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Dolor físico como duelo de sí mismo. Observaciones psicoanalíticas.

Fecha Publicación: 01/03/2006
Autor/autores: Teresa Sánchez Sánchez

RESUMEN

A raíz de un dolor extremo producido por una lesión vertebral, el filósofo y ensayista Argullol se interroga sobre la percepción psíquica del dolor y el cuerpo como principal soporte del psiquismo, la identidad y el significado. Dicha reflexión me motivó a una lectura psicoanalítica acerca del cuerpo doliente, la fantasía de omnipotencia e inmortalidad machacadas, la antropología del dolor, etc. La hiperestesia causada por el dolor corporal agudiza la conciencia de precariedad y limitación, empujando al sujeto a interpretaciones depresivas y a un repliegue narcisístico donde resuena el ruido de las emociones.

Deviene el dolor Gran Atractor de la subjetividad, anuda al sujeto al presente continuo, escindiéndolo de su memoria tanto como de su deseo. El dolor es ubicuo y autista a un tiempo, produciendo un colapso psíquico por la quiebra de las transacciones relacionales ordinarias. Finalmente, se analizan las diversas manifestaciones de duelo: duelo contra el dolor y duelo por el dolor. Es de entender que, aunque no se abordan directa y explícitamente las consecuencias terapéuticas, son fácilmente extraíbles para los objetivos de la cura. "


Palabras clave: Duelo corporal, Duelo de sí mismo, Melancolía y narcisismo
Tipo de trabajo: Conferencia
Área temática: Tratamientos .

Dolor físico como duelo de sí mismo. Observaciones psicoanalíticas.

(Physical pain as a mourning of oneself. A psychoanalityc viewpoint. )

Teresa Sánchez Sánchez.

Doctora en psicología, Psicoterapeuta. Asociación Española de psicoanálisis freudiano ‘Oskar Pfister’.
Pfra. de psicología Dinámica y psicología de las Emociones.
Universidad Pontificia. Salamanca.

PALABRAS CLAVE: duelo corporal, duelo de sí mismo, melancolía y narcisismo.

(KEYWORDS: Corporal pain, Mourning of oneself, Melancholy, Narcissism. )

Resumen

A raíz de un dolor extremo producido por una lesión vertebral, el filósofo y ensayista Argullol se interroga sobre la percepción psíquica del dolor y el cuerpo como principal soporte del psiquismo, la identidad y el significado. Dicha reflexión me motivó a una lectura psicoanalítica acerca del cuerpo doliente, la fantasía de omnipotencia e inmortalidad machacadas, la antropología del dolor, etc. La hiperestesia causada por el dolor corporal agudiza la conciencia de precariedad y limitación, empujando al sujeto a interpretaciones depresivas y a un repliegue narcisístico donde resuena el ruido de las emociones. Deviene el dolor Gran Atractor de la subjetividad, anuda al sujeto al presente continuo, escindiéndolo de su memoria tanto como de su deseo. El dolor es ubicuo y autista a un tiempo, produciendo un colapso psíquico por la quiebra de las transacciones relacionales ordinarias. Finalmente, se analizan las diversas manifestaciones de duelo: duelo contra el dolor y duelo por el dolor. Es de entender que, aunque no se abordan directa y explícitamente las consecuencias terapéuticas, son fácilmente extraíbles para los objetivos de la cura. "

Abstract

The spanish philosopher and essayist Argullol, after suffering from a painful spinal injury, began work on the psychological perception of pain, and the body as the main supporter of psychic life, identity, and significance. This article is a psychoanalytic explanation of the reflection mentioned above: the suffering body, the fantasy of omnipotence and immortality, the anthropology of pain, etc. Physical pain causes hypersthesia, increasing its interpretations made by the individual in a negative way, such as depressive or nacissistic explanations full of emotions. Pain comes with subjectivity, making the patient caught in the continous present splitting the individual from his memory and desires. Pain is ubiquitous and autist in time, it produces a psychic collapse due to a break in ordinary relationships. Finally, the article analyzes different manifestations of grief: grief directed at pain and grief due to pain. The article does not explain the therapeutic consequences in an explicit way, but they can be understood by taking into consideration the objectives of the cure that are mentioned.



El cuerpo doliente.

La lectura psíquica del cuerpo es un asunto escasamente tratado por el psicoanálisis, excepción hecha de la Psicosomática que se ocupa del dialecto somático que hablan los conflictos psíquicos, particularmente cuando fracasa la mentalización y no son eficaces las canalizaciones simbólicas de las emociones debido al ‘débil grosor’ del sistema preconsciente.

Pero es otro el tema que deseo abordar aquí. Qué ocurre en la unidad psicosomática que es el sujeto cuando uno de sus pilares, el soma, se desestabiliza por efecto de una enfermedad o dolencia orgánica aguda. El dolor físico ha sido ignorado por la psicología, cual si no fuera tema de su incumbencia, manteniendo una inútil disociación, heredera del dualismo platónico judeocristiano. Dualismo que San Agustín en La ciudad de Dios (XXI, 3) defendía al espiritualizar el dolor, considerándolo privativo del alma, no del cuerpo. La psicología ha perpetuado sin saberlo esta misma concepción idealista en virtud de la cual, sólo lo mental tenía sentido psíquico, excluyendo del lenguaje inconsciente y de la inscripción y elaboración de los sistemas mentales (cognitivas y emocionales) todas las sensaciones provenientes del funcionamiento de los órganos. El punzante idealismo se deja sentir en la depreciación moral del cuerpo, esbozado como cárcel, como instrumento portador, como escenario, como mediador de las funciones anímicas. Como tal, las señales que emite siempre han sido vividas con el eco de algo lejano, de algo que habla de otra cosa distinta de sí mismo. La psicosomática moderna adopta esta postura: da protagonismo a lo mental (mejor dicho: al silenciamiento y exclusión de lo mental) en las enfermedades que se expresan con ruido de los órganos. Pero los órganos y funciones del cuerpo están apartados del flujo de la conciencia. Su misión consiste en no perturbar sino permitir que lo psíquico se despliegue sin interferencias. Los síntomas corporales, como el dolor, son sólo eso: el ruido que hace el porteador y que obliga a detener la marcha. Son muy justas las reflexiones siguientes: “La relación con el propio cuerpo está signada por exigencias extremas y una tendencia a ignorar las señales interoceptivas. . . El cuerpo es sentido como algo externo amenazante y desconocido expuesto siempre a la sobreexigencia” (R. D’Alvia, 1993, p. 125).  

Cierto es que varios psicoanalistas clásicos y celebérrimos como Fenichel o Reich se habían interesado por las organoneurosis y por las corazas somáticas de las neurosis caracteriales, pero habían soslayado la metamorfosis anímica que se opera en el individuo -sin sustrato neurótico previo manifiesto- cuando le sobreviene una enfermedad aguda o un dolor avasallador que resquebraja toda la relación narcisista y objetal, con el sí mismo y con el mundo.

Los antropólogos, no obstante, intrincan el dolor del cuerpo con la subjetividad: “No hay dolor sin sufrimiento, es decir, sin significado afectivo que traduzca el desplazamiento de un fenómeno fisiológico al centro de la conciencia moral del individuo” (D. Le Breton, 1999, 12).

En “Introducción al narcisismo” Freud identificó el dolor producido por una enfermedad orgánica como una de las tres situaciones en que se escenificaba el narcisismo normal, sano, o adaptativo. Las otras dos situaciones se correspondían con el duelo y el sueño. En contraposición a estos estados de repliegue natural y universal, analizaba Freud la hipocondría, la melancolía y el delirio de las psicosis parafrénicas y megalomaníacas.

Es un tópico aceptado interpretar el duelo como un repliegue narcisista producido tras (por) la pérdida de un ser querido o un objeto (real o imaginario) en el que la libido hubiera estado enganchada. Pues bien: cuando el cuerpo enferma y emite su señal más llamativa e inconfundible, el dolor, todo el aparato psíquico se supedita a la sensación central y pivota alrededor del órgano dolorido buscando su recuperación y el silenciamiento del cuerpo que grita a través de la sensación dolorosa. En ocasiones, la presencia de un dolor físico intenso sirve para que el sujeto reconozca su cuerpo y obtenga su identidad corporal a través del sufrimiento. El dolor interroga al hombre sobre su función narcisista, ésa función yoica de prueba de realidad acerca de la atención que presta a su cuidado corporal y el modo en que se protege o previene las amenazas para su salud.


El silencio y el ruido: el dolor como grito del cuerpo.

El cuerpo emite un protolenguaje en sus somatizaciones. El dolor es el grito preverbal que comunica al cuerpo con el yo y con el mundo. La conciencia es desdoblada y convertida en espectadora del cuerpo; el mundo es invitado por el dolor a prestar su ayuda y su protección. Antes del yo psíquico hay un yo corporal, un yo-piel (Anzieu), un yo-olfato, un yo-respiratorio, un yo-visceral, un yo-óseo, un yo-muscular, con sus respectivos significantes. Lo proclama una gran clínica de la somática: “Para el cachorro humano, en el comienzo no está la palabra sino la voz, e incluso, antes que ella, el sonido y el ritmo del mundo uterino, el alborear de la música” (J. McDougall, 1998, pp. 207-208).

Es digna de constatarse la siguiente paradoja: sólo cuando el tupido entramado afectivo y motivacional consigue abrirse camino a través de las representaciones de palabra, el sujeto se conserva sano y evita la alexitimia, antesala de la somatización; verbalizar las emociones, los deseos, las inquietudes, es una garantía para el equilibrio psíquico y para la elusión de las regresiones somáticas. En cambio, y por el contrario, sólo el silencio del cuerpo nos expresa su óptimo funcionamiento. He aquí la paradoja: el cuerpo se mantiene mudo salvo cuando duele, la psique duele cuando enmudece. Ordinariamente, el cuerpo no reclama nuestra atención, salvo que voluntariamente decidamos concedérsela, da cuenta de su armonía y de su homeostasis ejecutando de manera silente sus funciones adaptativas. Pero este estatus de la mecánica (aparato fisiológico) que es operatorio y preconsciente se rompe cuando el cuerpo se catectiza mentalmente. ¿En virtud de qué? Obviamente de dos sensaciones que quiebran el principio de constancia: el placer y el dolor.

Partamos de que, como ya argumentara Rof Carballo, el principio de inercia y el de nirvana no forman parte de la dinámica psíquica ordinaria y que sólo son relevantes a la hora de interpretar fenómenos singulares y extraordinarios. La tendencia natural del organismo no es a mantener su nivel de tensión en un punto próximo a 0. Tal supuesto fechneriano quedó totalmente refutado por la evidencia de que sólo la explosión del depósito tensional produciría tal resultado, y eso sólo conduciría a la muerte o a la catalepsia. Vivir exige mantener constante un nivel de tensión adaptativa y oscilatoria alrededor de una línea basal variable para cada sujeto. Remanente de tensión que mantenga al cuerpo en una disposición a la reacción de ataque o de defensa ante el ‘apremio de la vida’. Ciertamente no experimentamos como desagradable cada ocasión en que abandonamos la tensión 0, sino sólo cuando por exceso o por defecto nos desviamos demasiado de la línea de equilibración homeostática que por hábito y por condicionamiento corporal hayamos asimilado al bienestar y, por ende, a la eficacia del cuerpo para solventar las demandas del medio. Esta lectura energetista proveniente de la psicofísica del siglo XVIII y del siglo XIX tiende a valorar el dolor en clave de sobreexcitación y sobreexigencia, rebasamiento de la línea basal en la que el cuerpo dialoga con las demandas del yo y las de la realidad. Hoy entendemos así el estrés. Así, el dolor es un signo garante que nos avisa de que nos estamos excediendo en algo o no estamos atendiendo correctamente a nuestro yo corpóreo. Por eso, el dolor preserva la vida y es funcionalmente útil. Nos lo recuerda un autor: “… a veces la somatización era comprendida como el pedido de auxilio de un cuerpo sobreexigido. Como podríamos decir del motor de un coche sobreacelerado, aun antes que recaliente. En estos casos… la enfermedad somática puede ser un intento de conservar la continuidad existencial” (P. J. Boschan, 2000, p. 177).

El yo es, ante todo, un ser corpóreo. Esta frase freudiana nos invitaba a repensar el yo como un precipitado de sensaciones corporales. Lo sensitivo teje las primeras identificaciones del sujeto con su cuerpo: tanto con el cuerpo orgánico como con el cuerpo periférico. Paul Valéry lo condensó líricamente en este aforismo: “La piel humana separa el mundo de dos espacios. El lado del color y el lado del dolor”.

El yo corpóreo primigenio se nutre de autopercepciones interoceptivas que llegan al self receptor, procesador y organizador de la identidad proveyéndole de las cadenas mnésicas identificatorias. Cada uno se reconoce en sus sensaciones habituales. Por este motivo, cuando la cadena mnésica habitual se quiebra por sensaciones orgánicas nuevas o confusas, poco familiares al individuo, se enciende en éste la señal de alarma que advierte al yo de un cierto peligro que ha de detectar para corregir y volver al funcionamiento normal. El dolor es, una estridente señal de alerta que comunica la existencia de un factor que interrumpe el principio de constancia y reclama ser atendido para retornar a la homeostasis. Pero no todas las mentes ni siquiera una mente poderosa logra siempre contener e integrar el dolor corporal, con su peculiaridad inenarrable en la narración de la propia historia biográfica. Por eso, hay que reconocer que el dolor es cuando menos una manifestación ambigua de defensa. Si no lo percibiéramos, seríamos terriblemente vulnerables ante multitud de agentes nocivos, pero al mismo tiempo, si el psiquismo no ejerce adecuadamente la función de continente, el dolor puede constituir un ataque a la identidad de naturaleza traumática, no mentalizable: “El continente, la psique, no solo tiene como función la de un depósito, y por tanto de contención, barrera o pared, que ofrece a dicho contenido, sino, sobre todo, poderlo transformar en algo que el sujeto pueda integrar en su historia” (J. L. López-Peñalver, 2000, p. 187).

Cuesta creer, por tanto, en la funcionalidad que el dolor tiene para la preservación de la salud y en su utilidad para proteger al cuerpo de los peligros interoceptivos o exterocepivos.

Cuesta creerlo cuando el dolor se erige en factor de disolución del yo y rebasa el límite de tolerancia del sujeto hasta el punto de llevarle a anhelar su propia muerte como cesación definitiva del mismo. El dolor enajena, no se conforma con ser ariete en la defensa de la vida, sino emisario de la pulsión de muerte. Quizá un puente entre eros y Thanatos: “El dolor es una punción de lo sacro, porque arranca al hombre de sí mismo y lo enfrenta a sus límites… Si suprime el gusto de vivir cuando golpea, opera el efecto contrario en cuanto se aleja. Es una llamada al fervor de existir, un memento mori que devuelve al ser humano a lo esencial” (D. Le Breton, 1999, 18-19)

En cualquier caso, es oportuno estudiar los procesos psíquicos que operan durante la percepción del dolor agudo y cómo el cuerpo se ‘psiquiza’ alcanzando los niveles máximos de autoconciencia y límites próximos a la autodisolución. Lo vamos a hacer siguiendo el magnífico autoanálisis que Rafael Argullol hizo de su vivencia de dolor intenso reflejado en su ensayo novelado “Davalú o el dolor”. La obra no es sólo un relato autobiográfico con flecos de meditación psíquica acerca de las consecuencias del dolor en su experiencia y vida, sino que va más allá erigiéndose en una obra paradigmática de psicoanálisis sobre el dolor del cuerpo. Hurga en un tabú social: en nuestro mundo occidental se habla del dolor dramáticamente, elegíacamente, pero se lo proscribe épicamente, estéticamente, éticamente. E. Jünger, en su rescatada obra “Sobre el dolor” (1934), recién traducida al castellano, habla de dos épocas históricas ante el dolor: la época heroica y la época sentimental. Es indudable que vivimos en la segunda. Se fomenta el escape, no la resistencia; la queja y no el desafío, la búsqueda de su paliación o expulsión, y no el estoicismo. En la época sentimental se alienta el uso de fármacos para devolver al hombre a su estado de autodominio emocional. Y es que el dolor se silencia porque humilla, devalúa, empequeñece la potencia y la productividad del yo. En una época caracterizada por la instrumentalización de la vida al servicio del valor eficacia, cualquier variable que merme la utilidad pragmática del cuerpo o su disfrute gozoso y, entre dichas variables, el dolor incapacitante tiende a ser solapado o silenciado con analgésicos, todo a cambio de que no enturbie la entropía y la euforia del cuerpo joven y exultante.

“Y esa es la estructura de nuestro tiempo: espectadores del dolor y consumidores de analgésicos. El dolor y su experiencia es única y exclusivamente su representación estética. Lo demás es la inquietud irredimible y ciega que habita en nosotros. Frente a ella, la continua imagen del dolor de los otros nos tranquiliza” (J. L. Villacañas, 2004, 6)


Rafael Argullol vivió atenazado por un dolor cervical inusitado y éste sirvió como un gran foco que iluminó y expandió su conciencia hasta la lucidez plena. No es por ello el dolor una experiencia bendita, añorada ni ensalzada por la reflexión que procura -como cierto número de filosofías orientales proclaman- sino que es un grave handicap para la vida que, dado su carácter ineludible e imponderable, el autor aprovecha para penetrar en su esencia ontológica y en su fenomenología psíquica. El dolor agudo propina un vuelco radical a la existencia y desplaza el ángulo de visión desde el mundo al yo primitivo corporal. Es así que se consuma un repliegue narcisista que nos resulta cercano a los psicoanalistas, pero acerca del cual se ha profundizado poco.

La forma en que nos relacionamos con el dolor dice mucho de nosotros mismos, porque ahí se inutilizan las estrategias de afrontamiento comunes y las mascaradas pragmáticas: “Dime cuál es tu relación con el dolor y te diré quién eres” (E. Junger, 1934, p. 15)

El autor bautiza “Davalú” al dolor que lo posee desde dentro. Lo reifica al asignarle este nombre, que es el de una divinidad maligna, demoníaca en realidad, por ser el de un demonio armenio cuya sangre se petrificó dado lugar a una piedra de mármol negro que se exhibía en el Metro de Moscú. Da-va-lú pasa a ser el nombre con que designa a ese mal que le invade y se enseñorea de su cuerpo y de su psique, cual si un Dictador se posesionara de la voluntad de su súbdito y la anulara por completo. Argullol piensa en su dolor como un enemigo interno a batir, como un otro ajeno que, al ocupar el lugar del yo, aliena a éste sin remisión. Lo trata como la bestia, con las evidentes reminiscencias mítico-animistas que ello acarrea. Su cuerpo es sólo el huésped donde habita la bestia y, durante su posesión, él sólo es el casero que asiste a las exhibiciones de poder del monstruo. Son, además, muy llamativas y sensoriales las alusiones cargadas de riqueza y sutileza visual con que se refiere al dolor: monstruo, cangrejo, pulpo, bestia, fiera, tentáculos… Nombres que traslucen evocadoramente la naturaleza abisal, inefable del dolor. En ocasiones, no sabemos si estamos ante un relato diurno, o ante un relato nocturno y siniestro de Lovecraft: “Viajo vertiginosamente por mi carne… Davalú es el rey de todas las formas. Es un tirano telúrico que se pasea por montañas y precipicios. Es un príncipe de la vegetación que consigue floraciones extraordinarias. Cambia de color, de piel, para ser el protagonista de zoologías fantásticas. Pero Davalú también es monstruosamente humano, el ejemplar idóneo de la feria de los horrores” (R. Argullol, 2001, p. 35).


Ontología psíquica del dolor.

Un repaso somero y rápido del término dolor nos ofrece algunas constataciones curiosas. Covarrubias (1611) lo califica como “sentimiento que se hace de todo lo que nos da desplacer y desgusto”; más apesadumbrada y fatalista es la visión del Diccionario de Autoridades (1726) que le otorga la categoría de acción, además de sensación, cual si el cuerpo no se conformara con su condición de receptor del daño que se le inflige sino que fuera el artífice y protagonista del dolor: “Es una acción viciada y triste sensación, causada en las partes sensitivas por objetos que dañan y molestan el asiento u órgano de los sentidos externos, y por esto los humores el celebro y los hessos se libran de dolores”. La novedad de esta acepción es que subraya la incidencia que el dolor tiene sobre el sistema neurológico y psíquico. Abundando, el Diccionario de la RAE lo convierte en “Sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”. Por último, “El Diccionario del Español actual”, joya que debemos al Prof. Seco y su amplio equipo de colaboradores, trata al dolor como “Sensación física desagradable y más o menos aguda, causada por una enfermedad o alteración orgánica o por una acción exterior”. De rigor es señalar que la mayor parte de los Diccionarios completan la voz ‘dolor’ con otras acepciones del dolor psíquico y moral, que por el momento excluimos de nuestra reflexión, aunque buscaremos su conexión más adelante. Para terminar esta aproximación terminológica, el Comité de Taxonomía de la Internacional Association for Study of Pain (IASP), lo define como “Una sensación y experiencia emocional desagradable asociada con daño real o potencial, o descrita en términos de tal daño”. (citado en M. A. Vallejo y Mª. I. Comeche, 1999).

Vamos a desgranar los distintos significados ontológicos del dolor:


a) El dolor como cerco del yo: En efecto, el dolor agudo sobreviene sobre el yo y, tanto si está provocado por una causa externa como interna, se convierte de inmediato en distónico respecto al yo. Se externaliza. Es el enemigo, la amenaza para el yo, que cerca y asedia al sujeto inundándole con sobreexcitaciones tan intensas que impiden la continuidad psíquica. “El dolor lo tenemos, nos sucede, se nos mete dentro. Somos su lugar pasivo y ante él reaccionamos con la queja o con la cura… La gramática del dolor está ligada a una pasión. El daño puede evitarse, el dolor no” (C. Thiebault, 2004, 6).

Argullol describe el acorralamiento del dolor, el modo en que envuelve a su persona toda como si de un maligno destructor se tratara: “Estoy dominado por él, como un prisionero, y él es el guardián de mi prisión, él me ha encerrado, me ha puesto las argollas, atado con cadenas, rodeado… Él es mi guardián, me vigila, me tortura con más o menos fuerza, con más o menos refinamiento” (Argullol, ibid, p. 112).


b) Sensorialidad del dolor: Cierto que la experiencia del dolor es una pasión, en la que el sujeto se reconoce víctima doblegada, donde los mecanismos de racionalización, el estudio de sus rasgos y características, no sirven para devolver la estabilidad al yo. El dolor es una experiencia tan sensorial que cualquier inscripción racional es extraña. El conocimiento de la verdad, de la impía devastación del cuerpo, la profundización en sus causas y en sus efectos, eso es: la ubicación en coordenadas, lejos de tranquilizar, inquieta: “La filosofía es demasiado etérea, demasiado abstracta. Los conceptos, las nociones no tienen cabida en este campo de batalla. Son impotentes frente a la fuerza concreta, plástica, de las sensaciones” (Argullol, ibid, p. 78).

El dolor catapulta al retorno al origen, anula los progresos de la civilización. El cuerpo doliente regresa al autismo fetal, a la desnudez expuesta de la naturaleza, y por ello degrada y corrompe la nobleza de las sublimaciones: “… el dolor excita el triunfal retorno a la naturaleza en sus manifestaciones más elementales, anulando de golpe los tenaces esfuerzos de nuestra razón, e incluso los de la entera historia de la civilización, empeñados en no tener que ver nada con ella” (Ibid, p. 20).

Los conceptos, las fantasías, las palabras, no pueden luchar contra los sentidos. Las imágenes visuales del dolor son metáforas táctiles fulgurantes: “El cangrejo está clavado, firmemente clavado, traspasándome” (Ibid, p. 111), “Lo que a mí me aportado Davalú no es la muerte ni la enfermedad, sino la experiencia directa, desnuda, sin precedentes para mí, del dolor físico… que exige siempre estar alerta, estar vivo, la imposibilidad de distanciamiento” (Ibid, p. 113).


c) El dolor como Gran Atractor de la identidad: Cuando el dolor anega, no vale ningún otro propósito. Absorbe toda la energía psíquica del sujeto; nada más tiene cabida, ninguna otra cosa posee valor: “El único eje fijo es el dolor: la opresión, la mordedura, la pincelada eléctrica que me recorre el cuello hasta el codo. Eso es permanente. El resto del mundo gira en torno a este eje: todo cambia, todo es profundamente mutable. Mis estados de ánimo, los hombres, los paisajes. Sólo el dolor tiene un lugar seguro en el reparto” (Ibid, p. 51).

El dolor es el gran usurpador de protagonismo. El yo se diluye, queda eclipsado, atrapado en la vorágine del dolor, que cual torbellino, agujero negro en el interior del cuerpo, disuelve el mundo. Eje de la vida en torno al que giran todas las demás experiencias mutables. Nada es tan singular como el dolor, nada es más individual y personal como esa experiencia. No es posible la comunidad, aunque coexistan los dolores, no pueden compartirse, porque las palabras no pueden ser el vehículo adecuado para expresar el dolor. S. Tomkins clasifica las emociones en 4 tipos: monopolísticas, intrusitas, competitivas e integradas. El dolor físico agudo, pertenece, sin duda, a las monopolísticas por su saliencia o ‘imposición’ a la atención del sujeto. Donde él está, todos los adosados psíquicos y sociales, todas las yuxtaposiciones de objetos e interacciones que han ido agregándose a la identidad y a la memoria sobran, son engullidas por ese Gran Atractor. Atinadamente, C. Botella afirma: “Cuando progresa el ruido somático, el ruido psíquico disminuye” (C. Botella, 1998, p. 151).


d) Corporeidad suprema: El dolor devuelve el cuerpo al territorio perdido de la conciencia. El cuerpo sano es mudo. Sólo hace ruido furiosamente cuando enferma. Su forma de abrirse paso en la conciencia consiste en aumentar la captación de sus sensores internos. Somos mucho más cuerpo a través del dolor, sin él casi espíritus puros: “Tengo la sensación de estar en un pozo sin fondo, del que no veo el final, un pozo que me permite ver aspectos terribles, oscuros, difíciles de distinguir en la propia vida. Hay, es evidente, una lucidez deslumbrante, siniestra, sórdida en el dolor. Nos damos cuenta de cosas que no percibimos habitualmente. Y, sobre todo, el dolor tiene, en medio de los vicios, la virtud increíble de hacer sentir, con una agudeza extraordinaria el cuerpo” (Ibid, p. 11)

Esta carnalidad del yo queda patente igualmente en el Libro de Job, Allí, el afligido entona: “Mi carne está vestida de gusanos, y de costras de polvo; Mi piel hendida y abominable” (Job, 7, 5)


e) Erotización a través del dolor: El dolor es el negativo rotundo del placer, su contrapunto, pero también su culminación. Los extremos se encuentran: en el colmo del placer está ‘la petite morte’ del orgasmo; en el espasmo placentero, el rostro adopta una expresión dolorosa. Pero el dolor provee un erotismo primitivo, canibalístico, el del cuerpo royéndose a sí mismo: “Todavía vivas, se remueven en mi cabeza sinuosas imágenes sexuales. No recuerdo exactamente cuáles son, pero sí un eco de su significado. Era como un canto del instinto que no provenía de un deseo erótico exterior. Brotaba de una sexualidad interior. La fuente estaba alojada dentro de mí: un orgasmo vivo, permanente, sin crecimientos ni descensos. No había un diálogo onírico con otro cuerpo, sino con una parte de mi propio cuerpo. Davalú me adentraba en una sexualidad hermafrodita” (Ibid, p. 77).

Argullol alude a la experiencia sexual autoerótica, de reencuentro del espectador (el yo observador) con su dolor, como si de otro yo se tratara, del arrobamiento ante la parafernalia de sensaciones que provee. Cuando, borracho de dolor, el autor pasea por La Habana y un chico le interroga si necesita una mujer, el doliente piensa que “la sexualidad la llevo incrustada dentro, con el abrazo de Davalú” (Ibid, p. 85). Es inconcebible la vinculación objetal que requiere la relación erótica, incluso la más mecánica e instrumental. No hay espacio para otro cuerpo ni otro lazo que no sea el que proviene de la carne propia: “Una persona poseída por el dolor sólo tiene vínculos con su dios-demonio interior, con su bestia interior, de la misma manera que, sexualmente, solo tiene vínculos, como un hermafrodita, con su propia sexualidad descarnada, orgasmática, que actúa a través de la violencia del propio dolor” (Ibid, p. 117).


f) Ubicuidad y presentismo del dolor: El dolor agudo se aposenta en el presente, borrando todo rastro de pasado o de recuerdo. La persona dolorida no puede concentrarse, ni siquiera atender a ninguna otra cosa que no sea su dolor inmediato. Cabe señalar, incluso, que el dolor rompe la continuidad del yo. No es factible recordar lo que no forma parte del aquí y ahora, salvo como añoranza del paraíso perdido del cuerpo insensible. ¡Qué bellamente lo expresa Argullol!: “Los recuerdos se borran bajo la dictadura de Davalú. La evocación se hace imposible. Estoy obligado a ir hacia lo más inmediato… La memoria se deshace como una burbuja de agua. Davalú exige el alimento instantáneo: reclama continuamente el presente, el presente más directo, más absoluto” (Ibid, p. 75).

También abole el futuro, imposibilita la anticipación, la planificación, la organización del mañana. El sujeto deviene náufrago en el presente, entre dos costas que no puede alcanzar: ni el pasado, ni el futuro: ". . . La estrategia del dolor es siempre la misma. Me exige obsesivamente el presente, me exige este momento, no me deja contemplar el futuro inmediato, como no me ha dejado contemplar tampoco el pasado. Ha arrancado la memoria y me arranca también la capacidad de previsión” (Ibid, p. 102).

Metapsicología del dolor.

Tras adentrarnos en la esencia misma del dolor, hemos de preguntarnos por los efectos y los procesos psíquicos que el dolor desencadena en el yo. Argullol es tan agudo en esto que puede conjeturarse su profundo conocimiento del psicoanálisis, su condición de analizado o, en su defecto, una lucidez poco común. El dolor trabaja en el psiquismo socavando muchos de sus pilares de armonía fundamentales. Desmenucemos las consecuencias (estructurales, pulsionales, dinámicas y fenomenológicas) más sobresalientes:


a) percepción de incontrolabilidad: La relación que el yo mantiene con el dolor es la de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. El sujeto doliente puede identificarse absolutamente con su dolor, fijarse en él, fundir el yo con el centro del dolor, hasta disipar al primero o al segundo. Si consigue lo primero dominará y triunfará sobre el dolor, lo controla; si no lo consigue es el yo el que pasa a convertirse en marioneta a merced del Tirano. En este supuesto, el yo se desintegra en medio del torbellino doloroso, entidad efervescente. Arribaríamos entonces a la percepción de ineficacia e incontrolabilidad ante el dolor. Éste emergerá como “una cosa grande, tan obsesiva, tan poderosa, que me vampirice por completo y me haga desaparecer dentro de su propia personalidad, como una posesión suya” (Ibid, p. 17).

El dolor, si produce incapacidad, va asociado a una expectativa de inmovilidad y pasividad. Tiende a creerse que, si no hay movimiento, el sujeto aumenta su control sobre el dolor. Conduce a la asunción del rol de enfermo, con lo que el dolor se retroalimenta. Los entresijos entre la fisiología y la psicología son sutiles: “… el dolor produce también cambios fisiológicos que pueden generar efectos negativos sobre la actividad del paciente y sobre el mismo dolor. El aumento de la tensión muscular esquelética, la vasoconstricción periférica, debida a los desajustes autonómicos ligados a la percepción del dolor, son cambios que pueden perpetuar el dolor y también generar o potenciar otros trastornos psicofisiológicos” (M. A. Vallejo y Mª. I. Comeche, 1999, p. 284).

¿Cabe concebir mayor alienación que la pérdida de la función de autodominio y autoposesión? Percatarse de que uno no ejerce control eficaz sobre lo que sucede en uno mismo es la antesala de todo sentimiento depresivo. Uno se siente enajenado cuando se ve obligado a comportarse como mero espectador de un proceso, de una evolución, de un conjunto de incidencias en las que no interviene. El doliente oscila entre la percepción de autoeficacia y la de indefensión y desvalimiento, dependiendo de la intensidad del dolor y de su habilidad para plantarle cara y combatirlo: “Estoy mirando cara a cara al dolor. Y lo estoy mirando para deshacerlo, vencerlo, para convertirlo en una cosa mínima, en una fuerza interior a mí mismo (…) Pero me doy cuenta de que alterno las dos sensaciones: la de desprecio del dolor a través de una deseable armonía y la de la absorción total del dolor a través de su grandiosidad, su fuerza, su monopolio sobre mí” (Ibid, p. 17-18).

Resulta inevitable evocar nuevamente a Job:
“¿Cuál es mi fuerza para esperar aún?
¿Y cuál mi fin para que tenga aún paciencia?
¿Es mi fuerza la de las piedras,
O es mi carne de bronce?
¿No es así que ni aún a mí mismo me puedo valer,
y que todo auxilio me ha faltado?” (Job, 6, 11-13).


b) Repliegue narcisista: Ni la sabiduría, ni el arte, ni el placer de la conversación o el halago de los estímulos sexuales, logra abstraer al yo de su retracción ni devolver la libido de nuevo al mundo. “Davalú desafía el encanto de las mulatas” (Ibid, p. 31). Y es que, ante el dolor la libido se repliega y se concentra en el epicentro del sufrimiento. Ha de protegerse frente a la acometida feroz del desgarro interno. El dolor destruye el cuerpo y, a través de él, el espacio de encuentro con los otros, con la mirada de los otros, con su deseo. Magnífica descripción la que nos ofrece Argullol de este proceso de retracción: “Ahora Davalú no me inquieta por su violencia, sino porque ha destruido y está destruyendo los vínculos particulares, cotidianos, concretos, los vínculos íntimos de afecto. Estoy totalmente dominado por la indiferencia. Todo lo que no sea mi relación particular plena, directa e íntima con Davalú no tiene importancia, todo lo que no sea el presente más fulminante no tiene importancia, todo lo que no sea la tensión permanente que me provoca con sus caminatas a través del hueso no tiene importancia” (Ibid, p. 106).

Perfecto trasunto, equivalencia con aquellos famosos versos de Heine que Freud parafraseó para dar cuenta del narcisismo acompañante de las dolencias orgánicas. El tipo de narcisismo que opera en este estado de dolor agudo es de dendríticos efectos. Se infiltra en lo emocional, en lo sexual, en lo moral, en lo social. Desde cualquiera de estos ámbitos arranca al sujeto de sus conexiones con la vida. De ahí que el dolor desvitalice de tantas maneras. Como afirma Ch. David (2000), el duelo al que induce el dolor es un concentrado de narcisismo y de masoquismo.
“Una persona poseída por el dolor extremo es asocial. No puede participar en una empresa colectiva… rompe todos los vínculos con el exterior, con la comunidad. Incluso rompe todos los vínculos con Dios si es que cree en Dios ” (Ibid, p. 113).

Más fantástico aún, por la devastadora amplitud de los estragos que desencadena, es este párrafo en el que el narcisismo alcanza su cota máxima: “No hay afecto, no hay emociones, no hay amor, no hay amistad, no hay civilización, no hay cultura, no hay naturaleza fuera de aquella naturaleza que actúa con toda la virulencia en el interior de uno mismo: la contranaturalaza de uno mismo” (Ibid, p. 117).


c) Incapacidad de amar: Si, como es un tópico afirmar, la salud psíquica puede cifrarse en la capacidad de amar y trabajar, el dolor arrebata la salud porque no permite ni lo uno ni lo otro. La indiferencia objetal se traduce en autismo emocional, en la insoportabilidad de contacto con otro cuerpo, con otro tacto; así lo reconoce Argullol: “… el poder de Davalú se ha vuelto menos plástico, menos visual, pero también más refinado… aquí es un poder moral: te pone en una urna de vidrio, separado de toda caricia, separado de todo amor, de todo afecto. Davalú se alimenta, como un glotón, con la destrucción del amor” (Ibid, p. 124).

Hubiera sido muy del gusto de Freud. ‘una enfermedad me impide amar… amando curaré’, esa cadena de reflexiones de Argullol. Encontraría confirmada su teoría del narcisismo. En efecto, el autor admite que al ser intocable e intangible al tacto, está empobrecido, es un paria, un desposeído (p. 127), pero Argullol discrepa de Freud en un matiz esencial en el amando curaré, que es el de amaré cuando me cure.  

El aislamiento que perpetra el dolor separa al hombre de su propio deseo, mutila su ser deseante y su ser deseado, lo encierra en una burbuja finita y plena: “el mundo somos él (el dolor) y yo, Davalú y yo” (Ibid, p. 148). Nuevamente, el mundo ha vuelto a quedar desierto, como en el cuadro melancólico perfilado por Freud en “Duelo y melancolía”. La coraza de amoralidad de la que se recubre, la pérdida de los mecanismos de superación y las funciones psíquicas superiores, quedan suprimidas, o al menos disociadas, y el doliente sólo mantiene una existencia vegetativa, autoerótica, refleja, como la de un feto, o un recién nacido. Sólo que en el estado álgido la fusión no es con el objeto indiferenciado, sino con la parte del sí mismo que absorbe todas las investiduras. El objeto está forcluido, eliminado: “Me siento impotente para querer en el sentido habitual que damos al término: para querer con emociones, con sentimientos, para querer tocando, para querer besando, para querer haciendo el amor. No existe ni la remota posibilidad de hacer el amor porque sigo haciendo el amor conmigo mismo… Bajo el hermafroditismo del dolor, Davalú es mi único amante” (Ibid, p. 124).


d) Posición autista: Tomando como hipótesis explicativa la dialéctica planteada por Freud en “Tres ensayos” (1905) entre las pulsiones sexuales y las de autoconservación (libido del yo o libido narcisista), la metapsicología enciende una luz si concebimos que en el dolor extremo (como en otras experiencias cumbre), las pulsiones sexuales se supeditan, incluso quedan anuladas y desgajadas si la energía psíquica ha de concentrarse en la protección y preservación del yo. Una estrategia de afrontamiento psíquico emprendida por nuestras pulsiones es evitar cualquier objeto que pudiera distraer al yo de su tarea de resguardo y reparación de los daños. Esto provoca la fusión de la libido sexual con la libido del yo en la posición autista. Cuán magistralmente penetra en los oscuros recovecos de la pulsión Argullol: “Se produce, como también en la sexualidad, una especie de autismo del tacto. Sólo siento tacto hacia el interior, sólo tengo sensibilidad hacia el interior y me horroriza la posibilidad del contacto físico externo” (Ibid, p. 123).

El hombre afligido apetece y busca el apartamiento, el silencio y la soledad. Busca una extraterritorialidad plena, Sólo el dolor tiene espacio y tiene tiempo. Las coordenadas espacio-temporales quedan circunscritas al lugar del campo de batalla entre el yo y su dolor: “Quiero quedarme concentrado en esta habitación, en esta cama inmensa que he conseguido crear. El mundo exterior no existe, es falso. Sólo existe el mundo que hay dentro de la habitación, alrededor de la gran cama. Un escenario lleno de sensualidad y misterio, lleno de junglas y de laberintos. La trinchera para la retaguardia y para el refugio, el campo de batalla para el ataque, para la defensa” (Ibid, p. 34).

El aislamiento resuena a clandestinidad. Se comprende ahora que el repliegue crea un ámbito de intimidad que excluye todo lo otro. El doliente juzga abominable y obsceno que la mirada de extraños pueda observar los estragos que el dolor produce en el cuerpo, la pérdida de dignidad del porte. Éste es una última posesión a la que no desea renunciar. Si el dolor es evaluado como una injusticia, lo humillante es para muchas personas doloridas soportar sobre sí la mirada compasiva del prójimo. Todo cuanto no sea la confrontación entre el sujeto y su dolor tiene un sabor a promiscuidad. Huimos al sufrir de los lugares habitados, de la concurrencia. No podemos acatar los preceptos morales y sociales correctos, sobre todo si estamos dominados por el dolor. Escapamos de los conocidos, de los compromisos, de las expectativas y de las obligaciones. El dolor, requiere privacidad, secreto, para hacer su epifanía: “Dedico el resto del día a terminar de encerrarme, a terminar de crear un círculo a mi alrededor, que me defienda, una muralla que me proteja de malgastar energías inútiles… Me impongo someterme al aislamiento que me exige el dolor, pero sobre todo al aislamiento que me exige conservar las energías suficientes” (Ibid, p. 118).


e) Yo ameboide: Freud comparó la libido que asiste al yo con los seudópodos de una ameba. Veamos: cuando el yo se ve asaeteado por el dolor, se torna retráctil, se guarece dentro de sí, se enconcha y enquista dentro de sus dominios. Es por eso, que se produce un extrañamiento grande ante los requerimientos y apremios de la vida cotidiana. El mundo se decolora. El dolor es la cortina que separa al sujeto de su entorno. Actúa como filtro selectivo: sólo filtra aquellos estímulos provechosos para acrecentar el control del yo sobre el cuerpo. Sólo importarán los aditamentos, los enseres, las medicinas, que puedan aliviar o paliar el sufrimiento. Lo demás es un decorado baladí: “No tengo ningún interés por el exterior. Estoy encerrado en mí mismo. No veo el mar ni el cielo, ni las figuras que cruzan las calles; no veo los colores” (Ibid, p. 66).


f) Colapso superyoico: Es tal vez audaz añadir que para consumar su destrucción moral, el dolor suspende el funcionamiento superyoico, porque induce una regresión masiva y sin atenuantes hasta el funcionamiento del psiquismo en clave de proceso primario, regido por el principio de placer/displacer. El dolor primitiviza, aparta al hombre de sus logros sublimatorios, empequeñece las civilizadoras formaciones reactivas que han hecho posible la convivencia ética entre las personas: “… yo mismo participo de este banquete sombrío, de un convite absolutamente regresivo hacia el instinto, hacia un suelo húmedo y podrido… El hecho es que me siento como una planta que se pudre. Tengo la sensación de estar en medio de un pantano, en arenas movedizas. Hay una vegetación densa, llena de raíces podridas, de estiércol, de elementos que se transforman incesantemente. Y yo formo parte de esos elementos, habitante de un mundo que está situado milenios y milenios antes del mundo en el que vivo” (Ibid, p. 36).

En otro lugar es aún más rotundo: “Estoy en una actitud de animalidad vegetativa, de vegetal casi… El pasado, si existe, es muy remoto, tanto que traspasa el vientre materno para situarme en la posición de descanso embrionario, de mínimo desgaste embrionario” (Ibid, p. 111).


Dolor y duelo de sí mismo.

Dedicaré la última parte de este estudio a analizar el duelo de sí mismo que se produce durante el tormento doloroso. Es importante hacer patentes aquí las tres dimensiones del duelo: el duelo como sufrimiento, el duelo como pérdida y el duelo como combate. En efecto, el dolor desata un sentimiento de daño, un sentimiento de pérdida y una actitud de desafío. Detengámonos en cada una de estas vertientes: 

Nuestro sabio idioma deriva dolor de la misma raíz que duelo, esto es, del verbo doleo (=dolerse, condolerse). El planteamiento inicial de este trabajo obedecía al deseo de evidenciar que el dolor físico comporta un dolor psíquico que no es otro que el duelo por un objeto imaginario perdido, la salud, la armonía, el equilibrio, o lo que hemos llamado el silencio del cuerpo como más elocuente forma de expresión del bienestar orgánico. Así mismo, el dolor empuja a un desafío, un reto que se libra en el interior del propio sujeto: entre su parte sana y su parte enferma. El Diccionario de la RAE destaca esta acepción: “combate o pelea entre dos, a consecuencia de un reto o desafío”, mantenido por Seco que, sensatamente, no requiere que sean dos personas las que intervengan en la liza, sino dos partes. Es este sentido el que a nosotros nos concierne aquí.


a) Duelo por el dolor: Hay muchas lecturas de esta forma de duelo. Una de ellas es la aflicción producida en el individuo que se reconoce dañado. Si el daño tiene un agente externo al que atribuir la ofensa, la reacción emocional natural es la ira, pero cuando no existe un responsable al que culpar, sino que el daño procede de una hipersensibilidad interna de los órganos o tejidos corporales, el mecanismo que se opera es de vuelta contra sí mismo de la queja. Origínase, entonces, una respuesta de queja autocompasiva, el lamento, la pesadumbre, la irritación depresiva, la interpretación fatalista, el sentimiento de derrota. Argullol ofrece pasajes memorables en los que se vislumbra el encuentro del yo dolorido con su imagen en el espejo. Ahí se comprueba la metamorfosis en la autoimagen. Esta es, precisamente, una de las raíces del duelo de sí mismo: ya no es dueño de sí mismo, de su gesto, de su porte, de su rictus; el dolor lo convierte en su caricatura: “Davalú lo ha sometido (al rostro), deformándolo, descarnándolo, atravesándolo con un relámpago de palidez sobrenatural hasta que el alma ha quedado a la intemperie” (Ibid, p. 90).

El dolor obliga a la misantropía, al exilio interior, al silencio asocial, al resentimiento y la rabia contra el propio cuerpo que se ha convertido en enemigo. Todos estos matices inexorablemente alimentan el duelo por el objeto imaginario perdido: el cuerpo ideal, el cuerpo aliado, el cuerpo cómplice permisivo de la pulsión de vida, y lo reducen a pasto del sacrificio, ara de la representación de thanatos: “Nuestro cuerpo es el origen y el modelo de todo sacrificio: su punto de partida y su desembocadura. La desnudez herida del cuerpo nos da la medida exacta de nosotros mismos” (Ibid, p. 109).

Lo fenecido en este rito del dolor es el yo ideal. El sujeto doliente ve desaparecer ese reducto del narcisismo primario que era la megalomanía de la salud absoluta, del bienestar, de la armonía, de la satisfacción de los deseos. El dolor le recuerda su mortalidad, la fragilidad y provisionalidad del equilibrio, la difícil armonía entre las partes del todo. Ahora ya se sabe indefenso, precario, débil, niño. Y eso, además de angustia, produce dolor, miedo.


b) Duelo contra el dolor: Argullol escenifica soberbiamente el asedio a que el yo se ve sometido por el dolor; ataque implacable de un lado y resistencia o contraataque por otro. En muchas ocasiones disecciona este combate como un pugilato entre partes iguales: “… nos encerramos a solas mi dolor y yo con indiferencia respecto a todos los otros que no saben de ese desafío”.

En otras ocasiones, la lucha es desigual y el dolor extenúa las fuerzas del sujeto e incluso su voluntad de aguante y resistencia: “Necesito concentrar toda la energía para el combate que tengo con el cangrejo que perfora mi hueso” (Ibid, 75). Cuando el dolor remite, tampoco es posible confiar en su desaparición. El doliente recela que sólo es una tregua que el enemigo se toma para cobrar más bríos y acometer con más fiereza. La provisionalidad de la calma y de la analgesia ha sustituido la consideración de la analgesia como el estado habitual. En este sentido subraya lo inverosímil que le parece la actitud paciente y resignada de Job, pareciéndole más creíble la del noble personaje de Filoctetes (Sófocles), mucho más humano y heroico.

En su enfrentamiento con el dolor, Argullol justifica toda clase de estrategias, excepto la racionalización filosófica. “Sirve más la esgrima, el cruce de espadas, sirve más la burla, la comedia, la representación” (Ibid, p. 78). Recordar, escribir sobre el dolor, comunicar lo inefable como si de una crónica de la vejación se tratara, preserva la fortaleza necesaria ante el dolor, planifica la venganza contra el torturador que avasalla y no respeta, que taladra y no pide permiso, que muerde intolerablemente como el tirano que es: “He jurado acordarme de las imágenes del dolor, describirlas para que después no caigan en el olvido. Me tengo que salvar, pero debo hacerlo vengándome de él” (Ibid, p. 114). Es gloriosa la visualización metafórica de la operación quirúrgica como una batalla entre un ejército numeroso y cualificado y el dolor como el enemigo acorralado y vencido: “confío en que la espada (el bisturí) llegue hasta el corazón de la bestia… pienso en el campo de batalla, en los ejércitos desplegándose, en la espada danzante, en Davalú retrocediendo, escondiéndose, el cangrejo contra la pared, rodeado, asediado, a punto de ser atravesado” (Ibid, p. 137).  

Con estas reflexiones no deseo sino pensar y co-pensar con todos los lectores en lo que acaso es el más irreductible punto de encuentro con la mismidad desenmascarada: el temido dolor, eso que A. Green contempla como una ‘catástrofe activa y vital’, Winnicott como ‘agonía’, Bion como el ‘terror sin nombre’ o Jünger como la predestinación esencial del hombre.


Bibliografía

Argullol, R. (2001). Davalú o el dolor. Barcelona: RBA.

BIBLIA: Libro de Job. Reina Valera Revisada (1960). U. S. A. : Sociedades Bíblicas Unidas, 1998.

Boschan, P. J. (2000). Cuerpo, mente y vínculos. En E. Moreno (Comp. ), 14 conferencias sobre el padecimiento psíquico y la cura psicoanalítica (pp. 167-183). Madrid: Biblioteca Nueva.

Botella, C. (1998). Dolor corporal – sufrimiento psíquico, ¿una antinomia? En E. Moreno (Comp. ), 14 conferencias sobre el padecimiento psíquico y la cura psicoanalítica (pp. 147-167). Madrid: Biblioteca Nueva.

Covarrubias, S. de (1611). Tesoro de la lengua castellana o española. Madrid: Castalia, 1995.

D’Alvia, R. (1993). narcisismo, patología de riesgo y enfermedad somática. Revista de psicoterapia y Psicosomática, 23-24, pp. 121-129.

David, Ch. (2000). El duelo de uno mismo. Libro anual del psicoanálisis, 2 (Revue Française de Psychanalyse). Madrid: Biblioteca Nueva.

Diccionario de Autoridades (1726). Madrid: Aguilar, 1976.

Freud, S. (1905). Tres ensayos de una teoría sexual. Obras Completas, II. Madrid: Biblioteca Nueva,

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