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Configuraciones psicopatológicas del apego.

Fecha Publicación: 01/03/2008
Autor/autores: S Yárnoz

RESUMEN

Se propone la interpretación de la teoría del apego como una matriz que da cuenta de desarrollos posteriores de la persona. Entendida como un sistema de interacciones fundadas en la proximidad, el afecto y el éxito vital facilita la comprensión y el manejo de las diversas realidades humanas. Este planteamiento es aplicado, en concreto, a la psicopatología, donde se observa la influencia etiológica y/o configurativa del apego en conductas integradas en distintos apartados nosológicos.


Palabras clave: apego
Tipo de trabajo: Conferencia
Área temática: Psicología general .

Configuraciones psicopatológicas del apego.

Biurrun, JM; Yárnoz, S; Guerra, J; Plazaola, M.

Facultad de psicología. Universidad del País Vasco.

Se propone la interpretación de la teoría del apego como una matriz que da cuenta de desarrollos posteriores de la persona. Entendida como un sistema de interacciones fundadas en la proximidad, el afecto y el éxito vital facilita la comprensión y el manejo de las diversas realidades humanas. Este planteamiento es aplicado, en concreto, a la psicopatología, donde se observa la influencia etiológica y/o configurativa del apego en conductas integradas en distintos apartados nosológicos.

Introducción

La teoría y las investigaciones sobre el apego han dado lugar en unas pocas décadas a la configuración de un complejo sistema y a una teoría general que lo describe. Se ha recorrido un camino que va de los procesos de apego infantil a los procesos adultos, del apego interpersonal al que se produce con sujetos colectivos, con objetos o estructuras materiales o con realidades abstractas y psíquicas. En todos estos órdenes se detecta su presencia y, de hecho, se trabaja con él. Una extensión semejante de su objeto, junto a la naturaleza de los fenómenos con los que trabaja, no puede concluir en teorías aisladas de casi todo. A saber, de las emociones, del desarrollo, de los procesos cognitivos implicados en la socialización, de la interacción con el mundo o de la comunicación, entre otras. Una teoría que contempla todos estos apartados constituye una teoría general que informa, entre otros capítulos de la vida psíquica, la salud/enfermedad mental de las personas. Es ésta la idea que pretendemos desarrollar en un breve repaso por las nosologías psicopatológicas.


Exposición

Los trastornos de personalidad

La clasificación del DSM-III-R (1), que reorganiza en grupos la precedente del DSM-III (2), incluía entre sus trastornos de personalidad un grupo C que encerraba los subtipos Evitador, Dependiente, Compulsivo y Pasivo-agresivo. La mera enunciación de los rótulos bien puede eximirnos de argumentar su relación con la teoría del apego. De modo que mencionaremos tan sólo a ese individuo que tiene nostalgia de lo que no ha conocido, la figura afectuosa y tranquilizadora y que, precisamente por ello, porque no ha conocido tal cosa, elude el contacto: el tipo evitador. O quien se ha desenergetizado interiormente, se ha declarado incapaz y por lo tanto necesitado de una figura a la que subordinarse y complacer: el dependiente. O quien confunde el hacer con el ser, el control con la vida, que coloca la eficacia sobre el afecto y la perfección sobre las relaciones: el compulsivo. O quien teme y culpabiliza simultáneamente, lo uno por lo otro y viceversa, quien arremete del modo más solapado, con su incapacidad. Es el tipo pasivo-agresivo, que el DSM-IV-TR (3) extrae del grupo, según dice para un mejor estudio.  
Sin duda Millon y otros (4) se cuentan entre los recién aludidos, dada su condición de máximos expertos en este género de trastornos. Estos autores encuentran en el grupo de los negativistas cuatro variantes. El tipo tortuoso, que combina la dependencia con el negativismo, siguiendo la pauta del DSM-I (5) que había agrupado el pasivo-dependiente con el pasivo-agresivo. El tortuoso manifiesta su dependencia a través de una oposición indirecta, ambigua, solapada, alimentada por un resentimiento enmascarado. Un juego con los límites que permite decir-hacer desde la irresponsabilidad por los efectos de la propia conducta que, en todo caso, recaerían sobre quien los padece. Son los límites de la adscripción de la responsabilidad, distintos de los límites que circunscriben la experiencia y su expresión, propios del tipo dubitativo.  
Porque el dubitativo carece de anclajes para sus emociones, razones, actitudes. Su constancia es, paradójicamente, la labilidad y ésta se convierte en una suerte de defensa que le impide al otro situarle. En otras palabras, conocerle (sus motivos, sus ideas, sus sentimientos) y disponer de él en la interrelación.  
Si la oscilación caracteriza al dubitativo, al tipo descontento le caracteriza la querulancia. Una queja que lleva la hostilidad hasta el límite, evitando traspasarlo y llegar al enfrentamiento. El descontento extiende el malestar en el otro pero un malestar que, hace ver, padece él mismo por culpa de terceros, incluido su interlocutor. Se siente cargado de razón trasformando el contratiempo en agravio, lo menor en máximo.  
Mas si el querulante necesita disturbar al otro con su padecimiento y por ello se sirve de la depresión como herramienta, el tipo abrasivo hace un ataque explícito. La estrategia comunicativa ha cambiado. Allí se practicaba un asalto a la moral del otro y aquí a la posición que ocupa en la interrelación. Esta posición es el objeto inquietante, porque este sujeto ha aprendido a segregar prevención ante el poder del otro y a descreer sus muestras de aproximación que, interpreta, bien pudieran ocultar intenciones y afectos hostiles. De modo que se librará de esa influencia tóxica ocupando la peana del superego. Autoinvestido de esa autoridad, envuelto en y protegido por ella, se aproxima y resitúa al otro. Su discurso se sirve de cuantos recursos retóricos puedan tener una virtualidad sádica. Entre otros, la denuncia, el agravio, la impugnación permanente, el humor destructivo, la distorsión de la realidad, la deshonestidad y el desinterés por las consecuencias de estas prácticas. Una lluvia ácida discursiva cuyo origen remoto bien podría conducir hasta la experiencia del engaño por parte de figuras próximas e importantes.

La dependencia. Las adicciones

Volvamos a la dependencia por un momento. Ahora bajo uno de sus usos más populares: el apego a un objeto por la satisfacción o la protección que de él se extrae. Ese objeto, sabemos, puede ser otra persona, la ingesta de una sustancia, la experiencia del cambio bajo cualquiera de sus formas (el azar, la sobreestimulación, la enajenación) o una actividad concreta. En realidad, la pretensión de enumerar las formas de la dependencia se revela como una tarea, en el mejor de los casos, excesiva. Pensemos en la irritabilidad con esporádicos accesos de rabia, que sufrirán quienes le rodean, propios de la embriaguez seca o residual. El sujeto en ese estado hace tiempo que abandonó el alcohol pero la dependencia no es en su caso una mera estructura psíquica sino psicosomática. Su organismo reacciona a la retirada del objeto con una rabia honda que llegará a sus próximos trasformada en conducta rígida e inconsecuente y eventuales tormentas emocionales. De modo que cuando May (6) menciona a la hija que se pregunta si sirve de algo que su padre vaya a Alcohólicos Anónimos, podría responderle que recordara cómo era su vida antes de eso. A nosotros nos basta con saber, como Teichner expone para el caso del maltrato (7), que una teoría general del apego incluye al agente celular y sus procesos bioquímicos.
Sin abandonar la dependencia pasamos del factor biológico al factor social. Si asumimos la idea cada día menos original de que vivimos en una sociedad dependiente observaremos que las adicciones químicas o fisiológicas son sólo la parte aparente del fenómeno. Alrededor de éstas crecen las dependencias que Schaef (8) denomina de proceso. En su mayoría constituyen exacerbaciones o desviaciones de funciones sociales perfectamente integradas (la compra, el trabajo, las relaciones sexuales y sentimentales, todo género de conductas de riesgo y azarosas. . . ). Una integración que favorece su éxito, considerando su difusión e integración al paisaje cotidiano, y una invisibilidad propiciada por su necesidad o rentabilidad adaptativa. Unas y otras, químicas o de proceso, no dan lugar a emergencias únicas sino a dependencias múltiples –politoxicomanía- y potencialmente sucesivas. Constituyen complejos interactivos con el otro y el entorno –codependencias- y sistemas: una estructura biopsicosocial que induce la sucesión de adicciones posteriores una vez superadas las precedentes. Algo que el psicoterapeuta sabe bien, consciente de que la sola supresión de una conducta lleva al fracaso si no se acompaña de los cambios internos que modifiquen las pautas de interacción del sujeto con el medio.


La disociación

Debemos a Azam el concepto de disociación y a Janet la popularización del fenómeno en sus estudios sobre la histeria y los automatismos. Habla allí de una experiencia traumática cuyo recuerdo cristaliza en una idea fija con capacidad, en presencia de ciertas condiciones, de desconectar funciones psíquicas. Hoy describimos la disociación como una secuencia compuesta por estos elementos: una experiencia relevante que deja una huella (conflicto) en el psiquismo del sujeto, frente a cuya idea o emoción éste se defiende mediante la desconexión del funcionamiento normalmente integrado de ciertas funciones mentales y físicas. La conducta correspondiente puede darse de modo repentino o gradual, esporádico, recurrente o crónico.  
La extensión del fenómeno es distinta, como en otras muchas ocasiones, para el nosólogo y para el psicoterapeuta. La nosología habla de unas formas canónicas, dada su persistencia en los textos bajo distintos nombres y otras con menor consenso o entidad. Las primeras son la amnesia y la fuga disociativas, junto a los trastornos de identidad y despersonalización. Entre las segundas, el Ganser, la desrealización o el trance. El psicoterapeuta, en cambio, se encuentra y trabaja con la disociación en una alta proporción de sus casos. Aunque rara vez presenta la expresividad aparatosa y prolija con que se da en Don Amaro. D. Amaro Sánchez, cuya vida nos relata Luis Estepa (9), es un sevillano del siglo XVII. Abogado, de mediana edad, felizmente casado, apreciado por sus amigos y cuantos le conocen como hombre ilustrado y discreto, regresa una mañana a su casa antes de la hora habitual para recoger unos papeles que había olvidado. Al correr la cortina de la alcoba encuentra a su esposa en la cama con uno de los amigos tertulianos que frecuentan su casa, un clérigo. No llega a traspasar el dintel. Apoyado en el quicio de la puerta para no derrumbarse queda inmóvil, mudo, ajeno a todo. Largo rato después de que su amigo recogiera sus ropas y abandonara veloz la estancia por ese mismo dintel, D. Amaro sufre un desvanecimiento. Al cabo de seis horas vuelve en sí, rodeado por amigos y parientes que ignoran lo que ha pasado. Hace por comportarse con normalidad pero en los próximos días quienes le rodean lo ven desvariar y evolucionar hacia un frenesí furioso. Consumido su patrimonio y fallecida prematuramente su joven mujer, solo y pobre de solemnidad, es acogido de oficio por la Casa de San Marcos hasta el final de su vida. Durante el día deambula por las calles de la ciudad, mendigando. Ha recuperado el uso de sus antiguas facultades mentales y su capacidad interactiva de respetable abogado. Eso sí, disociadas y animadas por un animus iocandi desconocido en él hasta ese momento. Una novedad comunicativa que enlaza directamente con la insania ridens medieval que acoge el Elogio de la locura y hoy nos recuerda ciertas impropiedades del humor (desinhibido, incongruente, pueril), más expresivo que expositivo, del hebefrénico. En lo sucesivo, los paisanos de D. Amaro le pedirán el sermón del santo del día y éste les complacerá al punto improvisando uno adornado con los latines de rigor. Risas, limosna que revertirá en la gallofa de los acogidos en la Casa de los Inocentes y mucho más que desborda la intención de este texto. D. Amaro ha perdido la tríada de agentes segurizadores: esposa, casa, profesión. La caída del primero arrastró en un efecto dominó a los otros dos. Su reconstrucción requiere la elaboración de un nuevo modelo interno. Lo hará a partir o sirviéndose de la disociación.

El trastorno facticio. La autolisis

Sabemos que la relación con la figura de apego es de doble sentido y compleja. Una parte de esta complejidad consiste en el autoescrutinio con el objeto de preparar, esto es, procurar la relación deseada. Es lo que hallamos en el paciente facticio. Su cuerpo es el campo de la interacción y sus sintagmas. Dicho de otro modo, en la comunicación facticia se opone a los significantes del otro (la pareja, el psicoterapeuta) los referentes propios: el cuerpo, la sintomatología patente. Un cuerpo y un síntoma que dicen, mientras que las palabras, los significantes del sujeto, glosan redundantemente lo ya expuesto. El cuerpo es el motivo de atención, de debate. Un motivo tan inevitable y omnipresente cuanto que el cuerpo es el asunto y el mensaje. El sujeto facticio se construye conscientemente como enfermo para establecer un vínculo con distintas figuras, en realidad, una red de vínculos adaptados a sus distintas necesidades afectivas, de reconocimiento y seguridad. En ocasiones, la palabra facticia cobra un protagonismo que la redundancia le negaba. Se convierte en hipérbole. El barón de Munchausen habla de sus batallas, es decir, de su odisea patológica por los mares del organismo. Del cuerpo discursivo ha pasado al discurso corporal, de la enfermedad que habla al relato de enfermedades. El cuerpo es narración.
La construcción del cuerpo enfermo nos lleva a pensar en otras formas de autolisis. La autolisis psicótica practicada a impulsos de un delirio paranoide o confusional reduce hoy su incidencia por obra de las nuevas pautas asistenciales y la farmacoterapia. La imagen del interno manicomial infligiéndose incisiones o mutilaciones nos retrotrae a un pasado próximo aunque no necesariamente extinguido. La explicación de esta conducta nos la proporciona la misma mirada panorámica a lo que para el observador es el entorno del afectado y para éste su universo vital. Dos miradas para dos juicios. Uno, que ve en la autolisis el cumplimiento de un propósito psicótico. Otro, que ve el efecto de un ecosistema destructivo.  
Existen más tipos de autolisis. Hay una razón trágica, que impulsa a purgar una culpa de la que no se fue responsable. Edipo arrancándose los ojos. Es un tipo frecuente en la psicopatología y popular fuera de ella en las mentes de los Kundera que solicitan la misma mutilación voluntaria a sus oponentes políticos. Y hay una razón dramática, cuyo argumento es el resentimiento por el desafecto, el menosprecio, el abandono, o la inestabilidad. Es el caso de M. , la adolescente que no se siente objeto de un amor seguro, personal e incondicionado por sus figuras paternas. Por el contrario, se ve postergada a su hermana y hostilizada por ésta. Los cambios geográficos de domicilio por motivos ‘de los adultos’ han debilitado su red social, privándole de sus beneficios integradores y compensadores. Tal es el marco constreñido en el que la muchacha hará primero un episodio de sobreingesta de fármacos, con su consiguiente alarma, traslado al hospital y lavado de estómago; más tarde, un trastorno alimentario y, finalmente, solapándose con éste, incisiones autolíticas en las extremidades. M. ha dejado hoy atrás aquellos problemas pero su decisión de conservar las cicatrices indican el lugar exacto donde el conflicto quedó enterrado. Quizás hibernando.


Las patologías del estrés. El duelo

Qué decir del espacio como categoría psíquica. De la percepción, los afectos, el conocimiento, la interacción en el espacio exterior y sus trasuntos internos. Es una experiencia universal el juego con sus componentes, que muy pronto organizamos en factores bipolares: distancia y límites, persistencia y cambio, propio y ajeno, exterior e interior. Conceptos abstractos para una realidad que supura vida. Muy en particular, expectativas, deseo, frustración, miedo, esperanza. Con el espacio se establece una relación múltiple, renovada, cruzada de equilibrios, de la que depende el bienestar del sujeto, el sentido y la calidad de su experiencia vital. Una relación cuya pérdida llega a ocasionar un duelo. Es el duelo de transterrado, en sus dos variantes principales, la más nutrida en este comienzo de siglo, el exilio, y la emigración económica. Un duelo interminable, recurrente, porque quien lo padece sabe que el objeto de la pérdida no ha desaparecido, sólo se retira de él. La enumeración de las pérdidas es, además, tan larga como profundo el desamparo en que el sujeto se ve sumido. Y como extenso es el capítulo de riesgos, comenzando por los que atañen a su identidad, continuando por los que afectan a su seguridad física y emocional y a su supervivencia, y concluyendo por las nuevas pérdidas (de figuras íntimas, de la salud, de los proyectos).  
Todo ello describe una situación que en sus expresiones más severas puede calificarse de experiencia del despojo. Aunque cuando pensamos en L. , un varón joven llegado irregularmente desde un país tan lejano como extraña le resulta a él la cultura de destino, preferimos el término enajenación. Desde su llegada sus condiciones de vida son una enumeración de estresores. Tiene un trabajo urbano, jamás realizado por un campesino como es él, y agotador, ignora el idioma, desconoce el territorio, sus costumbres, sus pautas de descanso o festivas, siente desconfianza hacia la policía, extensiva al mundo institucional y su universo afectivo se reduce a su pareja, con la que comienzan a reaparecer desencuentros no resueltos del pasado. Tal es el contexto físico y el estado mental en que se producirá la crisis. Ocurre una noche víspera de fin de semana. Cuando regresa a su casa observa cómo su mujer parece estar siendo violentada en el bar donde trabaja por un individuo. Se dirige a la carrera al local. El individuo es un varón más joven y fuerte que él, también emigrante, aunque de otro país y se muestra eufórico por la bebida en ese comienzo de un fin de semana. L. irrumpe interponiéndose entre él y su mujer y le exige que se vaya. No hace tal cosa su oponente, que pasando de la euforia a la exaltación le golpea tirándole al suelo. L. , vapuleado, siente súbitamente en riesgo su vida, su pareja y elementos máximamente sensibles de su identidad. Tras un cuerpo a cuerpo entre dos rabias de dos hombres, en realidad, intercambiables, y la tardanza de los servicios sanitarios, L. se convierte en un homicida. A partir de esa madrugada se habrán incrementado sus viejos temores, algunos hasta el paroxismo, y conocerá un nuevo terror: a la policía que, de acuerdo a pautas de su país de origen, puede hacerlo desaparecer. Este caso ejemplar de enajenación psíquica y social recibió el diagnóstico, por primera vez en un Tribunal de Justicia del Estado de síndrome de inmigrante con estrés crónico y múltiple, de acuerdo a los criterios descritos por Achotegui (10). Pero más allá de la crisis y su desenlace, más allá del caso, contemplamos el efecto sobre la persona de la erosión de las redes afectivas y cognitivas con las que se vincula a su entorno y a la vida.  

Las patologías del acompañamiento. La folie à deux. El suicidio
Vemos la sombra, cuando no la mano, de los procesos de apego en cada capítulo de la nosología psicopatológica. En ocasiones, constituyen la etiología, otras veces el marco y otras una influencia, un condicionante en el malestar, la desadaptación o el trastorno de la persona. El modelo interior es el bagaje con el que cada sujeto hace su viaje, que siempre será un viaje interior externalizado y un viaje exterior internalizado. Viaje hacia el otro y de regreso a uno mismo con él.
Concluiremos con la mención de las que podemos llamar patologías del acompañamiento. Entre sus variedades encontramos las que reflejan un apego a la práctica y las que reflejan un apego a la persona. Ambas se incluyen entre los fenómenos de imitación, sea como conducta de aprendizaje sea como práctica de aproximación. El apego a la práctica requiere la conjunción de estos tres elementos: técnica, espacio y rito. Son ejemplo de este fenómeno ciertas epidemias psíquicas o, en particular, el suicidio por imitación. Conductas que distinguimos de las epidemias psíquicas de carácter social o del suicidio por contagio, donde el peso de la técnica se desvanece mientras permanece el desnudo impulso imitativo.  
Se trata, en ambos casos, de fenómenos antiguos. Durkheim (11) cita diferentes ejemplos de suicidios por imitación. Unos descritos por Pinel de pacientes mentales y otros de gente común trasmitidos por historiadores o, actualmente, por la información de sucesos. Recoge, asimismo, una interesante distinción entre epidemia y contagio. La epidemia sería un fenómeno colectivo, producido por causas excepcionales y generalmente pasajeras. El contagio nacería de una disposición al suicidio activada por una concatenación de circunstancias individuales.  
Pero volvamos al asunto que nos ocupa, las formas patológicas derivadas del apego y, en concreto, las condiciones del apego a la práctica. En el suicidio colectivo llevado a cabo por el Templo del Pueblo el 18 de noviembre de 1978 tenemos un ejemplo perfecto de la técnica (zumo de naranja con cianuro y valium líquido), el espacio (instalaciones del Templo en Guyana) y el rito (oficiado por el reverendo Jim Jones con comunión en fila de la bebida, ingesta y retirada a un lugar para esperar la muerte). En este tipo de hechos la desaparición de uno de esos elementos detiene el flujo de conductas reiteradas o imitativas. La tala de un árbol elegido para ahorcarse o los paneles que rompen la imagen limpia del viaducto de Segovia madrileño detiene los suicidios.
El apego a la persona, por su parte, requiere los siguientes elementos: compartir un proyecto vital, la presencia de una influencia interpersonal y un argumento. Es lo que ocurre en la locura compartida, la folie à deux o el trastorno de ideas delirantes inducidas del CIE 10 (12). J. es un joven licenciado con una mente brillante y crítica cuando, durante el Servicio Militar en África, hace su primera crisis psicótica. Una vez en la península y tras una estancia en un psiquiátrico se reintegra a la vida normal en el domicilio que comparte con su pareja. Pero, qué tipo de normalidad, exactamente. Porque J. ha descubierto que existe una compleja conspiración contra su persona por quienes lo suponen conocedor de su proyecto de golpe de Estado. Y también ha descubierto el procedimiento de eliminación que le quieren aplicar. Sinuoso como todo el plan, consiste en gases inodoros y tóxicos que invaden su casa cuando abre la llave del agua. El remedio, obvio aunque heroico, no puede ser otro que el de no abrir los grifos. Su mujer está exhaustivamente informada de toda la situación e interioriza un delirio que, por su entidad, reclama toda la atención y energía de la pareja para sobrevivir. El estado mental de cada uno es, sin embargo, distinto. Ella padece una severa ansiedad, él está maníaco. El mejor pronóstico de la mujer se corrobora semanas más tarde cuando confiesa que se pasa los días mirando bajo las camas en busca de micrófonos y sin poder abrir el grifo para cocinar o, más penoso aún, para lavarse. Pide ayuda para su pareja, ella no le acompañará más en ese camino. Hay, sin embargo, un viaje en que sí le acompaña durante años. Es el viaje geográfico y vital que J. describe en su relato biográfico titulado muy apropiadamente El deseo paranoico de Dios (13). Un viaje entre la cordura y la locura, un lúcido palimpsesto de esa generación que apostó la vida en una empresa tan paranoica como es materializar la utopía. Una obra, en fin, que da cuenta de una locura compartida, no ya por dos personas, por miles de mujeres y hombres, contemporáneos nuestros y hoy mayormente recuperados para otras formas de patologías del apego que tienen más que ver con el venerable concepto de alineación.

 


Conclusión

Una teoría general del apego presenta al psicopatólogo un dilema. Reconocer la virtualidad explicativa y pragmática de sus conceptos o convivir con los procesos que representan dichos conceptos ignorando su lugar en la vida mental y en la conducta. El mismo dilema al que, cuenta Tolle (14), se enfrentaron dos monjes budistas y que reproduzco libremente. Caminaban en silencio los monjes por un sendero encharcado cuando encontraron a una campesina. Estaba inmóvil en una orilla de la senda sin decidirse a cruzar el barrizal que le separaba de la otra orilla y de su casa. Vestía un kimono ajado, sin duda el único que tenía, y no quería mancharlo. Uno de los monjes se dirigió a ella, la tomó en brazos y la depositó en la otra orilla. Después prosiguieron el camino en silencio. Cuando horas más tarde avistaron el templo, uno de los monjes habló: “Es muy reprobable que un monje tome en sus brazos a una mujer”. Su compañero le respondió: “Yo transporté a la campesina un instante, tu todavía llevas a la mujer en brazos”. El contacto censurado aísla, constriñe y fatiga, mas no evita que éste se produzca. Lo hará acompañado de los efectos que su no reconocimiento o su evitación evocarán.  
A las virtualidades explicativas de la teoría del apego se une su adaptación a los nuevos paradigmas y, aún, modas de pensamiento. Los modelos sistémicos o comunicacionales aplicados hoy profusamente al hecho psicosocial, psicopatológico o psicoterapéutico son deudores de la interacción afectiva y cognitiva del individuo con el entorno humano. La huella y efectos derivados de esa interacción no sólo atañen a la experiencia infantil ni se limita al área psicológica, extendiéndose a la neurológica.  


Bibliografía

 

1. American Psychiatric Association. DSM-III-R. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Barcelona: Masson; 1988.

2. American Psychiatric Association. Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. DSM-III. Washington DC: APA; 1980.

3. American Psychiatric Association. DSM-IV-TR. Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales. Barcelona: Masson; 2003.

4. Millon T, Grossman C, Meagher S, Ramnath R. Trastornos de la personalidad en la vida moderna. Barcelona: Masson; 2006.

5. American Psychiatric Association. Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. Washington DC: APA; 1952.

6. May D. codependencia. La dependencia controlada. La dependencia sumisa. Bilbao: Desclée de Brouwer; 2000.  

7. Teichner M. Neurobiología del maltrato en la infancia. Investigación y Ciencia. Temas 2007 trimestre 3º; (49): 54-61.

8. Schaef AW. Recobra tu intimidad. Cómo superar la adicción a las dependencias afectivas. Madrid: Edaf; 1999.  

9. Estepa L. Sermones predicables del loco Don Amaro. Boadilla del Monte: Mayo de Oro; 1987.  

10. Achotegui J. La depresión en los inmigrantes: una perspectiva transcultural. Barcelona: Mayo; 2002.

11. Durkheim E. El suicidio. Madrid: Reus; 1928.

12. Organización Mundial de la Salud. CIE 10. Trastornos mentales y del comportamiento. Descripciones clínicas y pautas para el diagnóstico. Madrid: MEDITOR; 1992.

13. Martín JB. El deseo paranoico de Dios. San Sebastián: Iralka; 2002.

14. Tolle E. Un nuevo mundo, ahora. Barcelona: Random Hause Mondadori; 2006.  


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