento anoréxico. Desde hace poco, además, parece atormentado con la idea de la muerte y hace afirmaciones suicidas que alarman a sus padres y al médico que le trata (21).
Cada encuentro con los abuelos maternos es la ocasión para recordar al hermano de la madre, fallecido por casualidad a la edad de 7 años, y a quien aún se le reserva un sitio en la mesa durante la comida dominical. La madre de Miguel, Annie, que también aparece ligeramente deprimida, sufrió profundamente durante su infancia al ver a sus padres inconsolables y demasiado ocupados por el recuerdo del hijo muerto como para cuidar bien de ella. Pero Annie sufrió especialmente por no ser reconocida en sus esfuerzos por consolar la pena de sus padres. Este sufrimiento se ocultó a Miguel, al igual que se había ocultado a los abuelos.
Existe un vínculo entre los síntomas actuales de Miguel y la muerte de su tío. Los síntomas del adolescente parecen, en efecto, una renuncia a la vida, nacida de sufrimientos enterrados, pero también, y paradójicamente, una demanda tácita de que le sea confirmado su derecho a vivir.
Así, mediante la anorexia, Miguel resucita en cierto modo al niño cuya muerte provocó en su madre un duelo durante su infancia. Pero esta función reparadora no agota el sentido del síntoma. La depresión -latente en la madre y declarada en el hijo- también contenía una parte de hostilidad. hostilidad de Annie con respecto a sus propios padres que la descuidaron, sin que pudiera manifestar su frustración o su cólera por temor a perder definitivamente el vínculo de afecto que el duelo prolongado de sus padres ya había debilitado. hostilidad de Miguel frente a su madre -que, al igual que sus propios padres, no podía dar a su niño signos claros de su deseo de que él viva- pero también frente a su padre, que no se decidía a terminar con el proceso de traer al presente una y otra vez al fantasma del tío muerto. El síntoma de Miguel tiene aquí la dimensión de un emplazamiento provocador que se podría traducir en estos términos: "si quieres a un muerto, lo tendrás ".
La etapa inicial del tratamiento consistió en reconstruir la historia de la familia a través de las generaciones, haciendo explícitos los dolores y duelos que allí se habían producido. Para retirar al adolescente de las proyecciones y previsiones que pesaban sobre él, los terapeutas procuraron sacar a la superficie el sufrimiento de los padres y elaborar su propia angustia de separación. El proceso terapéutico hizo emerger conductas y significados alternativos: los terapeutas animaron a los padres a comprometerse incondicionalmente al lado de un niño que podría morir (al igual que el hermano de la madre, era el hijo mayor de la fratría). Los padres, en efecto, temían secretamente tal duelo.
Los terapeutas intentaron dar un nuevo sentido a la evocación reiterada del muerto efectuada por los abuelos. Propusieron la hipótesis de que el dolor por la pérdida había empujado a los supervivientes a querer detener el tiempo y el crecimiento de cada uno, para poder permanecer todos juntos. Animaron desde entonces a la familia a visitar la tumba del tío mítico e idealizado para despedirse definitivamente de él y enterrar su fantasma. En la medida en que, por un juego sutil de delegaciones, Miguel encarnaba el mito de este tío muerto, la ceremonia se acompañó de una declaración solemne de los padres según la cual su deseo era que Miguel continuara viviendo y creciendo.
Al final del tratamiento, de una duración de 11 meses, Miguel ganó peso y reinició su crecimiento y sus abuelos dejaron de reservar un sitio vacío para el muerto en la mesa.
Es evidente que para la madre, el shock y la confusión marcaron el momento de la separación de su hermano mayor. No había gozado del sostén necesario por parte de sus padres para elaborar su propio duelo. Éstos fueron acaparados en exceso por su dolor y su desesperación y la dejaron sola en su tristeza y desesperación de niña. Si los padres no pudieron aceptar la muerte de su hijo, con más razón tampoco Annie pudo entrar en una fase de aceptación. No fue posible la reintegración y, por lo tanto, la familia continuó viviendo como si el desaparecido todavía estuviese allí.
Las relaciones de apego en la familia de la madre fueron muy ambivalentes. Todo pasaba como si los padres, con el fin de sobreproteger a la madre, sutilmente le hubieran sonsacado confianza y atención, por el temor de ser abandonados de nuevo por su hija. Es una constelación que a menudo se encuentra entre los padres que pierden a uno de sus niños.
Michel se vio afectado por el shock ocurrido 30 años antes de su nacimiento. A partir de su llegada al mundo vivió en la confusión persistente del suyo, que comprometió en gran parte su derecho a existir por sí mismo. Básicamente se podría afirmar que nació en un mundo familiar que apenas acababa de perder a uno de los suyos. Se convirtió así, hasta cierto punto, en el protagonista y objeto de la búsqueda de sus abuelos y su madre. Además, nadie le había explicado lo que había pasado realmente en el momento de la muerte. Esta ignorancia, mantenida involuntariamente, contribuía a crear un clima en el cual se consideraba al difunto como presente. El entorno, simultáneamente, pedía a Michel que ocupara, emocionalmente, el lugar del desaparecido. Así pues, su derecho a la vida se ponía en duda, como lo prueban los síntomas de Michel: no querer crecer, pensar en morir. El vínculo de Michel con su madre era también ambivalente. No se había beneficiado, a su pesar, del compromiso de sus padres. Tampoco ella había podido, en consecuencia, acordar un vínculo incondicional con Michel y como sus padres con ella, estaba temerosa de que sus hijos pudieran abandonarla.
El shock y la confusión marcaron a los padres de la madre. El compromiso que tenían respecto a su hijo mayor era muy importante. Se había esperado mucho de éste; personificaba, como muchacho, las esperanzas parentales más sólidas. La quiebra de este compromiso causó una ruptura definitiva en ellos, sobre todo teniendo en cuenta que la muerte fue repentina, tras un accidente. Al temer sumergirse en emociones demasiado intensas, negaron el afecto doloroso: esta estrategia -inútil y destructiva- llevó a los padres a evitar el proceso de duelo. La reorganización familiar se congeló en el tiempo. Incluso después del matrimonio y la maternidad de la madre, los rituales familiares continuaron haciendo presente al difunto; se evitó todo lo que habría permitido despedirse de él sabiamente. Todo ocurrió como si no hubiera podido establecerse una nueva estructura familiar y la figura del difunto tuvo una influencia directa -por su incómoda presencia- sobre el funcionamiento de ésta a través de las generaciones.
La intervención terapéutica se orientaba, sobre todo, a estimular la despedida del fallecido, para dejar a los supervivientes la oportunidad de vivir su vida. Así pues, la instauración de diferentes rituales permitió detener la influencia directa del fantasma sobre el joven Michel. Eso fue posible también por una transformación de los vínculos de afecto entre los padres y el niño. Así, se favoreció la reafirmación de la pertenencia de cada uno al nuevo sistema familiar e incluso los abuelos aceptaron el principio de una nueva etapa familiar.
Dimensión social del duelo
Entre las distintas dimensiones del duelo se encuentra la dimensión social. En ella, la comunidad de pertenencia se ve privada de uno de sus miembros, que hasta ese momento contribuía activamente a reforzar el sentimiento de pertenencia.
Muchas sociedades, para hacer frente a este sentimiento de pérdida, fueron creando progresivamente rituales encaminados a minimizar el daño causado por la muerte: las convenciones sociales, los ritos fúnebres, la cremación; ninguno de ellos apacigua inmediatamente las reacciones emocionales y comportamentales consecutivas a la pérdida pero favorecen la elaboración del duelo. “Son necesarios una muerte, un ritual, una "ceremonia" y un "ambiente" para procesar el duelo. Las prácticas rituales son necesarias para dar un sentido simbólico a la separación”. (7)
Estos rituales sirven, según las creencias, para reducir las influencias negativas del fantasma del fallecido. Si el alma del difunto no descansa en paz, la comunidad se ve expuesta a sus venganzas. Los rituales para hacer frente a la muerte permiten a los vivos elaborar su sufrimiento y "colocar" finalmente al difunto entre los antepasados.
Van Gennep (18) ha explicado con claridad las fases invariables de los rituales de transición: la primera es la fase de la preparación con un reagrupamiento protector, la segunda es una fase de separación del grupo de pertenencia anterior, la tercera fase es de transición intermedia (ya lejos de la comunidad anterior y todavía no integrada en la nueva). Esta fase de transición está representada excelentemente en la mitología griega por el paso de la barca de Caronte sobre la laguna Estigia. La cuarta fase es la de la inclusión del individuo en el nuevo grupo y la quinta la de la consolidación de la pertenencia del sujeto al nuevo grupo; en este caso al grupo de los que habitan el reino de los muertos. Las distintas manifestaciones (según las culturas y las edades) de estos rituales son muy útiles para la permanencia y la supervivencia del grupo. Por el contrario, la transgresión de estos rituales limitan las posibilidades existenciales de los supervivientes.
De ahí que sea necesario, entonces, permanecer atento durante el duelo no sólo a la dimensión individual y familiar del superviviente, sino también a la dimensión ritual que garantiza el paso del difunto a la comunidad de los muertos.
La evolución histórica del ritual en Europa fue descrita admirablemente por Ph. Ariès (1977). En sus conclusiones, Ariès (1) nos dice: "al igual que la vida, la muerte no es sólo un acto individual. También, como en cada gran pasaje de la vida, es celebrada con una ceremonia más o menos solemne que tiene por objeto marcar la solidaridad del individuo con su descendencia y su comunidad . . . La muerte no era, pues, un drama personal, sino la aflicción de la comunidad encargada de mantener la continuidad de la especie". La dimensión religiosa del duelo es importante y la religión vela para garantizar un ritual establecido.
La concepción laica del hombre y la sociedad parece no poder prescindir, por ahora, de rituales de duelo. Para el médico, es difícil apreciar cuáles son los nuevos rituales que han ido conformándose en la sociedad post moderna. Conviene por tanto acercarse a los trabajos de la antropología y la sociología sobre los nuevos rituales de paso y acompañamiento.
Resumiendo, los rituales favorecen la permanencia y la supervivencia del grupo. Por el contrario, su transgresión limita las posibilidades de continuidad de los supervivientes. La ausencia de rituales de muerte, “que dan prueba de que el reino de los vivos se ha abandonado definitivamente”, genera y mantiene dudas. (5) Renunciar a los rituales induce a cultivar la ilusión de que el difunto no murió.
Importancia del papel del médico en una muerte súbita
El médico se enfrenta a menudo a la muerte en el ejercicio de su profesión.
No podemos abordar aquí todas las situaciones en las que esto ocurre, por lo que abordaremos específicamente el caso de la muerte súbita. (20)
Frente a la muerte de un paciente, el médico no sólo se enfrenta a un cuestionamiento personal sobre sus actos y los del resto del equipo sanitario, sino también a las reacciones de aquellos a los que debe informar y que, más o menos directamente, le piden cuentas sobre su intervención con el enfermo al que no pudo salvar.
La manera en que el médico se dirige a las personas cercanas al fallecido es determinante para que éstas puedan enfrentarse a la muerte de la forma menos traumática posible.
Es muy difícil aceptar la pérdida de un ser querido cuando esta se produce de manera imprevista y poco común que se prevea tal eventualidad, cuando la permanencia del otro constituye parte de nuestra propia existencia.
Esto significa que hay una separación precipitada y definitiva de una persona con quien se había establecido una relación intensa, sin ni siquiera poder despedirse de ella. Esta experiencia constituye, indudablemente, un traumatismo psicológico intenso, muy especialmente cuando la muerte súbita es el resultado de un acto suicida. El suicidio constituye para el entorno un acontecimiento trágico cuyos efectos son graves y persistentes, y complica en consecuencia, el trabajo del duelo.
Las personas afectadas por el suicidio de un allegado desarrollan reacciones emocionales más intensas y de mayor culpabilidad que ante otros tipos de muertes, ya que el suicidio, en si mismo, puede sugerir a los supervivientes que no han hecho lo suficiente o no han tenido el necesario cuidado con el que se ha dado a la muerte.
Los datos empíricos (6) ponen de manifiesto que los supervivientes interpretan el suicidio como un acto que los juzga y los condena. Es la interpretación de la intencionalidad del suicida lo que haría sufrir y sentirse cuestionadas a las personas cercanas, pues entienden el acto en relación con ellos y no prioritariamente en relación a las condiciones de vida del suicida. Los datos clínicos apoyan la pertinencia de esta interpretación.
Tras un suicidio, los allegados se plantean cuestiones de significado: el sentido que el suicida dio a su gesto, a su vida y el sentido de la vida de los supervivientes. De esta manera, la vida entera de los supervivientes puede perturbarse profundamente (6).
La asunción inmediata
La crisis que constituye la pérdida de un ser querido, muy especialmente si es inesperada, comienza con el anuncio de la mala noticia.
Bajo el impacto traumático del anuncio sucede, a menudo, que el familiar no sabe dónde está y se siente impotente y vulnerable. Es, en esta circunstancia, que las aptitudes relacionales y la dimensión compasiva del médico adquieren toda su importancia. Las horas que siguen al anuncio son decisivas en cuanto a la aptitud del allegado del fallecido para superar su dolor.
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