El niño como víctima.
Inmaculada Palanca Maresca.
Psiquiatra infantil de los Servicios de Salud Mental de la Comunidad de Madrid. Presidenta de la Sociedad Española de Victimología.
En una visión global del niño como víctima, a lo largo de este trabajo voy a hacer referencia y a destacar los aspectos diferenciadores de la victimización en menores, realizando un recorrido por los distintos factores y momentos del proceso de victimización en los que se ponen más de manifiesto estas diferencias con respecto al adulto. Se focalizará más en aquellos aspectos que deben tenerse en cuenta en la relación de cualquier profesional con un niño que ha sufrido una situación traumática, así como en las manifestaciones clínicas más frecuentes que podemos esperar observar en ellos, para terminar con una breve referencia a aquellos aspectos del trauma en la infancia que tienen relevancia para el proceso judicial.
Antes de empezar quisiera aportar una mera muestra de datos y cifras, obtenidos de distintas fuentes, que reflejan la magnitud del problema y la repercusión que el sufrimiento de una situación traumática en la infancia puede tener en el futuro del menor. Por ejemplo,
· El 93% de adolescentes ingresados en una Unidad de psiquiatría refieren haber estado expuestos a una situación traumática. El abuso sexual era la situación traumática más frecuente: 69% de los casos de trastorno de estrés postraumático (en adelante TEPT).
· Los adolescentes y jóvenes adultos con una historia de maltrato infantil tienen tres veces más riesgo de depresión o suicidio que los individuos sin esa historia.
· El 80% de adultos jóvenes que habían sido abusados cumplieron con al menos 1 criterio diagnóstico de trastorno psiquiátrico a la edad de 21 años.
· El 25% de niños que habían sufrido un accidente de tráfico con lesiones físicas presentaron TEPT.
· 2/3 de la población en tratamiento por consumo de drogas declaran que fueron abusados en su infancia.
· Haber sido abusado/abandonado incrementa la probabilidad de arresto en la adolescencia en un 59% y de comportamiento criminal en la edad adulta en un 28% y de cometer crímenes violentos en un 30%.
· 1/3 de niños abusados/abandonados eventualmente victimizarán a sus propios hijos.
· Los niños abusados/abandonados tienen, al menos, un 25% más de posibilidades de experimentar delincuencia, embarazo, bajo rendimiento escolar, uso de drogas y problemas de salud mental.
· La mayoría de las personas que han sido abusadas durante la infancia nunca solicitan atención psiquiátrica.
· Después del 11-S sólo el 27% de los niños y adolescentes con TPET grave/muy grave recibieron algún tipo de ayuda psicológica.
· Cuatro meses después del 11-S, el 18% de los escolares (4-17 años) presentaban TPET grave/muy grave.
· Seis meses después del 11-S, se objetivó un aumento en la prevalencia en la población escolar de Nueva York (mas de 8000 evaluados) de diferentes patologías en este orden: agorafobia (15%), ansiedad de separación (12%) TPET (11%), trastornos de conducta (10%), depresión (8%), abuso de alcohol (5%).
Así mismo, los costes de esta situación son tremendamente elevados, no sólo a nivel del sufrimiento personal presente y futuro que conlleva, si no también para la sociedad en su conjunto. Así la asociación americana Prevent Child Abuse America estimó en el año 2001 los costes directos e indirectos derivados de la situación concreta del abuso sexual (Tabla 1), en los que claramente se incluyen otros problemas graves como la enfermedad mental, la delincuencia, el abuso de sustancias y la violencia.
Tabla 1
El niño y el adolescente víctima. Aspectos específicos
1- La primera especificidad viene marcada por el hecho de que el niño es diferente del adulto: el niño e incluso el adolescente, tiene una forma de percibir el mundo que le rodea, de interpretarlo, de pensarlo y de relacionarse con él que es diferente de la del adulto, y e incluso es diferente de un niño a otro según la edad que tenga. El proceso según el cual todas esas funciones (percepción, pensamiento, emociones, etc. . . ) van cambiando a lo largo del tiempo se le denomina desarrollo evolutivo. El hecho de que los niños y adolescentes no reaccionen o piensen como los adultos hace que a menudo éstos se alejen de su realidad y esto ocurre de forma muy especial en el tema que nos ocupa de las reacciones al trauma.
2- Los acontecimientos traumáticos destrozan los sistemas de protección normales que dan a las personas una sensación de control, de conexión y de significado, producen cambios duraderos y profundos en la respuesta fisiológica, las emociones, las cogniciones y la memoria, alteran las estructuras mentales básicas de la persona, y hacen se pierda tanto la confianza en sí mismo como en el entorno.
Dentro de las posibles víctimas de una acontecimiento traumático, del tipo que sea (agudo/crónico, individual/colectivo, natural/provocado por la acción humana), los niños y adolescentes constituyen un grupo de riesgo de Alta Vulnerabilidad para la presentación de alteraciones mentales en respuesta a una situación traumática.
Se ha comprobado que los niños y adolescentes son más vulnerables que los adultos a los acontecimientos traumáticos y que las consecuencias, incluso en los más pequeños, pueden ser graves y perdurables. De hecho, el riesgo de cronificación de los síntomas, es mayor en niños que en adultos.
En esta mayor vulnerabilidad pueden influir diferentes factores:
· Dependencia de los adultos: El menor es un ser absolutamente dependiente de los adultos que le rodean y la reacción de éstos, tanto ante el mismo acontecimiento, si han compartido la experiencia, o ante la reacción del menor, va a desempeñar un papel crucial en las medidas que se tomen y en la adaptación del niño y el adolescente.
· Interferencia con el desarrollo del menor: A diferencia de los adultos, los niños están en un continuo proceso de desarrollo bio-psico-social. Cuando la situación traumática ocurre en periodos de formación de la personalidad –infancia y adolescencia- puede dar lugar a alteraciones en la estructuración de la misma, pudiendo influir en la capacidad para establecer vínculos personales de calidad. El costoso proceso del desarrollo necesita de la predictibilidad y apoyo de los adultos protectores. Los estímulos traumáticos que suponen un ambiente de caos y violencia alteran dicho proceso, pues parte de la energía y de la capacidad adaptativa del niño está puesta al servicio del uso de mecanismos de defensa para protegerse de los acontecimientos violentos e incomprensibles para él.
A diferencia del adulto, para el cual la recuperación consiste en retomar su situación anterior, en el niño y el adolescente, la interrupción del proceso normal de desarrollo que ocasiona el trauma, hace que se retrasen o se impida definitivamente la adquisición de habilidades, capacidades y funciones propias de ese momento evolutivo y de los posteriores y el tiempo corre en contra: si hay un 40% de fracaso escolar en menores con TEPT (Trastorno de estrés Postraumático), las posibilidades futuras de integración laboral ya quedan limitadas, por ejemplo.
Así pues, como consecuencia de la experimentación del trauma, el proceso de desarrollo del menor puede detenerse o desviarse interfiriendo con su funcionamiento psicosocial y limitando sus oportunidades futuras, de tal forma, que los problemas secundarios que de ello se deriven puedan resultar más graves que los síntomas que se derivan directamente del trauma .
Como veremos, el momento del desarrollo evolutivo en el que sucede el acontecimiento traumático va a condicionar también la forma en la que se manifiestan los síntomas.
3- creencias erróneas y realidad científica
A pesar de la evidencia científica de lo anterior, continuamente se constata que el acercamiento a el problema del la victimización en menores está marcado y condicionado por una serie de, lo que podríamos denominar, creencias populares erróneas, la mayoría de las cuales se basan en gran parte en la ignorancia acerca de los procesos mentales durante la infancia y en otra parte, en las reacciones varias, con la angustia como denominador común, que despierta en los adultos el enfrentamiento con la violencia contra los niños.
Algunas de estas frases extraídas de declaraciones en medios de comunicación tras el 11-M de adultos responsables de menores sirven de ejemplo de lo anterior:
- “…la pureza e inocencia de los pequeños les han hecho afrontar los atentados con mayor naturalidad y rapidez que a los mayores”. La idea de que los niños son más resistentes que los adultos está muy extendida ignorándose la realidad de la mayor vulnerabilidad de éstos.
- “los niños no se enteran”, creencia que lleva implícita varias asunciones, cómodas en cierto modo para los adultos: que los niños son “tontos”, porque no reaccionan ni entienden las cosas igual que los adultos, no intuyen a través de las reacciones de los demás que algo ocurre y además están desconectados del mundo (no ven tele, periódicos, revistas, ni escuchan comentarios de compañeros o adultos). Todo ello distante, claramente, de la realidad.
- “está serio, pero le veo bien”; “no dice nada, ya no se acuerda de eso”. Confundir el silencio o la invisibilidad de los síntomas con el olvido o la superación es otro grave y frecuente error. Desafortunadamente las consecuencias más graves sobre la personalidad y el futuro del menor son, precisamente, silentes, invisibles e imparables, independientes en cierto modo de la privacidad en la que se mantengan. Los acontecimientos traumáticos tienen efectos no sólo sobre las estructuras psicológicas de la persona, sino también sobre los sistemas de vinculación y significado que unen al individuo con la comunidad. El efecto de trauma puede ser tan destructivo sobre la estructura psíquica del menor como un cáncer que corroe por dentro sin ser visto, pero que cuando se diagnostica ya ha afectado a todas las áreas de la persona; su autoestima, sus relaciones personales, su rendimiento escolar y laboral, su integración social, etc.
- “Los más pequeños han asimilado los atentados de la misma forma que asimilan la violencia que ven diariamente por la televisión, “parecen estar superando adecuadamente las secuelas del atentado, aunque algunos alumnos han cambiado su actitud y parecen estar enfrentados al mundo y sufren cambios de humor muy bruscos”. Los procesos de minimización (quitarle importancia), racionalización (encontrarle una razón) y negación (actuar como si no pasara nada) están ampliamente descritos en el afrontamiento de la violencia contra los menores en los adultos que los rodean, entre los que se incluyen padres, maestros, periodistas y también muchos profesionales sanitarios e incluso de salud mental.
4- Todo esto no sería de trascendental importancia si no fuese porque la reacción de los adultos, y especialmente, pero no sólo, de la familia (y de ahí la importancia de las intervenciones de otros profesionales), ante el conocimiento del sufrimiento de una situación traumática por un menor condiciona, entre otras cosas, un aspecto fundamental, que es la posibilidad de acceder a una ayuda psicológica. Los menores no van por sí mismos a la consulta; los llevan. Así, a la escasa solicitud de ayuda por parte de los adultos víctimas de acontecimientos traumáticos, en toda su amplia variedad (terrorismo, abusos, violación, etc. . . ), constatada en numerosos estudios , se suma el efecto barrera que ejercen en su conjunto esas falsas creencias que, procurando una “bienintencionada pero falsa protección”, conllevan una suerte de “secuestro” del menor víctima que le deja irremediablemente atrapado en su mundo de sufrimiento sin posibilidad de obtener una ayuda en la elaboración de ese acontecimiento que le permita reincorporarse a un proceso de desarrollo normal para lograr un futuro sin limitaciones.
5- A este obstáculo en la atención apropiada a los menores víctimas se añade el hecho de que las características clínicas de estos trastornos hacen que su detección sea difícil; A ello pueden contribuir diversas circunstancias:
· Los primeros síntomas pueden desarrollarse meses, incluso años, después del suceso.
· El impacto emocional puede ser tan intenso que impide expresar emoción alguna, lo que puede inducir al adulto pensar que no están afectados.
· Los síntomas más frecuentemente hallados son poco llamativos para los demás (ansiedad, depresión, somatizaciones, embotamiento, evitación, disociación. . . ); los diagnósticos que se derivan de ellos se conocen globalmente como trastornos por internalización (ansiedad de separación, trastorno somatomorfo, agorafobia, depresión, trastorno de estrés postraumático. . . ). Pues bien, por un lado, la experiencia indica que, aunque padres y profesores son eficaces en la detección de trastornos por externalización (trastornos de conducta, hiperactividad), sin embargo presentan importantes dificultades en la identificación de los trastornos por internalización: Por ejemplo, la experiencia en Nueva York, fue que desde los colegios los orientadores solo derivaron los trastornos disruptivos, mientras que la mayoría de los trastornos internalizados fueron ignorados. Nuestra experiencia en Madrid tras el 11-M lo corrobora, si bien hemos observado que las familias detectan mejor que el colegio estos trastornos.
· Algunas de las manifestaciones características de la respuesta a un acontecimiento traumático (ansiedad, depresión, disociación, aislamiento, evitación, somatización, …) llevan implícita la resistencia a pedir ayuda.
· Además de esto, en los estudios realizados se objetiva que a menudo los niños niegan su malestar como una forma de proteger a los padres .
· Los padres, a su vez, pueden estar también afectados y ello les limita la percepción del sufrimiento de sus hijos.
· Los adultos normalmente subestiman la violencia vivenciada por los niños y su repercusión en ellos, por desconocimiento y también por el horror que les causa no haberlo podido evitar, deseando protegerles hasta del recuerdo y por lo tanto no consideran que necesiten ayuda e incluso cuando conocen el malestar del niño, son muy reacios a solicitar ayuda.
Como consecuencia de todo ello la mayoría de los menores expuestos a una situación traumática no llegan a recibir atención especializada en materia de salud mental.
Factores de que modulan la reacción a un acontecimiento traumatico en la infancia
Determinados factores hacen la reacción del niño o el adolescente ante un acontecimiento potencialmente traumático se complique y se convierta en patológica; los denominamos factores de riesgo y nos referiremos a ellos a continuación.
Tres factores han sido identificados de manera uniforme como predictores del desarrollo de niveles sintomáticos de TEPT en los niños: La intensidad de la exposición al trauma, la angustia relacionada con el trauma de los padres y la proximidad cronológica con el suceso traumático. Sin embargo, muy pocos estudios han estado suficientemente bien diseñados o han tenido la potencia necesaria para identificar variables que pudieran predecir el desarrollo de PTSD en niños.
TIPO DE TRAUMA
El determinante más poderoso de daño psicológico es el propio carácter del acontecimiento traumático. Cuando se añade la perdida de un ser querido a la vivencia de un acontecimiento traumático se favorece el duelo traumático y las reacciones de estrés a su vez aumentan con la perdida. Sobre todo cuando la muerte es violenta, cuando no hay evidencia concreta de la muerte o cuando se piensa que el cese del lamento es una traición para el ser querido.
Las situaciones violentas causadas por el hombre, en especial si éste es una figura de autoridad para el menor son las que más probabilidad tienen de causar más daño psicológico.
Es más habitual el diagnostico de TEP tras los traumas repentinos que en situaciones de traumatismos crónicos, como pueden ser los abusos sexuales, donde los síntomas tienen otra presentación.
Los tipos de trauma que tienen más probabilidad de causar TEPT en el adulto son la violación, los malostratos en la infancia y el abandono en la infancia.
Los tipos de abuso sexual que parecen causar un trauma emocional mayor implican el uso de la fuerza física, el contacto genital, la perpetración del acto por una figura de autoridad masculina y los actos en los que participa un miembro de la familia u otra persona querida.
Ser testigo de la muerte de los padres es una situación de alto riesgo
En los niños, además de su propia afectación directa, la afectación de los padres e incluso de amigos o conocidos puede desencadenar los síntomas de TEPT.
GRADO DE AFECTACIÓN (PROXIMIDAD CON EL EVENTO TRAUMÁTICO)
La interpretación subjetiva de amenaza para la vida o la integridad física marca el grado de afectación. A mayor frecuencia, duración y severidad de la situación, más gravedad. A mayor proximidad al evento, mayor riesgo.
Sin embargo, en los niños la afectación indirecta es especialmente probable:
Los niños sufren las consecuencias de la afectación de los padres. Por un lado, la afectación de los padres los hace menos sensibles y menos capaces de afrontar las necesidades emocionales de los hijos; por otro lado, como consecuencia de los síntomas que se derivan de su afectación, los padres cambian su actitud y la calidad de sus cuidados con los hijos. Además, al ver mal a sus padres, los hijos tratan de ocultar su malestar para no preocuparles más. Por ejemplo, el 58% de los soldados israelíes que habían sufrido trauma refirieron dificultades para atender las necesidades emocionales de sus hijos y un 32% comentó dificultades graves para resolver las necesidades físicas de sus hijos. Tanto los padres como las madres confirmaron unas tasas de violencia parental con respecto a sus hijos muy elevadas: en el 71% de los casos se produjo violencia verbal y en un 23% violencia física.
En situaciones de violencia familiar, los niños se encuentran en la línea de fuego cruzado con el riesgo de padecer lesiones físicas, además de irregularidad de horarios, falta de sueño, cambios de humor de los adultos cuidadores. Viven en un clima de incertidumbre y de amenaza de peligro para sí mismo o para otros.
Para desarrollar un TEP la exposición a los acontecimientos traumáticos no necesariamente tiene que ser directa. Se ha también se ha comprobado que la exposición repetida a imágenes de TV puede, por si sola causar TEPT. Dos años después de la explosión del Edificio Murray en Oklahoma el 16% de los niños que vivían a cien millas de Oklahoma manifestaban síntomas significativos de TPET y el grado de afectación se correlacionaba con la exposición a las imágenes en TV.
FACTORES PERSONALES
Edad: Más riesgo de psicopatología cuanto menor es el niño. La afectación, incluso a nivel del desarrollo cerebral, está demostrada incluso en bebés abusados. Los niños más pequeños, preverbales, tienen poca capacidad para comprender las relaciones causa-efecto, les cuesta entender lo ocurrido, ni el alcance y las consecuencias que tiene; tampoco tienen el concepto de irreversibilidad de la muerte, cuando ésta ocurre; están aprendiendo a confiar en las personas y el entorno y sus temores se centran en la separación y el abandono de sus padres. Son particularmente vulnerables a las reacciones de éstos y a la desorganización de su mundo seguro y estable. Carecen de habilidades para afrontar de una manera efectiva la situación del desastre y buscan consuelo en los adultos.
No tienen palabras para describir los hechos pero conservan recuerdos, escenas o visiones particulares, sonidos u olores que según van creciendo pueden aparecer en sus juegos años después, cuando parecían olvidados. En la edad escolar, ya tienen más capacidad para darse cuenta de las consecuencias que puede conllevar la situación e incluso comprender el concepto de pérdida permanente; sin embargo todavía no tienen estrategias de afrontamiento adecuadas ya que acaban de perder aquellas que les proporcionaba el pensamiento mágico de etapas anteriores. Las reacciones que predominan son el miedo y la ansiedad. La adolescencia es otra edad de alto riesgo por las graves consecuencias que pueden derivarse (aislamiento, conductas impulsivas, de riesgo).
Sexo: El mayor riesgo de presentación de alteraciones mentales tras un acontecimiento traumático que se ha observado en mujeres en estudios de población adulta no está confirmado en niños, aunque sí parece existir la misma tendencia.
Antecedentes Personales: La experimentación de traumas previos incrementa el riesgo de psicopatología. Los antecedentes psicopatológicos y de violencia en el menor, también incrementan el riesgo.
Características de la personalidad: El locus de control externo (sentirse víctimas en manos de los demás o del mundo externo con una vivencia pasiva de lo que les sucede) incrementa el riesgo. El empleo de mecanismos de defensa de negación y evitación también lo aumenta.
FACTORES FAMILIARES
La reacción de los padres y en especial de las madres ante el acontecimiento traumático es uno de los predictores más potentes de la reacción del niño y el adolescente y más cuanto menor es la edad del niño.
Si después del hecho traumático el niño está mucho tiempo separado de los padres, sin saber nada de ellos, pensando que han muerto el riesgo de presentar problemas de adaptación a medio plazo es mayor.
La pobre respuesta parental al acontecimiento incrementa el riesgo
Los antecedentes psiquiátricos de los padres o la psicopatología de éstos ( no necesariamente tratada) incrementa el riesgo de los hijos de trastornos de adaptación tras el acontecimiento, posiblemente por las dificultades de los padres.
Las limitaciones y dificultades en el apoyo que la familia debe dar al menor que pueden derivarse de las situaciones anteriores, incrementan el riesgo.
FACTORES SOCIALES:
Estatus minoritario (p. ej, inmigrantes o minorías étnicas), probablemente porque estén expuestos a más situaciones de violencia o porque puedan participar del siguiente factor.
Inadecuada red social: aislamiento o falta de integración social
MANIFESTACIONES CLÍNICAS
La reacción con la que el profesional ajeno a la salud mental se va a encontrar con más frecuencia ante un niño víctima es la reacción inmediata al acontecimiento traumático.
Pocos niños o adolescentes reaccionan de una forma dramática ante un acontecimiento estresante. El impacto emocional es tan fuerte que lo que suele ocurrir es la ausencia de toda emoción. Algunos niegan su mundo de fantasías, otros se muestran indiferentes ante lo que ha pasado. De modo que los adultos creen que el niño no se ha enterado o, pasado un tiempo, que ha olvidado.
La reacción inmediata puede describirse como un estado de shock. La ausencia de reacción o la contención emocional forzada es lo más esperable. Una sensación de irrealidad, falta de emociones o desorientación así como reacciones físicas como temblor, frío o mareo. Pueden también mostrarse nerviosos o con cierta tristeza y llanto contenido, con oposición a separarse de otros familiares. La perdida de confianza en los adultos y el miedo a que el hecho traumático se repita de nuevo son respuestas que se observan en muchos niños y adolescentes.
Tras esta reacción inicial, considerada una respuesta normal ante una situación anormal, van apareciendo en el transcurso del tiempo otra serie de reacciones a las que hay que estar más atentos, ya que es frecuente que la sintomatología sea más intensa meses después que en las primeras semanas, por lo que el seguimiento, cuando es posible, es lo indicado. A continuación se describen las reacciones posteriores.
Ante un acontecimiento traumático, los niños y adolescentes muestran a menudo un gran número de trastornos distintos de los del TEPT. Así pues, la valoración no solo debe tener en cuenta la sintomatología del TEPT sino también una valoración en profundidad de los cambios en la personalidad y en el funcionamiento físico, social y escolar.
Terr (1991) describió dos tipos diferentes de reacción postraumática, según la frecuencia y duración del trauma: 1- El tipo I, en los que el menor experimenta un único episodio traumático (accidente, atentado, atraco…), y en el puede aparecer con más frecuencia la triada clásica del trastorno de estrés Postraumático (reexperimentación, evitación e insensibilidad e hiperactivación), con una presentación incompleta, fluctuante y sin embargo con alta tendencia a la cronicidad; 2- El TEPT tipo II, en los que el niño tiene experiencias crónicas y repetitivas (abuso sexual continuado, maltrato), donde se genera un perfil diferente de síntomas en el que la negación, disociación e insensibilidad emocional están especialmente presentes.
El inicio demorado de estos síntomas o su presencia subsindrómica y el diagnóstico tardío es especialmente frecuente en víctimas infantiles.
El momento del desarrollo evolutivo del menor, cuya principal referencia es la edad, marca, tanto la comprensión del suceso como las consecuencias que de él se derivan con las manifestaciones emocionales y conductuales acompañantes.
Así, en los niños más pequeños, las limitadas capacidades cognitivas y de expresión lingüística en esta etapa dificultan la inferencia de ideas y sentimientos. La falta de recursos mentales por la inmadurez de la estructura mental hace que estas experiencias sobrepasen fácilmente la capacidad adaptativa del sistema defensivo del menor, inundando todas sus áreas. A estas edades los niños son especialmente sensibles a las reacciones de los padres ante el hecho traumático. Síntomas agudos que encontramos a esta edad son: miedo a ser separado de los padres, llanto, gritos, inmovilidad o agitación, conductas regresivas: chuparse el dedo, enuresis, miedo a la oscuridad.
Los niños en edad escolar pueden dar explicaciones mágicas a los sucesos y es característica la formación de presagios (creen que si están suficientemente alerta reconocerán signos de alarma). También pueden sentirse culpables al creer que el desastre ha ocurrido porque han mentido, o han trasgredido una norma. Podemos encontrar: cambios de conducta, miedo a estar en contacto con aquello que le recuerde el hecho traumático, ansiedad de separación, hostilidad, alteraciones de la memoria y de atención, distorsiones temporales, trastornos del sueño, juego postraumático (monótono, repetitivo y aburrido), apatía, aislamiento y evitación, regresiones, somatizaciones, exagerada preocupación por sus padres. Pueden observarse conductas de elaboración del acontecimiento traumático en juegos, dibujos y verbalizaciones sobre aspectos del trauma.
En la adolescencia, la experiencia de terror e indefensión durante la adolescencia pone en peligro las tres tareas adaptativas normales de esta fase de la vida: la formación de la identidad, la separación de la familia de origen y la exploración de un mundo social mías amplio. Las manifestaciones son más parecidas al adulto, aunque sus respuestas están más marcadas por la impulsividad y las conductas agresivas. El intento de mitigar el malestar tiene un riesgo mayor a esta edad por poder conllevar conductas arriesgadas y peligrosas (uso de drogas, delincuencia, promiscuidad sexual), la expresión a través del cuerpo (trastornos de alimentación) o la adopción de conductas prematuramente adultas (abandono de la escuela, embarazo, etc…) que tienen un alto coste para el adolescente y también para la familia y la sociedad.
Los sentimientos de inferioridad y culpa son prácticamente universales. Imaginar que uno podría haberlo hecho mejor puede ser más tolerable que enfrentarse a la realidad de estar absolutamente indefenso. Los sentimientos de culpa son especialmente graves a cualquier edad cuando el superviviente ha sido testigo del sufrimiento y la muerte de otras personas. También cuando se es testigo de violencia abusiva.
Es esencial no subestimar nunca las reacciones de los niños. A menudo la reacción del niño es diferente a la del adulto. Por esta razón el adulto no siempre entiende la relación entre la experiencia traumática y la reacción del niño.
Los síntomas, sean del tipo que sean, son más fluctuantes y variables en la infancia que en el adulto, lo que no significa que el trastorno no tenga la misma gravedad. Se ha relacionado la intensidad de la respuesta inicial, inmediata, con el desarrollo posterior de TPET. Por ello, cuando ésta sea muy intensa o dure más de un mes, el menor debe ser derivado para evaluación por un especialista.
Intervenciones. Qué hacer
Al margen de lo que se haga, es importante la actitud con la que el adulto se dirige al niño/adolescente. Los niños detectan en seguida cuando es mejor no hablar o no mostrar sus sentimientos. Notan cuando los adultos no soportan sus fuertes emociones e intentan proteger a sus protectores. Hay que estar atentos a la respuesta de los padres al trauma, que como hemos visto influye mucho en la recuperación del niño.
La intervención inmediata es muy importante. Debería empezar en el lugar del hecho traumático. Lo primero y más importante es:
- Evitar separar a los niños de los padres o familiares importantes, si estos no son una amenaza para el menor.
- Proteger al niño
- Evitar que vean escenas que les puedan dañar, alejarles del lugar y ponerles en lugar seguro bajo la supervisión de un adulto.
- Facilitar contacto con un adulto conocido lo mas pronto posible,
- Informarles de donde están sus familiares
- Informarles de dónde van a ir y con quién; despejar en lo posible la incertidumbre.
- Identificar a los que están con intensa angustia, utilizar leguaje verbal y no verbal de contención (coger la mano…).
- Escucharlos. Si no quieren hablar, decirles cómo nos sentimos, como se imaginan que se sienten otros niños.
- Con adolescentes: explicarles que lo que sienten es normal en estas circunstancias. Pedirles que no hagan cambios drásticos en su vida.
- Si es necesario tomarles declaración, tener en
cuenta los aspectos forenses que se explican más adelante y sobretodo, hacerlo con las máximas garantías de que ese testimonio tenga luego una validez legal, para que, el impacto emocional que tal declaración tiene para el menor, no le sea inútil.
Los primeros auxilios psicológicos pueden suponer: clarificación de los hechos referidos al trauma, decirles que es normal que estén asustados o enfadados o tristes, animar a expresar los sentimientos y referir a los niños más sintomáticos a tratamiento.
La intervención con niños se basa de forma inmediata en restaurar unas buenas funciones parentales. Esto es básico. La familia debe explicar lo ocurrido al niño, animarle a que hable pero no empeñarse, aclarar que sentirse mal es normal, crear un ambiente seguro y mantener las rutinas, demostrarle afecto y reasegurarles cuidados y apoyo, ser claro, no mentir, informarle de acuerdo a su edad y pasar tiempo con ellos, ser paciente con los miedos y regresiones, quitarles culpa, permitirles estar tristes y tener en cuenta que cuidarse uno mismo es imprescindible para ayudar a los hijos.
Cuando hay un niño/adolescente que presente los siguientes síntomas en primera respuesta ante el hecho traumático, recomendar a la familia que consulte con un especialista.
- Shock: los niños/adolescentes pueden estar bloqueados sin moverse ni reaccionar ni decir nada.
- crisis de ansiedad: palpitaciones, sudoración, sensación de falta de aire, llanto, temblores, intenso nerviosismo, quejas somáticas, etc. …
- crisis de agitación: rabietas muy fuertes, descontrol con posible agresividad, llanto desesperado (“no entran en razón”). En adolescentes pueden ser mas intensas.
- Disociación: continuar como si nada pasara como por ejemplo ponerse a jugar en sitios inadecuados, sin reaccionar, como aislados del mundo y desconectados del entorno.
- Otros problemas de conducta graves: autolesiones, fugas, actuar y hablar de forma extraña o conductas temerarias, sobretodo en adolescentes.
Justo después del trauma o en las semanas posteriores es muy importante identificar quien necesita de una ayuda más intensiva o de terapia. La mayoría de los niños y adolescentes se recuperarán solos, sin ayuda, con el transcurso del tiempo. Las dificultades iniciales irán disminuyendo progresivamente en frecuencia e intensidad hasta desaparecer. Los niños y adolescentes que necesiten ayuda terapéutica son aquellos que presentan las conductas detalladas anteriormente, con una intensidad moderada, limitadora de su actividad cotidiana y durante un período de más de 4 semanas. Si la intensidad del malestar es más grave, debe consultarse con el especialista desde el principio, acudiendo en primer lugar a su pediatra.
El beneficio de la intervención precoz está constatado por numerosos estudios que confirman que la intervención justo después del hecho traumático reduce la sintomatología de TEPT.
En el trato directo de los profesionales con los menores debe tenerse en cuenta, según la edad: cuanto más pequeños, peor van a reaccionar a la separación de los padres, si ésta tiene lugar por el tipo de acontecimiento.
La función del adulto es de apoyo con ternura, no ignorarle, contestar sus preguntas teniendo en cuenta que en esta edad el niño tiene un pensamiento mágico (y las explicaciones que ellos dan a los sucesos no siguen los criterios del razonamiento adulto). En preescolares, el adulto ha de decirle que es normal que esté triste, que no ha ocurrido por su culpa. Aceptar cierta regresión (retorno a comportamientos propios de etapas anteriores); aceptar, también, que el niño tenga ganas de jugar, ir al cine, de excursión… Facilitar la participación en funerales, conmemoraciones si ellos quieren, etc. Entre los seis y los nueve años ya discriminan entre sus propios pensamientos y los de los demás. Es importante animarles a que pongan palabras a sus ideas en vez de imaginar lo que sienten. Pueden necesitar asegurarse de que ellos no han tenido la culpa, de que sus sentimientos rabiosos ocasionales en el pasado no han dado lugar al hecho traumático. Entre los nueve y los doce años están aceptando las reglas sociales de los demás, adaptándose al orden del mundo. Es función del adulto ayudarle a recuperar la idea de que el mundo sigue con sus reglas, que tiene su orden, aunque hay cosas que no controlamos, como el hecho traumático. Aceptar la expresión de sentimientos intensos, de modo que no los repriman o no los conviertan en acciones compulsivas.
Aspectos forenses
Quinn (1995) subrayó que en una valoración forense hay varios factores que podrían dar lugar a la insuficiencia o al exceso de diagnóstico del trauma emocional que provoca el TEPT en los niños.
Los factores que rebajan artificialmente la tasa de detección comprenden:
- El rechazo o la minimización por parte de los padres, profesores y otros adultos.
- La falta de denuncia por parte de los niños.
- La ignorancia de los adultos sobre la frecuencia y las presentaciones del TEPT en niños,
- La incapacidad de apreciar o provocar señales de TEPT en niños más pequeños o con capacidad de expresión verbal limitada.
Los factores que podrían provocar una sobredetección son:
- Los bajos umbrales de obligatoriedad de declaración del trastorno,
- La falta de objetividad y la preparación inadecuada de los terapeutas orientados a los traumas,
- Los exámenes forenses y clínicos incompetentes, no imparciales o inadecuados.
Estos factores resumen y remiten a cuestiones tremendamente importantes con las que ha de enfrentarse un menor si el conocimiento de su situación lleva a la denuncia y entra en un proceso judicial.
Lo primero a lo que ha de enfrentarse es al cuestionamiento de su declaración. La credibilidad del testimonio de los testigos infantiles de victimización es objeto de polémica: 1- El componente de adquisición de datos de la memoria puede verse alterado por el impacto emocional del hecho traumático, especialmente en lo que se refiere a los hechos periféricos al núcleo del acontecimiento. 2- La retención de la información almacenada puede alterarse por dos factores: a) el olvido, más problemático en los niños mas pequeños y mayor cuando la información es más impersonal o periférica y b) la contaminación, por insinuación de datos posteriores al acontecimiento y no precisos en la memoria de la víctima; esto puede ocurrir al: oír comentarios de oficiales de policía, de los padres u otros adultos; escuchar o leer informes legales o policiales; obtener información de los medios de comunicación y estar sujeto a entrevistas imprecisas y durante las cuales se van sugiriendo las respuestas. 3- Respecto al componente de la memoria de la recuperación, una de las principales preocupaciones es la sugestibilidad. Los niños son más susceptibles a este proceso, especialmente en situaciones de mucho estrés, como es encontrarse ante un tribunal o un entrevistador de posición social elevada. En una revisión de lo publicado sobre sugestibilidad y sobre la veracidad del testimonio de las víctimas infantiles en los casos de abusos sexuales, los autores llegaron a la conclusión de que “los resultados suelen corroborar que los niños recuerdan bien, pero que los más pequeños, especialmente los de edad preescolar, son más vulnerables que los niños más mayores o los adultos a la sugestión y a las preguntas tendenciosas”. Observaron que el contexto de la evaluación es importante para valorar la validez de las afirmaciones de la victima infantil. La alegaciones tenían más posibilidades de ser falsas cuando surgen en un contexto de una disputa por custodia o por derecho de visitas o cuando surgen después de múltiples entrevistas para evaluar la veracidad de los hechos.
La forma de interrogar al niño por parte del fiscal o del forense puede tener un impacto significativo a través de la intimidación, de preguntas tendenciosas con premisas falsas o de un vocabulario y una formulación excesivamente adultas.
De hecho, el proceso de testificar como victima de un hecho traumático o tan sólo como testigo del mismo en un proceso penal o civil puede resultar muy estresante e incluso traumático para el niño.
Esto es otra cosa a la que el menor se tiene que enfrentar: No hay garantías, a día de hoy, de que el juez permita que el menor pueda acogerse a procedimientos de comparecencia en el juicio oral que están previstos para protegerlos de la confrontación con el agresor.
Todo el anterior proceso descrito someramente conlleva, sin dudas, un alto riesgo de retraumatización y siendo de sobra conocido por la población, es también disuasorio de emprender acciones legales en respuesta a un delito cometido contra un menor.
En la otra parte, la entrada en este proceso de denuncia y por tanto, de publicitación de los hechos sufridos, hace que se corra en algunos casos el riesgo de que el menor, especialmente si es adolescente, quede, por una parte estigmatizado por sus iguales, y que por otra parte o con lo anterior, se centre en esta situación, se refugie en la misma y limite la visión de su vida a este aspecto de su experiencia, acomodándose patológicamente en este malestar al que se va añadiendo más patología secundaria que se va manteniendo de forma imperceptible e involuntaria con ganancias secundarias, a veces, justa e inevitablemente otorgadas en un intento de proteger a la víctima de futuras victimizaciones. Se entra así en un círculo vicioso en el que sólo la implicación de los profesionales de los distintos ámbitos que intervienen con el menor (servicios sociales, sanitarios y judiciales) en una intervención coordinada puede evitar la cronificación de esa dinámica. En este punto quisiera también hacer una llamada de atención sobre lo que percibo como una proliferación, en ocasiones con dudosa garantía de calidad, de recursos variopintos de instituciones públicas-concertadas-privadas de atención a los menores víctimas de maltrato en sus distintas formas. Si terrible es la ausencia de ayudas y la negación del problema, riesgos tiene también el peregrinaje que el menor y su familia pueden hacer por todos esos dispositivos en busca de ayuda.
Lo anteriormente descrito contempla efectivamente el caso de los menores, víctimas ciertas, de diferentes situaciones traumáticas. Es justo reconocer, también, el número cada vez mayor de denuncias falsas y la necesidad de tener en cuenta el derecho a la presunción de inocencia del agresor. La complejidad en la dualidad víctima/agresor y derecho de la víctima/garantías del agresor hace que a menudo el criterio de los profesionales ante un mismo hecho difiera en función del ámbito al que pertenezcan, entrando incluso en una confrontación.
Y aquí es donde la victimología debe ir facilitando, en el trabajo conjunto de los profesionales de distintos ámbitos, criterios de consenso respecto al tratamiento de la víctima en los diferentes contextos en los que ese niño o adolescente transita y vive.
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